Andrés se entregó a la campaña de1 tifus con todo el fuego de su temperamento impetuoso y ardiente. Amaba su trabajo y se consideraba afortunado de haber logrado tan temprano; en su carrera, oportunidad semejante. En estas primeras semanas trabajó alegremente. Tenía en sus manos todos los casos corrientes, y una vez que los había atendido, volvía triunfante a sus enfermos de tifus.
Tal vez, tuvo suerte en éste su primer combate. A medir que se aproximaba el fin del mes, todos sus enfermos de tifus se iban mejorando y parecía que él había localizado la epidemia. Cuando pensaba en sus precauciones, tan rígidamente aplicadas —el hervir el agua, la desinfección y el aislamiento, las sábanas impregnadas de fenol en todas las puertas, las libras de cloruro de cal que había hecho comprar a cuenta del doctor Page y que él mismo había echado a los desagües de la calle Glydar—, exclamaba entusiasmado: «Está dando resultado. No lo merezco. ¡Pero Por Dios! ¡Yo lo estoy haciendo!». Hallaba un placer secreto y maligno en el hecho de que sus enfermos estaban mejorando antes que los de Denny.
Éste todavía lo desconcertaba, lo exasperaba. Naturalmente se veían a menudo, debido a la proximidad de sus enfermos. Agradaba a Denny desplegar toda la fuerza de su ironía en la obra que estaban realizando. Se refería a Manson y a sí mismo como si estuvieran «batallando inflexiblemente con la epidemia», y paladeaba la frase clisé con una fruición vengativa. Pero con toda su sátira, con sus mofas de «no lo olvide, doctor, estamos defendiendo el honor de una profesión verdaderamente gloriosa», visitaba asiduamente a sus enfermos, se sentaba en sus camas, colocaba sus manos sobre ellos, pasaba horas en sus habitaciones.
A veces Andrés llegaba casi a quererlo por un instante de tímida y orgullosa sencillez, pero luego todo se malograba por una palabra áspera y burlona. El ofendido y desilusionado Andrés acudió un día a la Guía Médica en busca de informes. Era un ejemplar de hacía cinco años existente en los estantes del doctor Page, pero que contenía unos datos sorprendentes. Presentaba a Felipe Denny como un distinguido estudiante de Cambridge y Guy, un M. S. de Inglaterra[3], que por esa época practicaba en un cargo honorario en la ciudad ducal de Leeborough.
El 10 de noviembre recibió un llamado telefónico inesperado de Denny.
—Manson, me gustaría verlo. ¿Puede venir aquí a las tres? Es importante.
—Muy bien, estaré allá.
Andrés se fue a almorzar pensativo. Mientras comía el pastel que constituía su porción, sentía los ojos de Blodwen Page fijos en él con una mirada escrutadora.
—¿Quién llamó por teléfono? ¿Era Denny, eh? Usted no debe meterse con ese mozo. No sirve para nada.
Él la miró fríamente.
—Al contrario, me ha sido muy útil.
—¡Haga lo que quiera, doctor! —La señorita Page parecía fuera de sí por la respuesta—. Es un extravagante. La mayoría de las veces no da remedio alguno. Mire, cuando Megan Rhys Morgan, que toda su vida ha necesitado remedios, fue a verlo, le dijo que subiera dos millas cerro arriba cada día y que dejara de tomar porquerías. Fueron éstas sus propias palabras. Ella nos vino a ver en seguida, se lo puedo decir, y desde entonces Jenkins le ha administrado frascos y frascos de magníficos remedios. ¡Ah, es un demonio insolente! Según se dice, ha conseguido casarse en alguna parte. Viven separados. ¡Mire! Casi siempre está ebrio. Déjelo solo, doctor y recuerde que está trabajando para el doctor Page.
Mientras ella le lanzaba a la cabeza la consabida orden, Andrés sintió que lo abrasaba una oleada de cólera. Hacía lo más que podía para agradarla y, sin embargo, parecía que sus exigencias no tenían límite. Su actitud que oscilaba entre la dureza y la jovialidad, parecía siempre calculada para aprovecharse de él hasta el máximo. Andrés experimentó una súbita e irracional indignación. El pago de su primer mes ya se hallaba atrasado en tres días, tal vez por inadvertencia de ella, pero eso lo había preocupado y molestado considerablemente. Al verla allí, audaz y segura de sí misma, convertida en juez de Denny, se le agotó la paciencia, Y dijo con súbita vehemencia:
—Es probable que recordara que trabajo para el doctor Page si tuviera mi sueldo del mes, señorita.
