1999:
Cuando ya terminaban, alguien le preguntó a Michael Kearney:
—¿Cómo te ves pasando el primer minuto del nuevo milenio?
Ésta era la idea que tenían de lo que era un juego de sobremesa en aquella pobre ciudad de las Midlands a la que había ido a dar una conferencia. La lluvia golpeaba las ventanas del comedor y corría por los cristales a la luz anaranjada de las farolas. Las respuestas se produjeron con luminosa previsibilidad, algunas pícaras, otras decentes, todas optimistas: beberían hasta caer redondos, echarían un polvo, verían los fuegos artificiales o la interminable salida del sol desde un avión en pleno vuelo. Entonces alguien comentó:
—Con los puñeteros hijos, supongo.
Esto provocó un coro de risas, seguido inmediatamente por otro comentario.
—Con alguien lo bastante joven para ser uno de mis hijos.
Más risas. Aplauso general.
De la docena de personas sentadas a la mesa, la mayoría tenían alguna idea por el estilo. Kearney no tenía en gran estima a ninguno de ellos, y quería que lo supieran; estaba enfadado con la mujer que lo había traído aquí, y quería que ella lo supiera también. Así que, cuando le llegó el turno, dijo:
—Conducir el coche de otro entre dos ciudades que no conozca.
Dejó que el silencio calara, y luego añadió deliberadamente:
—Tendría que ser un buen coche.
Hubo una carcajada general.
—Oh, cielos —dijo una mujer. Sonrió—. Qué duro.
Alguien cambió de tema.
Kearney los dejó estar. Encendió un cigarrillo y reflexionó sobre la idea, que le había llegado a sorprender. En el momento de expresarla (o de admitirla ante sí mismo) había reconocido lo corrosiva que era. No por la soledad y el egocentrismo de la imagen, aquí en este enclave de leve autocomplacencia académica y política, sino por su puerilidad. Las libertades representadas (el calor y el vacío del coche, su olor a plástico y cigarrillos, el sonido de una radio sonando suavemente en la noche, el brillo verde de los indicadores, la sensación de que era un instrumento o una serie de decisiones instrumentales, preparadas y utilizadas en cada giro de la carretera) eran tan pueriles como satisfactorias. Eran una descripción de su vida hasta la fecha.
Cuando se marchaban, su acompañante dijo:
—Bueno, eso no ha sido muy adulto.
Kearney le dirigió su sonrisa más infantil.
—No, ¿verdad?
Se llamaba Clara. Treinta y tantos largos, pelirroja, todavía joven de cuerpo pero con una cara que ya empezaba a arrugarse con el esfuerzo de mantenerse en forma. Tenía que estar ocupada en su carrera. Tenía que tener éxito como madre soltera. Tenía que correr siete kilómetros cada mañana. Tenía que ser buena en la cama, y necesitarlo todavía, y disfrutarlo, y saber cómo decir, en una especie de susurro entre gemidos, «Oh. Así. Sí, así. Oh, sí», por la noche. ¿Se sorprendía al encontrarse aquí en un hotel Victoriano de ladrillo rojo y terracota con un hombre que no parecía comprender ninguno de sus logros? Kearney no lo sabía. Contempló las brillantes paredes blancas del pasillo, que le recordaban los colegios de su infancia.
—Esto es un triste vertedero —dijo.
La cogió por la mano y la hizo bajar corriendo las escaleras con él, y luego la metió en una habitación vacía que contenía dos o tres mesas de billar, donde la mató con la misma rapidez que a todas las demás. Ella lo miró, el asombro sustituyendo al interés en sus ojos antes de que se vidriaran. La conocía desde hacía tal vez cuatro meses. A principios de su relación, ella lo había descrito como un «monógamo en serie», y él esperaba que tal vez ahora pudiera ver la ironía del término, si no la aberración lingüística que representaba.
