Capítulo IV

DOÑA Leonor recibió gozosa al rey. Sin que él tuviera que explicarle lo sucedido, ella lo comprendió. Sentía lo mismo que él. Todo aquello era fruto de la mala fortuna, su Alfonso no tenía la culpa.

Sin embargo, la guerra con Aragón que les esperaba la impresionaba mucho más a ella que a él. Había soñado la unidad de ambos reinos, y esta guerra destruiría todas sus esperanzas. Pero ocultó su abatimiento, mostrando su aspecto tranquilo de siempre. Tal y como había esperado, Alfonso encontró consuelo y fortaleza en su compañía y en sus palabras.

Pero seguía prefiriendo Toledo a Burgos. En Toledo había llevado a cabo su primera hazaña cuando todavía era un muchacho, y desde allí había conquistado su reino; además, Toledo se encontraba más cerca de sus verdaderos y eternos enemigos, los musulmanes, y su lugar, el lugar del rey, del soldado, estaba cerca del enemigo. Pero esta vez se encontraba a gusto en la vieja ciudad de Burgos, cristiana desde antiguo, y las evocaciones que le traía le daban fuerzas y confianza. En honor del castillo de esta ciudad de Burgos llevaba su nombre Castilla; desde aquí su antepasado Fernán González, el conde de Castilla, se había declarado independiente, llegando a ser grande y poderoso. Y aquí, en Burgos, su tatarabuelo Alfonso VI había demostrado que un rey no se arredra ni ante el más grande hombre de Hispania. Aquel Alfonso había desterrado de la ciudad al valiente héroe del reino, el Cid Campeador, porque no le satisfacía por su modo de dirigir la guerra; un rey de Castilla no perdona la desobediencia, no perdona a ningún Cid, y no digamos ya a un Castro.

Pero el Cid Campeador estaba muerto, los reyes hacía tiempo que habían perdonado al más noble caballero y guerrero de Hispania, y la ciudad de Burgos estaba orgullosa de los muchos monumentos que se habían levantado en su honor. Malicioso y divertido, Don Alfonso se detuvo frente a una arca, que había colgada en la iglesia del monasterios de Las Huelgas. El Cid había entregado aquel cofre como garantía a dos banqueros judíos. Supuestamente se hallaba llena de ricos tesoros. Pero después se demostró que no contenía más que arena; el héroe juzgó que bastaba su palabra. De este modo el Cid con su arca había dado un claro ejemplo de cómo los caballeros debían tratar con los buhoneros judíos.

Don Raimúndez de Aragón no mostró ninguna prisa en empezar la batalla. Siempre se le había considerado un hombre irresoluto. Pero aquella espera atormentaba al rey Alfonso, y hablaba a Doña Leonor de ser el primero en atacar.

Pero Doña Leonor no guardó silencio al respecto por mucho tiempo. Con claras palabras le expuso que el reino todavía no había olvidado la derrota de Sevilla. Incluso si era el primero en atacar, la gente murmuraría en contra de una nueva guerra. En tales circunstancias, atacar y ponerse en una situación desventajosa seria un disparate. Don Alfonso aceptó aquellas duras palabras.

Por fin, Jehuda llegó a Burgos. Había comprendido enseguida todo el peligro que entrañaba la noticia de la muerte de Fernán de Castro. Con desesperado enojo, se echaba a sí mismo la culpa de lo sucedido. Sus cálculos habían resultado erróneos. Debería haberse quedado en Toledo y detenido al rey Su intuición le había fallado.

Sin embargo, aquel hombre decidido no abandonaba la esperanza de poder evitar la guerra. Enseguida se puso en marcha hacia Toledo. Tuvo noticias de que Alfonso se encontraba en Burgos y, dando la vuelta, galopó hacia Burgos.

Se hizo anunciar a Don Alfonso, quien, utilizando toda clase de pretextos, no le recibió. Pero Doña Leonor lo mandó llamar.

Jehuda, en presencia de aquella mujer inteligente, hizo nuevo acopio de valor.

—Si Vuestra Majestad lo autoriza —propuso—, viajaré a Zaragoza e intentaré aplacar al rey. Cuando estuve en su campamento me escuchó con amabilidad y buena disposición.

—Desde entonces las cosas han cambiado —dijo Doña Leonor. Don Jehuda repuso precavido:

—Desde luego, no podría presentarme ante él con las manos vacías.

—¿Qué podrías ofrecer?

—Quizás cabría considerar —dijo con todavía más precaución Don Jehuda— que Don Alfonso renunciara a la tan discutida soberanía de Castilla.

—La soberanía de Castilla no se discute —dijo Doña Leonor con frialdad y exclamó—: ¡Antes la guerra! —y dirigió a Jehuda una mirada tan extraña y despectiva que éste se dio cuenta de que estaba hecha de la misma naturaleza que el rey Tampoco ella quería renunciar por nada en el mundo a aquel título y a aquel derecho vacíos, caballerescos y ridículos. También ella consideraba la reflexión razonable y los planes propios de mercachifles.

