Era una hermosa tarde de marzo, tres meses después de lo narrado, La promesa de la primavera perfumaba la blanda brisa que soplaba de las montañas, donde vagas manchas verdes parecían desafiar a la fealdad dominante. Bajo el rasgado cielo azul, aun Drineffy era hermoso.
Mientras iba a atender un llamado que acababa de recibir de la calle Riskin N.º 3, Andrés sentía rejuvenecer su corazón con el día, Poco a poco se aclimataba a esta extraña ciudad, primitiva y aislada, sepultada entre montañas, sin lugares de diversión, ni siquiera un cinematógrafo, nada, sino su hosca mina, sus canteras y sus fundiciones de mineral, sus filas de capillas y casas heladas, una comunidad extraña y silenciosamente cohibida.
Y las gentes eran también extrañas, Sin embargo, Andrés, que las veía tan ajenas a sí mismo, no podía menos de sentir impulsos de afecto hacia ellas. A excepción de los comerciantes, los predicadores y unos cuantos profesionales, todos estaban empleados directamente en la Compañía. Al fin y al comienzo de cada turno las pacíficas calles despertaban súbitamente, resonando con pisadas de zapatos claveteados y animándose inesperadamente con un ejército de figuras en marcha. Zapatos, ropas, manos y caras de los trabajadores de la mina de hematites. Estaban cubiertos de un polvo rojo brillante. Los picapedreros usaban pieles de topos y almohadillas ligadas a las rodillas. Los pudeladores se daban importancia con sus pantalones de sarga azul.
Hablaban poco, y mucho de lo que decían era en el idioma galés, En su aislamiento tan reservado daban la impresión de ser una raza aparte. Sin embargo, eran bondadosos, Sus diversiones eran sencillas, y corrientemente se los encontraba en sus casas, en las capillas, en la reducida cancha de rugby, en la parte más alta del pueblo, Su pasión dominante era, tal vez, el amor a la música, no las melodías fáciles del momento, sino la música severa, clásica. No era, raro que Andrés, caminando de noche por las calles, oyera los sanes de un piano provenientes de uno de estos hogares pobres, una sonata de Beethoven o un preludio de Chopin, hermosamente tocados, flotando en el aire quieto y elevándose hasta más allá de las impenetrables montañas.
Su posición con relación al doctor Page le era ahora clara a Andrés. Eduardo Page ya no volvería a ver a otro enfermo. Pero a los primeros no les agradaba «abandonar» a Page, que los había servido lealmente durante más de treinta años. Y la audaz Blowden, juntando el engaño y la lisonja con respecto a Watkins, el administrador de la mina, mediante quien eran pagadas las contribuciones médicas de los obreros, había logrado mantener a Page en la lista de la Compañía, y recibía en consecuencia una buena renta, de la que pagaba quizá una sexta parte a Andrés, que hacía todo el trabajo.
Andrés estaba profundamente apenado por el estado de Eduardo Page, alma buena y sencilla, que no había gozado mucho con su solitaria vida de soltero. Se había agotado literalmente, en el estricto cumplimiento del deber en esos ásperos valles. Ahora, acabado y postrado en el lecho, era un hombre sin interés. En realidad, Blowden y Page se tenían un cariño recíproco, que ella alimentaba ocultamente, a su modo, con intensidad. Page era su querido hermano. A veces, cuando Andrés se hallaba sentado junto al enfermo, Blodwen entraba en la habitación, aparentemente sonriendo, pero con un extraño sentimiento de celoso exclusivismo, y exclamaba:
—¡Eh! ¿De qué conversan ustedes?
Era imposible no sentir afecto por Eduardo Page, que sin duda poseía cualidades espirituales de sacrificio y abnegación. Allí estaba, desvalido e impotente en el lecho, consumido, sumiso a todos los cuidados de su hermana, agradeciéndole simplemente con una mirada, con una contracción de las cejas.
No tenía necesidad alguna de quedarse en Drineffy y ansiaba irse a un sitio más templado, más benigno. Una vez que Andrés le preguntó: «¿Qué desearía, señor?», él había suspirado: «Me gustaría salir de aquí, hijo mío. He estado leyendo acerca de esa isla, Capri; van a hacer allí un santuario para los pájaros». En seguida, había recostado su cabeza sobre la almohada. El anhelo que palpitaba en su voz era muy triste.
