El turista que pasa por Clochemerle se asombraría si supiera que unos escándalos, cuyo desenlace fue sangriento y tuvo una repercusión mundial, agitaron en otros tiempos este burgo tranquilo. Incluso en Clochemerle, el recuerdo de aquellos sucesos se va desvaneciendo en la memoria de la gente. Han pasado los años, y cada día ha traído pequeños trabajos, pequeñas alegrías, sinsabores, preocupaciones, y su acción repetida ha entumecido las memorias, frágiles de por sí, de escasa capacidad y previstas para un lapso de tiempo ridículo.
La muerte ha suprimido algunos de los figurantes de 1923. Otros, atacados por la vejez, se mantienen prácticamente alejados de los seres vivientes. El plus de vida que se les ha concedido, el breve plazo de que disfrutan no cuenta ya en la suma de los quehaceres humanos de alguna importancia. Otros, en busca de nuevos horizontes, han abandonado el pueblo. A otros las cosas les han ido viento en popa y han podido dar cima a sus ambiciones. Y otros, en cambio, han sufrido pérdidas lamentables. Al cabo de algunos años, los hombres difícilmente conservan las mismas relaciones. Nuevas ambiciones o nuevos intereses los unen o los alejan, acercando a los enemigos y separando a los amigos. El clan de los triunfadores, el de los envidiosos, el de los resignados y el de los contentos con su suerte ha visto cambiar sus efectivos y algunos de sus adheridos pasarse al enemigo.
Pero el pueblo ha seguido siendo el mismo, sin nuevas construcciones que valga la pena destacar: una larga hilera de casas amarillas y achaparradas, imperfectamente aplomadas casi todas, con enormes escaleras, profundas bodegas, salientes con balcones, emparrados encima de las puertas, los crepis[30] verdes por el sulfatado, todo ello pintorescamente revuelto. Sin embargo, se puede admirar alguna que otra vieja fachada de un gusto perfecto, que ennoblece la graciosa sencillez de aquella comarca. Todavía puede verse la misma iglesia, conjunto de disparatadas innovaciones obra de sucesivas generaciones, que han sido aplicadas al cuerpo del edificio con un sentido de la economía que prohibía reconstruir lo que no fuera necesario y un vago sentido de la belleza que les aconsejaba lo que era admirable y digno de ser conservado. Esta moderación ha hecho posible, un poco por todas partes, el encanto del campo francés.
Detrás de la iglesia, el cementerio, soleado, recibe su habitual contingente de clochemerlinos, que varía poco de un año al otro. Por un lado, el barrio de las tumbas recién excavadas va ganando terreno, y del otro va extendiéndose el barbecho donde se descomponen los viejos cadáveres caídos en el olvido y que sólo son visitados por los insectos y los pájaros. Sin embargo, estos abandonados cuyos epitafios son apenas visibles entre la maleza y los hierbajos, reciben, al llegar la primavera, los más bellos manojos de florecillas, que brotan allí espontáneamente, lo que no puede verse en las tumbas celosamente cuidadas, condenadas a las flores cortadas y a los jarros de cristal muchas veces de un gusto ofensivo. En la plaza Mayor, los hermosos castaños siguen regalándonos con una sombra impenetrable. Cuando se permanece bajo sus naves un poco sombrías, la inmensa perspectiva expuesta a los ardores solares casi dañaría nuestros ojos si no atenuara el caliginoso brillo la vibración del aire montañoso que orea Clochemerle. El grueso tilo parece más indestructible que nunca. Ahondando sus raíces a través de muchos siglos del pasado, constituye de por sí una de las más profundas raíces del pueblo.
Para el que ha seguido la evolución de Clochemerle una sola cosa le indica las modificaciones que han sobrevenido. En la parte alta, adosado al Ayuntamiento, se encuentra un urinario, y otro en la parte baja, cerca del lavadero, lo que eleva a tres, con el del callejón de los Frailes, el número de esos cómodos edificios. Su existencia atestigua la completa victoria de Barthélemy Piéchut, del senador Piéchut, cuyo paciente programa ha sido llevado a cabo punto por punto, gracias a la muerte oportuna del viejo senador Prosper Loueche.