Ella enrojeció tan indignada que él tuvo la certeza de que había olvidado por completo el asunto. Luego irguió la cabeza:
—¡Lo tendrá! ¡Qué ocurrencia!
Durante el resto de la comida se mantuvo altanera, sin mirarlo, como si él la hubiera insultado. Y en realidad Andrés sentía un fastidio semejante contra sí mismo. Había hablado sin pensarlo, sin el propósito de herirla. Comprendía que su impetuoso temperamento lo había colocado en una falsa posición.
Al terminar la comida no pudo menos de reflexionar en sus relaciones con la hermana del doctor Page. La verdad era que en cuanto llegó a Bryngower había sentido que no simpatizaban. Quizá la culpa fuese suya —la comprensión de esto le puso más malhumorado y triste que nunca— pues sabía que su carácter era inflexible y difícil.
Sin duda Blodwen Page era una mujer estimable, una buena y ahorrativa ama de casa, que no desperdiciaba un minuto de tiempo. Tenía muchos amigos en Drineffy y todos hablaban bien de ella. Y, en fin de cuentas, la generosa devoción a su hermano, la instintiva lealtad respecto de sus intereses hacían de ella un verdadero modelo.
No obstante, para Andrés ella siempre era una solterona estéril, enjuta y seca, cuya sonrisa jamás podría convencerle completamente de que tuviese una cordialidad real. Si fuera casada, si estuviera rodeada por una bandada de chiquillos retozones, le habría resultado más agradable.
Luego de la comida se levantó y, momentos más tarde, lo llamaba a la salita. Su tono era de dignidad, incluso austero.
—Aquí tiene usted su dinero, doctor. He comprobado que mis ayudantes prefieren el pago en efectivo. Siéntese, lo contaré delante suyo.
Se sentó en el sillón de felpa verde y, junto a su cartera, colocó en la falda una cierta cantidad de billetes. Tomando los billetes, comenzó a ponerlos en manos de Manson, contándolos meticulosamente. Uno, dos, tres, cuatro… Luego de contar veinte abrió la cartera y, con idéntica exactitud, contó dieciséis chelines y ocho peniques. Luego subrayó:
—Creo que es lo exacto, doctor, lo correspondiente Habíamos establecido una remuneración anual de cincuenta libras.
—Absolutamente exacto —contestó embarazosamente.
Ella lo miró con indiferencia.
—De modo que ahora sabe usted que no me propongo engañarlo, doctor.
Andrés salió de la habitación ardiendo de indignación. El reproche lo hería tanto más cuanto que lo sabía justificado.
Cuando llegó al correo, compró un sobre certificado y expidió las veinte libras a la Dotación Glen, conservando para sí las monedas; advirtió que el doctor Bramwell se aproximaba y su expresión se encendió más aún.
Bramwell se acercó lentamente, con sus grandes pies, aplanando majestuosamente el pavimento, erguida su desaliñada figura, con los blancos y descuidados cabellos flotándole sobre el cuello manchado, los ojos fijos sobre el libro que mantenía a prudente distancia. Cuando alcanzó a Andrés, al que había divisado a media calle de distancia, afectó un reconocimiento teatral.
—¡Ah, Manson, hijo mío! Estaba tan abstraído que casi no lo veo.
Andrés sonrió. Ya estaba en relaciones amistosas con el doctor Bramwell, quien, a la inversa del doctor Nicholls, el otro doctor de la lista, le había dispensado una cordial acogida a su llegada. La clientela de Bramwell no era extensa y no le permitía el lujo de un ayudante; mas tenía buenas costumbres y algunas actitudes dignas de un gran médico.
Cerró su libro, señalando prolijamente el sitio con un sucio dedo índice, y luego se metió pintorescamente su mano libre en el pecho, dentro de su descolorida chaqueta. Era tan artificioso que apenas parecía real. Pero ahí estaba, en la calle principal de Drineffy. No era extraño que Denny lo hubiera llamado el rey de las enfermedades pulmonares.
—¿Y qué le parece nuestra pequeña sociedad, querido amigo? Como se lo dije cuando nos visitó a mi mujer y a mí en El Retiro, no es tan mala como parecería a primera vista. Tenemos nuestro talento, nuestra cultura. Mi querida mujer y yo hacemos lo posible por fomentarla. Mantenemos la antorcha, Manson, aun en el desierto. Usted nos debe visitar una noche. ¿Canta usted?
