El consultorio había experimentado un aumento prometedor. Adquirió ahora una expansión rápida y casi eléctrica en todas direcciones, lo que tuvo por efecto que Andrés se dejase arrastrar más rápidamente por la corriente. En cierto sentido era víctima de su propia energía. Siempre había sido pobre. En el pasado su individualismo obstinado sólo le había procurado derrotas. Ahora podía justificarse a sí mismo con las sorprendentes demostraciones de su éxito material.
Poco después del llamado urgente del Laurier’s, tuvo una entrevista sumamente halagadora con el señor Winch, y desde entonces, nuevas chicas de la tienda y aun algunas de las clientas vinieron a consultarlo. Acudían principalmente con achaques triviales; sin embargo, una vez que una joven lo había visitado, era difícil que no volviera frecuentemente…; su manera era tan bondadosa, tan amable, tan viva.
Aumentaron las entradas de su consultorio. Pronto procuró que se pintara nuevamente el frente de la casa, y con ayuda de una de esas firmas de proveedores de médicos —impacientes por ayudar a los jóvenes profesionales a ampliar sus entradas—, pudo reamueblar el consultorio y la sala de operaciones con un nuevo diván, un sillón giratorio tapizado, y varios elegantes botiquines y vitrinas de cristal y esmalte blanco.
La evidente prosperidad de la casa recién pintada de color crema, de su auto, de este resplandeciente equipo moderno, se impusieron pronto al vecindario, reconquistándole muchos de los clientes «acomodados» que habían consultado al doctor Foy en el pasado, pero lo habían abandonado gradualmente a medida que el anciano y su consultorio decayeron progresivamente.
Se habían terminado para Andrés los días de espera de inactividad forzosa. Las consultas de la tarde excedían a su capacidad de trabajo; sonaba la campanilla de la puerta delantera, rechinaba la puerta de la salita de operaciones, los pacientes aguardaban a ambos lados, obligándole a multiplicarse y apresurarse entre las dos habitaciones. No había otro recurso. Se vio en la necesidad de organizar las cosas de otro modo, para ahorrar tiempo.
—Escucha, Cristina —le dijo una mañana—. Acabo de discurrir algo que me va a simplificar mucho estas terribles horas. Tú ves…, cuando he examinado a un paciente en el consultorio, vengo a casa a prepararle su remedio, lo que me quita habitualmente cinco minutos. Y es una lamentable pérdida de tiempo…, que yo podría utilizar en atender a uno de los clientes «acomodados» que me aguardan en la sala de consultas. Bueno, ¿entiendes mi plan? ¡En lo sucesivo, tú serás mi farmacéutico!
Cristina lo miró con una instantánea contracción de las cejas.
—Pero yo no sé nada de preparar remedios.
Andrés sonrió tranquilamente.
—Claro, querida. He preparado unas mezclas. Todo lo que tú tienes que hacer es llenar los frascos, rotularlos y envolverlos.
—Pero… —la perplejidad de Cristina se delataba en sus ojos—. ¡Oh, yo quiero ayudarte, Andrés!… Sólo que…, ¿crees tú realmente…?
—¿No ves que tengo que creerlo? —La mirada de Andrés evitó la de Cristina. Se bebió malhumorado el resto del café—. Sé que solía disertar sobre las drogas en Aberalaw. ¡Puras teorías! Ahora soy…, soy un médico práctico. Además, todas esas muchachas de Laurier’s son anémicas. Una buena preparación de hierro no les hará ningún daño.
Antes de que ella pudiera responder, tuvo que acudir él al llamado de la campanilla del consultorio.
En otros tiempos ella habría discutido, adoptado una posición firme. Pero ahora reflexionaba tristemente en la inversión de sus relaciones recíprocas. Ya no influía, ya no lo guiaba. Era él quien tomaba la delantera.
