Capítulo IV

Martha Cramb era conocida como la «Zaguera» de las «chicas» de Laurier’s. Vigorosa, sin atractivos, asexual, parecía extraño que fuera una de las empleadas principales de esa tienda única que comerciaba lujosamente con trajes elegantes, ropa interior primorosa y pieles tan ricas que sus precios se elevaban a centenares de libras. Sin embargo, la «Zaguera» era una vendedora admirable, muy apreciada por los clientes. El hecho era que Laurier’s, en su orgullo, empleaba un sistema especial, conforme el cual cada vendedora seleccionaba sus propios clientes, un pequeño grupo de clientes a quienes atendía exclusivamente, estudiaba, «vestía» y para los cuales «reservaba» cosas cuando llegaban los nuevos modelos. La relación era íntima, a menudo se prolongaba por muchos años, y la «Zaguera», seria y sincera, tenía grandes condiciones para desempeñarse con éxito.

Era hija de un procurador de Kettering. Muchas de las empleadas de Laurier’s eran hijas de modestos profesionales de las provincias o suburbios. Se consideraba un honor ingresar a lo de Laurier’s, y llevar el uniforme verde oscuro del establecimiento. El trabajo abrumador y las malas condiciones de vida que debían soportar a veces las empleadas de las tiendas corrientes, no existían allí, pues las jóvenes eran admirablemente alimentadas, alojadas y cuidadas. El señor Winch, el único vendedor de sexo masculino de la tienda, se preocupaba especialmente de que las jóvenes tuvieran una compañía de respeto. Estimaba particularmente a la «Zaguera», con quien tenía a menudo cordiales conferencias. Era un caballero anciano, rosado, maternal, que durante cuarenta años se había ocupado en tiendas de señoras. Se le había gastado el pulgar de tanto palpar ponderativamente las mercaderías y su espalda sufría de calambre crónico a fuerza de inclinarse reverencialmente. Todo lo maternal que pudiera ser, Winch exhibía ante el extraño que entraba a lo de Laurier’s, los únicos pantalones en un vasto y bullente mar de feminidad. Tenía ojos poco simpáticos para aquellos maridos que venían con sus esposas a inspeccionar los maniquíes. Conocía a la realeza. Era una institución casi tan grande como Laurier’s.

El incidente de la curación de la señorita Cramb causó cierta sorpresa entre el personal. Y el resultado inmediato fue que muchas de las «chicas» se llegaron hasta el consultorio de Andrés, con sus pequeñas dolencias. Entre risas se decían unas a otras que deseaban saber cómo era el médico de la «Zaguera».

Poco a poco, las jóvenes de Laurier’s comenzaron a afluir en mayor número todavía al consultorio de la calle Chesborough. Todas ellas disfrutaban del seguro de enfermedad. La ley las forzaba a atenerse a una lista de médicos, pero con orgullo muy propio de Laurier’s se rebelaban contra el sistema. A fines de mayo no era raro que media docena de ellas estuvieran aguardando en el consultorio…, muy elegantes, vestidas según los modelos de sus clientes, con los labios pintados, jovencitas. El resultado fue un considerable aumento en las entradas del consultorio. También una risueña observación de Cristina:

—¿Qué haces con ese coro de bellezas, querido? Seguramente habrán confundido nuestra puerta con la del escenario.

Pero la fervorosa gratitud de la señorita Cramb —¡oh, el encanto de esas manos sanas!— sólo comenzaba a manifestarse. Hasta aquí el doctor McLean, hombre de edad e inofensivo, del Royal Crescent, había sido considerado como el médico semioficial de Laurier’s llamado en los casos de urgencia, como por ejemplo, cuando la señorita Twig, de la sastrería, se quemó con una plancha. Pero el doctor McLean estaba a punto de retirarse, y su socio y sucesor inmediato, el doctor Benton, no era ni de edad ni inofensivo. Los ojos curiosos del doctor Benton y su solicitud demasiado tierna para las jovencitas más hermosas, ya habían dado motivo de inquietud al señor Winch. La señorita Cramil y el señor Winch discutían esos tópicos en sus conferencias, éste asintiendo gravemente con sus manos cruzadas a la espalda cuando la primera insistía en lo inadecuado de Benton y en la presencia de otro profesional en la calle Chesborough, estricto y serio, que se expedía admirablemente sin sacrificar a Thais. Nada se había decidido, el señor Winch siempre se daba plazo, pero sus ojos brillaban extrañamente cuando corría a atender a una duquesa.

En la primera semana de junio, cuando Andrés ya había llegado a avergonzarse del primitivo desdén con que la mirara, la señorita Cramb le hizo sentir otra manifestación de sus buenos oficios.

