Aquella tarde de mayo, al llegar Andrés a casa, su ensimismamiento, esta extraña fase negativa que había persistido desde el envío de su tesis, hizo que no advirtiera la impresión de dolor dibujada en el semblante de Cristina. La saludó distraídamente, subió a lavarse y luego regresó para el té.
Cuando hubo terminado, sin embargo, y encendido un cigarrillo, observó de pronto la expresión de su esposa. Le preguntó mientras buscaba el diario de la tarde:
—¿Cómo? ¿Qué te ocurre?
Ella pareció examinar por un momento su cuchará de té.
—Tuvimos visitantes hoy… o más bien yo los tuve, cuando tú estabas ausente esta tarde.
—¡Ah! ¿Quiénes eran?
—Una delegación del Comité, cinco de ellos, Ed. Chenkin inclusive, encabezados por Parry…, tú sabes, el ministro de Sinaí…, y un tal Davies.
Hubo un extraño silencio. Andrés le dio una larga chupada a su cigarrillo e inclinó el diario para mirar a Cristina.
—¿Qué deseaban?
Por primera vez Cristina afrontó la mirada indagadora de Andrés, revelándole plenamente la mortificación y la ansiedad que se asomaban a sus ojos.
—Vinieron como a las cuatro —habló precipitadamente—. Preguntaron por ti. Les dije que habías salido. Entonces Parry expresó que no importaba, que ellos necesitaban entrar. Por supuesto que yo quedé desconcertada. No sabía si deseaban esperarte o qué. Entonces, Ed. Chenkin dijo que ésta era la casa del Comité, al que ellos representaban, y que en nombre suyo podían y querían entrar.
Cristina se detuvo para tomar aliento.
—Yo no me moví una pulgada. Estaba indignada, trastornada. Pero traté de averiguarles por qué deseaban entrar. Parry habló entonces. Dijo que había llegado a sus oídos, y a los del Comité, y que ya lo sabía todo el pueblo, que tú estabas realizando experimentos con animales, vivisección, tuvo la imprudencia de llamarlos. Y por eso habían venido a examinar tu sala de trabajo y traído al señor Davies, representante de la Sociedad Protectora de Animales.
Andrés no se había movido ni sus ojos se habían despegado de Cristina.
—Continúa —dijo tranquilamente.
—Bueno, quise impedírselo, pero fue inútil. Los siete me llevaron por delante, cruzando el hall hasta el laboratorio. Cuando vieron los conejos, Parry dio un alarido: «¡Oh, los pobres animalitos indefensos!». Y Chenkin señaló las manchas de las tablas donde yo volqué la botella de tinta roja, tú recuerdas, y exclamó: «¡Miren eso! ¡Sangre!». Lo revolvieron todo, nuestros hermosos cortes microscópicos, el micrótomo, todo. Entonces dijo Parry: «No permitiré que esas pobres criaturitas sigan siendo torturadas por más tiempo. Las substraeré a ese martirio». Tomó la bolsa que traía Davies y los metió a todos dentro. Procuré explicarle que no era cuestión de tortura, de vivisección ni de nada por el estilo. Y que en todo caso esos cinco conejos no serían usados para experimentos, que íbamos a obsequiarlos, como animalitos domésticos, a los niños Boland y a Inesita Evans. Pero sencillamente no quisieron escucharme. Y luego… luego se marcharon…
Hubo un silencio. La cara de Andrés estaba ahora encendida. Se levantó:
—En mi vida había visto tanta grosería y hasta impertinencia. Es lástima que hayas tenido que tolerarlo, Cristina. ¡Pero haré que la paguen!
Reflexionó un minuto y luego partió hacia el hall para valerse del teléfono. Pero cuando él se le acercaba, sonó la campanilla. Descolgó el auricular.
