Andrés se sentía orgulloso como un colegial cuando, quince días después, descendió con uno de sus dos trajes nuevos. Era un gris oscuro, cruzado, que por sugestión de Rogers usaba con un cuello de puntas vueltas y una corbata de lazo, oscura, que hacía juego con el traje. Sin duda, el sastre de la calle Conduit conocía su oficio, y el nombre del capitán Sutton había hecho que trabajara a conciencia.
Ocurrió que esa mañana Cristina no se sentía bien. Le dolía la garganta y se había envuelto protectoramente el cuello y la cabeza con su vieja bufanda. Se servía el café cuando de pronto surgió ante ella la figura deslumbradora de Andrés.
Por un instante se quedó demasiado aturdida para hablar.
—¡Vaya, Andrés! —murmuró—. Estás estupendo. ¿Vas a alguna parte?
—¿Ir a alguna parte? Vaya a mis visitas, a mi trabajo, por supuesto. —Su engreimiento le hizo sentirse audaz. ¡Bien! ¿Te gusta?
—Sí —contestó ella, no lo bastante pronto para agradarle—. Estás sumamente elegante, pero… —sonrió— en cierto modo parece que no eres tú.
—Preferirías verme como un vagabundo, quizá.
Ella enmudeció y su mano, al alzar la taza, se contrajo súbitamente de tal modo que los nudillos se le pusieron blancos. «¡Ah, pensó él, no tiene qué contestar!».
Terminó el desayuno y entró a la sala de consultas.
Cristina lo siguió cinco minutos después, con la bufanda todavía alrededor del cuello, indecisa e implorante la mirada.
—¡Querido! —le dijo—, por favor, no me entiendas mal. Me alegra verte con tu traje nuevo. Quiero que lo tengas todo, todo lo que necesites. Siento haber dicho eso hace un momento: pero, tú ves…, estoy acostumbrada a ti… ¡oh!, es terriblemente difícil explicarlo…, pero siempre te he identificado con…, ¡por favor, no me interpretes mal!…, con alguien a quien no le importa lo que parece o lo que piensa la gente a su respecto. ¿Recuerdas aquella cabeza de Epstein que vimos? No hubiera parecido la misma si…, ¡oh!, si hubiera sido afeitada y acicalada.
Andrés respondió secamente:
—Yo no soy una cabeza de Epstein.
Cristina no respondió. Últimamente había sido difícil razonar con Andrés, y ahora herida por esta incomprensión, no supo qué decir. Todavía vacilante, se alejó.
Tres semanas después, cuando la sobrina de la señorita Everett vino a pasar unas pocas semanas en Londres, Andrés fue recompensado por su dócil observancia de los consejos de la dama. Con un pretexto la señorita Everett lo llamó a Park Gardens, donde lo examinó, otorgándole su severa aprobación. Casi pudo verla Andrés adoptándolo como candidato digno de sus recomendaciones. Al día siguiente recibió un llamado de la señora Sutton, que, ya que el mal parecía estar en la familia, deseaba el mismo tratamiento de la fiebre intermitente que su tía. Esta vez no tuvo remordimiento alguno de inyectarle el inútil Eptone de los útiles señores Glickert. Le produjo excelente impresión a la señora Sutton. Y antes del fin de mes era llamado por una amiga de la señorita Everett que también ocupaba un apartamento en Park Gardens.
Andrés estaba sumamente contento de sí mismo. Ganaba, ganaba, ganaba. En su violento anhelo del éxito se olvidó de cuán opuesto era su progreso a todo cuanto había creído hasta aquí. Su vanidad se había despertado. Se sentía animado y optimista. No se paraba a meditar en que esta rodante bola de nieve de su clientela «acomodada» había sido empujada, en primer término, por una alemanita gordinflona detrás del mostrador de una pequeña fiambrería, cerca del vulgar Mercado de Mussleburgh. Casi antes de que en absoluto hubiera tenido tiempo de reflexionar, la bola de nieve dio otro salto cuesta abajo… y otra oportunidad más emocionante aún se le ofreció a su avidez.