Cristina comenzó a estacionarse en el reducto de la farmacia durante aquellas horas febriles de las consultas, en espera de alguna exclamación imperiosa de Andrés a su rápido tránsito entre los clientes «acomodados» y los de la salita de operaciones: «¡Hierro!», o «alba», o «carminativo», o a veces, cuando ella protestaba que la preparación de hierro se había concluido, él exclamaba significativamente: «¡Cualquier cosa! ¡Diablo! ¡Cualquier cosa!».
Con frecuencia, las consultas no terminaban hasta después de las nueve y media. Entonces hacían el libro, el pesado libro mayor del doctor Foy, que sólo estaba lleno hasta la mitad cuando ellos recibieron el consultorio.
—¡Dios mío! ¡Qué día, Cristina! —exclamaba—. ¿Recuerdas aquellos primeros míseros tres chelines y seis peniques que obtuve como un tímido colegial? Bueno, hoy hemos sacado más de ocho libras sonantes.
Andrés metía el dinero, pesados montones de plata y algunos billetes, en el saquito de tabaco Afrikander que usara el doctor Foy para lo mismo, y lo guardaba con llave en el cajón del medio de su escritorio. Como el libro mayor, seguía usando el viejo saquito para no perder la suerte.
Había olvidado todas sus primeras dudas y elogiaba el acierto de haberse hecho cargo del consultorio.
—Nos ha resultado espléndido en todo sentido, Cristina. Un consultorio productivo y una firme vinculación con la clase media. Y, además, me estoy creando por mi cuenta una clientela de lujo. Tú ves adónde vamos.
El 1.º de octubre Andrés pudo decirle a su mujer que amueblara de nuevo la casa. Después de la consulta de la mañana le manifestó con indiferencia, como solía hacerlo ahora:
—Quisiera que hoy fueras de compras. Ve a lo de Hudson… o a lo de Ostley, si lo prefieres. A la mejor parte. Y compra todos los muebles nuevos que necesitas. Un par de juegos de dormitorio, amueblado de salón, compra de todo.
Cristina lo miró en silencio mientras él encendía su cigarrillo, riendo.
—Ésa es una de las satisfacciones de ganar dinero: el poder darte todo lo que necesitas. No creas que soy avaro. No. Tú has sido un ángel durante nuestros días malos. Ahora estamos comenzando precisamente a disfrutar de nuestros buenos tiempos.
—Comprando muebles lujosos y… un juego de sillones tapizados en lo de Ostley.
Andrés no advirtió la amargura del tono de Cristina. Se rió.
—Eso es, querida. Ya es tiempo de que nos deshagamos de nuestros vejestorios y de la Regencia.
A Cristina se le saltaron las lágrimas. No pudo contener su indignación:
—No los creías vejestorios en Aberalaw. Y tampoco lo son. ¡Oh, aquéllos sí que eran dalas, aquéllas eran días felices! Ahogando un sollozo dio media vuelta y abandonó la habitación.
Él la miró desconcertado. Sus actitudes habían sido extrañas últimamente…, la había visto indecisa y deprimida, con súbitos arranques de incomprensible amargura. Andrés sentía que se estaban alejando el uno del otro, perdiendo aquella misteriosa unidad, ese oculto lazo de camaradería que siempre había existido entre ellos. ¡Bueno! No era culpa suya. Él hacía todo lo que podía. Y pensó amargamente: «Mi mejor situación no significa nada para ella, nada». Pero no tenía tiempo para detenerse en lo irrazonable e injusto de la conducta de Cristina. Veía ante sí una larga lista de llamados y, ya que era martes, debía hacer su visita habitual al Banco.
Regularmente dos veces por semana iba al Banco a efectuar depósitos a su cuenta, pues sabía que no era prudente acumular dinero en efectivo en su escritorio. No podía menos de advertir el contraste entre estas visitas agradables y su experiencia en Drineffy, en que, como modestísimo ayudante, había sido humillado por Aneurin Rees. Aquí el señor Wade, el gerente, le dispensaba siempre una cálida sonrisa de deferencia y a menudo le invitaba a fumar un cigarrillo en su oficina privada.