—¡Hola! —dijo coléricamente; luego su voz se suavizó. Owen lo llamaba—. Sí, habla con Manson. Mire, Owen…
—Lo sé, lo sé, doctor —interrumpió rápidamente Owen a Andrés—. Toda la tarde he estado procurando ponerme en contacto con usted. Escúcheme ahora. No, no, no me interrumpa. No perdamos la cabeza en este asunto. Tenemos que habérnosla con un caso serio, doctor. No diga nada más por teléfono. Voy a verlo a usted.
Andrés volvió al lado de Cristina.
—¿Qué pretende? —dijo coléricamente después que le hubo referido a Cristina la conversación telefónica—. Cualquiera creería que nosotros somos los culpables.
Esperaron la llegada de Owen. Andrés paseándose furioso e indignado, Cristina sentada en su costura, con la mirada intranquila.
Llegó Owen. Pero en su rostro no había nada tranquilizador. Antes de que Andrés pudiera hablar, le preguntó:
—¿Doctor, tenía permiso?
—¿Qué? —Andrés lo miró—. ¿Qué clase de permiso?
La cara de Owen parecía ahora más inquieta.
—Usted debería haberse procurado un permiso del Ministerio del Interior para trabajos experimentales con animales. Usted sabía eso, ¿no?
—¡Pero demonios! —protestó calurosamente Andrés—. Yo no soy un patólogo, nunca lo seré. Y no administro un laboratorio. Sólo necesitaba hacer unos pocos experimentos para completar mi trabajo clínico. No teníamos más que una docena de animales. ¿No es así, Cristina?
Owen había desviado sus ojos.
—Usted debería haber tenido ese permiso, doctor. Un sector del Comité está tratando de jugarle una mala partida por esto. —Prosiguió rápidamente—: Usted ve, doctor, un joven como usted, que está verificando un trabajo de investigador, que es lo bastante honrado para hablar de sus intenciones, está obligado a… bien, en todo caso, debe saber que hay aquí un sector que desea perjudicarlo. ¡Pero…, no importa!, todo se arreglará. Habrá una querella con el Comité, tendrá que comparecer. Pero ya ha tenido usted antes sus dificultades con ellos. De nuevo saldrá triunfante.
Andrés se exaltó.
—Iniciaré una acción judicial. Los demandaré por violación de domicilio. No, demonios, los demandaré por haberme robado mis conejos de la India. Quiero que me los devuelvan, de cualquier modo.
El rostro de Owen se contrajo en una suave sonrisa.
—No podrá obtenerlos, doctor. El reverendo Parry y Ed. Chenkin dijeron que tenían que poner fin a su miseria. Y por humanidad, los ahogaron con sus propias manos.
Owen se marchó triste. Y a la tarde siguiente, Andrés recibió una citación que le intimaba presentarse ante el Comité dentro del plazo de una semana.
Entretanto, el caso se había propagado con mayor rapidez que un incendio de petróleo. Nada tan apasionante, tan escandaloso, tan apetitoso como la propia magia negra, había conmovido a Aberalaw desde que Trevod Day, el abogado, había sido acusado de haber envenenado a su mujer con arsénico.
La gente tomó partido, se formaron violentas facciones. Desde su púlpito del Sinaí, Edwal Parry tronaba poniendo de manifiesto los castigos que en esta vida y en la futura están reservados a los torturadores de animales y criaturas. En el otro extremo de la ciudad, el reverendo David Walpole, ministro obeso de la Iglesia Oficial, para quien Parry era lo mismo que el cerdo para el buen mahometano, vociferaba sobre el progreso y el conflicto entre la Iglesia Liberal de Dios y la Ciencia.
Aun las mujeres fueron arrastradas a la acción. La señorita Myfanwy Bensusan, presidenta local de la «Liga del Esfuerzo de las Damas Galesas» habló a una compacta reunión en el Salón de Temperancia. Es verdad que Andrés había ofendido una vez a Myfanwy al rehusar presidir la reunión anual de dicha sociedad. Pero, por lo demás, los motivos de la dama eran indiscutiblemente puros. Después de la reunión y en las tardes siguientes, las señoritas pertenecientes a la Sociedad, sólo activas normalmente en las calles en los días de feriado, distribuían horrendos folletos contra la vivisección, cada uno de los cuales llevaba como ilustración un perro con los intestinos a medio vaciar.
