Capítulo VI

A la mañana siguiente, a las once y cuarto, hallándose a punto de partir a hacer unas cuantas visitas baratas por los alrededores del Mercado Mussleburgh, sonó el teléfono. Le hablaba la voz de un criado, gravemente solícita.

—¿El doctor Manson, señor? ¡Ah! La señorita Le Roy desea saber señor, a qué hora vendrá a verla hoy. ¡Ah!, excúseme señor, no se retire, la señora Lawrence le hablará personalmente.

Andrés estuvo en suspenso, con excitación temblorosa, mientras la señora Lawrence le hablaba muy amistosamente, explicándole que esperaban que fuera sin falta.

Al colgar el auricular se dijo a sí mismo, radiante de felicidad, que, después de todo, no había desperdiciado la oportunidad del día anterior, no, no.

Postergó todos sus demás llamados, urgentes o no, y se fue directamente a la casa de Green Street.

Allí se encontró por primera vez con José Le Roy. Éste lo aguardaba impaciente en el hall adornado con jade. Era un hombre grueso y calvo, bajo y erguido, que apuraba el cigarro, como un hombre que no tiene tiempo que perder. En un segundo sus ojos traspasaron a Andrés, rápida operación quirúrgica, que terminó a satisfacción mutua. En seguida habló enérgicamente, con una pronunciación colonial:

—Vea, doctor estoy apurado. La señora Lawrence ha tenido que volverse loca esta mañana siguiéndole la pista. Entiendo que usted es un joven talentoso y serio. También es casado, ¿no? Bien; ahora, hágase cargo de mi chica. Mejórela, robustézcala, sáquele toda esta maldita histeria de su sistema. No escatime nada. Puedo pagar. Hasta la vista.

José Le Roy era oriundo de Nueva Zelandia. Y a pesar de su dinero, de su casa de la Green Street y de su exótica y pequeña Toppy, no era difícil dar fe a la verdad: su bisabuelo era un tal Miguel Cleary, trabajador agrícola iletrado de los alrededores de Greymouth Harbour, conocido familiarmente de sus «desarrapados» camaradas como «Leary». José Le Roy había hecho frente a la vida, indudablemente, como Joe Leary, niño cuyo primer oficio fue el de ordeñador en las grandes granjas de Greymouth. Pero Joe había nacido, según decía, para ordeñar otra cosa que vacas. Y treinta años después en la oficina del último piso del rascacielos de Auckland, era José Le Roy quien ponía su firma al contrato que unificaba las granjas de la isla en una gran compañía de leche condensada.

Era un plan mágico, la Sociedad Cremogen. Por este tiempo los productos de leche condensada eran desconocidos, y estaban comercialmente desorganizados. Fue Le Roy quien vislumbró sus posibilidades, quien condujo su asalto al mercado mundial, anunciándolos como un alimento caído del cielo para niños e inválidos. La esencia del negocio radicaba, no en los productos de Joe, sino en su propia audacia. El exceso de nata de la leche, que había sido arrojada a las alcantarillas o dada a los cerdos en centenares de haciendas de Nueva Zelandia, era vendida ahora en las ciudades del mundo en las latas de Joe, elegantemente presentadas como Clemogen, Cremax y Cremefat, por un precio triple del de la leche fresca.

Codirector de la asociación Le Roy y administrador de los intereses ingleses ora Jack Lawrence, que había sido, bastante ilógicamente, oficial de guardias antes de dedicarse a los negocios en la urbe. Sin embargo, lo que unió a Toppy y a la señora de Lawrence fue algo más que la mera asociación de intereses. Francisca, rica por derecho propio y mucho más en su centro en la elegante sociedad de Londres que Toppy —que a menudo delataba sus antecedentes cerriles—, tenía un complaciente cariño por la niña terrible. Cuando Andrés subió después de su entrevista con Le Roy, ella estaba esperándolo cerca del cuarto de Toppy.

Por lo general, los días siguientes, Francisca estuvo presente a la hora de su visita, ayudándolo con su caprichosa y exigente enferma, pronto a ver cualquier mejoría en Toppy, empeñada en que continuara el tratamiento, preguntando cuándo debían esperar su próxima visita.

