En Julio de ese año la Conferencia Anual de la Unión Médica Británica se reunió en Cardiff. La Unión, a la cual debía pertenecer, todo médico que se respetara, como siempre se lo decía a sus alumnos el profesor Lamplough en su discurso final, era famosa por sus conferencias anuales. Espléndidamente organizadas, les ofrecían deportes y atractivos científicos y sociales a los miembros y sus familias, precios rebajados en los mejores hoteles, excursiones a cualquier abadía ruinosa de la vecindad, un artístico folleto recordatorio, prospectos de los principales fabricantes de instrumental quirúrgico y de las casas productoras de drogas y rebajas en las termas más cercanas. El año anterior les habían sido enviadas generosamente a cada doctor y su esposa, al final de la semana de reuniones, cajas de muestras gratuitas de bizcochos Non Adipo.
Andrés no era miembro de la Unión, ya que las cuota de cinco guineas estaba todavía por encima de sus posibilidades, pero, a la distancia, la miraba con algo de envidia. Su efecto fue hacerlo sentirse aislado y desconectado en Drineffy. Fotografías en los diarios locales de comisiones de médicos recibiendo alocuciones de bienvenida en un andén embanderado, lanzando la pelota desde el primer tee[5] en el Penarth Golf Course, o llenando un vaporcito para una excursión a Westonsuper Mare, contribuían a intensificar su sentimiento de exclusión.
Pero hacia la mitad de la semana le llegó una carta con la dirección de un hotel de Cardiff, que le causó, a Andrés una sensación más agradable. Era de su amigo Freddie Hamson. Freddie, como podía esperarse, asistía a la conferencia y le pedía a Manson que acudiera a visitarlo. Lo esperaba el sábado, a comer.
Andrés le mostró la carta a Cristina. Ya era habitual en él hacerla su confidente. Desde aquella noche, casi hacía dos meses, en que había cenado en casa de ella, se hallaba más enamorado que nunca. Ahora que podía verla con frecuencia y darse cuenta del evidente agrado que a ella le producían estos encuentros, se sentía más feliz que antes. Era tal vez Cristina quien producía en él este efecto tranquilizador. Era ella una personita muy práctica, enteramente sencilla, desprovista de toda coquetería. A menudo él se le acercaba en un estado de inquietud o irritación y se separaba calmado y tranquilo. Tenía una manera sosegada de escuchar lo que él decía, haciendo en seguida algún comentario que era extraordinariamente oportuno o divertido. Poseía un vivo sentido del humor y nunca lo lisonjeaba.
A veces, a pesar de la calma de Cristina, tenían grandes disputas, pues ella poseía un criterio propio. Le dijo un día, con una sonrisa, que su espíritu discutidor le venía de una abuela escocesa. Acaso su espíritu independiente provenía también de la misma fuente. Andrés sentía a menudo que ella tenía gran valor, lo que lo conmovía y lo hacía anhelar protegerla. Cristina estaba realmente sola en el mundo, salvo una tía inválida de Bridlington.
Cuando hacía buen tiempo los sábados o domingos por la tarde, daban largos paseos por el Pandy Road. Un día habían ido a ver un film, a Chaplin, en «La quimera del oro», y de nuevo a Toniglan, a proposición de ella, a un concierto sinfónico. Pero él gustaba más que todo de las tardes en que la señora Watkins la visitaba y él podía disfrutar de la intimidad de su compañía en su propio saloncito. Era entonces cuando ocurrían la mayoría de sus discusiones, presenciadas por la señora Watkins, que tejía plácidamente, pero estaba resuelta, sin embargo, a hacer durar su lana hasta el fin de la sesión, haciendo entre ellos, de respetable conciliadora.
Ahora, con la visita a Cardiff en perspectiva, Andrés quería que lo acompañara. La escuela de la calle del Banco se cerraba por las vacaciones del verano, a fin de semana, y ella iría a Bridlington a pasar su descanso con su tía. Él sentía que era necesaria alguna celebración especial antes de que ella se despidiera.
Una vez que le hubo leído la carta, dijo Andrés impulsivamente:
—¿Vendrá usted conmigo? Sólo es hora y media de tren. Conseguiré que Blowden me deje libre el sábado por la tarde. Podríamos tratar de ver algo de la Conferencia. Y, en cualquier caso, me gustaría que conociera a Hamson.
