Cuando llegó el tren, media hora más tarde, era cerca de la medianoche. Todo el trayecto valle arriba la locomotora había venido luchando con un fuerte viento en contra y al caminar sobre el andén de Aberalaw, Andrés casi fue arrebatado por el huracán. La estación estaba desierta. Los álamos nuevos plantados en hilera a su entrada se doblaban como ramas, silbando y sacudiéndose con el temporal. Arriba las estrellas brillaban resplandecientes.
Andrés caminó por la calle de la Estación, con el cuerpo azotado y el espíritu regocijado por la presión del vendaval. Lleno de su éxito, de su contacto con el grande y viciado mundo médico, resonándole: en los oídos las palabras de sir Robert Abbey, no llegaba al lado de Cristina bastante pronto para referírselo todo, todo lo que le había ocurrido. El telegrama le debía haber transmitido la buena nueva; pero ahora deseaba contarle en detalle toda la emocionante historia de su triunfo.
Al meterse con la cabeza gacha por la calle Talgarth, sintió de repente que alguien corría tras él. El hombre se le acercó penosamente, perdiéndose de tal modo en el vendaval el ruido de sus botas sobre el pavimento, que parecía una figura fantasmagórica. Andrés se detuvo instintivamente. Al aproximársele el hombre, le reconoció; era Frank Davis, individuo de la ambulancia del pozo número 3 de la mina de antracita, que la primavera anterior había asistido a su curso de auxilios de emergencia. En el mismo momento Davis reconocía a Andrés.
—Venía en busca suya, doctor. Había ido a su casa. Este viento ha destruido los alambres.
Una ráfaga se llevó el resto de sus palabras.
—¿Qué desgracia ha ocurrido? —gritó Andrés.
—Un derrumbe en el número tres.
Davis ahuecó las manos junto a la oreja de Manson.
—Un muchacho está allí casi enterrado. Parece que no pueden levantarlo. Sam Bevan; está en su lista. Apúrese, doctor, y vaya a verlo.
Andrés recorrió unos cuantos pasos con Davis y luego una súbita reflexión lo hizo detener.
—Necesito mi maletín —le gritó a Davis—. Vaya a mi casa y tráigamelo. Yo seguiré hasta el número tres. —Y agregó—: ¡Dígale a mi mujer, Frank, a dónde he ido!
En cuatro minutos llegó al pozo número 3, impelido hasta allí por el viento persistente, después de cruzar el desvío de la línea férrea y seguir a lo largo de la calle Roath. En la sala de auxilios halló al administrador y tres hombres más que lo esperaban. Al verlo se animó ligeramente la expresión angustiada del subadministrador.
—Me alegro de verlo, doctor. La tormenta nos tiene a todos deshechos. Y hemos tenido un espantoso derrumbe. Nadie ha muerto, a Dios gracias, pero uno de los muchachos ha sido cogido por el brazo. No podemos moverlo una pulgada. Y el techo está en ruinas.
Fueron hasta el pozo, llevando dos de los hombres una camilla con tablillas atadas a la misma y un tercero una caja de madera con material de primeros auxilios. Al entrar ellos en el montacargas, otra figura atravesó el patio corriendo. Era Davis, que llegaba jadeante con el maletín.
—Ha llegado rápido, Frank —dijo Manson, mientras Davis se agachaba a su lado en el montacargas.
Davis asintió sencillamente; no podía hablar. Hubo un chirrido, un instante en el espacio y el montacargas llegó al fondo rocoso. Salieron todos de a uno en fondo, adelante el subadministrador, luego Andrés, Davis —que llevaba todavía el maletín—, ¡por fin, los tres hombres!
Andrés había estado antes bajo tierra y estaba acostumbrado a las cavernas de altas bóvedas de las minas de Drineffy, enormes socavones obscuros y resonantes, muy profundos, desde cuyo lecho había sido barrenado y extraído el mineral. Pero este pozo número 3 era un pozo antiguo, con una galería tortuosa que conducía hasta los trabajos. La galería era menos un pasaje que una madriguera de techo bajo, y por cuyas paredes húmedas y viscosas se arrastraron, a menudo sobre las manos y las rodillas, en el espacio de casi media milla. De repente la luz que llevaba el subadministrador se detuvo delante de Andrés, quien supo entonces que habían llegado.
