Capítulo V

POCOS días antes de la batalla de Marcos llegaron a Toledo aquellos primeros ochocientos hombres de las tropas de refuerzo aragonesas que Don Pedro había prometido. Su comandante se hizo anunciar a la reina. Era Gutierre de Castro

Sí, Castro había exigido ser el primero en ser enviado a Toledo. Los Castro, dijo para fundamentar su petición, habían tenido parte preponderante en la conquista de Toledo, de lo que era testigo todavía en el día de hoy su castillo en esa ciudad, y también quería participar en la conquista de Córdoba y Sevilla. El dubitativo Don Pedro no había podido negar a aquel vasallo tan poderoso un ruego tan apremiante. Así pues, se hallaba en Toledo con sus mejores ochocientos hombres y presentaba sus respetos a Doña Leonor.

Ella se sintió profunda y felizmente sorprendida. Con un respeto casi supersticioso pensó en su sabía madre, que había negado a Castro su castillo para espolearlo y atraerlo. Lo saludó radiante, con gran amabilidad:

—Me alegro de que entre nuestros amigos aragoneses seas tú, Don Gutierre, quien llegue a Toledo.

Don Gutierre, vestido con su armadura, estaba ante ella en posición, como lo prescribía una vieja costumbre: las piernas abiertas, ambas manos colocadas sobre la empuñadura de su espada. Aquel vigoroso caballero se ufanaba de ser descendiente de aquellos príncipes godos que, cuando los musulmanes dominaban toda la Península, habían defendido su independencia en las montañas de Asturias y de Cantabria. Sobre sus inusualmente anchas espaldas reposaba aquel cráneo redondo como el que tenían muchos de los habitantes de aquellas montañas, la nariz chata y los ojos hundidos. Así estaba allí de pie y miraba hacia abajo, hacia la reina, que estaba sentada. La miraba descaradamente a la cara, pensando qué podían significar sus palabras.

—Espero —continuó Doña Leonor— que la decisión que tomaron los reyes en tu querella con Castilla te haya satisfecho.

Tenía la mirada levantada hacia él, se examinaron uno a otro con los ojos durante tanto rato que casi era incorrecto.

Finalmente, sopesando las palabras, dijo Don Gutierre, con su voz ligeramente chillona:

—Mi hermano Fernán de Castro fue un gran caballero y un héroe, me sentía profundamente unido a él. Ninguna indemnización puede sustituirlo, y por supuesto no puede sustituirlo para mí el dinero que se me pagó. Cuando tomé la cruz, juré arrancar de mi corazón todo el odio y quiero mantener mi juramento. Quiero obedecer al rey de Castilla siguiendo el encargo de mi señor de Aragón. Pero te lo digo abiertamente, señora, no me resulta fácil. Me mortifica saber que se encuentra entre los primeros servidores de Don Alfonso un hombre que no es digno de la saliva que querría escupirle a la cara y que se pavonea en el castillo de mis antepasados.

Doña Leonor con sus verdes ojos siempre fijos en él, repuso con dulzura, disculpándose.

—Los reyes deliberaron muy seriamente antes de decidir permitir a ese hombre seguir en el castillo —y le explicó—: En la actualidad, noble Don Gutierre, las guerras ya no pueden conducirse como en tiempos de nuestros antepasados. Una guerra requiere mucho dinero, y conseguirlo muchas astucias, a veces una malvada astucia, y el hombre del que tú hablas posee esa astucia. Créeme, mi querido y noble Don Gutierre, comprendo tus sentimientos, los comparto. Entiendo que te ofenda que ese hombre ocupe tu castillo.

Contempló sus atentos y expectantes ojos. «Ahora pongo la presa ante los ojos del halcón», pensó ella, y despacio, concluyó:

—Cuando esta guerra se encuentre realmente en pleno apogeo, ese hombre y sus astucias apenas si seguirán siendo necesarios.

Él preguntó cuál era su misión.

—De momento, será bueno —dijo ella— que te quedes con tus gentes aquí en Toledo, informaré al rey de tu llegada y Solicitaré sus indicaciones. Mientras de mí dependa, te quedarás aquí. La ciudad ha sido despojada de las tropas, y me tranquilizaría saber que se hallan aquí hombres buenos en los que confío.

Don Gutierre se inclinó más profundamente de lo que acostumbraba.

—Te agradezco, señora, tus condescendientes palabras —dijo.

Se despidió lleno de respeto y de muy buen ánimo. Esta Doña Leonor era realmente una gran reina.

Triunfalmente, cabalgó por las estrechas y empinadas callejuelas de Toledo, un honorable huésped y héroe en la ciudad de la que había sido expulsado, y con frecuencia en aquella calurosa semana de verano, con los ojos llenos de odio y de esperanza, cabalgó por delante del castillo de Castro.

Llegó el día en que ya a primeras horas de la mañana sonaron todas las campanas en Toledo, el día de la gran batalla. Y llegó la noche, y ya esa misma noche corrieron sombríos e inquietantes rumores de que la batalla se había perdido. Y llegó la mañana siguiente y con ella los horrorizados fugitivos del sur; cada vez en mayor número; y de las zonas de Toledo que se encontraban en el exterior de sus muros las gentes se apresuraban a penetrar en la ciudad abarrotada, mientras se amontonaban las espantosas noticias. El maestre de la orden de Calatrava había muerto, el arzobispo estaba gravemente herido, habían muerto ocho mil caballeros de Calatrava y otros más de diez mil caballeros e incontables soldados de a pie.

Doña Leonor se mantuvo tranquila. Los rumores eran absurdos. No podía ser. No debía ser. No había imaginado así la derrota.

Don Rodrigue, el único de entre los consejeros reales que había permanecido en Toledo, se presentó ante ella, el enjuto rostro atormentado por el dolor y la ira. Ella se esforzó en recibirlo con actitud relajada.

—Me han informado —dijo— de que el rey, nuestro señor en la batalla que emprendió desde la fortaleza de Alarcos, ha sufrido graves pérdidas. ¿Tienes noticias más exactas, reverendo?

—¡Despierta, señora! —gritó Rodrigue iracundo—. Don Alfonso ha perdido una gran batalla. La batalla estaba perdida antes de que comenzara. Lo mejor de los caballeros castellanos ha muerto. El gran maestre de Calatrava está muerto, el arzobispo de Toledo está gravemente herido, la gran mayoría de los barones y caballeros yacen muertos en el Campo de los Arroyos. Todo aquello que los reyes cristianos de esta Península conquistaron a lo largo de cien años con un mar de sudor y de sangre se ha perdido en un solo día por culpa de la frivolidad de un ánimo caballeresco.

La reina empalideció. De golpe se dio cuenta: ésa era la verdad. Pero no quería reconocerlo delante del canónigo. Mantuvo su actitud principesca.

—Estás hablando sin respeto, Don Rodrigue —lo corrigió—. Pero comprendo tu preocupación y no quiero discutir contigo. Mejor, dime: ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo hacer?

Rodrigue dijo:

—Los estrategas suponen que Don Alfonso podrá defender Calatrava durante un breve espacio de tiempo. Dedícate durante este tiempo, señora, a preparar Toledo para el asedio. Eres inteligente y experta en asuntos de administración. Mantén la ciudad tranquila. Está desbordante de fugitivos y de desesperados. Quieren destruirlo todo a su alrededor, quieren matar. Amenazan a los árabes cristianos. Amenazan a los judíos.

En lo más profundo de su ser Doña Leonor había estado esperando escuchar algo parecido, quizás lo había estado deseando:

—Haré lo que pueda para mantener Toledo tranquila.

Don Efraim, el Párnas de la aljama, estaba terriblemente preocupado. La victoria de Alarcos abría al califa los caminos de la Península. Toledo caería en manos de los musulmanes que habían expulsado a los judíos de Córdoba y Sevilla. Desde los tiempos de los reyes godos no había caído una desgracia tan grande sobre los judíos de Sefarad.

Y ¿qué traería el futuro más inmediato? Terribles rumores corrían por Toledo. Nadie, decían, habría podido derrotar al brillante ejército cristiano si no hubiera habido trucos y traición de por medio. El judío, el amigo del emir de Sevilla, había conspirado con los musulmanes, les había informado de los planes de guerra cristianos, de la fuerza de cada una de las secciones del ejército, de sus posiciones. El rey no había conseguido librarse de los lazos de la judía, que era una enviada del diablo, y ahora el castigo del cielo había caído sobre él y sobre el reino.