Andrés sintió un miedo terrible de tener que reírse. Bramwell proseguía con unción:
—Por supuesto que todos hemos oído hablar de su obra en los casos de tifus. Drineffy está orgulloso de usted, amiguito. Sólo hubiera deseado que la —oportunidad se me hubiera presentado a mí. Si hay alguna emergencia en que yo pueda serie útil, llámeme.
Un sentimiento de remordimiento (¿quién era él para divertirse con un hombre de más edad?), impulsó a Andrés a responder:
—¡Magnífico, doctor Bramwell! Tengo una mediastinitis secundaria realmente interesante en uno de mis casos, muy rara. Usted podría verla conmigo si dispone de tiempo.
—¿Sí? —preguntó Bramwell con un ligero enfriamiento en su entusiasmo—. No deseo molestarlo.
—Está precisamente a la vuelta de la esquina —dijo Andrés apresuradamente—. Y dispongo de media hora antes 4e encontrarme con el doctor Denny. Estaremos allá en un segundo.
Bramwell dudaba, reflexionó un minuto como si pudiera rehusar y luego hizo un gesto resignado de asentimiento. Bajaron hasta la calle Glydar y entraron a ver al enfermo.
Como lo había anunciado Manson, el caso era de extraordinario interés, pues envolvía un raro ejemplo de persistencia de la glándula timo. Estaba realmente orgulloso de haberlo diagnosticado y experimentaba un cálido sentimiento de ardor comunicativo mientras invitaba a Bramwell a compartir la emoción de su descubrimiento.
Pero a pesar de sus protestas el doctor Bramwell no parecía atraído por la oportunidad. Siguió a Andrés a la habitación lentamente, respirando por la nariz, y de una manera medio afeminada se aproximó al lecho. Aquí se detuvo y en un plano seguro realizó una precipitada investigación. No estaba dispuesto a quedarse. Sólo cuando abandonaron la casa y él hubo inhalado una larga bocanada de aire fresco, recuperó su elocuencia normal. Miró vivamente a Andrés.
—Me alegro de haber visto con usted su caso, hijo mío, en primer lugar porque entiendo que forma parte de la vocación del médico el no retroceder jamás ante el peligro de la infección, y en segundo lugar, porque me regocija la posibilidad del progreso científico. ¡Créalo o no, es éste el mejor caso que he visto jamás de inflamación del páncreas!
Le dio un apretón de manos y se fue rápidamente, dejando a Andrés enteramente estupefacto. «¡El páncreas!», pensaba Andrés, confundido. No era un mero desliz verbal el que había hecho cometer a Bramwell ese craso error. Toda su conducta en el caso revelaba su ignorancia. Sencillamente no sabía. Andrés se pasó la mano por la frente. ¡Pensar que un calificado clínico, en cuyas manos estaban las vidas de cientos de seres humanos, no conocía la diferencia entre el páncreas y el timo, cuando uno se halla en el vientre y el otro en el pecho! ¡Vaya, no era poco motivo para desplomarse!
Caminó lentamente calle arriba hacia la casa de Denny, dándose cuenta una vez más de cómo toda su ordenada concepción del ejercicio de la medicina vacilaba en torno suyo. Él se sabía inexperto, inadecuadamente preparado, muy capaz de cometer errores por su inexperiencia. Pero Bramwell tenía experiencia y por esto mismo su ignorancia era inexcusable. Inconscientemente los pensamientos de Andrés volvieron a Denny, que nunca cejaba en sus burlas contra esa profesión a la que ellos pertenecían. Al principio Dimny lo había exasperado enormemente con su enfadosa afirmación de que en toda Gran Bretaña había miles de médicos incapaces que no se destacaban sino por su absoluta estupidez y cierta aptitud adquirida de engañar a sus pacientes. Ahora comenzaba a preguntarse seriamente si no había algo de verdad en lo que decía Denny. Resolvió reabrir la cuestión esa misma tarde.
Pero cuando entró al cuarto de Denny, vio al momento que la ocasión no era indicada para la discusión académica. Felipe lo recibió con un malhumorado silencio, mirada sombría y frente ceñuda. Al cabo de un momento manifestó:
—El pequeño Jones murió esta mañana a las siete. Perforación. —Hablaba tranquilamente, con una furia fría y sosegada—. Y ahora tengo dos nuevos casos de tifus en Ystrad Row.