Cuando, por fin, Don Alfonso recibió a Jehuda, le dijo burlón:

—Has puesto mucho celo e invertido mucho cerebro en arreglar astutos contratos en Zaragoza y en Toulouse, Escribano. Ya ves ahora cuán poco valor tienen. No me has traído suerte, Don Jehuda. Por lo menos, sé útil y consígueme dinero. Me temo que necesitaremos mucho dinero.

Don Alfonso se reunió con sus oficiales. Habla aprendido el oficio de la guerra y estaba decidido a no poner las cosas fáciles a Aragón. Reconoció claramente que todas las ventajas se hallaban del lado del enemigo, pero mantuvo la confianza en sí mismo. Como caballero cristiano, dejaba su destino en manos del Todopoderoso, que no permitiría que su amado Alfonso de Castilla se malograra.

Y Dios premió su confianza. Don Raimúndez de Aragón murió repentinamente cuando sólo contaba cincuenta y siete años de edad. En la flor de su vida, en medio de la victoria de Provenza, Dios golpeó su corazón y lo quitó de en medio antes de que pudiera hacer ningún daño a su sobrino de Castilla.

La situación de Alfonso cambió absoluta y felizmente. El sucesor al trono de Aragón, el infante Don Pedro, de diecisiete años de edad, no era como su padre. Don Raimúndez había extendido su reino mediante la política; había conquistado títulos y tierras en la Provenza por medio de la astucia y utilizado la fuerza militar sólo cuando estaba seguro de la victoria; se humillaba ante sus grandes sin ninguna clase de vergüenza si así podía conseguir su dinero y sus servicios. Al joven Don Pedro, todas estas mañas le parecían subterfugios indignos de un caballero y veía en su primo de Castilla, como otros muchos, la imagen verdadera del caballero cristiano.

El peligro de que declarara la guerra a Don Alfonso era menor.

—¡Dios está conmigo! —se regocijó ante su reina. Y ante Jehuda se jactó:

—¡Ya lo ves!

Doña Leonor, sonriendo para sí, participó de su desenfrenada alegría. Siempre había deseado de todo corazón una firme alianza entre Castilla y Aragón, y aunque en ningún modo quería ni de pensamiento renunciar a los derechos de soberanía de Castilla, deseaba impedir por todos los medios que de estos requerimientos surgieran nuevas controversias.

Había heredado en grado suficiente la astucia política de su padre y de su madre para saber que Castilla, por sí misma, nunca podría convertirse en un gran reino como el Gran Imperio Romano de Occidente, el inglés o el franco. En épocas anteriores, Castilla y Aragón habían estado unidas, y el titular de ambas coronas se había podido llamar con justicia emperador de Hispania. Doña Leonor había sufrido mucho a lo largo de aquellos años a causa de las disputas entre el rey Raimúndez y Alfonso. Estaba dispuesta a poner fin a estas peleas y volver a unificar con sólidos lazos ambos reinos.

Para este propósito había un buen medio. Doña Leonor no había proporcionado un heredero al trono pero había dado a luz tres infantas, de modo que aquel que se casara con la mayor, Berengaria, de trece años de edad, tenía grandes posibilidades de heredar Castilla. Siempre se había considerado lo más indicado prometer a la infanta con el príncipe heredero de la corona de Aragón para que en el futuro volviera a haber un solo señor que llevara las coronas de ambos reinos. Y si el compromiso no se había establecido hacia tiempo, la única culpa la tenía la profunda aversión mutua que sentían los reyes entre si. Ahora había desaparecido el obstáculo, se podía comprometer a la infanta con el joven Pedro, y a éste, un rendido admirador de Alfonso, sería fácil convencerlo de que reconociera la soberanía de su suegro, a quien, llegado el momento, sucedería en el trono.

Don Alfonso escuchó con amabilidad y ligera impaciencia la exposición que la reina le hizo de sus planes:

—Muy bien, muy astuto, mi sabía Leonor —le dijo—, pero todavía tenemos tiempo. El joven todavía no ha sido nombrado caballero. Mi tío Raimúndez no consiguió vencer su orgullo y pedirme este servicio. Creo que será mejor invitar primero a Don Pedro para que tome de mi mano la espada y la dignidad. Lo demás vendrá por sí solo.

Una vez decidido, la pareja real viajó con cierta pompa a Zaragoza para asistir a los solemnes funerales de Don Raimúndez.

El joven rey Don Pedro mostró a Alfonso aquella alegre devoción que todos habían esperado. Y manifestó una ardiente admiración a Doña Leonor Era una gran dama, como aquéllas a quienes los poetas cantaban, de una belleza adorable, por la que los caballeros ardían de puro amor mientras ella permitía que aquel amor la honrara.