—Si puedo expresarme así, doctor, sin alusiones personales, usted está trabajando notablemente bien. Aquí deseamos trabajar con un doctor progresista, que posea la dosis justa de conservadurismo. Como usted, doctor, si me lo permite. Ahora bien, estas acciones Southern Railway Guaranteed, sobre las que conversábamos el otro día…
La deferencia de Wade no era más que un ejemplo del cambio general de opinión. Veía ahora que los demás doctores del distrito le hacían un amistoso saludo cuando se cruzaban sus cupés. En la reunión local del otoño, de la Asociación Médica, en esa misma sala en que, en su primera presentación, se le había hecho sentirse un paria, le dieron la bienvenida, otorgándosele importancia, y el doctor Ferrie, el vicepresidente, le ofreció un cigarro.
—Me alegro de verlo entre nosotros, doctor —le dijo, derritiéndose, el pequeño y rojizo Ferrie—. ¿Qué opina usted de mi discurso? Tenemos que defender nuestros honorarios. Especialmente en los llamados nocturnos, he tomado una posición firme. La otra noche fui llamado por un niño…, un simple chiquillo de doce años: «Venga pronto, doctor», me dice. «Papá está en el trabajo y mi mamá se siente horriblemente mal». Usted conoce esa conversación de las dos de la madrugada. Y yo no había visto al muchacho jamás en mi vida. «Mi querido niño —le digo—, tu madre no es cliente mía. Márchate y vuelve con media guinea, y entonces acudiré. Por supuesto que no volvió más. Le digo a usted, doctor, esta zona es terrible».
La semana siguiente a la reunión médica, la señora Lawrence lo llamó. Siempre se deleitaba Andrés con la graciosa incongruencia de sus conversaciones telefónicas, pero hoy, después de referirle que su marido estaba pescando en Irlanda, que posiblemente ella iría a juntársele después, lo invitó a almorzar el próximo viernes, deslizando su invitación como algo de poca importancia.
—Toppy estará allí. Y una o dos personas… menos tontas, creo, que las que uno suele encontrar. Le será de algún provecho… tal vez… el conocerlas.
Andrés colgó el tubo entre complacido y extrañamente irritado. En su corazón experimentaba el sentimiento de que Cristina no hubiera sido invitada. Después, poco a poco, llegó a comprender que no se trataba de una oportunidad social, sino de negocios. Él debía relacionarse, crearse contactos, especialmente entre la categoría de personas que estarían presentes en dicho almuerzo. Y, en todo caso, no había para qué informar a Cristina de todo este asunto. Cuando llegó el viernes le dijo que tenía el almuerzo comprometido con Masón y saltó a su auto, aliviado. Olvidó que no sabía mentir en absoluto.
La casa de Francisca Lawrence estaba en Knightsbridge, en una calle tranquila entre Hans Place y Wilton Crescent. Aunque no tenía el esplendor de la mansión Le Roy, su gusto refinado daba testimonio de un mismo sentido de la opulencia. Andrés llegó tarde y la mayoría de los convidados ya estaban allí: Toppy, Rosa Keane, la novelista, sir Dudley Rumbold Blane, doctor en medicina y F. R. C. P. médico famoso y miembro de la Junta de los Productos Cremo, Nicolás Watson, viajero y antropólogo, y varios otros de distinción menos alarmante.
Andrés se encontró en la mesa al lado de una señora Thornton, que vivía, según lo afirmó, en Leicestershire, y que venía periódicamente al Hotel Brown a pasar cortas temporadas en la urbe. Aunque ahora era capaz de afrontar serenamente el ritual de las presentaciones, se alegró de recuperar su aplomo al abrigo de su charla, una relación maternal de una herida en un pie, recibida en el hockey, por su hija Sybil, colegiala de Roedeall.