En la judería se hacinaban las gentes más estrechamente de lo que era habitual. Los judíos que vivían fuera de ella se apresuraban a cobijarse bajo la protección de sus firmes murallas. En la aljama reinaba un miedo espantoso.

Don Efraim rogó a la reina que atendiera sus ruegos. Habían sido convocados todos los ciudadanos capaces de sostener un arma para defender la ciudad. Don Efraim rogó que se autorizara a la aljama a conservar los quinientos hombres que todavía tenía para la defensa de la judería. El elevado número de soldados judíos que habían caído en la batalla de Alarcos, siguió hablando, demostraba la disponibilidad de los judíos de Toledo de ofrecer su vida por el rey. Pero, ahora, la aljama se veía amenazada por aquellos que se habían dejado azuzar por rumores sin sentido y necesitaba urgentemente a sus hombres y a sus armas.

Tras la alta frente de Doña Leonor sus pensamientos galopaban. ¡Aquel día único y tan deseado había llegado! Ahora lo más importante era actuar con precaución, insinuar pero no delatarse.

El pueblo de Toledo, contestó, veía en el desventurado resultado de la batalla un castigo de Dios y buscaba a los culpables. Nadie sospechaba de los hombres de la aljama, que eran conocidos como fieles amigos del rey. Pero nada se sabía de los extranjeros, de aquellos fugitivos francos que el rey, nuestro señor, con exagerada bondad, había autorizado entrar en el reino, y se miraba con malos ojos al hombre que le había dado tan mal consejo, al Escribano Don Jehuda Ibn Esra. Además, Don Jehuda, a pesar de todos sus méritos, era un señor orgulloso, por no decir arrogante, y su pompa, en la presente Guerra Santa, estimulaba la ira de muchos ciudadanos sencillos. Un hombre tan inteligente como el presidente de la aljama debía comprender esto.

Al Párnas le enojó que la reina renegara del hombre que ella misma había hecho llamar y que había traído tantas bendiciones sobre el reino.

—¿Nos aconsejas, señora —preguntó precavido—, que reneguemos de Don Jehuda Ibn Esra?

—No, Don Efraim —contestó rápidamente Doña Leonor—, sólo intento averiguar contra quién, de entre los judíos, va dirigido el descontento del pueblo.

—Perdona, señora, que te moleste insistiendo con mis preguntas —insistió Don Efraim—, pero no quisiera entender mal a Vuestra Majestad en este importante asunto. ¿Eres de la opinión de que debemos apartarnos de Don Jehuda?

La reina propuso, con frialdad y sin comprometerse:

—Vuestro peligro me parece poco considerable, y si no fuera por Don Jehuda no habría ni la sombra de ese peligro.

Y tras un silencio algo penoso, con ligera impaciencia, concluyó:

—Sea como sea, Don Efraim, utiliza a tus hombres capaces de manejar armas para proteger la judería o para proteger Toledo, lo dejo a tu buen criterio.

Efraim se inclinó profundamente y se fue.

Se fue a casa de Jehuda.

—Siento mucho, Don Jehuda —comenzó—, encontrarte todavía en el castillo Ibn Esra. Difícilmente podría encontrarse otro lugar que en el día de hoy proporcione menos protección que éste.

«Quieren tenerme fuera de los muros de la ciudad —pensó amargamente Jehuda—, quieren librarse de mí», y, con irónica amabilidad y cortesía, repuso:

—Desde que recibí tus primeras y bienintencionadas advertencias, he pensado varias veces si no debería marcharme del reino con mi hija y con mi amigo Musa. Pero el rey nuestro señor me haría perseguir ¿No eres de la misma opinión, Don Efraim? No veo cómo podría cruzar el inmenso territorio de la cristiandad y llegar a ponerme a salvo en las tierras del sultán. Debéis perdonarme, tú y la aljama, mi presencia en Toledo.

Efraim dijo:

—La judería tiene buenos moros y quinientos hombres jóvenes capaces de sostener las armas para defenderla. En estos momentos me parece el lugar más seguro para ti, Don Jehuda.

Jehuda ocultó su sorpresa; reconoció de inmediato la tremenda generosidad de esta oferta.

—Perdona mi necia acritud —dijo con desacostumbrada calidez—, no he encontrado durante mi vida muchos amigos, no habría esperado tanta humanidad.

Nervioso, aquel que normalmente tenía tanto dominio sobre sí, iba de un lado para otro. Se detuvo ante Efraim, empezó a presentarle objeciones y hablaba ahora en hebreo:

—Pero ¿has pensado también, mi señor y maestro Efraim, cuánta de su seguridad pierde la judería si me ofreces refugio?

Efraim contestó:

—Nada más lejos de nuestra intención que cerrar nuestras puertas en días de aflicción a un hombre que nos ha manifestado tanta bondad.

Jehuda, lleno de sentimientos contradictorios, preguntó:

—¿Incluye esta invitación también a Doña Raquel?

Efraim, tras una breve duda, repuso:

—Es válida también para tu hija. —Dijo apremiante—: ¡Se trata de tu vida, Don Jehuda! Eres inteligente y lo sabes tan bien como yo, quizás deberemos pagar con sangre tu salvación; tú mismo lo has dicho, y no voy a contradecirte. Pero estamos convencidos de que el sacrificio será agradable a Dios. Te has confesado libremente a favor nuestro aun a costa de un gran precio. Te ruego que no permitas que tu orgullo prevalezca en estas horas. Danos la oportunidad de corresponderte.

Don Jehuda dijo:

—Sois gentes dispuestas al sacrificio, y me siento tentado a aceptar vuestra invitación, porque mi corazón está lleno de temor, pero hay algo que me detiene. Podría engañarme y engañarte diciéndote que no quiero poneros en peligro; pero no es éste el motivo. Tampoco mi orgullo es la causa, por favor; créeme. Es algo más profundo. Mira, en el último momento, este rey me obligó a poner mi sello junto al suyo al final de aquella insolente carta al califa, y entonces tuve que reconocer que mi destino está ligado estrechamente con el de este rey de Edom. He practicado un juego temerario, pero no quiero huir el día en el que se me van a pedir cuentas.

—Piénsalo de nuevo —le aconsejó Efraim—. No te apartas de Adonai si te mezclas con su pueblo, al que has servido con sacrificios. Es tarde, Don Jehuda. Mañana quizás ya no habrá tiempo para abandonar esta casa. Toma a tu hija y ven.

Jehuda dijo:

—Eres un hombre valeroso y lleno de bondad, Don Efraim, te estoy agradecido, Dios aumente tus fuerzas. Pero no puedo decidirme ahora. Sé que se acaba el tiempo, pero no puedo seguir tan sólo los impulsos de mi propio corazón, no puedo irme ahora contigo.

Efraim, profundamente afligido, añadió:

—Te mandaré más tarde a un mensajero, y espero que lo hayas pensado mejor y vengáis con nosotros, tú y tu hija. Que el Todopoderoso guíe tu corazón a la decisión correcta.

Jehuda, sobreponiéndose, dijo:

—Antes de que te vayas, mi señor y maestro Efraim, permíteme todavía un ruego. Mi nieto se halla a salvo, pero no sé durante cuánto tiempo su seguridad estará garantizada, ni siquiera sé con exactitud dónde está el niño ahora, el único que lo sabe es Ibn Omar, a quien ya conoces. Cuando todo se haya tranquilizado, hazlo buscar. Ibn Omar es un hombre juicioso, sabe de mis propósitos y de mi voluntad, él te ayudará. El rey de Edom quiere nombrar a su hijo, a mi nieto, conde de Olmedo, procura que el muchacho esté a salvo de él, procura que no se convierta en un mesumad. No permitas que el muchacho sepa quién es su padre, protégelo de Edom y de la fe de Edom.

—Eso haré, Don Jehuda —le prometió Efraim—, y cuando llegue el momento oportuno le haré saber al muchacho que es un Ibn Esra.

Se abrigó para marcharse.

—El Señor esté contigo, Don Jehuda, te tengo mucho aprecio, si alguna vez vuelven a darse disputas entre nosotros, piensa en este momento y yo también pensaré en él, y si no volvemos a vernos, sabe que muchos miles de personas de tu pueblo bendecirán tu memoria. La paz sea contigo, Jehuda.

—Contigo sea la paz —dijo Jehuda.