Doña Leonor hizo suya la opinión de Don Alfonso: no había que precipitar las cosas. Sólo de un modo general, con vagas palabras, insinuó que tanto ella como Don Alfonso proyectaban una relación todavía más estrecha con el primo de Aragón. Y mostraba para con él una actitud de confiada camaradería, al mismo tiempo ligeramente maternal. El delgado y joven príncipe comprendió enseguida y se sonrojó hasta la raíz del cabello. No sólo le atraía la idea de verse tan estrechamente ligado al viejo y probado caballero sino que además veía brillar fascinadora en el futuro la corona de emperador de los reinos hispánicos unidos. Besó la mano de Doña Leonor y repuso:

—No hay ningún poeta, señora, que pueda encontrar palabras para cantar mi felicidad.

Aparte de esto no se habló de cuestiones de gobierno ni de las relaciones entre los reinos de Castilla y Aragón. Pero no se hablaba de otra cosa que del ingreso de Don Pedro en la caballería. Tenía diecisiete años, la edad adecuada, y era aconsejable que la ceremonia tuviera lugar antes de la coronación. Don Alfonso invitó al príncipe a desplazarse a la ciudad de Burgos para la ceremonia en la que sería armado caballero. Él mismo lo nombraría caballero con toda pompa, como correspondía a los dos más grandes príncipes de Hispania.

Feliz, Don Pedro aceptó la invitación.

En Burgos se llevaron a cabo grandes preparativos. Don Alfonso trasladó toda su corte allí. Doña Leonor consideró que había que invitar a los hijos del Escribano. El rey, aunque no muy convencido, cedió.

Cuando el heraldo entregó la invitación para los tres Ibn Esra en el castillo, Jehuda fue presa de una intensa sensación de triunfo. De un modo suntuoso, acompañado de un séquito considerable, él y los suyos viajaron a Burgos.

Don Garcerán y un joven señor de la corte de Doña Leonor se sintieron gozosos de mostrar a Doña Raquel y a su hermano la antigua ciudad. El muchacho Alazar muy receptivo a todo aquello que tuviera de ver con la caballería, contemplaba con avidez los numerosos monumentos al Cid Campeador su sepulcro monumental, sus armas, el equipo de su caballo.

Pero todavía entusiasmaron más al muchacho los preparativos para los juegos. Ya se habían colgado los blasones de los caballeros que se habían inscrito en el gran torneo. También tendría lugar un campeonato de tiro con ballesta. Alazar, orgulloso de su magnífica ballesta musulmana, decidió enseguida participar con infantil asombro, permanecía frente a la cerca donde se guardaban los toros para la gran lucha.

El banquete en honor de Don Pedro se celebró en el castillo de los reyes, en aquel castillo que había dado nombre a las tierras de Castilla. Era un edificio antiguo, desangelado y sobrio. Para la ocasión se habían cubierto los suelos con alfombras y se habían esparcido rosas por las escaleras. Las paredes estaban cubiertas de tapices que representaban escenas de lucha y de caza; Doña Leonor los había hecho traer de su patria francesa. Sin embargo, todos aquellos esfuerzos no podían dar a aquel grave edificio ni el más ligero asomo de alegría.

En las salas principales del castillo, así como en el patio del mismo, se habían instalado grandes mesas y muchas mesitas. El príncipe de Aragón había traído consigo a su alfaquí, Don Joseph Ibn Esra, y a él y a Don Jehuda los instalaron en una de las mesas del patio. No era precisamente un lugar de honor pero respetar el protocolo en la mesa en este tipo de festividades era algo muy difícil.

La ciudad de Burgos tenía mala fama a causa de su inhospitalario clima, e incluso en aquellos días de junio el patio del castillo resultaba desagradablemente frío. Los braseros no daban suficiente calor y la falta de comodidad recordó a los dos señores judíos durante toda la comida que en el interior del castillo se estaba mejor Pero no permitieron que se notara el disgusto que les había producido aquella humillación, ni siquiera ante sí mismos, sino que hablaron con excitación sobre las felices consecuencias que tendría el entendimiento de Castilla con Aragón: el intercambio de mercancías sería más fácil, y la economía en general cobraría nueva vida.

Don Jehuda miró varias veces a su hija durante esta conversación. Su inteligente hija probablemente había notado que el señor aragonés de segundo rango en la nobleza, que le habían dado como compañero de mesa, no era el mejor que podrían haberle encontrado; pero, al parecer no le resultaba desagradable conversar con él.

Alazar por su parte, mantenía una alegre conversación con los adolescentes de la alegre mesa de los jóvenes.

Una vez terminado el banquete, se reunieron en el interior del castillo. A lo largo de las paredes se habían levantado estrados. En ellos, tras bajos antepechos, se sentaban las damas. Los señores hablaban con ellas desde abajo. Doña Raquel estaba sentada en la segunda fila, a menudo oculta por la dama que se sentaba delante de ella. Don Garcerán llamó la atención del rey sobre ella. También otros de sus jóvenes señores le habían hablado igualmente de la sorprendente y despierta hija de su judío y sentía curiosidad. Se puso de pie cuando Don Garcerán se la mostró, la vio desde bastante lejos, pero con su aguda vista, y a pesar de que sólo le echó una mirada, pudo ver claramente sus rasgos. Su delgado rostro, de un color tostado claro, en el que destacaban los grandes ojos, enmarcado firmemente por el tocado de anchas alas, tenía un aspecto infantil, el pecho y el delicado cuello sobresalían jóvenes del corpiño escotado y ribeteado de pieles.

