Aunque era cerca de la medianoche cuando Andrés llegó a Bryngower, encontró a Joe Morgan que lo esperaba, recorriendo a pasos cortos el espacio entre el cerrado consultorio y la puerta de la casa. Al verlo, la cara del robusto perforador expresó alivio.
—¡Ah, doctor, me alegro de verlo!, aquí he estado yendo y viniendo una hora. Mi mujer lo necesita, antes de que sea tarde.
Andrés, bruscamente apartado de la consideración de sus propios asuntos, le dijo a Morgan que esperara. Entró a la casa en busca de su maletín y en seguida ambos partieron al número 12 de Blaina Terrace. El aire de la noche estaba frío y henchido de misterio. Tan listo habitualmente, Andrés se sentía ahora embotado y torpe. No preveía que este llamado nocturno resultaría extraordinario, menos todavía que influiría en todo su futuro en Drineffy. Ambos hombres caminaron silenciosos hasta que llegaron a la puerta número 12, donde Joe se detuvo.
—Yo no entraré —dijo, y su voz revelaba signos de tensión—. Pero, doctor, espero que usted nos prestará un gran servicio.
Dentro, una angosta escalera conducía a un pequeño dormitorio, limpio, aunque pobremente amueblado y sólo alumbrado con una lámpara de aceite. Aquí la madre de la señora Morgan, una mujer alta, de cabello gris, de unos setenta años, y la robusta partera de edad madura, esperaban junto a la paciente, observando la expresión de Andrés, mientras se movía por la habitación.
—Déjeme prepararle una taza de té, dador —dijo rápidamente, al cabo de unos instantes.
Andrés sonrió débilmente. Vio que la anciana, de gran experiencia, comprendía que debería haber un período de espera, que temía que él abandonara a la enferma, diciendo que volvería más tarde.
—No tema abuelita, no me iré.
Abajo, en la cocina, bebió el té que se le ofreció. Cansado como estaba, sabía que no podría dormir ni siquiera una hora si fuera a su casa. Sabía también que el caso exigiría toda su atención. Cayó sobre él un intenso letargo. Decidió quedarse hasta que todo hubiera terminado.
Una hora después volvió a subir; observó los progresos operados y volvió de nuevo junto al fuego de la cocina. Había quietud, escuchándose sólo, el chisporroteo del carbón y el lento tic-tac del reloj de pared. No, había otro sonido…, el golpe de las pisadas de Morgan que se paseaba en la calle. Frente a él, la anciana vestida de negro estaba sentada, inmóvil, con sus ojos extrañamente vivos y alertas, escrutando la cara de Andrés incesantemente.
Los pensamientos de éste eran pesados, confusos. El episodio que había presenciado en la estación de Cardiff todavía lo obsesionaba morbosamente. Pensaba en Bramwell, consagrado por entero a una mujer que lo engañaba miserablemente; en Denny, que vivía infelizmente, separado de su mujer. Su corazón le decía que todos estos matrimonios eran espantosos fracasos. Era una conclusión que, en su situación presente, lo hizo retroceder. Deseaba considerar el matrimonio como un estado idílico; sí, no podía considerarlo de otra manera con la imagen de Cristina ante su vista. Los ojos de Cristina, vivamente fijos en él, no admitían otra conclusión. Era el conflicto entre su mente equilibrada, dudosa, y su corazón apasionado lo que lo ponía confuso y triste. Dejó caer el mentón sobre el pecho, extendió las piernas, miró pensativamente el fuego.
Se quedó así tanto tiempo, y sus pensamientos estaban tan henchidos de Cristina, que se estremeció cuando la anciana del frente le habló sorpresivamente. La meditación de ella había seguido un curso diferente.
—Dijo Susana que no le administraran cloroformo si dañaba a la criatura. Está horriblemente preocupada por este bebé. —Sus fatigados ojos se iluminaron con un pensamiento súbito. Añadió en voz baja—: Todos lo estamos, me imagino.
Andrés se recobró con un esfuerzo.
—El anestésico no le hará daño alguno —dijo Andrés bondadosamente.
Aquí se escuchó la voz de la enfermera que llamaba desde el descanso superior. Andrés miró el reloj, que ahora señalaba las tres y media. Se levantó y subió al dormitorio. Advirtió que ahora podía comenzar su trabajo.
Pasó una hora. Fue una lucha prolongada y dura. Luego, mientras los primeros albores del día cruzaban las roturas de la persiana, nacía el niño, sin vida.
Al mirar el cuerpecito inmóvil, Andrés se estremeció de horror. ¡Después de todo lo que había prometido! Su rostro congestionado con sus propios esfuerzos se le heló rápidamente. Dudó entre su deseo de intentar volver a la vida a la criatura, y su obligación para con la madre que se hallaba, por su parte, en estado desesperante. El dilema era de tanto apremio que no lo resolvió a conciencia. Ciega, instintivamente entregó la criatura a la enfermera y volvió su atención a Susana Morgan, que ahora yacía, desvanecida, de costado, casi sin pulso, sin volver todavía del éter. La prisa de Andrés era desesperada, una carrera frenética con las fuerzas de la enferma que sucumbían. Sólo tardó un instante en romper una ampolleta e inyectar una dosis de pituitrina. En seguida, dejó la jeringa y trabajó empeñosamente para reponer a la desmayada mujer. Después de algunos minutos de esfuerzo febril, vio que se le robustecía el corazón y que podía dejarla sin peligro. Buscó en torno suyo, en mangas de camisa, con el pelo adherido a su frente empapada.