Una tarde de junio, en esa hora lacia que va de las dos a las cuatro, en que no ocurría normalmente nada de importancia, estaba sentado en su consultorio, computando las entradas del último mes, cuando de pronto sonó el teléfono. Tres segundos y estaba al lado del aparato.
—Sí, sí, habla el doctor Manson.
Escuchó una voz angustiada y palpitante:
—¡Ah, doctor Manson! Siento verdadero alivio de encontrarlo.
Usted habla con Winch…, de Laurier’s. Le ha ocurrido un pequeño incidente a una de nuestras clientas. ¿Podría venir al instante?
—Estaré allí dentro de cinco minutos.
Colgó el auricular y corrió en busca del sombrero. Salió apresuradamente y saltó a un ómnibus número 15. A los cuatro minutos y medio había atravesado las puertas giratorias de Laurier’s, recibido por la angustiada señorita Cramb y escoltado sobre superficies tersas de alfombra verde, teniendo que pasar frente a espejos dorados y paneles, contra los cuales podía verse, como por casualidad, un pequeño sombrero en su percha, una bufanda de encaje, un abrigo de noche, de armiño. Mientras ellos se deslizaban rápidamente, la señorita Cramb le explicó:
—Es la señorita Le Roy, doctor Manson. Una de nuestras clientes. No mía, gracias a Dios, pues siempre da mucho que hacer. Pero, doctor Manson, usted ve, yo le hablé al señor Winch de usted…
—¡Gracias! —dijo bruscamente. Todavía podía ser brusco en ciertas oportunidades—. ¿Qué ha ocurrido?
—Parece que ha tenido…, ¡oh, doctor Manson!…, que ha tenido un ataque en el probador.
En lo alto de la ancha escalera la señorita Cramb condujo a Andrés ante el señor Winch, que, sonrojado en su agitación, le dijo:
—Por aquí, doctor, por aquí…; espero que pueda hacer algo. Es una terrible desgracia…
En la sala de pruebas, tibia, exquisitamente tapizada en un matiz verde muy pálido, con artesonados dorados y verdes, había una multitud de chicas vocingleras, una silla dorada patas arriba, una toalla por el suelo, un vaso de agua derramada, una batahola de los diablos. Y allí, como centro de todo, la señorita Le Roy, la dama del ataque. Yacía en el suelo, rígida, apretando espasmódicamente las manos y atiesando súbitamente los pies. De cuando en cuando le brotaba de la apretada garganta un chillido forzado y atemorizador.
Al entrar Andrés con el señor Winch, una de las vendedoras de más edad del grupo rompió a llorar.
—No fue por culpa mía —sollozó—. Sólo le hice ver a la señorita Le Roy que era el modelo escogido por ella misma…
—¡Oh queridita, por Dios! —exclamaba Winch—. Esto es espantoso, espantoso. ¿Llamaré a la ambulancia?
—No, no todavía —dijo Andrés, con su tono acostumbrado.
Se inclinó hacia la señorita Le Roy. Era muy joven, de unos veinticuatro años, de ojos azules y pelo sedoso muy claro, desparramado bajo su oblicuo sombrero. Su rigidez, sus espasmos convulsivos iban en aumento. Al otro lado de ella estaba de rodillas otra mujer, de ojos obscuros, al parecer, su amiga.
—¡Oh, Toppy, Toppy! —seguía murmurando.
—Por favor, despejen la habitación —dijo de pronto Andrés—. Querría que salieran todos… —sus ojos se posaron sobre la joven morena—, salvo esta señora.
Las chicas se fueron, algo contrariadas… Había sido una verdadera diversión el asistir al ataque de la señorita Le Roy. Incluso se retiraron la señorita Cramb y el señor Winch. En cuanto hubieron salido, las convulsiones se tornaron espantosas.
—Es un caso sumamente serio —dijo Andrés, hablando de modo muy distinto.
La señorita Le Roy giró los ojos hacia él.
—Tenga la bondad de alcanzarme una silla.
La otra mujer enderezó la silla derribada en el centro de la habitación.
En seguida, muy lentamente y con la mayor suavidad, sosteniéndola por la axilas, Andrés sentó a la convulsa señorita Le Roy. Le mantuvo erguida la cabeza.