—Pues si —dijo Don Alfonso—, muy guapa.

Doña Leonor que era una buena anfitriona, se había dado cuenta de que no se estaba tratando a Don Jehuda con la deferencia que se debía al Escribano Mayor. Por medio de un paje, le rogó que se acercara, le hizo las corteses preguntas de costumbre, si lo estaba pasando bien, si era bien atendido, y le animó a que le presentara a sus hijos.

Doña Raquel miró a la reina directamente a la cara sin disimular su curiosidad, y a Doña Leonor la incomodó un poco que la judía no se sintiera azarada ante su reina. También las puntas de su corpiño y el damasco verde de su vestido era demasiado suntuoso para una muchacha joven. Pero Doña Leonor era la anfitriona y respetó las reglas de la courtoisie, mantuvo una actitud amable y dio a entender a Don Alfonso que dirigiera unas palabras atentas a los hijos de su ministro.

El joven Alazar se sonrojó cuando el rey se dirigió a él. Veía reflejarse en Alfonso las virtudes de los héroes. Respetuoso e ingenuo, preguntó si Don Alfonso participaría en los juegos, y le contó que él, Alazar se había inscrito para la competición de tiro con ballesta.

—Mi ballesta la hizo con sus propias manos Ibn Ichad, el famoso fabricante de ballestas de Sevilla —dijo orgulloso—. Ya verás, mi señor tus caballeros no lo tendrán fácil.

Don Alfonso reconoció en aquel muchacho, interiormente divertido, al digno hijo de su arrogante Escribano.

Su conversación con Doña Raquel no transcurrió con tanta facilidad. Intercambiaron en latín un par de frases sin significado. Mientras tanto, ella lo contemplaba con sus grandes ojos de un gris azulado, examinándolo tranquilamente, y también a él le resultó desagradable su falta de azoramiento. Buscando un tema, le preguntó:

—¿Entiendes lo que mis juglares cantan? —Los juglares, sus juglares, cantaban en castellano. Doña Raquel contestó honestamente y con precisión:

—Muchas cosas las entiendo. Pero no puedo seguir sin dificultades su latín vulgar.

Latín vulgar era la denominación corriente del lenguaje del pueblo, y probablemente aquella extranjera no quería decir nada ofensivo. Pero Alfonso no dejó que la lengua de su reino quedara en mal lugar y la corrigió:

—Nosotros llamamos a esta lengua castellano. Muchos cientos de miles de buenas gentes, casi todos súbditos míos, la hablan.

Apenas había pronunciado estas palabras se sintió innecesariamente estricto y pedante, y desvió el tema:

—Por cierto, el reino de Castilla toma su nombre precisamente de este castillo. Desde aquí, el conde Fernán González la fue conquistando. ¿Te gusta el castillo?

Y mientras Doña Raquel buscaba una respuesta, añadió, ahora en árabe:

—Es muy antiguo y está lleno de recuerdos.

Doña Raquel, acostumbrada a decir lo que pensaba, contestó:

—Si es así, comprendo que te guste este castillo, mi señor.

Esto incomodó a Don Alfonso. ¿Acaso creía que un castillo tan antiguo y famoso sólo podía gustar a aquel que se sintiera unido a él por cuestiones personales? Quería encontrar una respuesta maliciosa. Pero, en definitiva, Doña Raquel era su invitada y no era asunto suyo enseñarle courtoisie a la hija del judío. Se puso a hablar de otra cosa.

Sin la intervención de Don Manrique, difícilmente se habría permitido al joven judío Don Alazar participar en la competición de tiro con ballesta a pesar de ser hijo del Escribano. Pero de este modo pudo participar y obtuvo el segundo premio. La franqueza y la amable fogosidad del muchacho, su alegría al recibir el premio, su vergüenza por haber conseguido tan sólo el segundo puesto, lo orgulloso que estaba de su ballesta, que realmente no tenía par en Burgos, todo aquello le ganó, aunque no quisieran, el aprecio de los demás.

El rey le felicitó. Alazar estaba en pie ante él, feliz, pero visiblemente atormentado por tremendas dudas. Entonces, con decisión, le alargó su ballesta a Don Alfonso y le dijo:

—Aquí la tienes, mi señor Si te gusta, te la regalo.

Alfonso se quedó sorprendido. El muchacho era muy distinto a su padre; no estaba apegado al dinero y a los bienes, poseía una de las grandes virtudes propias de los caballeros, la largueza.

—Eres un gallardo muchacho, Don Alazar —lo alabó. El muchacho le contó confiado:

—Debes saber mi señor que no fue mío el mérito al ganar. Desde los cinco años me ejercito en el tiro con ballesta. Aquel que no es un buen tirador no es aceptado por los musulmanes en ninguna orden de caballería.

—¿Se exige esto en serio? —preguntó Don Alfonso.