—¿Dónde está el niño?
La partera hizo un gesto de espanto. Lo había colocado debajo de la cama.
Andrés se arrodilló en un instante. Hurgando entre los diarios empapados, sacó al niño de debajo de la cama. Un varoncito, perfectamente formado. El cuerpo débil y tibio estaba albo y blando como grasa. El cordón umbilical, cortado apresuradamente, parecía un tallo quebrado. La piel era de tejido encantador, suave y tierna. La cabecita se doblaba sobre el delgado cuello. Las extremidades parecían sin huesos.
Todavía de rodillas, Andrés miró al niño con expresión de espanto. La blancura significaba una sola cosa: asfixia, y su mente, en extraordinaria tensión, recordó un caso que había presenciado en la Samaritana, el tratamiento que se había empleado. En un instante estuvo de pie.
—Denme agua fría y agua caliente —le gritó a la enfermera—. Y también palanganas. ¡Pronto, pronto!
—Pero, doctor… —balbuceó ésta, fijos los ojos en el pálida cuerpo del niño.
—¡Pronto! —gritó él.
Tomando rápidamente un pañal, colocó encima al niño y comenzó el método especial de respiración artificial. Llegaron las palanganas, el jarro, la tetera grande de barro. Echó precipitadamente agua fría en una; en la otra agua tan caliente como su mano podía soportar. En seguida, como un prestidigitador, comenzó a meter al niño alternativamente en cada uno de los recipientes, ya en el agua fría, ya en la caliente.
Pasaron quince minutos. La transpiración caía sobre los ojos de Andrés, impidiéndole ver. Una de sus mangas colgaba chorreando. Respiraba jadeante. Pero en el fláccido cuerpo del niño, no había el menor síntoma de aliento.
Lo oprimió un desesperado sentimiento de derrota, de rabiosa desesperanza. Sentía a la matrona observándolo consternada mientras que más allá, apoyada contra la pared, donde había permanecido todo el tiempo, con la mano presionando su cuello, muda, los ojos fijos en él, estaba la anciana. Él recordó el anhelo de un nieto, tan grande como había sido el de su hija por este niño. Todo fracasaba, era inútil, sin remedio.
El piso estaba convertido en una inmundicia. Resbalando sobre una toalla empapada, Andrés casi dejó caer al niño, que se hallaba mojado y resbaladizo en sus manos, como un extraño pez blanco.
—Por piedad, doctor —lloriqueó la partera—. Ha nacido muerto.
Andrés no le hizo caso. Derrotado; desesperado, habiendo trabajado en vano media hora, insistió todavía en un último esfuerzo restregando al niño con una toalla áspera, oprimiendo y soltando el pechito con sus dos manos, procurando infundir aliento al débil cuerpecito.
Y entonces, como por un milagro, el pecho que oprimían sus manos exhaló un pequeño aliento convulsivo. Otro. Y otro. Andrés se quedó lelo. El sentimiento de la vida, que brotaba de debajo de sus dedos al cabo de todo aquel bregar, aparentemente inútil era tan delicioso que casi lo hizo desvanecer. Redobló febrilmente sus esfuerzos. La criatura respiraba más profundamente ahora. Una burbuja de mucus salió de una de las ventanillas de la nariz una burbuja irisada. Las extremidades ya no estaban sin huesos; la cabeza ya no colgaba. La piel alba se tornaba poco a poco rosada. Después, deliciosamente, llegó el lloriqueo del niño.
—Dios del cielo —suspiró la enfermera histéricamente—. Ha llegado vivo.
Andrés le entregó el niño. Se sentía débil y agotado. En torno suyo la habitación estaba en completo desorden: sábanas, toallas, palanganas, instrumentos sucios, la jeringa hipodérmica clavada en el linóleo el jarro volcado, la tetera a su lado en un charco de agua. Sobre la revuelta cama, la madre dormía aún plácidamente el sueño del anestésico. La anciana todavía permanecía de pie, apoyada contra la pared. Pero sus manos estaban juntas y sus labios se movían sin emitir sonido alguno. Rezaba.
Mecánicamente, Andrés se desdobló las mangas y se puso la chaqueta.
—Vendré luego a buscar mi maleta, enfermera.
Bajó al fregadero, pasando por la cocina. Sus labios estaban secos. Bebió un largo sorbo de agua. Buscó su sobretodo y su sombrero.
Afuera encontró a Joe de pie en la vereda, con cara de expectación.
—Perfectamente, Joe —le dijo—. Ambos perfectamente.
Había aclarado mucho. Eran cerca de las cinco. En la calle había ya unos pocos mineros; el primer turno de la noche, que salía. Mientras Andrés caminaba con ellos, cansado y lento, haciendo resonar sus pisadas, cuyo eco se mezclaba con el de las de los mineros, bajo el cielo matinal, seguía pensando ciegamente, olvidado de todo lo demás que había realizado en Drineffy:
He hecho algo, ¡oh, Dios!, he hecho algo efectivo al fin.