Dos
Buscadores de oro del año 2400

La capitana-K Seria Mau Genlicher estaba en el halo con su nave, la Gata Blanca, buscando clientes.

Allí arriba, a mil luces del Núcleo galáctico, el Canal Kefahuchi cubre la mitad del cielo, dejando en su estela enormes columnas invisibles de materia oscura, A Seria Mau le gustaba estar allí. Le gustaba el halo. Le gustaban los márgenes irregulares del Canal mismo, que todo el mundo llamaba «la Playa», donde los corroídos y viejos observatorios prehumanos tejían sus caóticas órbitas, plataformas de herramientas y laboratorios abandonados millones de años atrás por entidades que no tenían ni idea de dónde estaban… o tal vez ni siquiera de qué eran ya. Todos habían querido estudiar con más atención el Canal. Algunos habían colocado planetas enteros en posición, y luego se habían marchado o se habían extinguido. Algunos habían colocado sistemas solares enteros en posición, para luego perderlos.

Incluso sin todo eso, el halo habría sido un lugar difícil de navegar. Eso lo convertía en un buen terreno de caza para Seria Mau, que ahora se encontraba en una especie de remanso no newtoniano dentro de una maraña orbital clásica de enanas blancas, esperando para saltar. Era el momento que más le gustaba. Los motores estaban apagados. Las comunicaciones estaban apagadas. Todo estaba apagado para que ella pudiera escuchar.

Unas cuantas horas antes había atraído a un pequeño convoy (tres cargueros de dinaflujo, naves civiles que transportaban artefactos «arqueológicos» extraídos de un cinturón minero a veinte luces Playa adelante, acompañados ansiosamente por un rápido balandro armado llamado La Vie Féerique) a este lugar de tinieblas y los había dejado allí mientras iba a hacer otra cosa. La matemática de su nave sabía exactamente cómo volver a encontrarlos: ellos, sin embargo, atados a las transformaciones estándar Tate-Kearney, apenas sabían qué día era. Para cuando regresó, el balandro, sobrecargado por su responsabilidad protectora, había colocado a los cargueros a la sombra de un viejo gigante gaseoso mientras intentaba calcular una forma de escapar de la trampa. Ella los observó con curiosidad. Estaba tranquila, ellos no. Podía oír sus comunicaciones. Empezaban a sospechar que estaba allí. La Vie Féerique había desplegado zánganos. Diminutas barras actínicas de luz aparecían donde habían empezado a encontrarse con los campos de minas que ella había sembrado en las subcorrientes gravitatorias del cúmulo días antes de que llegaran los cargueros.

—Ah —dijo Seria Mau Genlicher, como si pudieran oírla—. Deberíais tener más cuidado, aquí en el espacio vacío.

Mientras hablaba, la Gata Blanca se internó en una nube de chatarra no bariónica que, al reaccionar débilmente a su paso, rozó el casco como un fantasma. Unos cuantos indicadores despertaron en los sistemas manuales redundantes de los habitáculos humanos vacíos de la nave, fluctuaron, volvieron a caer a cero. Como materia, apenas estaba allí, pero los operadores sombra se sintieron atraídos hacia ella. Se congregaban junto a las portillas, disponiendo la luz que caía a su alrededor para poder componer una imagen trágica, mirándose en espejos, susurrando y pasándose los dedos por las bocas o por el pelo, agitando sus alas secas.

—Ojalá hubieras crecido así, Cenicienta —gimieron, en el viejo lenguaje.

—Qué gran bendición —dijeron.

No me hagáis tener que tratar con esto ahora, pensó ella.

—Volved a vuestros puestos —les ordenó—, o haré retirar las portillas.

—Siempre estamos en nuestros puestos…

—Nunca hemos pretendido molestarte, querida.

—… siempre en nuestros puestos, querida.

Como si esto hubiera sido una señal, La Vie Féerique, corriendo veloz sobre el sol local, entró de lleno en un campo de minas.

Las minas, dos microgramos de antimateria contenidos por motores de hidrazina grabados en obleas de silicio de un centímetro cuadrado, no eran mucho más inteligentes que un ratón; pero una vez que sabían que estabas allí, podías darte por muerto. No te atrevías a moverte ni a dejar de moverte. La tripulación de La Vie Féerique comprendió lo que les estaba sucediendo, aunque fue muy rápido. Seria Mau pudo oírlos gritarse unos a otros mientras el balandro se abría y se partía en dos. No mucho más tarde, dos de los cargueros chocaron entre sí mientras escapaban en desesperadas trayectorias evasivas calculadas a medías, los impulsores de dinaflujo arañando el tejido espacial. La tercera nave se internó sigilosamente en los escombros en torno al gigante gaseoso, donde lo apagó todo y esperó a que pasara el momento.