—Ciertamente, mi señor —contestó Alazar, y enumeró las diez virtudes de un caballero musulmán, en un fluido árabe, tal y como había tenido que aprenderlo:

—Bondad, valentía, amabilidad y tacto, estar dotado para la poesía, para la retórica, la fuerza y la salud del cuerpo, la habilidad para cabalgar, para arrojar lanzas, para batirse con el sable y para disparar con ballesta.

A Don Alfonso le pasó por la cabeza el pensamiento de que, de ser así, con los pocos conocimientos que tenía de poesía y de retórica, tendría pocas posibilidades de ser aceptado en una orden de caballeros musulmanes.

El tercer día tuvieron lugar las corridas de toros. Sólo podían participar en estos juegos los más nobles de entre los grandes. A los prelados se les había prohibido participar desde que Eusebio, obispo de Tarragona, fuese gravemente herido en una corrida; lo cual lamentaba el arzobispo Don Martín, que habría participado gustoso en este ejercicio caballeresco.

En una tribuna, rodeado de los primeros del reino, Don Alfonso, acompañado de su reina, asistió a los juegos. Estaba de buen humor; contemplar la lucha de los hombres con los toros le caldeaba el corazón.

En otras tribunas y en los balcones de las casas que había en derredor estaban las engalanadas damas, entre ellas Doña Raquel. De nuevo se hallaba sentada detrás de las otras, medio escondida, pero la aguda mirada de Don Alfonso la espiaba, y se dio cuenta de que la mirada de ella no siempre seguía la corrida, sino que a veces se dirigía a él. Recordó cómo aquella jovenzuela, casi tan insolente como su padre, le había dicho abiertamente que no le gustaba el castillo del rey Y de pronto le entraron ganas de participar en los juegos. No quería decepcionar a aquel agradable muchacho que había querido regalarle su ballesta y debía mostrar sus cualidades a su joven primo que lo admiraba tanto. Era evidente que debía retar al toro y vencerlo.

Don Manrique le suplicó que no pusiera en peligro su sagrada vida en una lucha inútil y que sólo tenía el carácter de un juego. Doña Leonor le rogó que desistiera de ello. Don Rodrigue le recordó que desde Alfonso VI ningún rey de Hispania había participado en una corrida de toros. El arzobispo Don Martín lo conminó a dominarse como debía hacer él mismo. Pero Don Alfonso, bromeando, lleno de juvenil alegría, no quiso aceptar ningún pretexto.

Había arrojado el manto real, ya le estaban vistiendo una cota de mallas anchas. Y las trompetas ya sonaban, y el heraldo anunció:

—Al próximo toro se enfrentará Don Alfonso, rey de Toledo y Castilla por la gracia de Dios.

Tenía muy buen aspecto cuando se acercó a caballo a las barreras, no llevaba la pesada armadura sino tan sólo la ligera cota de mallas, el cuello y la cabeza libres, el pelo rubio rojizo, sujeto por el casco de hierro. Era un magnífico jinete y estaba compenetrado con su caballo hasta el más mínimo movimiento. Pero, a pesar de toda su pericia, falló los tres primeros golpes, y la tercera vez la situación tomó un cariz tan peligroso que todos gritaron. Pero en un instante había recuperado rápidamente el dominio sobre si mismo y sobre el caballo. Con voz resonante gritó:

—¡Por ti, Doña Leonor!

Y el cuarto golpe fue definitivo.

Por la noche, en el baño, Doña Raquel le contó al ama Sa’ad:

—Es muy valiente Don Alfonso. Fue como en la historia del comerciante Achmed, el viajero, cuando penetró en la cámara interior para enfrentarse al monstruo. No me gustan las corridas de toros, y me parece bien que en nuestra Sevilla hayan dejado de hacerse. Pero para estos cristianos quizás sean lo más adecuado; y fue maravilloso ver cómo su rey se lanzaba al galope contra el toro salvaje. Antes de dar el último golpe movió los labios, lo vi con toda claridad. El comerciante Achmed, antes de penetrar en la cámara interior, recitó la primera azora del Corán; probablemente también este rey ha recitado un versículo santo. Y le ha servido de ayuda. Tenía el aspecto del frescor de la mañana y parecía muy feliz cuando el animal se derrumbó. Es un héroe. Pero no es un verdadero caballero. Para ello le faltan algunas de las virtudes importantes. Es poco diestro en la conversación y no tiene ningún sentido de la poesía. De no ser así, su castillo viejo y tétrico no le gustaría tanto.

Don Alfonso y Doña Leonor no consideraron pertinente enturbiar la festividad de aquellos días con conversaciones en las que se trataran temas conflictivos y se intentara buscarles solución, de manera que la cuestión del compromiso matrimonial y del vasallaje quedaron en suspenso.

Terminó la semana de los festejos. El gran día había llegado, el día del adoubements, el día en que Don Pedro sería armado caballero, el día en que recibiría el espaldarazo.

Por la mañana, el joven príncipe tomó un festivo baño de purificación. Dos sacerdotes lo vistieron. El traje era rojo como la sangre que el caballero debería derramar para defender a la Iglesia y el orden establecido por Dios; los zapatos eran marrones como la tierra en la que algún día sería enterrado; el cinturón era blanco como la pureza de los ideales que debía jurar defender.