Agradecido a la señora Lawrence, era todavía bastante desconfiado para encontrar extraño que esa aristócrata, mujer encumbrada a quien sabía excluyente antes de que negase a ver sus fotografías en las revistas, tuviera siquiera este ligero interés por él. Su boca ancha y más bien caprichosa, expresaba habitualmente hostilidad hacia las personas que no eran de su intimidad, y, sin embargo, por alguna razón nunca le era hostil a Andrés. Sintió éste un deseo extraordinario, mayor que la curiosidad, de sondear su carácter, su personalidad. Le parecía no saber nada de la verdadera señora Lawrence. Era una delicia observar las mesuradas acciones de sus miembros mientras se movía por la habitación. Era siempre ágil y ligera, cuidadosa en todo lo que hacía, con una intención en el fondo de sus ojos benévolos, a pesar del gracioso descuido de su conversación.

En cuanto se dio cuenta Andrés de que la sugestión había sido de ella —aunque no le dijo nada a Cristina, que todavía barajaba alegremente su presupuesto doméstico en chelines y peniques— comenzó a preguntarse impacientemente cómo un médico podía cultivar una clientela en las altas esferas sin un automóvil elegante. Era ridículo que caminase por Green Street, llevando su propio maletín, con sus zapatos empolvados, presentándose sin auto ante el criado que le miraba con aire de superioridad. Tenía un garaje de ladrillos en la parte posterior de su casa, lo que reduciría considerablemente el costo de manutención, y había firmas que se especializaban en proporcionar autos a los médicos, firmas admirables que no tenían inconveniente en facilitar amablemente las condiciones de pago.

Tres semanas después, un cupé de capota plegable, flamante y lustroso, se detenía en la calle Chesborough número 9. Descendiendo del asiento de la dirección, Andrés subió corriendo la escalera de su casa.

—¡Cristina! —gritó, procurando ahogar el temblor emocionado de su voz—. ¡Cristina! ¡Ven a ver algo!

La quería deslumbrar, y lo consiguió.

—¡Dios mío!; —le tomó el brazo a Andrés—. ¿Es nuestro? ¡Oh, qué hermoso!

—¿Verdad? Míralo, querida; no toques la pintura, podría marcar el barniz —Andrés le sonreía enteramente a su antigua manera—. Grata sorpresa, Cristina, ¿no? Y lo he comprado, he conseguido la licencia y todo lo demás sin decirte una palabra. Distinto del viejo Morris. Suba, señora, y le haré una demostración. Corre como un pájaro.

Cristina no podía admirar lo bastante el auto mientras él la llevaba, así en cabeza, a dar una vuelta alrededor de la plaza. Cuatro minutos después estaban de vuelta, de pie sobre la acera, deleitando todavía sus ojos Andrés en la contemplación del tesoro. Sus momentos de intimidad, de mutua comprensión y felicidad común eran tan escasos ahora, que ella no quería interrumpir éste. Murmuró:

—Te será tan fácil triunfar ahora, querido. —Y después recelosa—: Y si pudiéramos dar una vuelta por el campo, por ejemplo, los domingos, por los bosques…, ¡oh, sería maravilloso!

—Por supuesto —respondió Andrés, ausente—. Pero, en realidad, es para la profesión. No podemos andar vagando por ahí, cubriéndolo de barro.

Pensaba en el efecto que haría sobre sus clientes este cupé resplandeciente.

El efecto principal, sin embargo, superó sus expectativas. El jueves de la semana siguiente, al salir de la pesada puerta de cristal y hierro labrado de la Green Street número 17 A, se topó de manos a boca con Freddie Hamson.

—¡Hola, Hamson! —exclamó. No pudo reprimir un estremecimiento de satisfacción a la vista del rostro de Hamson. Al principio éste apenas lo había reconocido, y al hacerlo, su expresión, después de recorrer varios grados de sorpresa, era todavía francamente de estupor.

—¡Vaya! ¡Hola! —dijo Freddie—. ¿Qué haces por aquí?

—Un paciente —respondió Andrés, volviendo atrás la cabeza en dirección al número 17 A—. Tengo a la hija de Joe Le Rayen mis manos.

—¡Joe Le Roy!