Jehuda, una vez que Efraim se hubo marchado, se quedó sentado durante mucho rato, experimentando una gran sensación de vacío. No lamentaba haber rechazado la oferta de Efraim, era un hombre valiente, había visto morir a muchas personas y sabía con exactitud qué era la muerte. Conocía la palabra árabe que servia para designar a la muerte y que la describía como la Destructora de Todas las Cosas, y que ese nombre era mucho más que unas palabras vacías, y no se avergonzaba de temblar cuando pensaba en el negro vacío en el que caería.

Para él era un alivio que Efraim no considerara su respuesta como definitiva. Una y otra vez se le ocurrían nuevas reflexiones.

¿No arrastraba a su hija en su caída? Debía preguntarle a ella antes de elegir definitivamente. Se sometería a la decisión de ella.

Con sombrías palabras habló de la muerte que ahora en Toledo alargaba sus manos por todas partes hacia ellos, y de la oferta de Efraim de acogerlos en la seguridad de la judería.

Raquel había sabido de la derrota de Alfonso, y sólo ahora, mientras su padre hablaba, reconoció todo su terrible alcance. Sintió un miedo horrible por ella y por su padre, pero todavía sentía más compasión por Alfonso. Ese hombre, ese rey que no era más que resplandor y victoria, ¿podría soportar aquella derrota? Y mientras pensaba burlona y con ternura que ahora el pobrecillo desventurado no podría mostrarle su Sevilla, veía ante sí su rostro obcecado, furioso, lleno de una pasión devoradora. Y al mismo tiempo sentía en ella un inmenso gozo: ahora, pronto, muy pronto, estaría de regreso en La Galiana. «Él me lo prometió. Y ya no estará rodeado de corazas y hierro, y mis palabras penetrarán en su pecho».

Sin dudarlo, en cuanto Jehuda terminó de hablar, contestó:

—No me está permitido ir a la judería, padre mío. Don Alfonso me ha ordenado esperar su regreso en La Galiana.

Afectó a Jehuda en lo más profundo de su corazón que ella no pensara en otra cosa que en el deseo de Don Alfonso. Dijo:

—Puesto que ésta es tu voluntad, hija mía, tampoco yo iré a la judería.

Pero, sin embargo, no hablaba con su acostumbrada decisión sino que más bien miraba su tranquilo rostro con mirada escrutadora. Todavía quedaba en él una pequeña esperanza, ella rectificaría: «No, padre mío, no quiero que seas destruido, quiero que vivas. Te seguiré, decidas lo que decidas». Pero no dijo nada, y él pensó amargamente: «Yo mismo la entregué a ese hombre. Yo mismo la he empujado a ese hombre. No debo lamentarme si ahora ella me deja morir antes de actuar en contra del deseo de ese hombre».

De pronto, radiante, ella le rogó:

—Ven a mi casa, padre mío. Vente conmigo a La Galiana.

Él intuyó lo que ella pensaba, su vivo rostro se lo hizo saber.

Ella había comprendido en qué peligro se encontraban ambos, pero, a pesar de todo, creía que en La Galiana se hallarían a salvo; de no ser así, Alfonso no le habría ordenado esperar allí. Él, Jehuda, lo sabía: era un sueño y un absurdo. Él lo sabía: Raquel lo ponía en peligro a él, y él a ella; ninguno podía ayudar al otro. Pero era una idea consoladora, estar juntos en la última hora, y él no destruyó sus sueños. Accedió a trasladarse a La Galiana junto a ella.

Animó a Musa a acompañarlo. Éste encontraba comprensible que Raquel se quedara en La Galiana, y también que Jehuda quisiera acompañar a su hija, pero para él mismo, dijo, no tenía ningún sentido, en una situación así, cambiar de lugar.

—Déjame aquí entre nuestros libros —le rogó—, sería injusto dejarlos aquí sin protección. Quizás sería bueno —reflexionó y se animó— llevar algunos de los manuscritos más valiosos a la judería. ¡Es una suerte que el Sefer Hillali ya está allí!

Jehuda y Musa, después de cenar temprano, permanecieron sentados juntos hablando y bebiendo. A su alrededor flotaba el aroma de los muchos años que habían pasado juntos. Hablaron de las tribulaciones con la objetividad de hombres experimentados. Hablaron con ligera y burlona reverencia de la muerte.

Musa se hallaba de pie ante su pupitre, trazaba círculos y arabescos, y decía:

—No son las estrellas de Alfonso las que nos han puesto en una situación tan penosa: es su modo de ser, es su caballería. La caballería y la peste son las peores plagas con las que Dios azota a sus criaturas.

Jehuda no pudo contenerse, tenía que contarle a su amigo con qué calor Don Efraim había alabado sus servicios.

—Al final, también los judíos han reconocido —dijo él modestamente orgulloso— que no era el deseo de honores, riquezas y esplendor lo que me hizo ayudarlos.

Musa, bondadosamente, añadió:

—Yo lo he visto y sé que con frecuencia no sólo has actuado por ambición de honores, sino también por la grandeza de tu corazón.

Con su modo de hablar, amistoso y didáctico, le explicó:

—Según Hipócrates, al igual que las enfermedades, también las acciones de los hombres tienen pocas veces un solo motivo, sino que más bien cada actuación individual tiene un gran número de raíces.

Jehuda repuso sonriendo:

—Querido amigo Musa, desde luego no eres pródigo en alabanzas.

Su conversación se fue espaciando. Aquellos de cuyas bocas las palabras fluían con tanta facilidad se iban quedando sin palabras a medida que se acercaba el momento en que Jehuda debía partir Cuando se dispuso a marcharse, se callaron por completo y sólo se estrecharon las manos.

Pero después, inesperada y torpemente, Musa abrazó a Jehuda. Nunca había hecho algo así. Y cuando Jehuda hubo partido se quedó durante mucho rato todavía en el mismo lugar con los brazos caídos y los ojos fijos en el suelo.

Cuando Jehuda despertó a la mañana siguiente en La Galiana, por un instante no supo dónde se encontraba. Después vio dónde estaba y la amenaza que se cernía sobre aquella casa, pero ya no sentía temor; sentía en él una gran paz, sentía aquella entrega en manos del destino que Musa había ensalzado con tanta frecuencia. Cerró los ojos y yació todavía por un tiempo. Desde el patio llegaban los trinos de los pájaros, un par de rayos de sol llegaban a su rostro cruzando las ranuras de los postigos de las ventanas. Permaneció echado, se solazaba en el silencio. Hasta el momento, siempre había creído que no debía dejar de calcular y planear, en su provecho y en el de los demás. Ahora, finalmente, por primera vez, aquel hombre, allí tumbado, sintió lo que era la paz, la sintió en todos sus miembros, se deleitó en ella.

Se levantó, se bañó, se arregló despacio, cuidadosamente. Sin hacer ruido, recorrió la casa y el jardín. Percibió las inscripciones hebreas y árabes en las paredes. Se dio cuenta de que alguien había roto el cristal de la mezuzah y había cubierto las cisternas del rabí Chanan. Por un momento, sintió en él unos celos salvajes e iracundos, pero de inmediato sacudió la cabeza sorprendido de sí mismo, y de su mal humor surgió la alegría ante la certeza de que, en los días que todavía quedaban, Raquel le pertenecería a él y no al otro.

Sé sentó al borde del pequeño estanque, medio echado, tal y como se había sentado hacía tiempo en los escalones de la fuente. Disfrutó el hecho de no tener que pensar en el futuro, de no tener que tomar ninguna decisión más. Sopesó lo que había sucedido, y en su recuerdo todo era bueno, tanto lo alegre como lo desagradable. Pensó en los ojos piadosos, fanáticos y llenos de desprecio del rabí Tobia, y su recuerdo no lo enojó ni lo avergonzó.

También pensó en su hijo Alazar Hasta el momento, con voluntad de hierro, no había permitido que su recuerdo aflorara a la consciencia. Con rostro impasible, había escuchado la noticia de que el escudero del rey había muerto en la batalla de Alarcos. No preguntó nada más, para él el muchacho había muerto hacía tiempo. Ahora, sentado al borde del estanque de La Galiana, pensó en el hijo con tristeza y sin rencor.