—No, no, no es así como lo hacemos —dijo Seria Mau—. Pequeño cascarón.

Salió de la nada por el cuadrante babor de proa y se dejó detectar. Esto produjo una explosión de tráfico de comunicaciones internas y un satisfactorio salto hacia la seguridad al que puso fin con un poco de su artillería más seria, aunque menos sofisticada. El destello de la explosión iluminó varios pequeños asteroides y, brevemente, los restos del balandro, que enzarzado en el caótico atractor local daba vueltas y más vueltas sobre sí mismo, envuelto en un hermoso brillo radiactivo.

—¿Qué significa eso? —le preguntó Seria Mau a los operadores sombra—. ¿La Vie Féerique?

No hubo respuesta.

Poco después igualó velocidades con los restos y aguantó allí mientras giraban lentamente a su alrededor: placas combadas del casco, piezas monolíticas de maquinaria de dinaflujo, lo que parecían kilómetros y kilómetros de cable que se desmadejaba lentamente.

—¿Cable? —rió Seria Mau—. ¿Qué clase de tecnología es ésa?

Se podían ver cosas muy raras aquí en la Playa, ideas encontradas hacía un millón de años, modificadas para poner en marcha navecillas regordetas como ésas. Al final, se reducía a una cosa: todo funcionaba. Buscaras donde buscaras, lo encontrabas. Ésa era la peor pesadilla de todo el mundo. Eso era lo emocionante. Preocupada con estos pensamientos, Seria Mau acercó la Gata Blanca hacia el lugar donde los cadáveres giraban en el vacío. Eran humanos. Hombres y mujeres de aproximadamente su edad, hinchados, congelados, con los miembros en extraños ángulos sexuales, girando lentamente a través de una atmósfera compuesta por sus propias posesiones, pasaron ante su proa. Se internó entre ellos, buscando algo en sus expresiones de miedo y resignación, aunque no estaba segura de qué. Pruebas. Pruebas de sí misma.

—Pruebas de mí misma —murmuró en voz alta.

—A todo tu alrededor —susurraron los operadores sombra, dirigiéndole trágicas miradas por entre sus dedos entrelazados—. ¡Y mira!

Habían localizado a un solo superviviente en un traje de vacío, una figura blanca y gruesa que agitaba los brazos, intentando caminar sobre la nada, abriéndose y cerrándose sobre sí misma como una especie de criatura submarina mientras se doblaba de dolor o tal vez sólo de miedo y desorientación y negativa. Supongo, pensó Seria Mau, escuchando sus transmisiones, que cerrarías los ojos y te dirías a ti mismo: «Puedo salir de ésta si conservo la calma»; y luego los abriste y comprendiste de nuevo dónde estabas. Eso seria suficiente para hacerte gritar de esa forma.

Se estaba preguntando cómo acabar con el superviviente cuando una fracción de sombra pasó ante ella. Era otra nave. Enorme. Las alarmas se dispararon por toda la nave-K. Los operadores sombra se escabulleron. La Gata Blanca se precipitó a derecha e izquierda, desapareció del espacio local en una espuma de eventos cuánticos, microgeometrías no conmutativas y exóticos estados de vacío de corta vida, y luego volvió a aparecer a un kilómetro de su posición original, con todas sus armas preparadas y a punto. Disgustada, Seria Mau vio que estaba todavía a la sombra del intruso. Era tan grande que sólo podía pertenecer a sus jefes. Disparó de todas formas. El comandante nástico apartó irritado su nave de ella. Al mismo tiempo envió un espectro holográfico de sí mismo a la Gata Blanca. Se agazapó ante el tanque donde vivía Seria Mau, goteando realista por las articulaciones de varias de sus patas amarillentas, chirriando constantemente sin ningún motivo aparente. Su cabeza de aspecto huesudo tenía más palpos, ojos facetados e hilos de moco de los que ella habría preferido ver. No era algo que se pudiera ignorar.

—Sabes quiénes somos —dijo.

—¿Crees que es inteligente sorprender así a una nave-K? —gritó Seria Mau.

El espectro chasqueó pacientemente.

—No pretendemos avergonzarte —dijo—. Nos acercamos de una manera perfectamente clara. Llevas ignorando nuestras transmisiones desde que hiciste… —Hizo una pausa en busca de la palabra; luego, claramente sin encontrarla, concluyó incómodo—: Esto.