El miércoles por la noche vino Con Boland con una alegre historia:
—¿Cómo está usted, Manson? ¿Manteniéndose firme? ¡Bien! Creí que podría interesarle… Esta tarde, nuestra María venía para casa desde lo de Larkin, cuando una de esas tontas vendedoras de días festivos la detuvo con un volante…, esas acusaciones de crueldad que han estado repartiendo contra usted. ¿Sabe usted? ¡Ja, ja! ¿Sabe lo que hizo la audaz María? Tomó el volante y lo hizo pedazos. Luego le dio unas cachetadas en las orejas a la vendedora, le quitó el sombrero de la cabeza, y le dijo…, ¡ja, ja!, ¿qué cree que le dijo nuestra María?: «Si ustedes persiguen la crueldad, toma, para que la conozcas».
Otros, tan leales como María, repartieron también bofetadas.
Aunque el distrito de Andrés estaba firmemente de su parte, alrededor del consultorio del este había un bloque de opinión hostil. En las tabernas se producían verdaderas batallas entre los partidarios de Andrés y sus enemigos. Frank Davies, con algunas ligeras contusiones, fue al consultorio el jueves por la noche, a decir a Andrés que había abofeteado a dos de los pacientes de Oxborrow por decir: «Manson es un carnicero sanguinario».
Después de esto el doctor Oxborrow pasaba frente a Andrés con andar desafiante, mirándolo fija y largamente desde lejos. Se sabía que trabajaba abiertamente con el reverendo Parry contra su indeseable colega. Urquhart volvió del Club Masónico con una serie de sabrosos comentarios cristianos, el más exquisito de los cuales quizá era éste: «¿Por qué razón cualquier médico ha de tener derecho a asesinar a las criaturas del Señor?». Urquhart tenía poco que decir; Pero en una ocasión, mirando de soslayo el rostro contraído de Andrés, afirmó:
—¡Demonios! Cuando tenía su edad, yo también habría gozado con un alboroto como éste. Pero ahora… creo que me estoy volviendo viejo.
Andrés no podía dejar de pensar que Urquhart lo juzgaba mal. Estaba muy lejos de gustar del «alboroto». Se sentía fatigado, irritable, angustiado. Se preguntaba nervioso si iba a pasar toda su vida golpeándose la cabeza contra murallas de piedra. Sin embargo, aunque su vitalidad estaba deprimida, tenía un deseo desesperado de justificarse, de verse abiertamente rehabilitado ante la población dividida en grupos beligerantes.
La semana transcurrió al fin, y el sábado por la tarde se reunió el Comité para lo que se especificaba en la orden del día como el examen disciplinario del doctor Manson. No había un solo sitio vacío en la sala del Comité, y afuera, en la plaza, merodeaban grupos cuando Andrés llegó a las oficinas y subió por las angostas escaleras. Sintió que el corazón le latía aceleradamente. Se había dicho, a sí mismo que debía mantenerse tranquilo e inflexible. En cambio, al ubicarse en la misma silla que ocupara cinco años atrás como candidato, se puso nervioso, se le secaron los labios, perdió la naturalidad.
Comenzó el proceso, no con una plegaria, como se hubiera podido esperar de la atmósfera de religiosidad en que la oposición había envuelto su campaña sino con un violento discurso de Ed. Chenkin.
—Voy a plantear todos los hechos del caso —dijo Chenkin, poniéndose de pie—, ante mis colegas del Comité.
Y en un discurso estentóreo, desprovisto de retórica, procedió a enumerar los cargos. El doctor Manson no tenía derecho a efectuar este trabajo. Era labor desarrollada en un tiempo que pertenecía al Comité, labor hecha mientras se le pagaba para trabajar en beneficio del Comité y labor hecha con la propiedad del Comité. También era vivisección o algo muy parecido ¡y todo sin el permiso necesario, delito muy grave ante la ley!