Un criado vino a llamarlo para que fuera a reunirse con Raquel. Desayunaron en medio de una conversación agradable y fluida. Con ninguna palabra hicieron alusión a su peligro. Los desórdenes de la ciudad de Toledo no habían llegado hasta La Galiana. La casa y el jardín estaban bien cuidados, las comidas se preparaban con una gran riqueza de surtido, los silenciosos criados esperaban órdenes.

Pocas horas después se sintieron como si hubieran vivido allí juntos durante semanas. Paseaban por el jardín o disfrutaban del frescor de la casa, se buscaban el uno al otro y se dejaban de nuevo solos.

Todavía les quedaban tres días de vida pero ellos no lo sabían.

Vieron cómo el reloj de sol marcaba las horas, cómo avanzaban los indicadores de las sombras, y, en lo más profundo de su interior, Jehuda sabía: eran sus últimas horas las que se estaban contando; pero esta certeza no quebrantó su profunda paz.

Raquel, por su parte, había reflexionado mucho y a fondo sobre aquella conversación que había tenido con su padre, y sabía la amenaza que se cernía sobre ella. Pero no la creía posible. Alfonso había dicho: «Espérame». Alfonso vendría. No podía ser que la muerte, la Destructora de Todas las Cosas, la tocara antes de que Alfonso viniera. Subió al mirador desde donde ella podía ver el camino que descendía desde Toledo. Esperaba ardientemente y llena de confianza.

El segundo día, poniendo en peligro su vida, acudió Don Benjamín a La Galiana como mensajero de Don Efraim. Con palabras ardientes intentó convencer a Jehuda y a Raquel para que se refugiaran bajo la sólida protección de la judería. A Jehuda lo atormentaba y a la vez lo llenaba de felicidad ser tentado por última vez. Pero Raquel dijo con dulzura y seguridad:

—Don Alfonso me ordenó quedarme aquí. Me quedo. Tú, mi buen amigo Don Benjamín, me comprenderás.

Benjamín, por dolorosas que le resultaron las palabras de ella, la comprendió. Su alma seguía ligada a aquel caballero, al rey de Edom, al hombre de la guerra. El sufrimiento que su heroísmo desconsiderado e inconsciente había traído sobre la Península no enturbiaba la magnificencia que tenía a los ojos de ella. Raquel seguía amándolo, seguía creyendo en él, rechazaba la huida a la judería porque él le había dedicado soberanamente unas cuantas palabras amables. Más que eso: de pronto le pareció impensable ver a Doña Raquel, a aquella Raquel que él veía en pie ante él, dulce y orgullosa, entre las gentes que llenaban la judería. La envidia, la maldad, la involuntaria admiración, la maledicencia, la curiosidad, la envolverían y la ensuciarían. No, era impensable verla en medio de toda aquella inmundicia insignificante:

—No voy a seguir insistiendo para convencerte, Doña Raquel, y tampoco a ti, Don Jehuda, pero dejad que me quede aquí hasta la noche. Entonces regresaré sin vosotros.

Se quedó y demostró ser un invitado discreto y comprensivo. Se daba cuenta de cuándo Jehuda quería estar a solas con Raquel, y en el momento oportuno se hallaba de nuevo presente. Tan pronto estaban los tres juntos, tan pronto se encontraba Jehuda con Raquel en sus habitaciones, tan pronto recorría Benjamín con ella los caminos de grava del jardín.

Raquel hablaba poco, pero su silencio le pareció a Benjamín más elocuente que las palabras. Intentó dibujarla. Renunció a ello. Era una temeridad querer concurrir con Dios que la había creado. ¿Quién podía siquiera pensar, aunque se tratara del maestro de los maestros, en reproducir la armonía interior de Raquel, la profunda armonía de su figura, de su rostro, de sus movimientos? En ella se hacían realidad las enseñanzas de Platón: «La belleza no es superior a otros conceptos, pero brilla ante los ojos, el más diáfano de nuestros sentidos, con mayor claridad que todas las demás imágenes a causa de su corporeidad». Raquel era una alegoría, una alegoría de aquello que llena a los seres humanos de felicidad y los ensalza. Cualquiera, tan sólo con verla pasar, debía sentirse obligado a ser mejor. Ese rey burdo y caballeresco era el único que no se había vuelto mejor gracias a ella, y por ese mismo motivo el único al que Benjamín durante aquel día odiaba. Sentía dolorosamente cómo Raquel seguía esperando humanizar a aquel hombre desnaturalizado, y él la amaba todavía más por aquella fe suya infantil e indestructible.

A última hora de la tarde Jehuda y Benjamín se encontraban sentados al borde del estanque. Hacía mucho calor, pero allí el sofoco parecía menos opresor. Refrescaban los pies en el agua y disfrutaban de su frescor. Pero esto sucedía el segundo de los últimos días que precedían a la muerte de Jehuda, y Jehuda le rogó:

—Dime, mi joven Don Benjamín, experto en las Escrituras y en muchos otros saberes: ¿Qué piensan tus maestros y qué piensas tú acerca de la vida tras la muerte?

Don Benjamín contempló cómo los mosquitos bailaban por encima del estanque, vio caer una hoja al agua, flotar, temblar un poco. Pensó su respuesta. Dijo:

—Nuestro señor y maestro Mose Ben Maimón nos enseña: «Sólo tiene cabida en la inmortalidad la parte cognoscible del hombre. Sólo el saber conquistado sobrevive al cuerpo, sólo aquella pequeña y más noble parte del alma humana que se ha esforzado honestamente y con éxito en la búsqueda de la verdad». Esto enseña Mose Ben Maimón.

Guardó silencio durante un rato, y después añadió:

—Pero en el Talmud se dice: «Por amor a la paz debe incluso sacrificarse la verdad».

Cayó la noche. Benjamín aplazaba la despedida. Pero la luna, delgada y pálida, se iba tiñendo de color y tenía que irse.

Jehuda y Raquel lo acompañaron hasta el portón.

—La paz sea con vosotros —dijo—. En la curva del camino ligeramente ascendente se volvió. En la apagada luz brillaba la inscripción Alafia, prosperidad, bendición. Jehuda y Raquel ya no estaban allí.

Cada vez se hacía mayor el ansia del pueblo de Toledo de vengar la derrota de Alarcos en los culpables. Fueron pocos los que se libraron de aquel afán santo y violento del que se hallaba impregnado el ambiente. Allí donde los judíos se dejaban ver, fuera de los sólidos muros de la judería, fueron maltratados, muchos fueron muertos. También algunos de los árabes cristianos fueron tratados con dureza. Sé hacían necesarias fuertes medidas de protección.

La reina llamó a su presencia a Don Gutierre de Castro.

Tenía reparos, le manifestó dulce y astuta, en seguir confiando la seguridad de los muchos súbditos amenazados a los oficiales castellanos, ya que éstos estaban irritados por la pérdida de hermanos e hijos y no se sentían inclinados a defender a gentes cuyo pueblo era considerado injustamente como culpable de la desgracia; por ese motivo, un aragonés sería más adecuado para impedir las revueltas en la ciudad.

—Hazme este servicio, Don Gutierre —le pidió. Lo miró con sus ojos verdes directamente a la cara y jugó con las cintas de su guante.

—Sé —continuó— que no es una tarea fácil y que quizás no será posible proteger, entre tantos miles, a todos y a cada uno de ellos. Puedo imaginarme casos en los que será mejor entregar a uno de ellos en beneficio de los miles restantes.

Castro, reflexionó. Después, a su manera pausada, contestó:

—Creo que te entiendo, señora. Haré todo cuanto pueda para mostrarme digno de tu confianza.

Se inclinó profunda y respetuosamente y tomó, casi con ternura, el guante.

Apenas había Castro dejado a la reina, cuando el canónigo se hizo anunciar Aquel iracundo disgusto que ya una vez había llevado a Don Rodrigue a la presencia de la reina no lo había abandonado. Veía con rabia y dolor cuán indefenso estaba él ante la desoladora locura que arrasaba la ciudad. Debía advertir y exhortar de nuevo a Doña Leonor.

Con palabras apremiantes le exigió que protegiera a los inocentes. Ella, con amable y principesco reproche, repuso:

—¿Crees realmente, mi muy honrado padre y amigo, que Dios ha colocado en el trono de Castilla a una incapaz tal que precisa de este tipo de advertencias? Lo que podía suceder, ha sucedido. No he exigido de la aljama ni un solo hombre para los muros de la ciudad, de modo que los judíos pueden utilizar toda su fuerte tropa de protección para defenderse. Además, como precaución, he confiado la protección de todos los amenazados al aragonés, para evitar que un caballero castellano se sienta inclinado a actuar con poco rigor o sea reacio a intervenir con prontitud contra los que provocan los disturbios. ¿Te parece que lo he hecho bien, Don Rodrigue?