Recibió una carta, muy exacta y concisa —una informalidad tal como la de un llamado telefónico no hubiera convencido a la autora, lo comprendió después él—, en la que le pedía fuera al día siguiente, martes, lo más cerca posible de las once, al número 9 de Park Gardens, para atender a la señorita Winifred Everett.

Cerrando temprano su consultorio, salió para hacer esta visita con una sensación optimista. Era la primera vez que lo llamaban fuera de la modesta vecindad en que hasta el momento se había circunscrito su trabajo profesional. Park Gardens era un hermoso grupo de casas, no del todo modernas, pero grandes y sólidas, con una hermosa vista sobre el Hyde Park. Llamó en el N.º 9, lleno de nerviosidad, con la extraña convicción de que al fin había encontrado su oportunidad.

Una criada de edad lo hizo entrar. La habitación era espaciosa, tenía muebles antiguos, libros y flores, y le recordó a Andrés el salón de la señora Vaughan. Al entrar sintió que su previsión era acertada. Se volvió al aparecer la señorita Everett, que lo estudió con la mirada.

Era una mujer bien hecha, de unos cincuenta años, de pelo oscuro y tez pálida, severamente vestida, con un aire de entera seguridad. Comenzó al momento, en un tono mesurado:

—He perdido a mi médico, desgraciadamente, pues tenía gran fe en él. La señorita Cramb me lo recomendó a usted. Es una criatura muy leal y tengo confianza en ella. Conozco sus antecedentes. Son buenos. —Se detuvo, inspeccionándolo abiertamente, escrutándolo. Tenía el aspecto de una mujer bien alimentada, bien cuidada, que no toleraría que ni uno solo de sus dedos careciera de la debida inspección de la cutícula. Luego, precavidamente—: Creo que acaso usted pueda convenirme. Habitualmente me coloco una serie de inyecciones por esta época del año. Padezco de fiebre intermitente. Usted sabe todo lo concerniente a este mal, supongo.

—Sí —respondió él—. ¿Qué inyecciones se aplica?

Ella mencionó el nombre de una preparación muy conocida.

—Mi antiguo médico me las recetó. Les tengo gran fe.

—¡Oh, bien!

Irritado por el tono de la dama, estuvo a punto de decirle que el infalible remedio de su infalible médico era inservible, que había conseguido su popularidad gracias a una hábil propaganda de la firma productora y a la falta de polen en la mayoría de los veranos ingleses. Pero se reprimió con un esfuerzo. Había una lucha entre sus convicciones y todo lo que deseaba alcanzar. Pensó receloso: «Si yo dejo escapar esta oportunidad, después de todos estos meses, soy un necio». Le contestó:

—Creo que puedo aplicarle las inyecciones como el mejor.

—Muy bien. Y ahora sus honorarios. Nunca le pagaba al doctor Sinclair más de una guinea por visita. ¿Puedo contar con que usted aceptará esta proposición? .

¡Una guinea por visita…, el triple del mayor honorario que jamás había recibido! Y algo más importante todavía: representaba su primer paso entre esta clientela superior que había estado anhelando todos estos meses. Una vez más sofocó la inmediata protesta de sus convicciones. ¿Qué importaba que las inyecciones fueran inútiles…?, eso era asunto de ella, no de él. Estaba harto de fracasos, cansado de ser un peón de a tres chelines y seis peniques. Quería mejorar de situación, triunfar. Y triunfaría a cualquier precio.

Al día siguiente acudió nuevamente a las once en punto. Ella lo había prevenido, con su severo tono, contra el más ligero atraso. No quería que le interrumpieran su paseo de la mañana. Andrés le administró la primera inyección. Y en adelante acudió dos veces por semana, prosiguiendo el tratamiento.

Era puntual, exacto como ella, y nunca se jactaba. Era casi divertida la forma en que gradualmente fue confiando en él. Winifred Everett era una mujer extraña y de una personalidad sumamente acentuada. Bien que rica —su padre había sido un gran industrial de cuchillería en Sheffield y todo el dinero que había heredado estaba bien invertido en títulos de la deuda pública—, se esmeraba en sacar el máximo de utilidad a cada penique. No era sordidez, sino más bien una extraña forma de egoísmo. Se convertía en el centro de su universo, le daba el más prolijo cuidado a su cuerpo aún blanco y hermoso, y se sometía a toda clase de tratamientos que se imaginaba podían hacerle bien. Lo quería todo de lo mejor. Como poco, pero sólo los platos más exquisitos. Cuando en la sexta visita de Andrés se dio el gusto de ofrecerle un vaso de Jerez, él observó que era Amontillado de 1819. Se vestía en lo de Laurier’s. Su ropa de cama era lo más primoroso que hubiera visto Andrés. Y con todo esto, sin embargo, nunca desperdiciaba a sabiendas ni un cuarto de penique. Manson no se hubiera podido imaginar jamás a la señorita Everett dándole media corona al chófer de un taxi sin antes mirar atentamente el marcador.