Nunca hablaba de la profesión salvo para confesar ocasionalmente con una voz gastada: «Me atrevo a decir que no sabía gran cosa. Sin embargo, hacía lo que podía». Pero pasaba horas tendido, absolutamente inmóvil, observando el alféizar de su ventana en que Anita colocaba cariñosamente, cada mañana, migas, desechos de tocino y coco rallado. Los domingos por la mañana, un anciano minero, Enoch Davies, entraba a visitarlo, muy tieso en su viejo traje negro descolorido y su pechera de celuloide. Ambos observaban los pájaros en silencio. En una ocasión Andrés encontró a Enoch que bajaba estrepitosamente la escalera excitado. «¡Buen Dios!» —decía el viejo minero—, hemos tenido una mañana hermosa como pocas. Dos avecitas jugando como a él le gustaban en el alféizar durante casi una hora. Enoch era el único amigo de Page. Tenía gran influencia entre los mineros. Juraba firmemente que ni un solo hombre se borraría de la lista del doctor mientras él tuviera un soplo de vida. No sospechaba qué flaco servicio le hacía su lealtad al pobre Eduardo Page.
Otro visitante asiduo de la casa era el gerente del Banco de los Condados del Oeste, Aneurin Rees, un hombre alto y enjuto, calvo, de quien a primera vista Andrés desconfió. Rees era un vecino sumamente respetado, que por ningún motivo cruzaba jamás sus ojos con los de nadie. Venía a pasar unos cinco minutos de ceremonia con el doctor Page y luego se encerraba una hora seguida con su hermana. Estas entrevistas eran perfectamente morales. La cuestión discutida era el dinero. Andrés pensaba que Blowden tenía gran cantidad invertida a su nombre y que bajo la admirable dirección de Aneurin Rees ella incrementaba solapadamente sus haberes. Por este tiempo el dinero no significaba nada para Andrés. Bastábale pagar puntualmente a la Dotación. Guardaba unos cuantos chelines en su bolsillo para cigarrillos. Fuera de eso tenía su trabajo.
Ahora apreciaba, más que nunca, cuánto significaba para él un trabajo clínico. El conocimiento existía como una conciencia intima y cálida, siempre presente; era como un fuego en el que no se reanimaba cuando se hallaba cansado, deprimido, perplejo. En realidad, últimamente habían surgido en su interior y se agitaban más fuertemente que antes perplejidades aún más extrañas. Como médico había comenzado a pensar por si mismo. Tal vez, Denny, con su criterio radical y destructivo, era principalmente ni responsable de esto. El código de Denny era literalmente el polo opuesto de todo lo que se le había enseñado a Manson. Resumido y en un marco, pudiera haber colgado como un texto encima de su cama: «Yo no creo».
Orientado hacia los modelos por su escuela médica, Manson había mirado el porvenir con la confianza de un sólido libro de texto. Había adquirido un conocimiento superficial de física, química y biología…, a lo menos había disecado y estudiado la lombriz. Después se le habían enseñado dogmáticamente las doctrinas aceptadas. Conocía todas las enfermedades con sus síntomas clasificados y correspondientes remedios.
La gota, por ejemplo. Se cura con cólquico. Todavía podía ver al profesor Lamplough diciendo suavemente a su clase: «Vinum Colchici, señores, veinte o treinta dosis mínimas, específico absoluto en la gota». ¿Pero era cierto?… He aquí la pregunta que ahora se hacía. Hacia un mes había ensayado el cólquico, llevando las cosas hasta el extremo, en un caso genuino de gota, un caso grave y doloroso. El resultado había sido un absoluto fracaso.
¿Y qué decir de la mitad, de las tres cuartas partes de los demás remedios de la farmacopea? Esta vez escuchó la voz del doctor Eliot, profesor de «Materia Médica». «Y ahora, señores, pasamos al elemí…, una concreta exudación resinosa, la fuente botánica de algo indeterminado, pero que probablemente es el Canarium commune, importado principalmente de Manila, empleado en forma de ungüento, uno por cinco, un admirable estimulante y desinfectante para lastimaduras e issues[4]».