—¡Míreme! —dijo con mayor suavidad aún. Luego, con la palma de la mano le aplicó un resonante golpe en la mejilla. Era su acción más enérgica de muchos meses, y siguió siéndolo, ¡ay!, por muchos meses todavía.
La señorita Le Roy dejó de chillar, cesó el espasmo, sus ojos extraviados se enderezaron por sí solos. Miró a Andrés con asombro infantil y doloroso. Antes de que pudiera reincidir, Andrés, le dio una nueva fuerte palmada en la otra mejilla: ¡pam! La angustia del rostro de la señorita Le Roy era divertida. Se estremecía, parecía a punto de chillar de nuevo, y en seguida comenzó a quejarse suavemente. Lloró, volviéndose a su amiga:
—Quiero regresar a casa, querida.
Andrés miró como excusándose a la dama joven y morena, que ahora lo miraba con extraordinario interés, aunque contenido.
—Lo siento mucho —murmuró—. Era la única manera. Histeria, espasmos de manos y pies. Podía haberse hecho daño Yo no tenía anestésico ni nada. Y, en todo caso, ha surtido efecto.
—Sí…, ha surtido efecto.
—Déjela que grite —dijo Andrés—. Buena válvula de escape. Dentro de pocos minutos estará enteramente bien.
—Espere, sin embargo… Usted debe acompañarla a su casa.
—Muy bien —dijo Andrés, con el más grave tono profesional.
Al cabo de cinco minutos, Toppy Le Roy estuvo en condiciones de arreglarse el rostro, larga operación interrumpida por unos sollozos inconexos.
—¿No estoy demasiado fea, verdad? —le preguntó a su amiga.
De Andrés no se preocupó en absoluto.
En seguida abandonaron el probador y su paso por la larga sala de exhibiciones causó sensación. El espanto y el alivio dejaron casi sin habla al señor Winch. No sabía, no sabría nunca cómo había ocurrido esto, cómo habían hecho andar a la convulsa paralítica. Los siguió, balbuceando palabras deferentes. Al salir Andrés por la puerta principal, detrás de las dos damas, le dio un caluroso apretón de manos.
El taxi los llevó por la calle Bayswater en dirección a Marble Arch. No hubo siquiera intento de hablar. La señorita Le Roy estaba ahora huraña, como una niña mimada que ha sido castigada y continuó con sollozos ahogados; de cuando en cuando se contraían involuntariamente los músculos de la cara y las manos. Ahora que se la podía ver en forma más normal, era muy delgada y casi bonita. Su vestido era hermoso, pero, no obstante, a Andrés le pareció exactamente un pollito recién salido del cascarón, por el que pasaran periódicamente corrientes eléctricas. Él mismo estaba nervioso, consciente de la delicada situación y, sin embargo, dispuesto a aprovecharla plenamente.
El taxi dobló por Marble Arch, corrió a lo largo de Hyde Park y, tomando a la izquierda, se detuvo frente a una casa de la Green Street. Casi en un instante estaban dentro. La mansión dejó con la boca abierta a Andrés, que no se había imaginado jamás algo tan suntuoso. El amplio corredor de madera de pino, el saloncito resplandeciente de jade, las sillas de laca de un dorado rojizo, los amplios canapés, la única y extraña pintura colocada en un valioso marco, los pisos cubiertos de finísimas pieles.
Toppy Le Roy se echó en un sofá de cojines de seda, ignorando todavía a Andrés, quitándose el sombrero, que tiró al suelo.
—Llama, querida, necesito beber. Gracias a Dios, papá no está en casa.
Rápidamente un criado trajo cocktails. Cuando se hubo ido, la amiga de Toppy miró pensativamente a Andrés, casi con una sonrisa.
—Creo que debemos explicarnos con usted, doctor. Todo ha sido tan precipitado. Soy la señora Lawrence. Toppy, aquí presente, la señorita Le Roy, tuvo un altercado con motivo de un vestido que se está haciendo confeccionar especialmente para el baile de beneficencia de los artistas, y… ¡bueno!…, ha tenido mucho que hacer últimamente; es una personita muy nerviosa, y en resumidas cuentas, aunque se halla muy enojada con usted, ambas le estamos enormemente agradecidas por habernos acompañado hasta aquí. Y voy a tomarme otro cocktail.