Aquí intervino rápidamente Owen.
—Por lo que se refiere a este último punto, debo informar al Comité que si denuncia la no obtención de esta autorización, por el doctor Manson, cualquier acción subsecuente envolvería a la Sociedad de Socorro Médico como corporación.
—¿Qué quiere decir usted? —preguntó Chenkin.
—Que él es nuestro ayudante —sostuvo Owen—. Nosotros somos legalmente responsables por el doctor Manson.
Estas palabras provocaron un murmullo de aprobación y las exclamaciones de: «Owen tiene razón. No queremos molestia alguna para la Sociedad. Que la cosa no salga de aquí».
—¡Dejemos de lado, entonces, la sanguinaria autorización! —chilló Chenkin, todavía de pi—. Hay lo suficiente en los demás cargos para ahorcar a cualquiera.
—Oigan, oigan —gritó alguien atrá—. ¿Y aquellos viajes furtivos a Cardiff, en motocicleta, aquel verano de hace tres años?
—No significa nada —dijo la voz de Len Richards—. Se puede aguardar una hora a la puerta de su consultorio sin que se remedie nada.
—¡Orden, orden! —gritó Chenkin. Cuando los hubo tranquilizado, procedió a su perorata final—: ¡Todos estos cargos son suficientes! Prueban que el doctor Manson no ha sido jamás un servidor satisfactorio del Socorro Médico. Además de lo cual puedo añadir que no da a los hombres certificados convenientes. Pero debemos atenernos al cargo principal. Aquí tenemos a un ayudante contra el cual está toda la población por cosas que de derecho incumbirían a la policía, un hombre que ha convertido nuestra propiedad en un matadero. Juro por el Todopoderoso, amigos asociados, que con mis propios ojos he visto sangre en el piso…, un hombre que no es más que un experimentador y un maniático. Yo les pregunto a ustedes, colegas, si van a tolerarlo. ¡No!, digo yo. ¡No!, dicen ustedes. Sé que me acompañan unánimemente al reclamar la inmediata renuncia del doctor Manson.
Chenkin dirigió una mirada circular a sus amigos y se sentó en medio de nutridos aplausos.
—Tal vez ustedes permitirán al doctor Manson que se defienda —dijo Owen, muy pálido, y se volvió a Andrés.
Hubo un silencio. Andrés se mantuvo sentado e inmóvil por un instante. La situación era peor aún de lo que se había imaginado. «No confíes en comités», pensaba amargamente para sí. ¿Eran éstos los mismos que le habían sonreído aprobatoriamente cuando le dieron su nombramiento? El corazón parecía que le iba a estallar. No renunciaría, sencillamente no quería renunciar. Si se puso de pie. No era orador y él sabía que no lo era. Pero ahora estaba enardecido, absorbida su nerviosidad por la indignación que le producía la ignorancia, la intolerante estupidez de la acusación de Chenkin y la aclamación con que había sido recibida. Comenzó:
—Nadie parece haber dicho nada sobre los animales que Ed. Chenkin ahogó. Eso fue una crueldad… crueldad inútil. ¡Lo que he estado haciendo no es eso! ¿Por qué llevan ustedes ratones blancos y canarios al fondo de la mina? Para comprobar la existencia del gas grisú…, todos lo saben. Y cuando estos ratones mueren víctimas del gas, ¿lo juzgan ustedes crueldad? No; se dan cuenta de que estos animales han sido empleados para salvar vidas humanas, tal vez las vidas de ustedes mismos.