Andrés bajó los ojos, como acongojado, pero sin saber casi qué decir.
—No finja —continuó Denny amargamente—. A usted le es grato ver que mis enfermos van mal, y los suyos mejoran. Pero no será tan hermoso cuando esa maldita alcantarilla le infecte su camino.
—¡No, no! Lo siento sinceramente —dijo Andrés con vehemencia—. Tendremos que hacer algo al respecto. Debemos escribir al ministro de Salubridad.
—Ya podríamos escribir una docena de cartas —respondió Felipe conteniendo su impaciencia—, y todo lo que obtendríamos sería que nos enviaran un funcionario parásito dentro de seis meses. ¡No! Lo he pensado bien. Sólo hay una manera de hacer que le construyan una nueva alcantarilla.
—¿Cuál?
—¡Hacer volar la vieja! .
Durante un segundo Andrés dudó de si Denny había perdido el juicio. Después comprendió algo de la dura intención del otro. Lo miró consternado. Hiciera lo que hiciera para reconstruir sus ideas vacilantes, Denny parecía condenado a demolerlas. Murmuró:
—Habrá un gran revuelo… si se descubre.
Denny alzó la mirada arrogantemente.
—Usted no está obligado a acompañarme, si no desea.
—¡Oh!, estoy con usted —respondió pausadamente Andrés—. Pero sólo Dios sabe porqué.
Toda esa tarde Andrés se sintió de mal humor durante su trabajo, deplorando la promesa que hiciera. Ese Denny era un loco que, tarde o temprano, lo envolvería en algún asunto grave. Lo que ahora proponía era algo terrible, una infracción legal que, de ser descubierta, los llevaría ante un tribunal, y aun pudiera ser causa de que los borraran del registro médico. Un estremecimiento de puro horror pasó por Andrés al pensar en su hermosa carrera, que se dilataba tan brillantemente delante de él, truncada de pronto, arruinada. Maldijo violentamente a Felipe, juró una docena de veces para sus adentros que no lo acompañaría.
Sin embargo, por alguna razón extraña y compleja, no retrocedería, no podía retroceder.
Aquella noche a las once, Denny y él salieron juntos en compañía del mestizo Hawkins en dirección al extremo de la calle Chape. Estaba muy oscuro, había un viento borrascoso y una llovizna que les azotaba la cara en las bocacalles. Denny había hecho su plan, ajustándolo a tiempos precisos.
Hacía una hora que había entrado en la mina la última tanda de obreros. Unos pocos muchachos estaban junto a la casa del viejo Tomás, al extremo de la calle, mas, por otro lado, ésta se hallaba desierta.
Los dos hombres y el perro avanzaban tranquilamente. En el bolsillo de su pesado abrigo, Denny llevaba seis cartuchos de dinamita que Tom Seager, el hijo de su patrona, había robado especialmente para él en la cantera, esa tarde. Andrés llevaba seis latas de cacao en polvo, todas con la tapa agujereada, una linterna eléctrica y un trozo de mecha. Deslizándose con el cuerpo inclinado, con las solapas de la chaqueta levantadas, mirando medrosamente por encima del hombro, la mente convertida en un torbellino de encontradas emociones, daba sólo las respuestas más lacónicas a las breves observaciones de Denny. Meditaba tétricamente en lo que pensaría de él Lamplough, circunspecto profesor de medicina ortodoxa, al saberlo envuelto en esta delictuosa aventura nocturna.
Al atravesar la calle Glydar llegaron a la entrada principal de la alcantarilla, una tapa de hierro herrumbroso incrustada en frágil concreto, y allí pusieron manos a la obra. La gangrenosa cubierta no había sido tocada durante años, pero al cabo de algunos esfuerzos, la levantaron. Entonces Andrés dirigió discretamente la linterna a las profundidades mal olientes, por cuya ruinosa construcción de piedra un torrente de agua sucia se deslizaba viscosamente.
—¿Hermoso, no? —murmuró Denny—. Eche una mirada a las grietas en aquel punto. Dé una última mirada, Manson.
No se dijo nada más. Inexplicablemente, las disposiciones de Andrés habían cambiado y sentía ahora un salvaje impulso, una resolución igual a la del mismo Denny. La gente se estaba muriendo a causa de esta pestífera abominación, y la administración no había hecho nada. No era el momento de las actitudes clínicas ni del inofensivo frasco de remedio.