Esa sola exclamación valía mucho para Manson. Puso una mano de dueño en la portezuela de su nuevo y hermoso cupé.

—¿En qué dirección vas? ¿Puedo dejarte en alguna parte?

Freddie se repuso rápidamente. Rara vez se desconcertaba, y nunca por tiempo prolongado. En treinta segundos su opinión sobre Manson, toda su idea acerca de la utilidad que Manson podía tener para él, había experimentado una rápida e inesperada revolución.

—Si —sonrió amigablemente—. Iba a Bentinck Street…, a la casa de Ida Sherrington. Caminando para conservar la línea. Pero iré contigo.

Callaron durante algunos minutos, mientras corrían por la calle Bond. Hamson meditaba. Había saludado efusivamente a Manson a su llegada a Londres, porque esperaba que el trabajo de éste pudiera proporcionarle de vez en cuando alguna consulta de tres guineas en Queen Alme Street. Pero ahora el cambio operado en su antiguo compañero de clase, el auto y, sobre todo, la mención de Joe Le Roy —el nombre tenía para él una significación mundana infinitamente mayor que para Manson—, le mostraban su error. Existían, además, las características idealistas de Andrés, útiles, utilísimas.

Mirando astutamente a lo lejos, Freddie vio una base de cooperación entre ellos, mucho mejor y más provechosa. Quiso ir con tino, por supuesto, pues Manson era un diablo inseguro y suspicaz.

—¿Por qué no vienes conmigo a ver a Ida? Te será útil conocerla, aunque tiene la peor clínica de Londres. Y ciertamente cobra más.

—¿Sí?

—Ven a ver a mi enferma. Es inofensiva… la anciana señora Raeburn. Ivory y yo le estamos haciendo algunos exámenes. Tú eres fuerte en pulmón, ¿no? Examínale su tórax. Le agradará enormemente. Y serán cinco guineas para ti.

—¡Cómo!… ¡Tú pretendes! ¿Pero qué tiene que ver su tórax?

—No mucho —dijo sonriente Freddie—. No te quedes tan espantando. Tal vez tiene algo de bronquitis senil. Y se alegraría de verte. Es así cómo lo hacemos aquí. Ivory, Deedman y yo. Tú debes realmente unirte a nosotros, Manson. No hablaremos ahora de ello…, si, a la vuelta de aquella esquina…, pero te asombrará, ver cómo funciona el sistema.

Andrés detuvo el auto en la casa indicada por Hamson, una casa habitación corriente, alta y estrecha, que evidentemente jamás había sido concebida para su actual destino. Considerando la bulliciosa calle, de un tránsito ensordecedor, era difícil imaginar cómo pudiera hallar la paz aquí una persona enferma. Era precisamente el sitio indicado para provocar más que para curar un trastorno nervioso. Andrés se lo dijo a Hamson mientras subían las gradas de la puerta principal.

—Lo sé, mi querido amigo —convino Freddie, con pronta cordialidad—. Pero son todas lo mismo. Este rinconcito del West End está atestado de ellas. Tú ves, deben sernos cómodas a nosotros —hizo una mueca—; sí, serían ideales en algún sitio tranquilo pero…, por ejemplo…, ¿qué cirujano recorrería diez millas cada día para ver a su enfermo cinco minutos? ¡Oh, tendrás que conocer con el tiempo los refugios de los enfermos en nuestro pequeño West End! —Pasaron al estrecho hall—. Tienen todas tres olores, como lo observarás: anestésicos, cocina y excrementos…, sucesión lógica… Perdóname, Viejo. Y ahora vamos a ver a Ida.

Con el aire del hombre que conoce el camino, lo llevó a una pequeña oficina del piso bajo, donde una mujer pequeña, con uniforme lila y una toca blanca almidonada, estaba sentada frente a un pequeño escritorio.

—Buenos días, Ida —exclamó Freddie, entre el halago y la familiaridad—. ¿Haciendo sus sumas?

Ella alzó los ojos, los vio y sonrió amablemente. Era baja, robusta y en extremo sanguínea. Pero su brillante cara roja estaba de tal modo cubierta de polvos, que el resultado era un color lila casi igual al de su uniforme. Tenía un aspecto de vitalidad dinámica, de buen humor, de energía. Sus dientes eran postizos y le quedaban mal, el cabello grisáceo. En cierto modo era fácil suponerle un vocabulario grueso, imaginarla desempeñándose admirablemente como empresaria de un club nocturno de segundo orden.