Ella asintió.
—Me gustaría ir.
Entusiasmado por la aceptación, no deseaba ser detenido por la señorita Page. Antes de abordarla sobre la cuestión, colocó un visible letrero en la ventana del consultorio:
Cerrado el sábado por la tarde.
Se fue alegremente a su casa.
—Señorita Page. Según lo que yo entiendo de la «Ley de trabajo de los médicos ayudantes», tengo derecho a medio día de descanso al año. Me gustaría que el mío fuera el sábado. Voy a Cardiff.
—Es decir, doctor… —Se erizó al escuchar su petición, pensando que estaba demasiado lleno de sí mismo, engreído; pero después de mirarlo, suspicazmente, declaró regañonamente—: ¡Oh, bien! Usted puede ir, supongo. —Una súbita idea cruzó por su mente. Se le iluminaron los ojos. Se relamió los labios—. En todo caso, me traerá algunos pasteles de Parry. Creo que no hay nada más exquisito que los pasteles de Parry.
El sábado a las cuatro y media Cristina y Andrés tomaban el tren para Cardiff. Andrés estaba optimista, bullanguero, y saludó por sus nombres al mozo de cordel y al boletero. Con una sonrisa miró a Cristina, sentada en el asiento de enfrente. Llevaba ésta una blusa azul marino y pollera que acentuaba su aire habitual de corrección. Sus zapatos negros estaban muy brillantes. Sus ojos, como todo su aspecto, delataban la importancia que le asignaba al paseo. Resplandecían.
Al verla allí, lo invadió una ola de ternura y de deseo. Estaba muy bien, pensaba, esta camaradería que los unía. Pero deseaba más que eso. Deseaba tomarla en brazos, sentirla tibia y anhelante junto a sí.
Involuntariamente le dijo:
—Me sentiré perdido sin usted…, cuando se ausente este verano.
Las mejillas de Cristina se ruborizaron ligeramente. Miró a través de la ventana. Andrés preguntó impetuosamente:
—¿No debería yo haber dicho eso?
—En todo, caso, me alegro de que lo haya dicho —respondió ella, sin dar vuelta la cara.
Andrés estuvo a punto de decirle que la amaba, de preguntarle, a pesar de la inseguridad ridícula de su situación, si se casaría con él. Vio, con, intuición lúcida, que ésta era la única, la inevitable solución para ambos. Pero algo, un presentimiento de que el instante no era oportuno, lo refrenó. Decidió hablarle en el tren de regreso.
Entretanto prosiguió, casi sin aliento:
—Tendremos un rato muy agradable esta tarde. Hamson es un buen muchacho. Era más bien alegre en el Royal. Es un mozo de talento. Recuerdo que una vez —sus ojos se tornaron reminiscentes—, hubo una fiesta de caridad en Dundee para los hospitales. En el liceo se presentaban todas las estrellas, artistas aceptables, como usted lo sabe. Pues bien, Hamson subió al escenario, cantó, bailó y, ¡cáspita!, echó la casa abajo.
—Parece más un ídolo de teatro que un médico —dijo ella sonriendo.
—No tema. Cristina. Freddie le va a gustar.
El tren llegó a Cardiff a las seis y cuarto y ellos se dirigieron directamente al Palace Hotel. Hamson había prometido encontrarlos allí a las seis y media, pero no había llegado aún cuando ellos entraron en el hall de espera.
Se entretuvieron observando la escena. El local estaba atestado de doctores con sus señoras, que conversaban y reían en medio de la mayor cordialidad. Se cruzaban amistosas invitaciones:
—Doctor, usted y la señora Smith se sentarán junto a nosotros esta noche.
—¡Ah, doctor! ¿Qué me dice usted de estas entradas para el teatro?
Había un agitado ir y venir, y caballeros con insignias rojas en los ojales transitaban apresuradamente, con aire de importancia, por el pavimento de mosaico, llevando papeles en las manos. En la sala del frente un empleado seguía pregonando monótonamente: «Sección de otología y laringología, por aquí». Sobre un corredor que conducía al anexo estaba el anuncio: «Exposición Médica». También había ramos de palmeras y una orquesta de cuerdas.
