Capítulo IV

Después de Londres la brisa de Aberalaw era vigorizante y fría. Descendiendo el jueves por la mañana desde Vale View para iniciar sus trabajos, sintió Andrés que le azotaba tonificadoramente las mejillas. Lo inundaba una alegría inmensa. Veía que se dilataba ante él la perspectiva de sus futuros trabajos aquí, trabajos hechos a conciencia, guiados siempre por su principio, el método científico.

El consultorio del lado oeste, que estaba a no más de cuatrocientas yardas de su casa, era un edificio alto y abovedado, con baldosas blancas y un aspecto general de higiene. Su parte central y principal era la sala de espera. En el extremo del fondo, separada de la sala de espera por un tabique correo, estaba la farmacia. Arriba había dos salas de consultas, una con el nombre del doctor Urquhart y la otra, recientemente pintada, con el nombre del doctor Manson, que atraía misteriosamente la atención.

Le produjo a Andrés una emoción agradable el verse identificado ya con su sala, la que, aun no siendo grande, tenía un buen escritorio y un apropiado diván de cuero para exámenes. También se sintió halagado por el número de personas que lo esperaba, una muchedumbre tal, que creyó mejor comenzar al momento su trabajo antes de hacerse presente al doctor Urquhart o al farmacéutico Gadge, como lo tenía proyectado.

Habiéndose sentado, hizo pasar a su primer enfermo. Era un hombre que solicitaba sencillamente un certificado que consignara la dislocación de su rodilla. Andrés lo examinó, vio que ello era cierto y le dio un certificado de incapacidad para el trabajo.

Entró el segundo enfermo. También solicitó un certificado: nistagmo. El tercer enfermo: certificado, bronquitis. Él cuarto: certificado, dislocación del codo.

Andrés se levantó, ansioso de saber dónde estaba. Estos exámenes de certificados quitaban mucho tiempo. Salió a la puerta y preguntó:

—¿Cuántos más quieren certificados? ¿Quieren ponerse de pie?

Eran, tal vez, cuarenta los que esperaban. Todos se pararon. Andrés reflexionó rápidamente. Le tomaría la mayor parte del día examinarlos seriamente a todos…, algo imposible. De mala gana, resolvió postergar los exámenes minuciosos para mejores tiempos.

Aun así eran las diez y media cuando se desocupó de su último enfermo. Entonces, mientras él miraba distraído, entró a la sala un hombre viejo de tamaño mediano con un rostro rojo ladrillo, y una pequeña pera gris agresiva. Se inclinó ligeramente, de modo que su cabeza tomó un aspecto beligerante. Llevaba pantalones de pana, polainas y una chaqueta escocesa, cuyos bolsillos laterales estaban repletos hasta reventar con la pipa, un pañuelo, una manzana y un catéter de goma elástica. Olía a tabaco fuerte, ácido carbólico y drogas. Antes de que hablara ya sabía Andrés que se trataba del doctor Urquhart.

—Hombre del diablo —dijo Urquhart, sin un apretón de manos ni una palabra de introducción—, ¿dónde ha estado usted estos últimos días? He tenido que hacerle su trabajo. No importa. No hablaremos más de ello. Gracias a Dios que parece sano de alma y cuerpo ahora que ya está aquí ¿Fuma una pipa?

—Sí.

—Gracias a Dios también por ello. ¿Toca el violín?

—No.

—Tampoco yo…, pero los construyo hermosos. También colecciono porcelana. Han puesto mi nombre en un libro. Se lo mostraré algún día que venga a mi casa. Es justamente al lado del consultorio que usted habrá observado. Y ahora venga a ver a Gadge. Es un pobre diablo. Pero conoce su incapacidad.

Andrés siguió a Urquhart a través de la sala de espera hasta la farmacia, donde Gadge lo saludó con ademán sombrío. Era un hombre alto, débil, cadavérico, con una cabeza calva surcada por mechones de pelo negro como azabache y enmarcada por patillas del mismo color. Usaba una chaqueta corto de alpaca, verdoso a causa de sus años y las manchas de drogas, el cual dejaba ver sus muñecas huesudas y sus hombros esqueléticos. Su aire era triste, cáustico, cansado; su actitud, la del hombre más desilusionado del mundo. Al entrar Andrés estaba atendiendo a su último cliente, pasándole una caja de píldoras a través del tabique, como si fuera veneno para ratones. «Tómelo o déjelo —parecía decir—; se morirá en todo caso».

—Bien —dijo vivamente Urquhart, cuando hubo efectuado la presentación—. Usted ha visto a Gadge y conoce al peor. Le advierto que no cree en nada, a excepción tal vez, del aceite de castor y Carlos Bradlaugh. Ahora…, ¿puedo decirle algo más?

—Me preocupa el número de certificados que tengo que firmar. Algunos de los muchachos que he visto esta mañana me parecían perfectamente capaces de trabajar.