Sin embargo, la clínica de Ida Sherrington era la más a la moda en Londres. La mitad de los pares habían estado en el consultorio de Ida; mujeres de sociedad, personajes del «turf[16]», famosos abogados y diplomáticos. Bastaba tomar el diario de la mañana para enterarse de que todavía otro brillante actor o actriz de la escena o de la pantalla había dejado su apéndice entre las manos maternales de Ida. Vestía a todas sus enfermeras en un delicado tono de malva, le pagaba a su proveedor de vinos doscientas libras al año y a su cocinero el doble de dicha suma. Los precios que les cobraba a sus enfermos eran fantásticos. Cuarenta guineas semanales por una habitación no era una suma poco frecuente. Y amén de eso, venían las extras, la cuenta del farmacéutico —a veces cuestión de libras—, la enfermera especial para la noche, el derecho a pabellón. Pero cuando se le discutía, Ida tenía una respuesta que ella adornaba a menudo con un adjetivo libre y expedito. Tenía sus preocupaciones, debía pagar sueldos y porcentajes, y a veces sentía como que era ella la esquilmada.

Ida tenía su debilidad por los médicos jóvenes, y saludó amablemente a Manson mientras Freddie decía:

—Mírelo bien. Pronto le enviará tantos pacientes, que usted tendrá que desbordarse sobre el Plaza Hotel.

—El Plaza Hotel se desborda sobre mí —replicó Ida, inclinando significativamente la cabeza.

—¡Ja, ja, ja! —rió Freddie—. Está muy bien…, debo decírselo al viejo Deedman. Le gustará a Pablo. Ven, Manson. Subiremos a la cumbre.

El ascensor repleto, precisamente lo bastante grande para dar cabida a una camilla de ruedas colocada diagonalmente, los llevó al cuarto piso. El corredor era angosto. Junto a las puertas había vasijas y jarrones de flores marchitas en la cálida atmósfera. Entraron a la habitación de la señora Raeburn.

Era una mujer de más de sesenta años, que, acomodada sobre sus almohadas, aguardaba la visita del doctor con un papelito en la mano, en el que había anotado algunos síntomas experimentados durante la noche, juntamente con las preguntas que tenía que hacer. Andrés la clasificó certeramente como hipocondríaca de edad, la enferma del trocito de papel, de Charcot.

Sentado sobre la cama, Freddie le conversó, le tomó el pulso —nada más—, la escuchó y la reconfortó alegremente. Le dijo que Ivory vendría con los resultados de algunos exámenes altamente científicos, por la tarde. Le pidió que le permitiera a su colega el doctor Manson, especialista en pulmón, que la auscultara. La señora Raeburn se sintió halagada. Le encantó. Resultó que había estado durante dos años en manos de Hamson. Era rica, carecía de parientes y compartía su tiempo entre hoteles selectos y aristocráticos, y clínicas del West End.

—¡Hombre! —exclamó Freddie cuando salieron de la habitación—. No te imaginas qué mina de oro ha sido para nosotros esta vieja. ¡Qué de libras le hemos extraído!

Andrés no respondió. El ambiente de este sitio lo enfermaba. Estaban enteramente sanos los pulmones de la anciana dama, y sólo su conmovedora mirada de gratitud hacia Freddie salvaba todo aquello de ser francamente deshonesto. Trató de persuadirse. ¿Por qué sería él tan intransigente? Nunca triunfaría continuando intolerante, aferrado a sus convicciones. Y Freddie se lo había dado a entender bondadosamente al proporcionarle la oportunidad de examinar a esta enferma.

Le dio un amistoso apretón de manos a Hamson antes de subir a su cupé. Y a fin del mes, cuando recibió un cheque por cinco guineas, prolijamente escrito, de la señora Raeburn, juntamente con sus mejores agradecimientos, se rió de sus tontos escrúpulos, Ahora se regocijaba de recibir cheques, y para su gran satisfacción le llegaban en número cada vez mayor.