Escuchando con un oído a la señora Thornton, que tomaba su muda atención por interés, se dio maña para pescar algo de la amable e ingeniosa conversación de sus vecinos, las agudas bromas de Rosa Keane, la relación fascinadoramente graciosa de Watson de un viaje que había realizado últimamente por el interior del Paraguay. También admiraba la destreza con que Francisca animaba la conversación, soportando al mismo tiempo la discreta pedantería de sir Rumbold, que se hallaba a su lado. Una o dos veces sintió Andrés fijos en los suyos los ojos de la dama, medio sonrientes, interrogativos.
—Por supuesto —concluyó Watson su narración con una sonrisa—. Evidentemente, mi peor experiencia fue llegar a casa y verme asaltado al instante por un ataque de gripe.
—¡Oh! —dijo sir Rumbold—. Usted también ha sido víctima.
Con el recurso de despejarse la garganta y colocarse los lentes en su prominente nariz, atrajo la atención de los comensales. Sir Rumbold se hallaba cómodo en esta posición: por muchos años la atención del gran público británico se había concentrado sobre él. Era sir Rumbold quien hacía un cuarto de siglo había conmovido a la humanidad con la declaración de que cierta parte del intestino humano era no sólo inútil, sino francamente dañosa. Centenares de personas se habían precipitado a hacer extraer la peligrosa sección, y aunque sir Rumbold no se hallaba entre ellas, la fama de la operación, que los cirujanos llamaban la escisión Rumbold-Blane, asentó su reputación de galeno. Desde entonces se había mantenido en primer plano, introduciendo en el país la alimentación con salvado, el yogur y los bacilos del ácido láctico. Misteriosamente inventó la masticación Rumbold-Blane, y ahora, además de sus actividades en muchos directorios de compañía: industriales, redactaba los menús para la famosa cadena de restaurantes Railey:
Vengan, señoras y caballeros, que sir Rumbold Blane, Doctor en Medicina y Miembro de la Real Academia, lo ayude a elegir sus calorías.
Eran muchos los rezongos proferidos entre médicos más legítimos en el sentido de que sir Rumbold debería haber sido borrado del Registro de Médicos años atrás, a lo que la respuesta era evidentemente, ¿qué sería el Registro sin sir Rumbold?
Mirando paternalmente a Francisca, Rumbold le decía:
—Una de las características más interesantes de esta reciente epidemia ha sido el asombroso efecto terapéutico del Cremogro. Tuve oportunidad de decir lo mismo en la reunión de nuestra Compañía la semana pasada. No tenemos, ¡ay!, específico alguno contra la gripe. Y en su ausencia la sola manera de resistir la homicida invasión consiste en provocar un estado vigoroso de resistencia, una defensa vital del organismo contra las incursiones de la enfermedad. Yo he dicho, tengo la satisfacción de haber dicho que hemos demostrado incontestablemente, no en conejos de Indias, como nuestros amigos de laboratorio, sino en seres humanos, el poder fenomenal del Cremogen en organizar y dar energía a la defensa vital del cuerpo.
Watson se volvió a Andrés con su extraña sonrisa:
—¿Qué piensa usted de los productos Cremo, doctor?
Cogido de sorpresa, Andrés respondió:
—Es una manera tan buena como otra cualquiera de tomar la crema de la leche.
Rosa Keane, con una oblicua mirada aprobatoria, fue lo suficientemente cruel para reírse. Francisca se reía también. Apresuradamente sir Rumbold pasó a describir su reciente visita a Trossachs, en calidad de huésped de la Unión Médica del Norte.
Por lo demás, el almuerzo fue cordial. Andrés concluyó por tomar parte con toda naturalidad en la conversación general. Antes de que él se despidiera de Francisca en el salón, ésta le dijo unas cuantas palabras.
—Realmente, usted descuella fuera de la sala de consultas —le dijo por lo bajo—. La señora Thornton no ha podido tomar el café por hablarme de usted. Tengo el presentimiento de que se la ha «embolsado», ¿es éste el término?, como paciente.
Resonándole la observación en los oídos, se fue a casa pensando que la aventura había sido provechosa, sin molestia de Cristina.