—Muy social, ¿no? —observó Andrés sintiendo que ellos estaban más bien aislados dentro de la hilaridad general—. Y Freddie, atrasado como de costumbre.
—Echemos una mirada a la exposición.
La recorrieron con interés. Pronto Andrés vio sus manos cargadas de elegante literatura, Mostró a Cristina con una sonrisa una de las hojillas: Doctor, ¿está vacío su consultorio? Podemos indicarle cómo llenarlo. Había también diecinueve folletos, todos diferentes, que ofrecían los sedantes y analgésicos más nuevos.
—Parece que la última tendencia en medicina fuera el «doping» —observó disgustada.
En el último puesto, yendo hacia afuera, un joven los atrajo discretamente, mostrándoles un aparatito resplandeciente, semejante a un reloj.
—Doctor, creo que le interesaría nuestro nuevo indexómetro. Tiene multiplicidad de usos, está absolutamente al día, crea una impresión admirable junto al lecho y sólo vale dos guineas. Permítame, doctor. Por delante ve usted un índice de períodos de incubación. Una vuelta del disco y se encuentra el período de infección. Dentro… —abrió el dorso del estuche— hay un excelente índice de color de hemoglobina, mientras que atrás, en forma de tabulador…
—Mi abuelo tenía uno de éstos —lo interrumpió secamente Andrés—, pero lo tiró.
Cristina venía sonriéndose cuando regresaban.
—Pobre hombre —observó—. Antes nadie se atrevía siquiera a reírse de su maravilloso medidor.
En ése momento, cuando ellos entraban al hall, llegaba Freddie Hamson, saltando de su auto y penetrando al hotel con un niño que le llevaba sus palos de golf, detrás de él. Los divisó al momento y avanzó con una amplia sonrisa.
—¡Hola, hola! ¡Aquí están ustedes! Siento haberme atrasado. Tenía que decidir un empate por la copa Lister. Nunca vi suerte como la de ese muchacho. Bien, bien; me alegro de volver a verte, Andrés. ¡El mismo Manson de siempre! ¡Ah!, ¿por qué no te compras un sombrero nuevo, hijo mío? —Palmeó afectuosa e íntimamente la espalda de Andrés, mientras su sonriente mirada incluía a Cristin—. Preséntame, borrico. ¿Estás en la luna?
Se sentaron en una de las mesas redondas. Hamson decidió que deberían beber algo. Con un chasquido de sus dedos, hizo venir corriendo a un mozo. En seguida, entre sorbos de jerez, les refirió todo lo tocante a su match de golf, cómo él estaba absolutamente en situación de ganar cuando su adversario había comenzado a colocar sus tiros en todos los hoyos.
De tez fresca, pelo rubio y engominado, traje de esmerado corte y gemelos de ópalo en sus puños sobresalientes, Freddie tenía aspecto elegante, sin ser buen mozo —sus facciones eran muy ordinarias—, pero siendo, en cambio, de buen carácter e inteligente. Parecía, tal vez, algo engreído, pero cuando se empeñaba era, sin embargo, atrayente. Se creaba amigos con facilidad, a pesar de lo cual, en la Universidad, el doctor Muir, patólogo y cínico, le había hablado un día, en presencia de la clase, en estos ásperos términos: «Usted no sabe nada; señor Hamson. Su cabeza de lobo está llena de gas egotista. Pero nunca fracasa. Si usted logra triunfar en los juegos de niños conocidos aquí como exámenes le pronostico un futuro grande y brillante».
Fueron a comer al «Grill Room», ya que ninguno de ellos estaba vestido de etiqueta, bien que Freddie los informó de que tendría que ponerse frac más tarde. Había un baile, cosa muy desagradable, pero tenía que tomar parte.
Habiendo ordenado fríamente un menú del todo médico —caldo Pasteur, lenguado Madame Curíe, tournedos a la Conference Medicale—, comenzó a recordar los antiguos días con dramático ardor.
—Nunca hubiera pensado, entonces —terminó con un movimiento de cabeza— que Manson se enterraría en los valles de Gales del Sur.
—¿Cree usted que está completamente sepultado? —preguntó Cristina, con una sonrisa más bien forzada. Hubo una pausa. Freddie inspeccionaba la atestada sala y le hacía gestos a Andrés.
—¿Qué piensas de la Conferencia?