Se arrastró lentamente hacia adelante. Tres hombres apretados, de bruces en un extremo, hacían lo posible por salvar a otro, que yacía encogido, con su cuerpo de lado, y un hombro vuelto hacia atrás, al parecer perdido en la masa de roca derrumbada en torno suyo. Detrás de los hombres había herramienta esparcidas por el suelo, dos tarros de comida volcados y sacos hechos jirones.
—¿Qué hay, muchachos? —preguntó el subadministrador en voz baja.
—No podemos moverlo de ninguna manera. —El hombre que hablaba volvió su cara sucia con la transpiración—. Todo lo hemos ensayado.
—No —dijo el subadministrador mirando rápidamente el techo—. Aquí está el doctor. Retírense un poco, muchachos, y hagamos sitio. Retrocedan otro poco.
Los tres hombres retrocedieron desde su rincón, y Andrés cuando le hubieron dejado sitio, pasando tras él, se adelantó. En un momento dado, al hacerla, le vino a la cabeza el recuerdo de su reciente examen, de su adelantada bioquímica, de su terminología altisonante y frases científicas. No había contemplado tal examen una contingencia como la presente.
Sam Bevan tenía todo el conocimiento. Pero sus facciones estaban desfiguradas bajo la capa de polvo. Trató débilmente de sonreírle a Manson.
—Parece que va a aplicarme a mí mismo un tratamiento de emergencia.
Bevan había sido alumno de ese curso de primeros auxilios y a menudo había sido solicitado para efectuar vendajes.
Andrés se le aproximó. A la luz que proyectaba el subadministrador, palpó con sus manos los hombros del accidentado. Todo el cuerpo de Bevan estaba libre a excepción de su antebrazo izquierdo, sepultado bajo el derrumbe, tan oprimido y destrozado bajo el enorme peso de la roca, que lo convertía en un inmóvil prisionero.
Andrés vio al instante que la única manera de libertar a Bevan era amputándole el antebrazo. Y Bevan, haciendo un esfuerzo con sus ojos atormentados, leyó esa decisión en el momento que fue tomada.
—Proceda, entonces, doctor —murmuró—. Sólo retírenme pronto de aquí.
—No se inquiete, Sam —le dijo Andrés—. Lo voy a hacer dormir ahora. Cuando despierte estará en su cama.
Tendido en un cenagal bajo el techo de dos pies, se quitó la chaqueta, la dobló y lo colocó bajo la cabeza de Bevan. Se arremangó la camisa y pidió su maletín. El subadministrador se lo pasó y al hacerlo le dijo al oído:
—Apresúrese, por Dios, doctor. Este techo caerá sobre nosotros antes de que sepamos dónde estamos.
Andrés abrió el maletín. Al momento sintió el vaho a cloroformo. Casi antes de meter la mano en el interior y palpar vidrios quebrados, comprendió lo que había ocurrido. Frank Davis, en su apuro para llegar a la mina, había dejado caer el maletín. El frasco de cloroformo se había quebrado, desparramándose su contenido. Andrés se estremeció. No tenía tiempo de enviar a buscar otro. Y carecía de anestésico.
Durante unos treinta segundos estuvo como paralizado. Luego, automáticamente, buscó su jeringa de inyecciones, la cargó y le administró a Bevan una dosis máxima de morfina. No pudo aguardar que produjera todo su efecto. Arreglando de tal modo el maletín que los instrumentos necesarios le quedaran al alcance de su mano, se inclinó de nuevo sobre Bevan, y le dijo, mientras apretaba el torniquete:
—¡Cierre los ojos, Sam!