A la mañana siguiente, sin embargo, a las diez y media, tuvo una desagradable sorpresa: Freddie Hamson lo llamó para preguntarle vivamente:
—¿Muy agradable el almuerzo de ayer? ¿Qué cómo lo supe? ¡Vaya, perro viejo! ¿No has visto la Tribuna de esta mañana?
Anonadado, Andrés se fue directamente a la sala de espera, donde se depositaban los diarios luego que él y Cristina los habían leído. Por segunda vez recorrió la Tribuna, uno de los diarios ilustrados más conocidos. De pronto se estremeció. ¿Cómo no lo había visto antes? Allí, en la sección «Vida social», había una fotografía de Francisca Lawrence con un párrafo que describía su almuerzo del día anterior, figurando el nombre de Andrés entre los invitados.
Con un gesto de mortificación en el rostro, desprendió la página del resto, la convirtió en una pelota y la arrojó al fuego. Entonces se dio cuenta de que ya Cristina había leído el diario. Tuvo un acceso de furor. Aunque se sentía seguro de que ella no había visto el maldito párrafo, se fue rabioso a su consulta.
Pero Cristina lo había leído. Y, después de una instantánea desorientación, se sintió herida en el corazón. ¿Por qué no se lo había dicho? ¿Por qué? ¿Por qué? Ella no hubiera objetado su asistencia a ese estúpido almuerzo. Trató de tranquilizarse… todo era demasiado insignificante para ocasionarle tal ansiedad y sufrimiento. Pero vio con dolor sordo que sus consecuencias no eran insignificantes.
Cuando Andrés salió a sus visitas, Cristina procuró continuar sus quehaceres en la casa. Pero no pudo. Vagaba por el consultorio, de aquí a la sala de consultas, con la misma opresión en el pecho. Comenzó a sacudir el polvo del consultorio sin el menor ánimo. Junto al escritorio estaba su viejo maletín médico, el primero que poseyera, el que usara en Drineffy, llevándolo por las calles y en sus llamados de emergencia al fondo de la mina. Lo acarició con extraña ternura. Ahora tenía Andrés un maletín nuevo, uno más hermoso. Formaba parte de esta clientela nueva y más encumbrada tras la cual luchaba tan febrilmente y de la que ella recelaba en el fondo de su corazón. Sabía que era inútil intentar hablarle de sus presentimientos. Él era tan sensible ahora —señal de su propia intranquilidad interior—, que una palabra de Cristina lo exaltaba, provocaba al instante una disputa. Ella tenía que tratar de reconquistarlo de otra manera.
Era el sábado por la mañana y le había prometido a Florrie llevarla consigo cuando saliera a sus compras. Florrie era una niñita muy viva y Cristina se había encariñado con ella. Ahora podía divisarla en espera, al comienzo de la escalera del subterráneo, enviada por su madre, muy limpia y con traje nuevo, como preparada para un gran paseo. A menudo salían juntas los sábados, como ahora.
Cristina se sintió mejor al aire libre, con la niña de la mano, caminando por el Mercado, hablándoles a sus vendedores conocidos, comprando frutas, flores, procurando llevar algo que le agradara a Andrés especialmente. Sin embargo, la herida todavía estaba abierta. ¿Por qué, por qué no se lo había dicho?, y ¿por qué no la había llevado a ella? Recordó aquella primera ocasión en Aberalaw, cuando habían ido a lo de los Vaughan y ella había tenido que recurrir a todas sus fuerzas para arrastrarlo a dicha visita. ¡Qué distinta era ahora la situación! ¿Tenía ella la culpa? ¿Había cambiado, reconcentrándose en sí misma, tornándose algo insociable? No lo creía así. Todavía le agradaba ver y conocer gente, sin atender a quién o quiénes eran. Su amistad con la señora Vaughan subsistía aún en su regular intercambio de cartas.