—Yo también —dijo. Toppy, de mal humor—. ¡Esa maldita mujer de Laurier’s! Le diré a papá que vaya y haga que la echen. No, no, no lo haré! —Mientras se tomaba su segundo cocktail se dibujó lentamente sobre su rostro una sonrisa de agradecimiento—. En todo caso, les di algo que hacer, ¿no, Francisca? Me puse sencillamente salvaje. Esa expresión del rostro del viejo mamá Winch era divertidísima. —Su flaco cuerpecito se sacudió de risa. Su mirada se cruzó con la de Andrés, sin malevolencia—. Ríase no más, doctor. Fue algo divertidísimo.
—No, no creo que fuera tan divertido. —Andrés hablaba rápidamente, deseoso de explicarse, de fijar su posición, de convencerla de que aún estaba enferma—. Usted tuvo realmente un grave ataque. Siento haber tenido que tratarla como lo hice. Si hubiese tenido un anestésico se lo habría dado. Mucho menos molesto para usted. Y le ruego no suponga en modo alguno que yo crea en su deliberado propósito de prolongar aquel ataque. La histeria… sí, porque fue eso, es un síndrome definido. La gente no debería tener tal indiferencia respecto de ella. Es una enfermedad del sistema nervioso. Usted ve, está extremadamente fatigada, señorita Le Roy; todos sus gestos están alterados, se halla sumamente nerviosa.
—Es perfectamente cierto —asintió Francisca Lawrence—. Has trabajado demasiado últimamente, Toppy.
—¿Me hubiera dado efectivamente cloroformo? —le preguntó Toppy a Andrés, con infantil extrañeza—. Habría sido divertido.
—Pero, seriamente, Toppy —dijo la señora Lawrence—, desearía que te mejoraras.
—Hablas como papá —dijo Toppy, perdiendo su buen humor.
Hubo una pausa. Andrés había terminado su cocktail. Dejó el vaso sobre la repisa de pino tallado, que estaba detrás de él. Le pareció que no tenía nada más que hacer allí.
—Bueno —dijo—, debo continuar mi tarea. Tenga la bondad de seguir mi consejo, señorita Le Roy. Coma cosas ligeras, acuéstese y, ya que no puedo prestarle otro servicio, llame a su propio médico mañana. Adiós.
La señora Lawrence lo acompañó hasta la puerta, con un modo tan pausado, que él se vio obligado a moderar la precipitación de su salida. Era alta y delgada, con hombros más bien altos y cabeza pequeña y elegante. En su pelo obscuro hermosamente ondeado, unas cuantas hebras grises le daban una curiosa distinción. Sin embargo, era muy joven, no tendría más de veintisiete años, estaba seguro. A pesar de su altura, tenía estructura delicada, sus muñecas especialmente eran pequeñas y hermosas, y su figura íntegra realmente parecía flexible, exquisitamente templada, como la de un esgrimista. La dama le tendió la mano, fijos en él sus ojos castaño-verdosos, con aquella sonrisa suave, cordial, serena.
—Sólo quería decirle cuánto admiro su nuevo método de tratamiento —se contrajeron sus labios—. No lo abandone por nada. Creo que le proporcionará grandes éxitos.
Caminando por la Street Green para tomar un autobús, vio con gran asombro que eran cerca de las cinco. Había pasado tres horas en compañía de esas dos mujeres. Tenía derecho a cobrar un subido honorario. Y, sin embargo, a pesar de este pensamiento alentador —tan sintomático de su nuevo y audaz modo de ver las cosas—, se sentía confundido, extrañamente descontento. ¿Había sacado realmente todo el partido de la oportunidad? Parecía haber agradado a la señora Lawrence. Pero nunca se podía estar seguro con gente como ésa ¡Qué casa tan maravillosa, además! De pronto se mordió los labios exasperado. No sólo no había dejado su tarjeta, sino que había olvidado decirles quién era. Al tomar asiento en el autobús repleto, junto a un anciano obrero de sucio suéter, se censuró acerbamente por haber dejado escapar esa magnífica ocasión.