En la calle, tras encogerse de hombros y pasarse una mano rápida y repetidamente por la boca, le pareció ver un movimiento, una sombra en la pared, la sugerencia de un movimiento bajo la luz anaranjada. La lluvia, la escarcha y la nieve parecían caer todo a la vez. En la mezcla, le pareció ver docenas de pequeñas motas de luz. Chispas, pensó. Chispas en todo. Entonces se subió el cuello del abrigo y se marchó caminando rápidamente. Al buscar el lugar donde había aparcado su coche, pronto se perdió en el laberinto de calles y pasos peatonales que conducían a la estación de ferrocarril. Así que cogió un tren en su lugar, y no regresó en varios días. Cuando lo hizo, el coche seguía allí, un Lancia Integrale rojo que le había gustado bastante poseer.
Kearney dejó su equipaje (un viejo ordenador portátil, dos volúmenes de Una danza para la música del tiempo) en el asiento trasero del Integrale y regresó a Londres, donde lo abandonó en una calle de South Tottenham, asegurándose de dejar las puertas sin cerrar y la llave en el contacto.
Luego cogió el metro hasta el laboratorio donde hacía la mayor parte de su trabajo de investigación. Complejidades administrativas demasiado bizantinas para entenderlas habían causado que estuviera albergado en un callejón entre la calle Gower y la carretera de Tottenham Court. Allí, un físico llamado Brian Tate y él tenían tres largas habitaciones llenas de sistemas informáticos Beowulf conectados a un equipo que, según esperaba Tate, acabaría por aislar las interacciones de un par de iones del ruido magnético ambiental. Teóricamente esto les permitiría codificar datos en eventos cuánticos. Kearney tenía sus dudas; pero Tate procedía de Cambridge tras su estancia en el MIT y, quizás más importante, Los Álamos, así que también tenía sus expectativas.
En los días en que albergaba un equipo de neurobiólogos que trabajaba con gatos vivos, el laboratorio había sido incendiado varias veces por grupos radicales de defensa de los derechos animales. En las mañanas de lluvia todavía olía levemente a madera y plástico calcinados. Kearney, consciente de la sensación de escándalo moral en la comunidad científica ante esto, había dejado saber que era miembro del Frente de Liberación Animal y añadió leña al fuego importando un par de gatitos orientales, uno negro y macho, el otro blanco y hembra. Con sus largas patas y sus cuerpos salvajemente delgados, deambulaban por ahí como modelos, asumiendo poses extrañas y metiéndose entre los pies de Tate.
Kearney recogió a la hembra. El animal se debatió durante un segundo, luego ronroneó y permitió que la pusiera sobre su hombro. El macho, mirando a Kearney como si no lo hubiera visto nunca antes, aplastó sus orejas y se retiró bajo una mesa.
—Están nerviosos hoy —dijo.
—Gordon Meadows ha estado aquí. Saben que no le gustan.
—¿Gordon? ¿Qué quería?
—Se preguntaba si nos apetecía ir a una presentación.
—¿Así es como lo llama ahora? —preguntó Kearney, y cuando Tate se echó a reír, continuó—: ¿De quién?
—De una gente de Sony, creo.
Ahora le tocó a Kearney el turno de reírse.
—Gordon es un capullo —dijo.
—Gordon es los fondos —dijo Tate—. ¿Te lo deletreo? Empieza F, O…
—Que te follen a ti también —le dijo Kearney—. Sony podría tragarse a Gordon con un vaso de agua. —Contempló el equipo—. Deben estar desesperados. ¿Hemos conseguido algo esta semana?
Tate se encogió de hombros.
—Siempre es el mismo problema —dijo.
Era un hombre alto con ojos suaves que se pasaba el tiempo libre, cuando lo tenía, diseñando un sistema arquitectónico de base compleja, lleno de formas y curvas que describía como «naturales». Vivía en Croydon, y su esposa, que le llevaba diez años, tenía dos hijos de un matrimonio anterior.