«¡Eso es lo que he estado tratando de hacer en beneficio de ustedes mismos! He estado trabajando en estas enfermedades pulmonares provocadas por el polvo de las galerías de las minas. Todos ustedes saben que se contrae una enfermedad pulmonar y que cuando se la contrae no se obtiene indemnización. En estos tres últimos años he dedicado casi todos los instantes de mi tiempo libre a este problema de la inhalación. He descubierto algo que puede mejorar las condiciones de trabajo de ustedes, proporcionarles un tratamiento más humano, mantenerlos en buena salud mejor que lo hubiera hecho ese frasco de drogas de que hablaba Len Richards. ¿Qué representa ante esto el sacrificio de una docena de conejos? ¿No creen que valía la pena?».
«Quizás no me crean. Tienen bastantes prejuicios para suponer que les miento. Acaso piensan todavía que he estado malgastando mi tiempo, el tiempo de ustedes, como lo llaman, en una serie de experimentos insensatos. —Estaba tan emocionado que olvidó su firme resolución de no ser teatral. Del bolsillo de su chaleco sacó la carta que había recibido a principios de la semana—. Pero esto les mostrará lo que piensan otras personas, calificadas para opinar».
Se acercó a Owen y le alcanzó la carta. Era la notificación del secretario del Consejo Directivo de la Facultad de St. Andrews, según la cual se le confería el doctorado en medicina por su tesis sobre las inhalaciones de polvo.
Owen leyó la carta de tipos azules y monograma con una súbita iluminación de su semblante. En seguida fue pasada de mano en mano.
Irritó a Andrés el observar el efecto creado por la comunicación del Consejo Directivo. Aunque estaba tan desesperado por justificarse, casi lamentaba el haberla exhibido. Si no eran capaces de aceptar su testimonio sin una especie de apoyo oficial, debían estar sumamente prevenidos en su contra. Con carta o sin ella, sentía que estaban dispuestos a hacer un escarmiento con él.
Se sintió aliviado cuando, después de unas pocas consideraciones más, dijo Owen:
—¿Quiere tener la bondad de dejarnos ahora, doctor?
Esperando afuera, mientras votaban en su causa, llegó al colmo de su exasperación. Este grupo de hombres de trabajo que fiscalizaban los servicios médicos de la comunidad en beneficio de sus compañeros de labor, constituía un hermoso ideal. Pero sólo un ideal. Eran demasiado parciales, demasiado poco inteligentes para dirigir progresivamente semejante sistema. Era un trabajo perpetuo para Owen el mantenerlos en la senda. Y Andrés tenía la convicción de que en este caso no lo salvaría ni la buena voluntad de Owen.
Pero cuando Andrés entró de nuevo, el secretario estaba sonriente, frotándose alegremente las manos. Otros miembros del Comité lo miraban algo más benévolamente, a lo menos sin hostilidad. Y Owen se levantó al momento y dijo:
—Me alegro de manifestarle, doctor Manson —hasta puedo decirle que personalmente me complazco en decírselo—, que el Comité ha decidido por mayoría pedirle que se quede.
Había ganado, los había vencido, después de todo. Pero el saberlo, después de una rápida sensación de satisfacción, no le levantó el ánimo. Hubo una pausa. Evidentemente esperaban que les manifestase su complacencia, su agradecimiento. Pero no podía. Se sentía cansado de todo ese tortuoso asunto, del Comité, de Aberalaw, de la medicina, del polvo de sílice, de los conejos de la India y de sí mismo.
Finalmente pudo decir:
—Gracias, señor Owen. Me alegro, después de todo lo que he procurado hacer aquí, de que el Comité no desee que me vaya. Pero, lo siento, no puedo permanecer por más tiempo en Aberalaw. Desde hoy notifico al Comité mi retiro dentro del mes.
Hubo un silencio mortal. Ed. Chenkin fue el primero en reponerse:
—Buena liberación —dijo con dudosa sinceridad al irse Manson.
En seguida Owen los sorprendió a todos con el primer ímpetu de cólera que jamás hubiera exhibido en esa sala del Comité:
—Deje de decir necedades, Chenkin. —Golpeó la regla sobre la mesa con violencia amedrentadora—. Hemos perdido al mejor hombre que hayamos tenido.