Todas las campanas repicaron cuando el joven señor fue conducido por las calles cubiertas de pétalos de rosas a la iglesia de Santiago. Allí, rodeado por los grandes y las damas de Castilla y Aragón, le esperaba Don Alfonso. Los escuderos pusieron el casco a Don Pedro, emocionado por la festividad; le vistieron la cota de mallas; le entregaron el escudo triangular: ahora se hallaba en poder de las armas para defenderse. Le ciñeron la espada: ahora poseía el arma para atacar. Dos nobles doncellas le colocaron las espuelas doradas: ahora podría cabalgar en la batalla por la justicia y la virtud.

Así pertrechado, cayó Don Pedro de rodillas, y el arzobispo Don Martín rogó con estridente voz:

—Padre nuestro que estás en los cielos, que nos has ordenado utilizar la espada en la tierra para castigar la maldad, y que para proteger la justicia has instituido la caballería cristiana: haz que éste, tu servidor no utilice jamás su espada contra un inocente, pero sí y siempre para defender tu justicia y el orden que Tú has establecido.

Don Alfonso recordó el momento en que él, muy joven todavía, y después de haber regado las calles de Toledo con la sangre de los rebeldes, fue admitido entre los caballeros. La ceremonia tuvo lugar en la catedral de Toledo, ante la estatua de Santiago. El mismo apóstol le había nombrado caballero. Quizás era verdad, como sospechaban los escépticos, que la imagen sólo le había dado el espaldarazo mediante un ingenioso mecanismo automático. Pero quizás, tal como el arzobispo le aseguraba, en aquel sublime momento, la imagen del apóstol había cobrado vida realmente por un momento. ¿Por qué no iba a acudir el mismo Santiago a dar el espaldarazo al joven rey de Castilla?

Con compasión y desprecio miró hacia abajo, a su joven primo, que permanecía humildemente de rodillas ante él. ¡La de cosas que él ya había hecho cuando no contaba muchos más años que aquel joven! Ricos-hombres rebeldes le habían exigido garantías juradas a las que supuestamente tenían derecho; pero él, puesto que era rey de Toledo y Castilla por la gracia de Dios, les había contestado iracundo, con una voz que todavía tenía resonancias infantiles.

—¡No, no! —Y había añadido—: ¡De rodillas, canallas, malditos grandes!

Y lo habían amenazado con la espada desnuda y habían mandado tropas contra él, una y otra vez. Había sostenido batallas con verdaderos enemigos e intercambiado con ellos heridas también muy reales. Pero aquel joven que se encontraba de rodillas ante él, su joven primo, no era más que el desgraciado rey de Aragón, y aquel muchacho estúpido no pondría ninguna objeción cuando tuviera que pronunciar, ante sus insolentes grandes, el desvergonzado juramento que los barones aragoneses exigían al que llamaban rey: «Nosotros, que somos más que tú, te elegimos para que seas nuestro rey con la condición de que respetes nuestros derechos y libertades. Y elegiremos a un compromisario que deberá tener más poder que tú para que haga de intermediario entre tú y nosotros. ¡Si no, no!».

Era una gran merced que se dignara aceptar a un «rey» así como futuro esposo de su infanta y como su sucesor y era muy poco exigirle a cambio que él, Alfonso, ejerciera hasta el fin de sus días la soberanía sobre toda Hispania.

Don Pedro, lleno de una profunda y caballeresca devoción, pronunciaba el juramento:

—Prometo solemnemente que nunca utilizaré mi espada para herir a un inocente, pero sí para defender siempre la justicia y el orden sagrado establecido por Dios.

Inclinó la cabeza esperando el espaldarazo humillante y solemne que grabaría en él para siempre su juramento caballeresco.

Y sintió el golpe. Don Alfonso lo golpeó con la hoja plana de su espada en los hombros, no muy fuerte, pero si lo suficiente como para que el golpe fuera dolorosamente perceptible a través de su cota de mallas.

Don Pedro encogió los hombros involuntariamente, levantó la cabeza, quería rebelarse. Pero Don Alfonso lo mantuvo de rodillas y le dijo:

—No, señor primo, todavía no. Vamos a unir en una sola ceremonia la de investidura con la del vasallaje. ¡Dadme la bandera! —ordenó. Mientras esperaba la bandera se quitó el guante de la mano derecha, después, con la bandera de Castilla en la mano izquierda, dijo:

—Puesto que éste ha sido tu deseo, primo mío, Don Pedro de Aragón, te tomo como a mi buen vasallo y me comprometo fielmente a protegerte, siempre que me necesites. Que Dios me ayude.

No habló muy alto, pero su voz dominante llenó la iglesia.

El joven Pedro, todavía afectado por los grandes acontecimientos, las humillaciones, su nombramiento como caballero y el espaldarazo, no sabía qué le estaba sucediendo.