—Supongo —respondió Andrés dubitativamente—, que es una manera útil de mantenerse al día.
—¡Al día, por Dios! No he asistido a ninguna de sus reuniones en toda la semana. No, no. Lo que más importa son las relaciones que uno se procura, las personas a quienes se conoce, con quienes se mezcla. No tienes idea de la gente de verdadera influencia con la que he tratado esta semana. Por eso estoy aquí. Cuando regrese a la ciudad, los visitaré, saldré a jugar golf con ellos. Con el tiempo, créeme, eso significa negocio.
—No estoy enteramente de acuerdo contigo, Freddie —dijo Manson.
—Es tan sencillo como dejar caer un pedazo de madera. Tengo un puesto, pero, mientras tanto, he colocado mis ojos en una hermoso piso del West End, en la que una plaquita de bronce que dijera Freddie Hamson, M. B., parecería muy bien. Cuando esto sea una realidad, mis compañeros me enviarán enfermos. Tú sabes cómo ocurre. Reciprocidad. Tú me rascas la espalda y yo a ti. —Freddie paladeó un lento sorbo de vino del Rín. Prosiguió—: Y fuera de esto, aprovecha la amistad con los compañeros de las zonas suburbanas. A veces pueden enviamos clientes. Vamos, dentro de un año o dos tú me estarás enviando enfermos a la ciudad desde tu atrasado Drin… o como lo llames.
Cristina miró rápidamente a Hamson, hizo como si fuera a hablar, y luego se reprimió. Mantuvo sus ojos fijos en el plato.
—Y ahora háblame de ti mismo, viejo Manson —continuó sonriendo Freddie—. ¿Qué te ha ocurrido?
—¡Oh!, nada fuera de lo corriente. Atiendo en un consultorio de madera, treinta visitas diarias por término medio…, en su mayor parte mineros con sus familias.
—Eso no me parece tan bien. —Freddie movió de nuevo la cabeza, compasivamente.
—A mí me gusta —dijo suavemente Andrés.
Cristina intervino:
—Y realiza usted algún trabajo efectivo.
—Sí, últimamente tuve un caso muy interesante —manifestó Andrés meditativamente—. En verdad, he enviado una nota sobre el mismo al Journal.
Le dio a Hamson una relación sumaria del caso de Emlyn Hughes. Aunque Freddie afectó escuchar con gran interés, sus ojos seguían vagando en torno del salón.
—Eso fue magnífico —observó cuando Andrés hubo terminad—. Creía que sólo en Suiza o en alguna otra parte determinada se producían paperas. En todo caso, supongo que tú habrás percibido una buena cuenta. Y eso me recuerda otra cosa. Un compañero me decía hoy que la mejor manera de abordar este asunto de los honorarios… —Se puso de nuevo a disertar, imbuido en un plan que alguien le había metido en la cabeza, para el pago al contado de todos los honorarios. Llegaron al final de la comida antes de que él terminara su disertación. Se levantó tirando su servilleta.
—Tomemos fuera el café. Terminaremos nuestra charla en el hall.
A las diez menos cuarto, terminado su puro, agotado por el momento su repertorio de historias, Freddie bostezó ligeramente y miró su reloj pulsera de platino.
Pero Cristina estaba frente a él. Ésta miró a Andrés vivamente, se enderezó y dijo:
—¿No es casi la hora de nuestro tren?
Manson estaba a punto de protestar de que disponían de otra media hora, cuando manifestó Freddie:
—Y tendré que pensar en ese maldito baile. No puedo dejar al grupo con el cual estoy ahora.
Los acompañó hasta la puerta giratoria, despidiéndose prolongada y afectuosamente de ellos.
—Bien, viejo —murmuró con un apretón de manos final y el familiar golpe en la espalda—. Cuando yo ponga la plaquita en el Wcst End, no olvidaré enviarte una tarjeta.
Afuera, en el aire tibio de la noche, Andrés y Cristina caminaron a lo largo de Park Street silenciosos. Vagamente, tenía conciencia de que la reunión no había sido el éxito que él había anticipado; de que, a lo menos, había estado muy por debajo de las expectativas de Cristina. Esperó a que hablara ella, pero no lo hacía. Por fin dijo con recelo:
—¿Me temo que fue algo tonto para usted el haber escuchado todas estas viejas historias de hospital?