Debería aborrecerla; por una razón extraña, sin embargo, no lo hacía. Ella había elevado su egoísmo a la condición de una filosofía. Y de este modo era extraordinariamente sensible. Le recordó exactamente a Andrés la mujer de un viejo cuadro holandés, un Terborch, que había visto un día con Cristina. Tenía el mismo cuerpo grande, la misma piel suave, la misma boca desagradable, pero sensual.

Cuando Winifred vio que Andrés iba a convenirle, según su misma frase, se mostró mucho menos reservada. Era para ella una ley tácita el que la visita del médico durara veinte minutos, pues de otro modo le parecía que no le había exprimido todo su valor. Pero al cabo de un mes él la extendía a media hora. Conversaban juntos. Él le refirió su deseo de éxito. Ella aprobó. Su ámbito de conversación era limitado. Pero el ámbito de su parentela, era ilimitado, y de ella le hablaba por lo general. Le hablaba frecuentemente a Andrés de su sobrina, Catalina Sutton, que vivía en Derbyshire y venía a menudo a la ciudad, ya que su marido, el capitán Sutton, era miembro del Parlamento, en representación de Barnwell.

—El doctor Sinclair solía atenderlos —observó Winifred, afectando indiferencia—. No veo por qué no lo haría usted ahora.

En su última visita ella le dio otro vaso de su Amontillado, y le dijo muy agradablemente:

—Odio recibir cuentas. Permítame que nos arreglemos ahora —y le pasó un cheque doblado, por doce guineas—. Por supuesto que pronto lo llamaré de nuevo. Acostumbro a aplicarme una vacuna antigripal en el invierno.

Lo acompañó hasta la puerta del apartamento y allí se detuvo un instante, iluminándosele ligeramente el rostro en lo más próximo a una sonrisa que jamás le hubiera visto Andrés. Mas pasó rápidamente, y mirándolo con aire admonitorio, le dijo:

—Siga el consejo de una mujer de bastante edad para ser su madre. Vaya a lo de un buen sastre. Al sastre del capitán Sutton…, Rogers, en la calle Conduit. Usted me ha manifestado lo mucho que desea triunfar. Nunca lo conseguirá, vestido en esa forma.

Andrés se alejó maldiciéndola a su antigua manera apasionada, sintiendo que todavía le quemaba la frente la impertinencia. ¡Vieja perra intrusa! ¿Qué le importaba a ella? ¿Qué derecho tenía a decirle cómo debería vestirse? ¿Lo tomaba por un perrillo faldero? Eso era lo peor de los compromisos, de la sumisión a las convenciones. Sus pacientes de Paddington le pagaban sólo tres chelines y seis peniques, pero no le pedían que fuera un maniquí de sastres. En lo futuro se limitaría a ellos, pero sería dueño de sí mismo.

Mas el mal humor se disipó. Era enteramente cierto que jamás había puesto el menor interés en sus ropas, que un traje cualquiera siempre le había servido excelentemente, lo había cubierto y protegido del frío sin elegancia. Cristina, asimismo, aunque tan correcta, nunca se preocupaba de los vestidos. Se sentía dichosa con una pollera de paño escocés y una blusa de lana tejida por ella misma.

Mentalmente hizo un inventario de sí mismo, de sus viejos y estrambóticos pantalones arrugados, manchados de lodo en los bordes. Después de todo, pensó, ella tiene toda la razón. ¿Cómo puedo conquistar pacientes acomodados con este aspecto? ¿Por qué no me lo habrá dicho Cristina? ¡Es misión suya, no de esa vieja Winihed! ¿Cuál fue el nombre que me dio…? ¡Rogers, de la calle Conduit! Demonios, iré.

Había recuperado el ánimo cuando llegó a su casa. Extendió el cheque ante los ojos de Cristina.

—¡Mira, queridita! ¿Recuerdas cuando llegué corriendo con aquellos míseros tres chelines y pico del consultorio? ¡Bah! Esto sí que es verdadero dinero, auténticos honorarios, como debe ganarlos un doctor en medicina y distinguido M. R. C. P.. Doce guineas por conversarle amablemente a Winifred la tonta, inyectándola inofensivamente con Eptone de Glickert.

—¿Qué es eso? —preguntó Cristina riendo. Pero inmediatamente se puso pensativa—. ¿No es eso lo que te he oído criticar tanto?

Se le alteró el semblante a Andrés, la miró sombríamente, desconcertado por completo. Cristina le había hecho la única observación que no hubiera querida escuchar. Al instante se sintió malhumorado, no consigo mismo, sino con ella.

—¡Vaya; Cristina! Nunca estás satisfecha. —Dio media vuelta y salió de la habitación. Todo el resto del día estuvo sombrío. Pero al día siguiente se alegró de nuevo, y fue a lo de Rogers, a la calle Conduit.