El canónigo sabía que la ira de la gente de Toledo iba dirigida sobre todo contra Don Jehuda, y le hubiera gustado preguntar en concreto por él. Lo que más le habría gustado habría sido ir al castillo, y no sólo por la amistad que sentía por Jehuda. Cada vez de un modo más apremiante, sentía la necesidad de hablar con el sabio Musa de los desolados acontecimientos que tenían lugar por todas partes. Pero ¿no se había impuesto como sacrificio evitar el castillo en penitencia por esa debilidad humana que le estaba vedada? ¿Y si ahora se decía que estaba preocupado por Jehuda, no sería quizás sólo una excusa para poder ir al castillo? Si había alguien capaz de protegerse a sí mismo, era aquel hombre de mundo, Don Jehuda. Además, era impensable que un castellano atentara contra la vida y los bienes de un miembro del consejo de ministros del rey Ante los ojos principescos y algo burlones de Doña Leonor le pareció doblemente ridículo mostrar miedo por el Escribano. Dio las gracias a la reina por su prudencia y se fue.

Don Gutierre de Castro, dispuesto a cumplir su misión con diligencia y exactitud, se aseguró primero de la situación de los árabes cristianos. Vivían en sus barrios aparte, alrededor de sus tres iglesias. La mayoría de ellos eran gente sencilla. Apenas podía tentar a las masas deshacerse de ellos, se había desistido de hacerlo. Pero sus muros y puertas eran débiles; Castro colocó dos escuadrones en sus barrios. A continuación se convenció de la solidez de los muros y las puertas de la judería. Eran fuertes, las masas desordenadas difícilmente conseguirían entrar. A pesar de todo, Castro preguntó al Párnas si quería que les cediera alguno de sus hombres armados; Don Efraim los rechazó amablemente, agradecido.

El barrio judío a las puertas de la ciudad había sido desalojado; sólo se habían quedado un par de viejos y niños. En muchas de las casas vacías se habían instalado los fugitivos cristianos. Las casas en las que había quedado algo aprovechable habían sido saqueadas. En la sinagoga todo había sido destruido con rapidez y brevedad. Sobre el almemor, el estrado desde el cual se leían las Sagradas Escrituras el Sabbath, un bromista había colocado un muñeco, una figura burlona de un viejo judío; Castro se rió a carcajadas.

A pesar de lo poco que tenía que hacer, la misión que le había sido encomendada le parecía capciosa cuando se encontraba frente al castillo.

Acudía allí con frecuencia. Muchos acudían allí con asiduidad. Puesto que no podían penetrar en la judería y no valía la pena caer sobre los pocos y desgraciados sospechosos que quedaban fuera de los muros, a las gentes de Toledo les atraía cada vez con más fuerza descargar su santa ira castellana en la lujosa casa y caer sobre sus fabulosos tesoros. Había que reducir a escombros aquel castillo desvergonzadamente resplandeciente. Había que atrapar y destruir a aquel estafador y traidor que vivía en él como una araña negra, junto con su hija, la bruja, que había hechizado al rey Ésta era una misión agradable a Dios y el consuelo adecuado para el corazón y el ánimo en estos tiempos de aflicción. Así pues, Castro, pasara cuando pasara por delante de la casa, encontraba a un montón de chusma que contemplaba sus muros con codicia y fascinación.

Despacio y con torpeza daban vueltas los pensamientos en la cabeza de Castro. ¿Era el judío suficientemente insolente como para seguir viviendo en la casa? El judío era un cobarde, pero, engreído por su cargo y jactancioso por naturaleza, era muy posible que todavía estuviera allí. La casa le pertenecía a él, a Castro, era el castillo de Castro. Sus antepasados lo habían conquistado hacía cien años a los musulmanes. Y seguía siendo como antes, la casa de los Castro, también Doña Leonor lo había dicho. Cuando la guerra estuviera en su apogeo, había dicho ella, echarían al judío. Más en su apogeo que ahora difícilmente podía estar la guerra, y si la batalla se había perdido, había sido por culpa de las fechorías del judío, y era insoportable que éste siguiera solazándose insolentemente en el castillo. Todos los demás judíos, muchos miles, estaban amenazados por culpa de aquel sinvergüenza y traidor No era que a él le dieran lástima, pero había aceptado la misión de protegerlos, y Doña Leonor le había ordenado expresamente que era mejor entregar a uno que poner en peligro a miles.

Cuando Castro pasaba por delante de la casa torcía el gesto como los otros y esperaba. Esperaban todos amenazadores. Ninguno quería ser el primero en levantar la mano contra la casa del poderoso Escribano.

Castro pasaba por delante de la casa cada vez con mayor frecuencia El lugar lo atraía. Y siempre veía lo mismo: las gentes se reunían ante la casa, murmuraban sordamente, especulaban.

Pero una vez, ya desde lejos, oyó claros y furiosos gritos. Se apresuró. Y he aquí que varios, bastantes, golpeaban contra el enorme portón. También golpeaban con los poderosos mazos contra el hierro, cuyos golpes, en medio del griterío, resonaban violentos e imperiosos. Pero no apareció ningún portero. Finalmente, uno, subiéndose a los hombros de otro, trepó hasta arriba del muro. Rápidamente, entre el júbilo de muchos, llegó a lo alto. Desapareció en el interior Y he aquí que ya se abría la portezuela del portón y en ella apareció el rostro sonriente y triunfal del intruso, y, con un ademán burlón y cortés, invitó a los demás a entrar:

Castro se hallaba allí y pensaba. Tenía a algunos de sus hombres con él, y sin mucho esfuerzo hubiera podido defender el portón y resistir hasta que hubieran llegado refuerzos. Pero ¿acaso su misión no consistía en entregar a uno y salvar a muchos? Se quedó allí sin intervenir y cada vez eran más los que entraban por la pequeña portezuela del portón de la casa. Finalmente los siguió al interior de la mansión. Los que gritaban se habían callado en cuanto llegaron al primer patio. No podía verse a ninguno de los habitantes de la casa, a ninguno de los numerosos criados, escribanos y empleados de la mansión. La gente avanzaba desconcertada a lo largo de los muros, abrieron titubeando un segundo portón que conducía al interior Boquiabiertos, confusos, riendo neciamente, se encontraron en medio de aquel silencioso lujo. Se empujaban unos a otros para continuar

Sin querer hicieron caer un jarrón, y otro más. Éste se rompió. Uno tomó una copa de una hornacina, un artístico cristal, y lo arrojó al suelo. No se rompió al caer sobre la gruesa alfombra. Aquel hombre, furioso ahora, apartó el recubrimiento y apareció el suelo empedrado, arrojó el cristal sobre el suelo de piedra y se rompió en añicos con mucho ruido. Asomó un criado asustado, un musulmán. Quiso decir algo, conciliador, hacerlos entrar en razón, quizás también quería comunicarles que el señor de la casa no estaba allí. En el griterío general nadie lo escuchó, no querían oírle, lo golpearon en la boca, lo empujaron, primero con timidez y después con maldad. Allí quedó tumbado, sangrando, jadeando. La muchedumbre se alegró. Se volvió salvaje. Desgarró, golpeó, arrojó al suelo todo aquello que podía romperse y destruirse.

Castro miraba como perturbado. Ésta era su casa. La guerra estaba en su apogeo, y Doña Leonor había dicho que ésta era su casa. El judío que se había instalado en ella no parecía encontrarse allí. Quizás se había ocultado en un rincón, ya lo comprobarían. Ésta era su casa, la de Castro, por fin. Y era una casa muy rica. Era una casa blasfema y herética. ¡Cómo se había atrevido el judío! ¿En qué había convertido su buen castillo caballeresco y cristiano?

Castro, despacio, con enérgicos pasos, haciendo sonar los hierros de su armadura, cruzó la sala, subió al pequeño estrado y permaneció en la abertura de la barandilla que delimitaba el estrado. Aquel hombre fornido permaneció en pie en la postura que prescribía la vieja costumbre, con las piernas abiertas, ambas manos apoyadas sobre su espada, ancho de espaldas y corpulento. Con sus ojos hundidos, contempló con deleite a las masas que habían liberado su mansión; de la inmundicia con que el judío la había manchado.