Tal vez como recordatorio de su pasado en Los Álamos, Tate llevaba camisas chillonas, gafas de montura de carey y un corte de pelo muy cuidado que le hacía parecerse a Buddy Holly.
—Podemos reducir el ritmo al que los q-bits empiezan la fase. Nos va mejor que a Kielpinski en eso,… He conseguido factores de cuatro y más esta semana. —Se encogió de hombros—. Después de eso, es todo ruido. Ni q-bit, ni ordenador cuántico.
—¿Y ya está?
—Ya está. —Tate se quitó las gafas y se frotó el puente de la nariz—. Oh. Hubo una cosa.
—¿Qué?
—Ven a mirar esto.
Tate había instalado una pantalla superplana de treinta pulgadas sobre un mueble al fondo de la habitación. Hizo algo en un teclado y se encendió con un color azul helado. En algún lugar de sus laberintos paralelos, el sistema Beowulf empezó a modelar el subespacio libre de decoherencia (el espacio Kielpinski) de un par de iones. Sus extensiones energéticas y finísimas le recordaron a Kearney la aurora boreal.
—Hemos visto esto antes —dijo.
—Espera —le advirtió Tate—. Justo antes de que se desintegre. Lo he reducido de ritmo un millón de veces, pero sigue siendo difícil de captar… ¡ahí!
Una cascada de fractales como el ala de un pájaro, tan diminuta que Kearney apenas la advirtió. Pero la gata, cuyas reacciones sensomotoras habían sido creadas para consideraciones biológicas distintas, saltó de su hombro en un instante. Se acercó a la pantalla, que ahora estaba en blanco, y la golpeó repetidas veces con las zarpas delanteras, deteniéndose de vez en cuando a mirárselas como si esperara haber cogido algo. Tras un momento el gato macho salió de donde estaba escondido y trató de imitarla. Ella lo miró, maullando enfadada.
Tate se echó a reír y apagó la pantalla.
—Lo hace siempre —dijo.
—Puede ver algo que nosotros no vemos. Sea lo que sea, va después de la parte que podemos ver.
—En realidad no hay nada.
—Pásalo otra vez.
—Es sólo una ilusión —insistió Tate—. No está en los datos reales. No te lo habría mostrado si hubiera pensado que estaba.
Kearney se echó a reír.
—Eso es muy reconfortante —dijo—. ¿Podrás frenarlo aún más?
—Podría intentarlo, supongo. Pero ¿por qué molestarse? No es nada.
—Inténtalo —dijo Kearney—. Sólo por diversión. —Acarició a la gata, que volvió a saltar a su hombro—. Eres una buena chica —dijo, ausente. Sacó algunas cosas del cajón de un escritorio. Entre ellas había una bolsa de cuero descolorida que contenía los dados que había robado al Shrander veintitrés años antes. Metió la mano dentro. Notó cálidos los dados, entre sus dedos. Kearney se estremeció al ver de pronto una clara imagen de la mujer de las Midlands, arrodillada en la cama y susurrando «Quiero correrme tanto» para sí misma en mitad de la noche.
—Puede que tenga que irme una temporada —le dijo a Tate.
—Pero si acabas de volver —le recordó Tate—. Iríamos más rápido si estuvieras aquí más a menudo. La gente del gas frío nos pisa los talones. Pueden conseguir estados robustos donde nosotros no podemos: si hacen más progresos seremos nosotros quienes quedaremos atrás. ¿Lo sabes?
—Lo sé.
Kearney, en la puerta, le ofreció la gata blanca. El animal se retorció en sus manos. Su hermano estaba todavía mirando la pantalla vacía.
—¿Les has puesto nombre ya?
Tate pareció avergonzado.
—Sólo a la hembra —dijo—. Se me ha ocurrido que podríamos llamarla Justine.
—Muy adecuado —admitió Kearney. Esa noche, en vez de enfrentarse a una casa vacía, llamó a su primera esposa, Anna.