—Eso fue hace un momento.

—Fue hace cinco horas —dijo el espectro—. Llevamos intentando hablar contigo desde entonces.

Seria Mau se sorprendió tanto que rompió el contacto y, mientras el espectro se disolvía en una especie de humo marrón, una transparencia de sí mismo, ocultó la Gata Blanca en una nube de asteroides situados a cierta distancia para conseguir tiempo para pensar. Se sentía avergonzada. ¿Por qué había actuado así? ¿En qué podía haber estado pensando para mostrarse así de vulnerable e insensible durante cinco horas? Mientras intentaba recordar, la matemática de la nave nástica empezó a acecharla de nuevo, haciendo dos o tres mil millones de deducciones por nanosegundo sobre su posición. Después de un segundo o dos, permitió que la encontraran. El espectro se reformó inmediatamente.

—¿Qué entenderías por la idea «pruebas de mí misma»? —le preguntó Seria Mau.

—No mucho —contestó el espectro—. ¿Por eso hiciste esto? ¿Para dejar pruebas de ti misma? Nos preguntamos por qué matas a tu propia especie de manera tan despiadada.

A Seria Mau ya le habían preguntado eso antes.

—No son mi especie —dijo.

—Son humanos.

Ella contestó a este argumento con el silencio que se merecía. Tras un instante, dijo:

—¿Dónde está el dinero?

—Ah, el dinero. Donde siempre.

—No quiero moneda local.

—Casi nunca usamos monedas locales —dijo el espectro—, aunque a veces tratamos con ellas. —Sus articulaciones más grandes parecieron ventear algún tipo de gas—. ¿Estás preparada para volver a luchar? Tenemos varias misiones disponibles a cuarenta luces Playa abajo. Te enfrentarías a naves militares. Es una parte real de la guerra, no emboscar a civiles como aquí.

—Oh, vuestra guerra —dijo ella despectivamente. Cincuenta guerras, grandes y pequeñas, estaban teniendo lugar a plena vista del Canal Kefahuchi; pero sólo había una lucha, y era la lucha por los despojos. Nunca les había preguntado quién era su enemigo. No quería saberlo. Los násticos ya eran lo bastante raros. Y por regla general, era imposible entender los motivos de los alienígenas. «Los motivos», pensó, contemplando la colección de patas y ojos que tenía delante, «son algo sensorial. Ellos son una cosa Umwelt. Al gato le cuesta trabajo imaginar las motivaciones de la mosca que tiene en la boca». Reflexionó sobre esto. «La mosca lo tiene más difícil», decidió.

—Ahora tengo lo que quiero —le dijo al espectro—. No volveré a luchar por vosotros.

—Podríamos ofrecer más.

—No serviría de nada.

—Podríamos obligarte a hacer lo que queremos.

Seria Mau se echó a reír.

—Me habré marchado de aquí más rápido de lo que vuestra nave puede pensar. ¿Cómo me encontraréis entonces? Ésta es una nave-K.

El espectro dejó cundir un calculado silencio.

—Sabemos a dónde vas —dijo.

Esto le dio mala espina a Seria Mau, pero sólo durante una fracción de segundo. Tenía lo que quería de los násticos. Que lo intentaran. Rompió el contacto y abrió el espacio matemático de la nave.

—¡Mira eso! —la saludó la matemática—. Podríamos ir allí. O allí. O, mira, allí. Podríamos ir a cualquier parte. ¡Vayamos a alguna parte!

Las cosas salieron exactamente como ella había predicho. Antes de que la nave nástica pudiera reaccionar, Seria Mau había conectado la matemática; la matemática conectó con lo que fuera que hacía las veces de realidad; y la Gata Blanca desapareció de aquel sector del espacio, dejando sólo un remolino de partículas cargadas que se desintegraban.

—¿Veis? —dijo Seria Mau.

Después de eso, fue el aburrido viaje de costumbre. La enorme arboladura de la Gata Blanca (antenas de una unidad astronómica de longitud, plegadas fractalmente a dimensión y media para que pudieran ser laminadas en una zona de veinte metros del casco) no detectó más que un susurro de fotinos. Unos cuantos operadores sombra, canturreando y curioseando, se congregaron junto a las portillas y contemplaron el dinaflujo como si se les hubiera perdido algo allí. A lo mejor sí.

—En este momento —anunció la matemática—, estoy resolviendo una ecuación de Schrödinger por cada punto en una cuadrícula de diez dimensiones espaciales y cuatro temporales. Nadie más puede hacer eso.