Doña Leonor sólo le había insinuado la perspectiva del compromiso con la infanta y de ser el heredero de Castilla. ¿O había hecho algo más, le había prometido algo? ¿Y qué significaba este segundo juramento, el juramento de vasallaje? ¿Se había obligado sin saberlo a causa de sus palabras poco diestras? ¿Podía permitirse siquiera estas consideraciones desconfiadas? Acababa de prometer la obediencia caballeresca. ¿Y ya estaba fracasando en la primera prueba?

Entonces sé arrodilló el joven caballero ante el de más edad, y éste, con voz masculina y potente, exigió:

—Y ahora, Don Pedro, como signo de que quieres servirme con fidelidad y temor de Dios siempre que te necesite y te llame, bésame la mano.

Y alargó la mano al que estaba de rodillas.

Un silencio casi físico reinaba en la iglesia atiborrada de gente. Los señores aragoneses estaban consternados. Durante más tiempo de lo que dura la vida de un hombre, Aragón se había librado del molesto vasallaje. ¿Por qué había aceptado el joven rey pronunciar el insultante juramento ante el rey de Castilla? ¿Se habían intercambiado documentos para un compromiso matrimonial?

Don Pedro seguía de rodillas ante la mano exigente. Los que estaban más lejos se esforzaban en ver lo que sucedería ahora.

Y entonces sucedió. El joven rey de Aragón besó la mano derecha del hombre que sostenía con la izquierda la bandera de Castilla. Y éste le entregó el guante, y el aragonés lo tomó.

Poco tiempo después, al salir de la oscuridad de la iglesia a la claridad del día, al aire libre, rodeado de sus señores que guardaban un silencio sombrío, despertó Don Pedro de su sueño y salió de su éxtasis y se dio cuenta de lo que había sucedido, de lo que había hecho.

Pero ¿lo había hecho él realmente? El otro lo había cogido por sorpresa, lo había atraído hacia una desvergonzada trampa. ¡Aquel hombre tan respetado, espejo de los valores de la caballería, se había aprovechado de la santa ceremonia de la investidura y del espaldarazo para jugarle desvergonzadamente una mala pasada!

Después de la ceremonia en la iglesia estaba prevista una fiesta popular El séquito de honor formado por barones castellanos, ya estaba esperando, pero:

—¡Nos marchamos, señores, y ahora mismo! —ordenó Don Pedro a los suyos—. En nuestra capital decidiremos qué sucederá ahora.

Y tumultuosamente y con gran estrépito, sin dignarse dirigir una mirada o un saludo a los castellanos, el joven rey abandonó con su séquito la ciudad de Burgos.

Esta vez, incluso la reina perdió la calma. Ahora ya no habría posibilidad de llevar a cabo la alianza que tanto deseaba. No había sido un acto heroico, sino una impertinencia infantil, querer alcanzar por la fuerza lo que con toda seguridad hubiera podido conseguirse con buenas palabras.

Pero su ira no duró mucho. Alfonso no era hombre que se entretuviera en negociaciones aburridas, quería volar, no trepar dificultosamente. Incluso su padre, el gran rey de Inglaterra y astuto hombre de Estado, tenía estos iracundos arrebatos; no había reprimido aquellas palabras salvajes que habían movido a sus caballeros a asesinar al arzobispo de Canterbury a pesar de la gran tragedia que esto pudiera suponer.

Don Manrique y Don Jehuda solicitaron audiencia. Ella los recibió.

Don Jehuda se sentía lleno de un corrosivo enojo: de nuevo, todo aquello que él había conseguido con tanto esfuerzo y paciencia había sido destruido por la absurda actitud soldadesca del rey. También Don Manrique estaba desolado. Pero Doña Leonor rechazó cualquier reproche contra Alfonso con una actitud propia de una reina, distante y digna. Toda la culpa era del joven Pedro, que tan bruscamente y contra las reglas de la courtoisie se había marchado antes de que pudiera aclararse el evidente malentendido.

Don Manrique estuvo de acuerdo en que, ciertamente, habría sido más educado que el joven señor se hubiera quedado en Burgos. Pero aquel necio joven descortés era además el rey de Aragón. Sin duda, ahora aceptaría como vasallo a Gutierre de Castro, y la guerra, que habría tenido que esperar un momento más propicio, se declararía de inmediato.

Jehuda dijo precavido:

—Quizás todavía debería intentarse aclarar el malentendido.

Y como Doña Leonor seguía guardando silencio, añadió:

—Si hay alguien que pueda aclarar al muchacho de Aragón su error y calmar su ira, esa eres tú, señora.

Doña Leonor reflexionó.

—¿Querréis ayudarme a redactar un mensaje? —preguntó.

Don Jehuda, con todavía mayor cautela, repuso:

—Me temo que un mensaje no sea suficiente.

Doña Leonor enarcó las cejas.

—¿Debo viajar yo misma hasta Zaragoza? —preguntó.

Don Manrique acudió en ayuda de Don Jehuda.

—No hay ningún otro medio —dijo.