Mientras tanto habían penetrado cada vez más en el interior de la casa; habían abierto del todo el gran portón principal. La enorme y silenciosa casa, sus salas y sus habitaciones más pequeñas, sus patios y sus cámaras se hallaban de golpe llenas de gentes que gritaban furiosas. Algunos se metieron en sus bolsillos aquello que les pareció valioso. Pero a la mayoría no les interesaba eso; su deseo los empujaba a destruir y a destrozar. Buscaban al judío, pero no se hallaba allí: el cobarde había huido. Sólo encontraron a un par de desdichados criados a los que poder dar una paliza. Pero, por lo menos, los bienes del judío estaban allí, aquellas cosas valiosas y extravagantes por cuya causa él había desvalijado y traicionado al reino. La ira de todos se dirigió hacia esas cosas. Desgarraron, rompieron, destruyeron, las hicieron pedazos, iracundos, apasionados, jubilosos.

Su furor se contagió a Castro. También en él sentía esa furia: ¡Todo aquello debía ser destruido! ¡Había que matar! ¡Todo aquello debía ser reducido a escombros! ¡Todo aquello tan delicado, lujoso, judío, propio de mujeres y herético! Y con la hoja de su espada se lanzó a golpear todo aquello frágil y hermoso, y gritó:

—¡A lor! ¡A lor! —y golpeó las inscripciones de las paredes hasta que se desprendieron las gráciles piedras de colores.

Un silencioso y delgado señor con vestiduras talares[1] se acercó a él y le tocó el brazo: era Don Rodrigue.

Normalmente, el canónigo prefería dar un rodeo a pasar por delante del castillo: temía la tentación. Pero hoy había oído el claro y violento griterío y había sentido miedo. Había visto el portón abierto de par en par, había visto cómo las muchedumbres se arrojaban en oleadas a su interior gritando furiosamente. Las había seguido. Las gentes habían abierto camino al sacerdote, y así había topado con aquel hombre bien armado que, aunque parecía ser un caballero, participaba de aquella acción reprobable.

Puesto que el hombre volvió a él un rostro violento e indignado, dijo:

—Soy Don Rodrigue, miembro del Consejo Real.

Castro se rió a carcajadas, provocador:

—Y yo, reverendo señor, soy Don Gutierre de Castro, cabeza de la estirpe de la cual recibe su nombre esta casa.

Rodrigue recordó las medidas de protección de la reina. Surgió en él una vaga sospecha.

—¿Permites que estos saqueen y destruyan? —preguntó.

—¿Deben andarse los buenos castellanos con cumplidos —preguntó a su vez Castro— cuando buscan a un traidor? Puesto que la flor de la caballería cristiana ha sido destruida, ¿qué importan un par de tapices judíos y rollos de pergamino?

Rodrigue preguntó:

—¿No eres tú quién ha recibido la orden de proteger a los amenazados?

Gutierre miró al sacerdote tranquilamente a la cara.

—Sí —contestó—, y podré devolverle a la reina el guante con la conciencia tranquila. He cumplido sus indicaciones al pie de la letra. He dejado que el pueblo desahogara su ira contra uno solo, el único culpable, y he protegido a la gran masa de aquéllos de los que se sospechaba injustamente.

Rodrigue, consternado, incrédulo, preguntó:

—¿Era esta tu misión?

—Ésta era la orden de la reina —dijo Gutierre.

Rodrigue, lleno de espanto, preguntó:

—¿Qué me dices de Don Jehuda? ¿Le ha sucedido algo al Escribano?

Castro se encogió de hombros expresivamente con desprecio.

—Aquí, por lo menos, no —contestó—. Al parecer el perro se ha escondido.

Rodrigue suspiró aliviado. Era tal y como él había sospechado: Don Jehuda se había puesto a salvo.

Hizo un esfuerzo.

—Eres un cruzado —dijo—, te conmino en nombre de la Iglesia a detener este vergonzoso atropello.

Castro miró a su alrededor y vio que no quedaba mucho que todavía pudiera ser destruido.

—Es propio de un sacerdote ser indulgente —dijo con benevolente desprecio, y ordenó a sus gentes que echaran a los intrusos de la casa. Y así se hizo.

Don Gutierre se despidió amablemente del canónigo, contempló una vez más la obra realizada y se fue, lleno de la feliz esperanza de volver a convertir ese lugar de herético lujo en el castillo de Castro.

Rodrigue se quedó en la desolada casa. Oyó cómo se iban los últimos, cómo se cerraba el portón con un sordo ruido. Casi con dolor sintió penetrar en él el repentino silencio. Se dejó caer sentándose en el suelo en medio de las ruinas y los añicos, agobiado por un pesado y doloroso cansancio. Se quedó así durante largo rato. Se levantó, vagó arrastrando los pies por las conocidas estancias. Desde todos los rincones lo contemplaban desgarrones, agujeros y escombros. Siguió recorriendo la desierta casa; se esforzó en andar sin hacer ruido, sin saber por qué. Escogió pedazos de cristales del suelo, trozos de muebles, telas, los contemplaba meneando la cabeza. Allí, sucio y desgarrado, yacía un libro. Lo recogió, intentó alisar las hojas, reunir las páginas arrancadas, leyó mecánicamente. Se trataba de la Ética de Aristóteles.

Llegó al vestíbulo circular de Musa. Aquí estaban los cojines sobre los que su amigo, con frecuencia, se recostaba cómodamente y charlaba con él, y ¿qué había sido de Musa? Allí había estado el pupitre junto al cual le gustaba tanto pronunciar por encima del hombro, sus inteligentes, indulgentes y burlonas frases. Estaba hecho astillas: alguien se había tomado la molestia de destruir con un hacha aquella madera dura y noble. De las policromas letras que formaban las sentencias en las paredes, muchas habían sido destruidas y se habían caído. Mecánicamente, fijó su vista sobre la frase: «No tiene el hombre ventaja sobre la bestia». Se dio cuenta de que de las palabras Habehemah, la bestia, habían saltado como consecuencia de los golpes las letras bet y mem, y que las tres letras habían permanecido fijas sorprendentemente.

Rodrigue volvió a sentarse en el suelo, cerró los ojos. Desde fuera llegaba el sonido del regular chapoteo de las fuentes.

¿Se engañaba o era cierto que podían oírse precavidos pasos en el jardín? No se engañaba. De golpe, ante él estaba el rostro amado, feo, inteligente y tan familiar de nuevo ligeramente burlón a pesar de cualquier clase de preocupación:

—Considero muy acertado —dijo la voz tranquila y carente de vigor de Musa— que después de tantos y ruidosos visitantes, sólo te hayas quedado tú, mi silencioso y venerable amigo.

El dichoso Rodrigue estaba tan conmovido que casi no pudo hablar. Tomó la mano del otro y le dio unos golpecitos.

—He llegado demasiado tarde —dijo finalmente—, tampoco habría sido lo suficientemente hábil como para detener el tumulto. ¡Pero estás vivo! —exclamó.

Musa jamás habría creído que la voz del otro pudiera sonar tan cálida. Rodrigue seguía sosteniendo la mano del amigo, se miraron uno al otro, sonrieron, se rieron.

Más tarde, el canónigo preguntó por Jehuda. Cuando Musa le comunicó que se encontraba junto con su hija en La Galiana, Rodrigue respiró aliviado.

—En casa del rey estará seguro —dijo—, pero a pesar de todo, como medida de precaución, acudiré hoy mismo a Doña Leonor y exigiré una fuerte guardia para La Galiana, y ahora, querido Musa —dijo desacostumbradamente autoritario—, vendrás conmigo y hasta que la ciudad se haya tranquilizado vivirás en mi casa.

—Debería haber acudido a ti antes —dijo Musa—, pero me dije: en estos tiempos, un viejo y herético musulmán no es ningún invitado cómodo.

—Perdona, mi sabio amigo —repuso Rodrigue—, ésta es la primera vez que he tenido que oírte exponer un argumento absurdo. Vamos —lo animó.

Pero Musa le rogó que esperara todavía un rato.

—Debo recoger todavía mi crónica y un par de libros —le explicó. Satisfecho por el triunfo de su astucia, le comunicó al otro que había hecho llevar los dos manuscritos más valiosos, el Avicena y aquel manuscrito ateniense de La República de Platón, a la judería. Después, arrastrando los pies, bajó al sótano y regresó con una amplia sonrisa de satisfacción en su rostro, llevando bajo el brazo el manuscrito de su crónica.