El honorable Prosper Loueche murió a los setenta y tres años, en un establecimiento discreto, entregado a ejercicios que, además de no ser adecuados a su edad, son muy perjudiciales para el corazón. Su último suspiro fue un suspiro de placer, exhalado en una tal postura que la persona que colaboraba a aquel goce tardó casi un minuto en darse cuenta de lo que ocurría. Notando lo poco activo que se mostraba Loueche, redobló su celo profesional y lo incitó murmurando:
—¡Acaba pronto, cariño! A la patrona no le gusta que estemos demasiado rato.
Luego se dio cuenta, aterrorizada, de que se esforzaba en vano debajo de un despojo cuyos ojos no permanecían fijos por la voluptuosidad, sino por el éxtasis eterno. Profirió unos agudos chillidos que interrumpieron el trabajo en las habitaciones vecinas. Con el atuendo de náyades sorprendidas aparecieron unas cuantas muchachas cuyos cuerpos, de variados estilos, eran perfectos, pues la casa, una de las más renombradas de París, se jactaba de satisfacer a los clientes más difíciles. Allí acudían hasta monarcas destronados.
Bien dirigidas por su patrona, una mujer de ideas claras, aquellas mujeres procuraron inmediatamente restituir al difunto Prosper Loueche a una actitud decente, compatible con la dignidad senatorial. Advertida por teléfono, la prefectura de policía tomó todas las disposiciones necesarias. A las dos de la madrugada fue transportado el cadáver al domicilio particular del senador, desde donde se pudo por fin anunciar el fallecimiento. Unas horas más tarde, se leía en los periódicos:
«Este hombre, cuya vida estuvo dedicada al trabajo, murió en la brecha, mientras examinaba, a avanzadas horas de la noche, un proyecto de mejoras sociales. Es sabido que Prosper Loueche se apasionaba por estos problemas respecto a los cuales había adquirido una competencia que nadie le regateaba. Su último pensamiento habrá sido para la valerosa población de nuestros suburbios industriales en donde había nacido. Ha desaparecido un hombre íntegro y noble».
Estos artículos necrológicos fueron comentados el mismo día, en los pasillos del Senado y de la Cámara.
—¡Las mejoras sociales! —exclamó un indiscreto—. ¡La bella Riri!
—¿La de la casa de madame Yolande?
—¡Pues claro! Era la favorita de Loueche. «¡Tiene unos dedos de hada, esa chiquilla!», solía decir.
Cuando se divulgó la noticia, nutridos contingentes del cuerpo legislativo comenzaron a visitar la casa de madame Yolande, que conoció, durante algunos meses, una prosperidad fabulosa. Allí se formó la unión nacional de todos los partidos cuyos representantes se abrochaban el chaleco por los pasillos. En cuanto a la muchacha llamada Riri fue lanzada de la noche a la mañana y rápidamente confiscada a la comunidad en provecho de un solo individuo, un viejo inmensamente rico, para el cual la evocación de los últimos instantes de Prosper Loueche constituían el único afrodisíaco que actuaba sobre su organismo.
El senador señor de Vilepouille quedó muy abatido al enterarse de la muerte de su viejo camarada. Pero supo dominar su pena cuando pronunció, en un círculo de amigos, unas palabras en elogio del difunto:
—A pesar de todo, tuvo una hermosa muerte. Murió en el fuego, en un alarde de juventud. Lo único que siento es que no recibiera los últimos sacramentos. Pero Dios será misericordioso, pues el bribón tenía buen gusto. Esa Riri es una chica estupenda.
—Parece que abusaba un poco… —insinuó uno de los contertulios.
El senador replicó con acritud:
—¿A qué llama usted abusar? ¡Diga usted que era un hombre con muchos arrestos! —concluyó con lágrimas en los ojos.