Doña Leonor permaneció en silencio, orgullosamente encerrada en sí misma. Don Jehuda empezaba ya a temer que su orgullo vencería sobre su sentido común. Pero tras una pausa, ella prometió:

—Quiero pensar qué es lo que puedo hacer sin manchar la dignidad de Castilla.

Ante Don Alfonso permaneció en silencio, no le hizo ningún reproche, esperó a que fuera él quien hablara. Y pronto acudió a ella quejándose:

—No sé qué es lo que le pasa a todo el mundo. Todos andan a mi alrededor como si tuvieran que habérselas con un enfermo. Al fin y al cabo, no es mi culpa que este muchachito haya escapado sencillamente. Su padre debería haberlo educado mejor.

—Puesto que todavía es tan joven —dijo conciliadora doña Leonor—, no hay que tener en cuenta su falta de courtoisie.

—Como siempre, eres demasiado indulgente, Doña Leonor —contestó él.

—Parte de la culpa quizás la tenga también yo —siguió ella—, debería haber hablado antes con él acerca del vasallaje. ¿Y si procurara enmendar lo que se ha hecho mal? ¿Y si fuera a Zaragoza para aclarar el malentendido?

Alfonso enarcó las cejas.

—¿No será demasiado honor para un joven sinvergüenza? —preguntó.

—No deja de ser el rey de Aragón —repuso Doña Leonor—, y habíamos pensado prometerle en matrimonio a nuestra infanta.

Alfonso sintió un ligero disgusto y un gran alivio. ¡Qué suerte tener a su Leonor! Con sencillez, y sin utilizar ampulosas palabras, se disponía a arreglar lo sucedido. Le dijo:

—Eres la reina adecuada para unos tiempos que requieren tantos rodeos y astucias. Yo soy y seguiré siendo un caballero. No tengo paciencia. Sé que no siempre te resultan fáciles las cosas conmigo, Doña Leonor.

Pero el resplandor de su rostro claro y juvenil manifestaba su dichoso agradecimiento con mucha mayor intensidad que sus palabras.

Antes de partir hacia Aragón, Doña Leonor se reunió con Jehuda y con Manrique de Lara. Estuvieron de acuerdo en la propuesta que se plantearía en Zaragoza: Castilla retiraría su guarnición de Cuenca y se obligaba a no mandar más tropas a la frontera con el condado de Castro, pero, por su parte, Aragón debía evitar o impedir otras acciones hostiles de los Castro. Si Gutierre de Castro se declaraba vasallo de Aragón, Castilla lo aceptaría, pero sin renunciar a sus exigencias. En lo tocante a la soberanía de Castilla sobre Aragón, esta cuestión quedaría aplazada, y la ceremonia que ya había tenido lugar no cambiaba nada, ya que jurídicamente la obligación de protección de Castilla sólo entraría en vigor cuando Aragón pagara los acostumbrados cien maravedíes de oro, y Castilla no iba a exigir este pago.

En Zaragoza, el joven rey recibió a Doña Leonor con gran courtoisie, pero no ocultó la furiosa decepción que le había causado lo ocurrido en Burgos; Ella no disculpó a su Alfonso. Pero expuso al joven rey cuánto sufría Alfonso bajo aquella larga tregua con Sevilla, de cuya necesidad le habían convencido sus exageradamente precavidos ministros. Su corazón deseaba reparar la derrota de Sevilla y dar a la cristiandad nuevas victorias sobre los infieles. La feliz alianza con Aragón, que parecía tan próxima, se lo habría permitido, y por este motivo se había precipitado, dejándose llevar por su impaciencia caballeresca. Ella comprendía a ambos príncipes. A Don Alfonso y a Don Pedro. Lo miró abiertamente, cariñosa, maternal, femenina.

Sólo con esfuerzo pudo Don Pedro conservar la digna actitud de rechazo, como correspondía a un caballero ofendido, ante la generosidad y la amabilidad de aquella dama, y dijo:

—Señora, suavizas el insulto que él me ha infligido. Te lo agradezco. Deja que tus consejeros negocien con los míos.

Doña Leonor, al despedirse de Don Pedro, volvió a hablar como entonces, con dulces y femeninas palabras, de una unión más estrecha de las casas de Castilla y Aragón. Don Pedro se sonrojó.

—Te venero, señora —dijo—, y cuando por primera vez me concediste la gracia de tu sonrisa, mi corazón floreció. Pero ahora ha llegado un cruel invierno y todo está congelado. —Y añadió con esfuerzo—: Daré indicaciones a mis consejeros para que acepten las propuestas de Castilla en honor tuyo. Mantendré la paz con Don Alfonso. Pero él ha sido quien ha destruido la alianza. No quiero emparentar con él y no quiero entrar en batalla a su lado.

Doña Leonor volvió a Burgos. Don Alfonso se dio cuenta de que había conseguido algo grande: la guerra se había evitado.

—Eres una gran dama, Leonor, muy inteligente —la alabó—. Eres mi reina y mi esposa.

Y esa noche Don Alfonso amó a la mujer, que le había dado ya tres hijas, como en la primera noche que la conoció.