Aquellos que habían devastado el castillo dudaban en dispersarse. Se sentían decepcionados por no haber podido acabar con el traidor y la bruja. Llegaron hasta la judería y exigieron que les entregaran a Jehuda y a Raquel. Pero gentes fiables les dijeron que éstos no se hallaban en la judería.

La ira creció ante el pensamiento de que hubieran huido. Mientras aquellos dos todavía respiraran, brotaría de ellos el veneno y la desgracia; era simplemente deber de cada buen cristiano y castellano eliminarlos de la faz de la tierra. A ellos mismos, a los dos, Dios les había anunciado ya el castigo. ¿Acaso el hijo que la judía le había dado al rey nuestro señor —esto se sabía por el jardinero de La Galiana, un tal Belardo— no había desaparecido de un modo muy enigmático? Seguramente, Dios lo había arrebatado en castigo por sus graves pecados. ¿Y acaso no había pescado la judía hacía unos meses una calavera en el Tajo?

Uno dijo que aquel mismo jardinero, Belardo, había dado a entender que la bruja seguía viviendo en La Galiana como si nada hubiera sucedido; sí, y además había acogido a su padre. La mayoría no querían creer en tan satánica insolencia. Quizás deberían acercarse a comprobarlo, propuso uno. La muchedumbre estaba perpleja, se sentía tentada. Pero dudaban: el castillo había sido la casa del judío, La Galiana era la casa del rey Algunos dijeron que podían ir hasta La Galiana. Una vez allí ya verían. La propuesta tuvo aceptación.

Ya los primeros se ponían en camino bajando hacia el puente. Andaban sin prisa, muchos se les unían, pronto fueron cientos, quizás llegaran a mil.

Poco a poco, bajo el sofocante calor caminando lentamente, cruzaron la plaza principal, el Zocodover Algunos preguntaban qué iban a hacer unos se lo contaban, los otros reían aprobando divertidos. En la gran puerta principal de la ciudad los guardias preguntaron:

—¿Adónde vais?

Ellos contestaron:

—Queremos cerciorarnos de dónde están, los que ya sabéis.

También los guardias de la puerta se rieron. Desde lo alto de las torres del gran puente, los soldados preguntaron adónde iban, y cuando oyeron la respuesta también se rieron.

Así, aquel millar de personas siguieron bajando en medio del sofocante calor Cada vez se unían más a ellos, ahora eran ya unos dos mil.

Castro oyó hablar de aquella marcha. Acompañado por algunos de sus hombres persiguió a caballo a la muchedumbre, la adelantó, se quedó atrás, la adelantó de nuevo y la dejó pasar delante otra vez. Despacio, sin mucha claridad, giraban sus pensamientos. «Debo proteger las propiedades del rey», reflexionó. Y seguía pensando: «Cuando el castigo de Dios está en marcha, ningún caballero cristiano debe oponerse», y añadía para sí: «Actuaré de acuerdo con mi misión. No protegeré al traidor y a la bruja poniendo en peligro a los cientos de miles de judíos de Toledo». Pero protegeré las propiedades del rey

Jehuda y Raquel, una vez se hubo ido Don Benjamín, siguieron llevando su alegre y festiva vida. Se vestían cuidadosamente, permanecían largo tiempo sentados a la mesa, paseaban por el jardín cuando el sol se ponía, mantenían tranquilas conversaciones.

Fue el ama Sa’ad, con una expresión de horror en todo su grueso rostro, la primera que trajo la noticia de que los infieles, Alá los maldiga, se acercaban, ¡¿qué iban a hacer?! Jehuda dijo:

—Conservar la calma y someternos a la voluntad de Dios.

Se adentraron en la casa, hasta las estancias de Raquel, una habitación no muy grande con un estrado como correspondía a las habitaciones de una dama. Jehuda llevaba colgado del cuello el pectoral, símbolo de su cargo. La habitación estaba en penumbra y el recubrimiento de fieltro en la pared le daba frescor. Allí se sentaron esperaron a los que se acercaban.

Éstos habían llegado ante los blancos muros que rodeaban la propiedad. En la portezuela de la entrada había un portero, y bordado en su jubón estaba el blasón del rey las tres torres. La muchedumbre dudó. No sabía qué hacer. Todos miraron a Castro. Éste avanzó con largos y pesados pasos, y dijo:

—Queremos cerciorarnos de algo. Eso es lo que queremos. No queremos dañar la propiedad del rey. Tengo conmigo a mi guardia para que nadie destroce la propiedad y para que ninguno pisotee los arriates del jardinero.

El portero estaba indeciso. Pero, mientras tanto, algunos habían trepado por el muro, que no era muy alto, empujaron a un lado al portero, sin violencia, y Castro cruzó el portón, tras él sus hombres armados, y tras ellos la muchedumbre.

La gente avanzaba empujándose, despacio, por los caminos de grava, admirando los jardines, acercándose al castillo. De pronto apareció Belardo. Llevaba el jubón y el gorro de cuero y la alabarda de su abuelo.

—¿El noble señor quiere hablar con Doña Raquel? —preguntó diligente—. Nuestra señora se encuentra en sus aposentos, en el estrado —parloteó—. ¿Está anunciado el noble señor? ¿Debo anunciarlo?

—Condúcenos hasta ella —dijo Castro.

Siguieron a Belardo al interior de la casa, Castro, sus soldados y algunos de los que formaban la muchedumbre, no muchos. Llegaron a los aposentos de Raquel. De golpe, el calor del jardín, la cegadora blancura de los muros, el polvo del camino que habían recorrido sudorosos y ruidosos, quedó a sus espaldas, estaban rodeados por el silencio de aquella estancia extraña, fresca y en penumbra. Se mantuvieron cerca de la entrada, decepcionados, ligeramente desconcertados.

El estrado en que se encontraban Don Jehuda y Raquel estaba separado del resto de la estancia por una barandilla baja, con una amplia abertura en el centro. Jehuda, cuando ellos llegaron, se levantó despacio. Allí estaba, con una mano ligeramente apoyada sobre la barandilla, contemplando a los intrusos, tranquilo, casi burlón, como le pareció a Castro. Raquel no se levantó. Permanecía sentada en su diván con la frente medio cubierta por el pequeño velo, y miraba también con ojos tranquilos a Castro y a los suyos. Procedente del patio se oía el ligero chapoteo del surtidor y muy lejos, amortiguado, desde el camino de grava llegaba el ruido de la multitud. Los que estaban fuera repetían constantemente lo mismo, pero no se podía entender qué decían. Castro sí lo entendió, sabía qué gritaban: ¡Dios lo quiere! ¡Matad! ¡Matad!

Jehuda vio los burdos rostros de los soldados y de su comandante, vio al jardinero Belardo, astuto, temeroso, servil y estúpido, e incluso en aquel rostro reconoció el ansia de matar. Intuyó lo que significaban los gritos de fuera, supo que no le quedaban muchos minutos de vida. El temor lo ahogó. Intentó alejarlo pensando. A cada uno le llega la Destructora de Todas las Cosas, y él mismo lo había querido así, que viniera a él aquí y ahora. Había cerrado su balance ya hacía días. Había hecho muchas cosas presuntuosas y otras buenas porque había querido llegar a ser más que los demás, y eso le había sido concedido: él era más que los demás. Vio las inscripciones a su alrededor que ensalzaban la paz. Durante años había garantizado la paz y el florecimiento en la Península. Incluso su muerte se convertiría en una bendición para algunos. Estos pobres asesinos pronto lamentarían lo que iban a hacer no se atreverían a tocar a los demás, moriría para bendición de sus fugitivos francos. Entonces, de nuevo, un férreo temor le estranguló los pensamientos, pero su rostro permaneció impasible, tranquilo, con una mueca ligeramente burlona.

También el rostro de Raquel permanecía sereno. Alfonso le había ordenado permanecer en La Galiana. Alfonso era aquí el señor ¿qué podía hacerle aquel hombre desconocido? Se obligó a no sentir ningún temor. Debía ser digna de Alfonso. Él querría que la mujer a la que amaba no sintiera ningún temor. Y él le había prometido venir. Permaneció inmóvil. Pero su cuerpo sintió la muerte que se aproximaba, y el miedo formó un nudo en su corazón.