Sin embargo, reaccionó contra su dolor y los lúgubres presentimientos que habían despertado en su alma. «De todos modos —pensó—, Loueche tenía tres años más que yo». La perspectiva de este plazo le hizo sentirse aún seguro y consideró entonces que le convenía reaccionar vigorosamente, después de un choque tan funesto para su tranquilidad. Y se preparó un programa de placeres sedantes que podía iniciar aquella misma noche en los salones de madame Rose, otra casa especializada cuyo personal extremadamente joven constituía un incentivo para un hombre de su edad.
Con el apoyo de Alexandre Bourdillat y de Aristide Focart, y gracias a su habilidad para desenvolverse, Barthélemy Piéchut ocupó el escaño de Prosper Loueche. Una vez senador, mantuvo asiduas relaciones con los Gonfalon de Bec, de Blacé, y no le costó mucho trabajo de casar a su hija Francine con el descendiente de esta linajuda familia, que tenía una gran necesidad de dar nuevo lustre a sus blasones y cuyos vástagos se unían en matrimonio a mujeres plebeyas, pero dotadas de buenas fortunas. La dote de Francine sirvió para enjugar algunas deudas enojosas, reparar el ala izquierda del castillo donde se instalaron los jóvenes esposos en espera de que Piéchut encontrara un destino para su yerno. Él pensaba hacerlo subprefecto o meterlo en las oficinas de algún Ministerio.
Esta unión resultaba bastante onerosa, pues Gaétan Gonfalon de Bec era olímpicamente incapaz de subvenir a sus propias necesidades, pero halagaba a Piéchut porque le permitía extender a todos los medios sus relaciones y sus alianzas. La importancia así adquirida lo convirtió en árbitro de todos los pequeños conflictos que surgían entre el Saona y los montes de Azergues. Granjeóse una reputación de imparcialidad y de sensatez. En consecuencia, Clochemerle salió ganando con ello; se multiplicaron los comicios y las visitas de personalidades políticas, lo que atraía al burgo, donde dejaban su dinero, buen número de forasteros. En todos los banquetes a que le invitaban, Piéchut pedía siempre vino de Clochemerle, sirviendo así los intereses de su pueblo. No era de extrañar, pues, que comerciantes y viñadores se sintieran encantados y orgullosos de su Piéchut, redomado bribón.
Había un vago parentesco entre los Gonfalon de Bec y los Saint-Choul. Por los Saint-Choul podría llegarse a la baronesa, y por ésta sería posible mantenerse oficiosamente en buenos términos con el arzobispado, factor que no podía echarse en saco roto. Piéchut llegó a la conclusión de que gracias a esos nuevos puntos de apoyo, se convertiría en uno de los hombres más considerados del Beaujolais, en dueño y señor, por lo menos, de diez valles. Una casualidad, hábilmente preparada por ambas partes, puso al senador en presencia de la baronesa de Courtebiche. La conversación giró sobre Oscar de Saint-Choul y su porvenir político.
—¿Puede ocuparse de ese imbécil? —inquirió la baronesa sin el menor titubeo.
—¿Qué sabe hacer? —preguntó Piéchut.
—Hijos a su mujer. Y aun tomándose mucho tiempo. Aparte de esto, nada que valga la pena. ¿No basta para hacerle diputado?
—Sí, es suficiente —repuso Piéchut—. Pero no es esta la cuestión. Yo podría facilitar bajo mano la elección de su yerno, con la condición de que a todo el mundo le salieran las cuentas, de manera que nadie pudiera después reprochármelo, ¿comprende usted?
—Lo comprendo muy bien —contestó la baronesa, siempre tajante—. En suma, ¿qué pide usted?
—Yo no pido nada, yo negocio —repuso fríamente Piéchut, cuya dialéctica se había enriquecido con matices desde que frecuentaba el Parlamento—. Es muy distinto.
A la baronesa no le agradaban esos distingos, que parecían lecciones administradas por aldeanos. Y no ocultó su despecho.