—No —respondió—. No lo encontré tonto en absoluto.
Hubo una pausa. Andrés interrogó:
—¿No le agradó Hamson?
—No mucho. —Ella se volvió, perdiendo su etiqueta, mientras sus ojos centelleaban de sincera indignación—. La idea de Hamson, sentado allí toda la tarde, con su pelo engominado y su sonrisa barata, tratándolo a usted como a un inferior…
—¿Tratándome como a inferior? —repitió Andrés, sorprendido.
Ella asintió cálidamente:
—Era intolerable. «Un compañero me hablaba de la mejor manera de abordar el asunto de los honorarios». Precisamente cuando acababa de referirle usted su maravilloso caso. Llamándolo paperas, además. Hasta yo sé que era todo lo contrario. Y esa observación relativa a que le enviara enfermos… —se le arqueó el labio—, fue sencillamente grosera. —Concluyó con altivez—: ¡Oh, apenas pude soportar esa manera cómo se colocó por encima de usted!
—No creo que se haya colocado por encima de mi —arguyó Andrés, desconcertado. Se detuvo—. Admito que parecía lleno de si mismo esta noche. Puede haber sido una modalidad suya. Es el muchacho de mejor carácter que usted pudiera esperar hallar. Éramos grandes amigos en la Universidad. Consultábamos libros juntos.
—Probablemente le halló a usted útil para él —dijo Cristina con inusitada amargur—. Consiguió que usted lo ayudara en su trabajo.
Andrés protestó en forma lamentable:
—Vamos, no sea mal pensada, Cristina.
—¿Qué dice? —exclamó ella, saltándosele las lágrimas por la ofensa recibid—. Usted debe ser ciego para no ver la clase de persona que es su amigo. Ha echado a perder nuestro paseo. Fue delicioso hasta que llegó él y se puso a hablar de sí mismo. ¡Y pensar que había un concierto maravilloso en el Victoria Hall, al cual pudimos haber ido! Pero lo hemos perdido, ya es demasiado tarde para cualquier cosa… aunque él llegará a tiempo a su estúpido baile.
Se encaminaron trabajosamente hacia la estación, que estaba a alguna distancia. Era la primera vez que había visto enojada a Cristina. Y él también estaba irritado…, irritado consigo mismo, con Hamson y con Cristina.
Sin embargo, ella tenía razón al decir que la tarde no había sido un éxito. Ahora, al observar secretamente su pálido rostro contraído, sintió que había sido un espantoso fracaso.
Entraron en la estación. De pronto, mientras se abrían camino al andén superior, Andrés divisó a dos personas al otro lado. Los recordó al instante: la señora Bramwell y el doctor Gabell. En ese momento llegó el tren de abajo, uno local que iba a la costa de Porthcawl. Gabell y la señora Bramwell entraron juntos al tren de Porthcawl, sonriéndose mutuamente. Sonó el silbato. El tren partió.
Andrés experimentó una repentina sensación de angustia. Miró rápidamente a Cristina, esperando que no hubiera observado el incidente. Esa mañana había encontrado a Bramwell, quien comentando la hermosura del día, se había restregado las manos satisfecho, manifestando que su esposa iría a pasar el fin de semana con su madre en Shresbury.
Andrés estaba con la cabeza caída, silencioso. Se hallaba tan enamorado, que la escena que acababa de presenciar, con todas sus consecuencias, lo afectaba como un dolor físico. Se sintió ligeramente enfermo. Sólo faltaba este remate para hacer completamente aplastador el día. Su humor parecía sufrir un completo trastorno. Una sombra había caído sobre su alegría. Ansiaba con toda su alma tener una conversación larga y tranquila con Cristina, abrirle su corazón, desvanecer esa estúpida, insignificante falta de inteligencia producida entre ellos. Ansiaba, sobre todo, estar completamente solo con ella. Tuvieron que contentarse con un compartimiento lleno de mineros que discutían en voz alta sobre un match de football.
Era tarde cuando llegaron a Drineffy, y Cristina parecía muy cansada. Él estaba convencido de que Cristina había visto a la señora Bramwell y a Gabell: Probablemente no podría hablarle ahora. No quedaba otra cosa que conducirla a la casa de la señora Herbert y darle tristemente las buenas noches.