Rápidamente comenzaron a operar con los tarritos de cacao en polvo a, metiendo en cada uno un cartucho de dinamita. Cortaron y ataron mechas de longitudes apropiadas. Un fósforo brilló en la oscuridad, iluminando el rostro pálido y duro de Denny y sus temblorosas manos. Chisporroteó la primera mecha.
Uno por uno fueron echados a flotar en la mansa corriente los tarros de cacao, comenzando por los provistos de mechas más largas. Andrés no podía ver claramente. El corazón le golpeaba excitado. Esto no era medicina ortodoxa, pero era el instante más hermoso que había conocido. En el momento en que era soltada la última lata con su corta mecha crepitante, se le metió en la cabeza a Hawkins cazar un ratón. Fueron instantes de angustiosa expectación, aquéllos en que preocupados con los ladridos del perro y las espantosas posibilidades de una explosión bajo sus pies lo persiguieron y cazaron. En seguida colocaron nuevamente la tapa de la boca de la alcantarilla y corrieron como locos treinta yardas calle arriba.
Apenas habían negado a la esquina de la calle Radnor y detenídose a mirar en torno cuando, ¡pam!, voló la primera lata.
—¡Por Dios! ¡Está hecho, Denny! —exclamó Andrés regocijado. Experimentaba un sentimiento de camaradería con el otro, necesitaba tomarlo efusivamente de la mano, gritar estentóreamente.
Luego, hermosamente, se produjeron las explosiones subterráneas, dos, tres, cuatro, cinco, y finalmente, una detonación gloriosa que debió haber ocurrido a lo menos un cuarto de milla valle abajo.
—¡Ahí tiene! —dijo Denny con voz apagada, como si toda la secreta amargura de su vida se le escapara en esa sola palabra—. Ése es el fin de una porción de podredumbre.
Apenas había hablado, cuando se produjo la conmoción. Se abrieron puertas y ventanas, iluminando la oscura calle. La gente salía corriendo de sus casas. En un minuto la calle se vio repleta. Al principio circuló el rumor de que se trataba de una explosión en la mina. Pero esto fue desmentido luego, pues los estampidos provenían de la parte baja del valle. Se formulaban argumentos y raciocinios en voz alta. Una partida de hombres salió a explorar con linternas. El barullo y la confusión ensordecían la noche. A favor de la oscuridad y del ruido, Denny y Manson se escabulleron en dirección a sus casas por calles apartada. Andrés se sentía triunfante.
A la mañana siguiente, antes de las ocho, llegaba al sitio del suceso, en un automóvil, el doctor Griffiths, gordo, con su cara de ternero pálida por el pánico, después de haber sido sacado con grandes juramentos suyos de su tibio lecho por el consejero Glyn Morgan. Griffiths podía negarse a los llamados de los doctores locales, pero le era imposible resistir al áspero mandato de Glyn Morgan. Y, ciertamente Glyn Morgan tenía motivo de estar iracundo. La nueva villa del consejero, media milla valle abajo, había amanecido casi cercada por un foso de inmundicia más que medieval. Durante media hora el consejero, sostenido por sus partidarios, Hamar Davies y Deawn Roberts, le manifestó al funcionario médico, con palabras que muchos pudieron oír, exactamente lo que pensaban de él.
Después de ello, enjugándose la frente, Griffiths se dirigió vacilante hacia Denny que, con Manson, estaba en medio de la curiosa y edificante multitud. Andrés experimentó un súbito desasosiego al aproximarse el funcionario de salubridad. Una noche de inquietud habíale amenguado su entusiasmo. A la fría luz de la mañana, avergonzado por la desolación del despedazado camino, se sintió de nuevo molesto, nerviosamente perturbado. Pero Griffiths no estaba en condiciones de sospechar.
—Hombre, hombre —le dijo vibrantemente a Felipe, tendremos que conseguir al momento la nueva alcantarilla.
El rostro de Denny continuó inexpresivo.
—Se lo advertí a usted hace meses —dijo fríamente—. ¿No lo recuerda? ¿No lo recuerda?
—Sí, sí, en verdad. Pero ¿cómo adivinar que la mísera alcantarilla iba a terminar en esta forma? Es un misterio para mí cómo ha ocurrido esto.
Denny lo miró fríamente.
—¿Dónde está su conocimiento de la salubridad pública, doctor? ¿No sabe usted que estos gases de las cloacas son en alto grado inflamables?
La construcción de la nueva alcantarilla fue iniciada el lunes siguiente.