—¡Ay, ay! Leslie los dejaba amontonarse sobre sí de cualquier modo. Su concepto de examinar un paciente era tomarle el pulso exactamente durante cinco segundos por reloj. No le importaba un comino.

Andrés respondió rápidamente:

—¿Qué se puede pensar de un doctor que entrega certificados como cupones de cigarrillos?

Urquhart le dirigió una mirada. Dijo secamente:

—Sea prudente en lo que hace. Pueden disgustarse si los rechaza.

Por primera y última vez esa mañana intervino adustamente Gadge:

—Eso se debe a que la mitad de ellos no tiene mal alguno, ¡bribones robustos!

Durante todo el día, mientras hacía sus visitas, Andrés estuvo inquieto por tales certificados. La gira no fue cosa fácil, pues no conocía la vecindad; las calles no le eran familiares y más de una vez tuvo que volver atrás y recorrer de nuevo lo andado. Su distrito, además, o la mayor parte del mismo, estaba en el lado de esa colina Mardy a que se había referido Tom Kettles, lo que importaba un áspero trepar entre una hilera de casas y la siguiente.

Antes de mediodía sus reflexiones lo habían llevado a una decisión desagradable. No podía, en manera alguna, dar un certificado descuidado. Marchó a su consultorio de la tarde con una determinación angustiosa, pero firme, metida entre ceja y ceja.

Había más gente que en la consulta de la mañana. Y el primer paciente que entró fue un hombretón lleno de grasa, oliendo fuertemente a cerveza y que parecía no haber trabajado un día entero en toda su vida. Tenía unos cincuenta años y unos ojillos de cerdo que se clavaron sobre Andrés.

—¡Certificado! —dijo, sin cuidarse de sus modales.

—¿Por qué? —preguntó Andrés.

—Nistagmo. —Alargó su mano—. Me llamo Chenkin Ben Chenkin.

Sólo el tono hizo que Andrés mirara a Chenkin con inmediato desagrado; Aun con una inspección sumaria sentía la convicción de que Chenkin no tenía nistagmo. Sabía muy bien, aparte de la notificación de Gadge, que algunos de estos mineros viejos abusaban del pretexto de nistagmo, obteniendo compensaciones en dinero a las cuales no tenían derecho, durante largos años. Sin embargo, había traído consigo su oftalmoscopio. Pronto sabría a qué atenerse. Se levantó.

—Quítese la ropa.

Ahora fue Chenkin el que preguntó:

—¿Por qué?

—Voy a examinarlo.

Ben Chenkin se quedó con la boca abierta. Durante los siete años de trabajo del doctor Leslie, nunca había sido examinado, a lo que podía recordar. De mala gana se quitó la chaqueta, la bufanda, la camisa listada de azul y rojo, descubriendo un torso velludo y adiposo.

Andrés realizó un examen largo y completo, especialmente de los ojos, mirando cuidadosamente ambas retinas con su pequeña linterna eléctrica.

Luego dijo en forma cortante:

—Vístase, Chenkin. —Se sentó y tomando su pluma comenzó a escribir un certificado.

—El siguiente, tenga la bondad —llamó Andrés.

Por poco arrebata Chenkin de manos de Andrés la papeleta rosada. Luego salió triunfalmente del consultorio.

Cinco minutos después regresaba lívido, bramando como un toro, abriéndose camino entre los hombres que aguardaban sentados en los bancos.

—¡Miren lo que ha hecho con nosotros! ¡Entremos! ¿Quieren? ¡Ah! ¿Qué significa esto?

Agitaba el certificado ante los ojos de Andrés.

Andrés afectó leer la hoja. Decía, de su puño y letra:

Certifico que Ben Chenkin sufre de los efectos de excesos en el consumo de la cerveza, pero se halla perfectamente apto para el trabajo.

A. MANSON.

—¿Bien? —preguntó.

—¡Nistagmo! —gritó Chenkin—. Certificado de nistagmo.

—No puede reírse de nosotros. Durante quince años hemos obtenido certificado de nistagmo.

—No lo ha conseguido ahora —dijo Andrés. Una multitud se había apiñado detrás de la puerta abierta. Se daba, cuenta de que la cabeza de Urquhart lo acechaba curiosamente desde la otra habitación, de que Gadge contemplaba feliz el tumulto a través de su tabique.

—Por Última vez…, ¿nos va a dar certificado de nistagmo? —aulló Chenkin.

Andrés perdió la paciencia.

—¡No, no! —le gritó—. Y salga de aquí antes de que lo eche.

Ben jadeaba. Parecía como que quisiera barrer el suelo con Andrés. Luego bajó los ojos, se volvió, y profiriendo juramentos y amenazas salió del consultorio.

Apenas se había marchado, Gadge salió de la farmacia y se abrió camino hasta llegar a donde estaba Andrés. Se frotaba las manos con melancólico deleite.

—¿Sabe a quién acaba de despedir? A Ben Chenkin. Su hijo es un personaje del Comité.