La luz era confusa y parpadeante. A la primera incisión Bevan gimió entre sus apretados dientes. Volvió a gemir. Después, cuando el cuchillo operaba sobre el hueso, felizmente se desmayó.
Una transpiración helada brotó de la frente de Andrés mientras apretaba las pinzas de torsión en la carne destrozada y sangrante. No podía ver lo que hacía. Se sentía ahogado en esta ratonera, sepultado a tanta profundidad bajo la superficie de la tierra, tendido en el lodo. No había anestesia, ni sala de operaciones, ni cuerpo de enfermeras que corrieran a ejecutar sus órdenes. Él no era cirujano. Se sentía impotente. No terminaría jamás. El techo se desplomaría encima de todos ellos. Detrás de él la respiración anhelante del subadministrador. Por una gotera el agua le caía a gotas lentas y heladas sobre el cuello. Sus dedos trabajaban febrilmente, manchados y calientes. El rechinamiento de la tierra sobre el hueso. La voz de sir Robert Abbey, a mucha distancia: «La oportunidad de la medicina científica… ¡Oh, Dios! ¡No concluiría nunca!».
Al fin. Casi sollozó de alivio. Colocó un tapón de gasa sobre el muñón sangriento. Temblándole las rodillas, dijo:
—Sáquenlo.
Cincuenta yardas más atrás, en un ensanchamiento de la galería, donde podía estar de pie y con cuatro lámparas en torno suyo, terminó la tarea. Aquí era más fácil. Limpió, ligó, empapó la herida en antiséptico. Un tubo ahora. En seguida un par de suturas. Bevan seguía inconsciente. Pero su pulso, aunque débil, era firme. Andrés se pasó la mano por la frente. Había terminado.
—Lleven firme la camilla. Envuélvanlo en estas mantas. Necesitamos botellas de agua caliente al salir.
La lenta procesión, inclinada hasta la cintura en los sitios bajos, comenzó a moverse por entre las sombras de la galería.
No habían andado sesenta pasos cuando un derrumbe sordo resonó en la oscuridad allá abajo, a espaldas de ellos. Fue como el último rumor sordo de un tren que desaparece en el interior de un túnel. El subadministrador no se volvió. Sólo le dijo a Andrés, con tranquilo horror:
—Ahí tiene. El resto del techo.
Tardaron en salir casi una hora. Tenían que ladear oblicuamente la camilla en los sitios malos. Andrés no podía decir cuánto tiempo habían estado sepultados. Pero al fin llegaron a la base del pozo.
Emergieron de las profundidades. Los recibió el contacto helado del viento cuando salieron del montacargas. Andrés respiró profundamente con una especie de éxtasis.
Se detuvo al pie de la escalera, asido a la baranda. Todavía estaba oscuro, pero en el patio de la mina habían encendido una hoguera de nafta que silbaba Y saltaba en muchas lenguas. Alrededor del fuego vio una multitud de figuras que aguardaban. Había mujeres entre ellas, con chales en sus cabezas.
De repente, mientras la camilla continuaba lentamente dejándolo atrás, Andrés oyó que gritaban agudamente su nombre y un instante después los brazos de Cristina le rodeaban el cuello. Sollozando histéricamente, se aferró a él. Sin sombrero, con sólo un abrigo encima del camisón, los pies desnudos dentro de unas pantuflas, parecía una mujer abandonada en la tempestuosa oscuridad.
—¿Qué te ha ocurrido? —preguntó Andrés estremecido, procurando desembarazarse de sus brazos para verle la cara.
Pero ella no lo dejaba. Apretada frenéticamente a él como una mujer que se ahoga, le decía con voz entrecortada:
—Nos dijeron que el techo se había desplomado…, que tú no…, que tú no saldrías más.
Cristina tenía la piel azul, le castañeteaban los dientes de frío.
La llevó al fuego de la sala de auxilios, avergonzada pero hondamente conmovido. Allí había cacao caliente. Bebieron de la misma taza el líquido hirviente. Pasó mucho tiempo antes de que ninguno de los dos recordara nada de lo concerniente a su nuevo gran título.