¡Disparates! Sí, disparates en absoluto. Ahora lo sabía. ¿Había ensayado jamás Eliot el ungüento de elemí? Tenía la convicción de que no. Toda la información de ese erudito venía de un libro y ésta, a su vez, de otro libro y así sucesivamente, en línea directa acaso hasta la Edad Media. La palabra «issue», ahora enterrada, confirmaba esta idea.
Denny se había burlado de él aquella primera noche por preparar ingenuamente un frasco de medicina. Denny siempre se burlaba de los preparadores de medicinas, de los grandes «bebedores» de medicinas sostenía Denny que sólo media docena de drogas servían para algo, y el resto lo calificaba cínicamente de «basura». Tal idea de Denny era como para hacer perder el sueño, un pensamiento disolvente, cuyas consecuencias Andrés, todavía no podía captar sino vagamente.
En este punto de sus reflexiones llegó a la calle Riskin y entró en el número 3. Vio que el paciente era un niño pequeño, de nueve años, llamado Joey Howells, que mostraba un sarampión suave y propio de la estación. El caso no tenía importancia, pero dadas las circunstancias del hogar, muy pobre, anunciaba molestias a la madre de Joey. El propia Howells, trabajador diurno de las canteras había estado en cama tres meses con pleuresía sin derecho a compensación alguna, y ahora su esposa, mujer delicada, que acababa de atender a un inválido, además de su trabajo de limpiar la capilla Bethesda, se veía en la necesidad de atender a otro enfermo.
Al término de la visita, mientras Andrés conversaba con ella en la puerta de la casa, observóla con pena:
—Usted trabaja mucho. Es lástima que deba tener en casa a Idris, sin ir a la escuela —Idris era el hermano menor de Joey.
La señora Howells levantó rápidamente la cabeza. Era una mujercita resignada, de manos coloradas y brillantes coyunturas digitales, hinchadas por el trabajo.
—Pero la señorita Barlow dijo que no tenía para qué retirarlo.
A pesar de la conmiseración que le inspiraba el caso, Andrés sintió una sensación de enojo.
—¿Y quién es la señorita Barlow? —preguntó.
—Es la maestra en la escuela de la calle del Banco —dijo la cándida señora Howells—. Vino a visitarme esta mañana. Y viendo al situación difícil en que me hallaba, ha dispuesto que el pequeño Idris continúe sus clases. Sólo Dios sabe qué habría hecho yo si también hubiera tenido que preocuparme de él.
Andrés sintió un vehemente impulso de decirle que debla obedecer sus propias instrucciones y no las de una entrometida maestra de escuela. Sin embargo, comprendió que la señora Ilowells no era culpable. Por el momento, no hizo comentarios, pero mientras regresaba por la calle Riskin su rostro mostraba acentuado disgusto. Le molestaba la intromisión especialmente en su trabajo, y odiaba sobre todo a las mujeres intrusas. Mientras más pensaba en ello más se encolerizaba. Era una evidente contravención de los reglamentos mantener a Idris en la escuela mientras su hermano Joey padecía de sarampión. Decidió de repente ver a esta oficiosa señorita Barlow y tratar con ella el asunto.
Cinco minutos después, subía la pendiente de la calle del Banco, penetraba en la escuela y, después de pedir indicaciones al portero, se encontraba frente a la sala de clase de los más pequeños. Golpeó la puerta, entró. Era una gran sala separada, bien ventilada, con un fuego ardiendo en un extremo. Todos los niños eran menores de siete años, y como entró a la hora de la merienda, cada cual tenía un vaso de leche —parte de un sistema de asistencia introducido por la rama local de la M. W. U.—. Sus ojos dieron al instante con la señorita. Estaba ocupada escribiendo sumas en el pizarrón, dándole a él la espalda, y no lo observó por de pronto. Pero de repente se dio vuelta.
Era tan diferente a la mujer de su indignada imaginación, que vaciló. O fue tal vez la sorpresa reflejada en sus ojos obscuros, lo que inmediatamente hízole perder su aplomo. Se ruborizó y dijo:
—¿Es usted la señorita Barlow?