Pero en realidad, aunque se sentía herida y desdeñada, su preocupación principal era menos por ella que por él. Sabía que los ricos se enferman tanto como los pobres, que Andrés era tan buen médico en la calle Green, como en la calle Cefan, en Aberalaw. No exigía la supervivencia de objetos tan heroicos como las polainas y la vieja motocicleta Red Indian. Sin embargo, sentía con toda su alma que en aquellos días su idealismo había sido puro y maravilloso, que había iluminado la vida de los dos con una blanca llama. Ahora la llama se había puesto más amarillenta y el globo de la lámpara estaba empañado.
Al ir a casa de la señora Schmidt procuró deshacer las arrugas de inquietud que surcaban su frente. Sin embargo, advirtió que la miraba vivamente. Y, en efecto, le dijo:
—Usted no come lo bastante, hija mía. No está como solía. Y tiene ahora un hermoso auto y dinero y de todo. ¡Mire! Le daré a probar esto. ¡Es muy bueno!
Empuñando el largo y afilado cuchillo le cortó una tajada de su famoso jamón cocido, e hizo que Cristina se comiera un blando sándwich. Al mismo tiempo Florrie recibía un pastel helado. La señora Schmidt seguía hablando sin interrupción:
—Y ahora necesita un poco de Liptauer. El doctor… se ha comido libras de mi queso y nunca le cansa. Algún día le voy a pedir que me escriba un certificado para colocarlo en la vidriera. Este queso es el que me ha hecho famosa.
Entre risas, Frau Schmidt siguió hablando hasta que la dejaron.
Afuera, Cristina y Florrie se detuvieron en la acera esperando que el agente de guardia —su viejo amigo Struthers—, hiciera la señal para atravesar. Cristina sujetaba con una mano el brazo de la impulsiva Florrie.
—Siempre tienes que fijarte aquí en el tránsito —le advirtió—. ¿Qué diría tu madre si te atropellaran?
Florrie, llena la boca con el resto de su pastel, vio en ello una magnífica broma.
Al fin llegaron y Cristina comenzó a deshacer los envoltorios de sus compras. Mientras circulaba por el vestíbulo, colocando en un vaso los crisantemos color bronce que había comprado, se sintió triste de nuevo.
De pronto sonó el teléfono.
Fue a atenderlo con el rostro inmóvil y los labios ligeramente contraídos. Acaso durante cinco minutos estuvo ausente. Al regresar, su expresión se había transfigurado. Sus ojos brillaban, estaban excitados. De vez en cuando miraba hacia afuera por la ventana, ansiosa del regreso de Andrés, olvidada de su abatimiento con la buena noticia que había recibido, noticia tan importante para él, para los dos, sí. Cristina tenía la convicción feliz de que nada podía haber sido más propicio. Ningún antídoto mejor contra el veneno de un éxito fácil podía haber sido administrado jamás. ¡Y al mismo tiempo era tal avance, un paso tan real para él en su carrera! Anhelante fue de nuevo a la ventana.
Cuando llegó no pudo contenerse sino que corrió a encontrarlo al hall.
—¡Andrés! He recibido un recado para ti de sir Roberto Abbey. Acaba de hablar por teléfono.
—¿Sí? —Su rostro, tocado de súbito arrepentimiento al verla, se iluminó.
—¡Sí! Él mismo llamó, quería hablarte. Le dije quién era yo… ¡Oh, estuvo sumamente amable!… ¡Oh…, oh!… ¡Te lo estoy refiriendo tan mal! ¡Querido! Vas a ser nombrado para los enfermos externos del Victoria Hospital, inmediatamente.
Los ojos se le llenaron lentamente de emocionada comprensión.
—¡Vaya, es una buena noticia, Cristina!
—¿No es así? —exclamó ella feliz—. De nuevo tu propio trabajo…, oportunidades de investigación, todo lo que querías en el Departamento y no conseguiste.
Le echó los brazos al cuello y lo acarició.
Andrés clavó en ella su mirada, indescriptiblemente conmovido por su amor, por su generosa abnegación. Experimentó una momentánea angustia.
—¡Qué alma tan buena eres, Cristina mía! ¡Y… qué bruto soy yo!