Los intrusos seguían junto a las paredes y no sabían qué hacer. Durante medio minuto, durante una eternidad, nadie abrió la boca. Pero entonces, de pronto, Belardo exclamó:

—Señora, el noble señor no ha querido ser anunciado.

Y entonces, también, Castro habló:

—¿No te pones en pie judía cuando un caballero se presenta ante ti? —dijo con su voz áspera y chillona. Raquel no le contestó. De pronto se sintió asaltado por las dudas.

—¿O acaso eres cristiana? —preguntó. De ser así, no debería haber entrado allí por la fuerza. Pero Belardo lo tranquilizó.

—Nuestra señora Doña Raquel no es cristiana —dijo él.

Castro se sonrojó. Le enojaba haberse dejado engañar por su fingida nobleza. Raquel percibió su creciente ira, y de pronto fue como si tuviera ante ella al iracundo Alfonso, sí, era la ilimitada ira que fruncía el rostro de Alfonso. Pero inmediatamente se desvaneció y vio a aquel Alfonso que había luchado contra el toro, radiante, maravilloso. No debía ocasionar ninguna vergüenza a su Alfonso en esa hora decisiva. Cuando le contaran cómo aquel hombre depravado se había lanzado sobre ella, debían también poder decirle: Pero Raquel no sintió ningún temor.

Despacio, con un movimiento infantil, pero muy adecuado a una dama, se levantó. No se levantaba ante aquel caballero cruel, se levantaba ante la muerte.

¡Y he aquí que te levantas, Doña Raquel Ibn Esra, tú Hermosa, la Fermosa, procelaria de Satanás, manceba de Alfonso de Castilla, tú, de la estirpe de David, madre del Emmanuel. Tu rostro en forma de corazón es más sabio que antes, y aunque ahora tuviera el color del miedo, este queda oculto por el color de tu piel de un tostado mate. Tus ojos, de un gris azulado, más grandes que nunca, miran a la lejanía, quizás a un escalofriante vacío, quizás hacia algo deseado luminoso y elevado!

Castro intentó ordenar sus ideas. Todo era muy distinto a como él había imaginado, y ésta era la casa del rey, y la mujer aunque fuera una judía, era la manceba del rey y le había dado un bastardo.

Pero entonces, finalmente, habló Don Jehuda. Serenamente, preguntó hablando en latín:

—¿Quién eres y qué deseas?

Castro miró al hombre, al judío que le había robado su casa y se había instalado en ella, y que tenía la culpa de la muerte de su hermano, y que llevaba sobre el pecho el pectoral con el escudo de Castilla, y que osaba hablarle a él cortésmente, altanero y en latín como si hablara de caballero a caballero. Se golpeó el pecho y contestó en una mezcla de aragonés y castellano:

—Yo soy Castro, judío, y con esto lo sabes todo.

Jehuda lo miró con un desprecio muy ligero, como acostumbraba a hacer en sus tiempos más orgullosos, y le dijo amablemente:

—Así me lo imaginaba.

Entonces apartó el rostro de Castro y lo olvidó de inmediato. Miró a su hija. Sumido en su contemplación, pensó en su nieto, el pequeño Emmanuel. Había perdido a Alazar; a esta hija suya tan amada la perdería dentro de pocos minutos, en el tiempo en que tardaría en respirar un par de veces moriría él también, pero el muchacho Emmanuel Ibn Esra vivía, inalcanzable para sus enemigos.

También Raquel pensó en su hijo. No había podido cambiar a Alfonso, pero lo que de bueno había en él seguía vivo. De un modo confuso y nuevo, sin palabras, volvió a ella la imagen del Mesías, vencedor sobre la fiera, el toro, y que traería la paz sobre la tierra. Y vio la mirada de su padre, y se la devolvió diciendo:

—Tuviste razón, padre mío, cuando salvaste a nuestro Emmanuel. Nuestro Emmanuel vivirá. Todo mi ser está lleno de agradecimiento hacia ti.

Una ola de ternura, de satisfacción, de orgullo, inundó a Jehuda, pero desapareció de inmediato. Y ahora de nuevo volvía a apresarle un helado temor. Todavía encontró fuerzas para volverse en dirección a Oriente. Después inclinó la cabeza, no se rebeló por más tiempo, y esperó el golpe que iba a recibir: lo estaba deseando.

Castro no había entendido las palabras hebreas de Raquel, pero sintió que ella no tenía ningún temor ante él, aquella mujer se burlaba de él, y su rabia destruyó sus últimos reparos.

—¿Es que nadie quiere poner fin a esta gentuza? —gritó—. ¿Hemos venido hasta aquí para discutir con ellos?

Desenfundó su espada, pero la apartó de inmediato.

—No quiero manchar mi espada con la sangre de estos perros —dijo con enorme desprecio. Con precisión, con la parte plana de la vaina de su espada, hundió el cráneo de Jehuda.

Raquel había sabido durante todo el tiempo que tanto ella como su padre iban a morir. Su mente lo había sabido, su cuerpo lo había sabido, su rápida fantasía había recordado y reunido en una sola cien imágenes de la muerte sacadas de otros tantos cuentos, pero en lo más profundo de su ser no había creído que iba a morir. Ni siquiera teniendo a Castro ante ella había creído que iba a morir. Pero ahora se dio cuenta en lo más profundo de su ser que Alfonso no llegaría para salvarla, que en los próximos minutos moriría, y se sintió acometida por un horror más terrible que cualquier otra cosa. Se apagó, se convirtió en una envoltura vacía, en ella no había más que miedo. Abrió la boca pero ningún grito salió de su pecho ahogado.

Todo lo que había sucedido en la habitación, sobre el estrado, se había desarrollado sin ruido, en la penumbra y extrañamente sofocado. Los sombríos acompañantes de Castro, cuando él avanzó hacia el judío, se habían echado todavía más hacia atrás, pegándose todavía más a la pared. Mientras Jehuda moría silenciosamente, se oía la jadeante respiración de ella, y constantemente el chapoteo del surtidor y el lejano ruido de aquellos que se encontraban junto a los blancos muros.

Entonces, de repente, el ama Sa’ad empezó a gritar estridentemente, sin sentido, y ahora, imprevisiblemente, el jardinero Belardo levanto el arma y fanático, apasionado, golpeó con la santa alabarda de su abuelo a Raquel. Y ahora también los otros se apresuraron a avanzar dejando caer sus golpes sobre Raquel, sobre el ama y sobre Jehuda, y siguieron golpeando mucho después de que ellos hubieran dejado de moverse, pisoteándolos, jadeando.

—¡Basta! —ordenó repentinamente Castro. Abandonaron la habitación sin mirar atrás. Tambaleándose un poco, riéndose neciamente, abandonaron la casa. Uno de los soldados de Castro, no sin esfuerzo, arrancó la mezuzah de la puerta y se la llevó: todavía no sabía si destruir el amuleto o conservarlo para que lo protegiera. Aparte de esto, ninguno se atrevió a tocar nada de la casa del rey

Los que estaban fuera habían esperado en medio del sofocante calor y el brillo cegador del sol. Ahora, Castro les anunciaba:

—Ya está hecho. Están muertos. La bruja y el traidor están muertos.

Ellos lo oyeron seguramente con satisfacción, pero no dieron muestra de ello. No gritaron, no lanzaron exclamaciones de júbilo. Más bien se sintieron confusos.

—Sí —murmuraban—, así pues, ahora la Fermosa ha muerto.

Cuando volvieron a subir por la cuesta calurosa y polvorienta hacia Toledo, la alegría y la ira había desaparecido del todo en ellos. Los guardianes de la puerta les preguntaron:

—¡Qué!, ¿ya os habéis cerciorado, los habéis encontrado?

—Sí —contestaron—, los hemos encontrado. Están muertos.

—¡Bien hecho! —dijeron los guardianes de la puerta. Pero su satisfacción duró poco, también ellos vieron desaparecer su ira, y durante el resto del día permanecieron pensativos y más bien malhumorados.

Nadie pensó ya en hacer daño a los judíos. De buen humor se burlaban de aquellos que se mantenían encerrados en la judería:

—¿Por qué os parapetáis contra nosotros? ¿Tenéis miedo de nosotros? Todo el mundo sabe cómo los vuestros resistieron ante Alarcos. Estamos unidos, nosotros y vosotros, en esta angustia.