—Sí —contestó ella. Era una delicada jovencita que llevaba una pollera café de paño escocés, medias de lana y pequeños zapatos sólidos. De su misma edad, adivinó; no, más joven, de unos veintidós años. Ella lo examinó con mirada algo incierta, sonriendo débilmente, como si, fatigada de aritmética infantil, le agradara una distracción en este hermoso día de primavera—. ¿No es usted el nuevo ayudante del doctor Page?
—Eso apenas importa —respondió secamente aunque, de hecho, soy el doctor Manson. Creo que tiene aquí un agente de contagio. Idris Howells. Usted sabe que su hermano tiene sarampión.
Hubo una pausa. Los ojos de la profesora, aunque interrogantes ahora, seguían benévolos. Echándose atrás el pelo rebelde, respondió:
—Sí, lo sé.
El que ella no tomara a lo serio su visita volvía a irritado.
—¿No se da cuenta de que es enteramente contra los reglamentos el tenerlo aquí?
Ante semejante tono se le acentuó el color y perdió su aire de camaradería. Andrés no podía menos de advertir cuán fresca y clara era su piel, con un lunar pardo pequeñito, exactamente del mismo color de sus ojos, en su mejilla derecha. Ahora respiraba más bien aceleradamente, pero, sin embargo, habló con calma:
—La señora Howells estaba en una situación desesperada. La mayoría de estos niños ha tenido el sarampión. Los que no, lo tendrán seguramente, tarde o temprano. Si Idris se hubiera quedado en casa, le habría faltado su leche, que le está haciendo tanto bien.
—No es cuestión de su leche —dijo él, alzando la voz—. Debe estar aislado.
Ella replicó tercamente:
—Lo he aislado… en cierto modo. Si no lo cree, mire usted mismo.
Él siguió la mirada de la maestra. Idris, de cinco años, sentado solo en un pequeño escritorio cerca del fuego, parecía extraordinariamente contento de la vida. Sus ojos, de un azul pálido, abiertos desmesuradamente, miraban satisfechos, por encima de su vaso de leche.
Eso enfureció a Andrés. Rió despreciativo, ofensivamente.
—Ésta puede ser su idea del aislamiento. Temo que no sea la mía. Debe enviar ese niño a su casa, al instante.
Los ojos de la maestra despidieron leves destellos.
—¿No se da cuenta que yo soy la que manda en esta clase? Usted podrá ordenar a la gente en esferas más elevadas. Pero aquí es mi palabra la que vale.
Él la miró con enfadada dignidad.
—¡Usted está violando la ley! No puede tenerlo aquí. Si lo hace, tendré que denunciarla.
Siguió un corto silencio. Manson pudo verle la mano crispada sobre la tiza. Esa muestra de su emoción aumentó su rabia contra ella y contra sí mismo. La profesora dijo desdeñosamente:
—Entonces, denúncieme, mejor. O hágame arrestar. No dudo de que ello le dará una gran satisfacción.
Furioso, Manson no respondió, sintiéndose en una posición enteramente falsa. Procuró rehacerse, alzando sus ojos, tratando de abatir los de ella, que ahora resplandecían fríamente. Se miraron por un instante, tan de cerca, que él pudo advertir la suave palpitación de su cuello y el brillo de sus dientes entre sus labios separados. En seguida, dijo la maestra:
—No hay otra cosa, ¿no? —Se volvió bruscamente a la clase—. De pie, niños, y digan: Buenos días, doctor Manson. Gracias por haber venido.
Un alboroto de sillas mientras los pequeños se levantaban y cantaban su irónico saludo. A Manson le ardían las orejas mientras ella lo acompañaba hasta la puerta. Sentía una impresión exasperante de derrota, a lo que se añadía la infeliz sospecha de que se había conducido mal al perder la tranquilidad, mientras ella había dominado tan admirablemente la suya. Buscó alguna frase aplastante, alguna aguda salida final intimidadora. Pero antes de que le acudiera a la imaginación, la puerta se cerró lentamente en sus narices.