—Entre usted y yo, mi querido amigo, las sutilezas políticas están de más. Reconozco que es usted el más fuerte. Lo encuentro francamente deplorable, y nada me hará cambiar de opinión. Pero mis abuelos discutieron más tratados que los de usted, y más importantes. Porque yo tengo unos antepasados, querido senador, que no eran unos cualesquiera.
—También yo tengo antepasados, señora baronesa —observó Piéchut en tono melifluo—. De lo contrario, no estaría aquí.
—¿Gente vulgar, señor senador?
—Sí, gente vulgar, señora baronesa. Criados, en muchos casos. Lo que demuestra, en suma, que mis antepasados han maniobrado mejor que los suyos… Decíamos, pues…
—Estaba usted en el uso de la palabra, señor senador. Espero sus condiciones atada de pies y manos, mi querido amigo. Vamos a ver si abusa usted de la situación.
—Abusaré tan poco que la liberaré en el acto —dijo galantemente Piéchut—. Envíeme a su yerno, será más sencillo. Cuando se trata de ciertas cuestiones, los hombres nos entendemos mejor.
—Está bien —asintió la baronesa—. Lo avisaré.
Se levantó dispuesta a salir, pero se detuvo un momento.
—Piéchut —dijo en tono amistoso—, en este mundo deberían nacer hombres como usted… en vez de esos pisaverdes con sesos de pajarillos, como ese pobre Oscar. A los treinta años, debió de ser usted un hombre. Y se le olvidó ser necio. Venga a comer al castillo, uno de estos días, y traiga a su hija, esa joven Gonfalon de Bec. ¡Esa pequeña ya es de los nuestros!
—Es muy reciente todavía, señora baronesa. Temo que sus modales dejen algo que desear.
—De eso se trata, mi querido amigo. Yo me ocuparé de ella. La he visto ya. Es una muchacha hermosa.
—Y no es tonta, señora baronesa.
—Su marido lo es por dos, pobre muchacha. En fin, trataremos de hacer de ella una imitación de gran señora hasta lograr que sea presentable. Porque no olvide usted, mi querido amigo, que siempre le faltarán algunos siglos de educación. Dicho sea sin ánimo de ofenderle…
—Bien sabe usted que no me ofende fácilmente, señora baronesa —dijo Piéchut socarronamente—. De todos modos, creo que Francine se acostumbrará pronto a sus visajes. Sólo lleva once meses de casada y muestra ya el empaque de sus orgullosas personas. ¡Hay que ver cómo habla a su padre!
—Es un buen síntoma, mi querido senador. Así, pues, estamos de acuerdo. Tráigamela y yo le enseñaré la arrogancia del buen tono. Si ella presta atención, sus hijos, dentro de veinte años, estarán completamente desangrados.
Antes de salir, la baronesa no pudo reprimir algunas lamentaciones.
—¡Qué pena que las personas de nuestro mundo tengan necesidad del dinero de ustedes para mantener su rango!
A esto, Piéchut repuso con la mayor campechanería:
—Tal vez nuestro dinero les preste algún servicio, pero la sangre también, ¡qué diablo! Tengo la impresión de que una aportación de sangre de Piéchut no le irá del todo mal a ese desmedrado linaje de los Gonfalon.
—¡Lo peor es que es verdad! —exclamó la baronesa—. Hasta la vista, republicano farsante.
—¡Hasta pronto, señora baronesa! Muy honrado…
Se llegó a un acuerdo político entre el Ayuntamiento y el castillo de Clochemerle. Oscar de Saint-Choul fue elegido diputado, lo que, a pesar de todo, le valió a Piéchut algunos reproches de sus familiares. Pero cuando le hablaban del yerno de la baronesa les contestaba tranquilamente:
—¡Qué importa un tonto más en la Cámara! Cuanto más imbéciles hay, mejor van las cosas. Porque los maliciosos son tan envidiosos que no hacen más que desgañitarse y embrollarlo todo.
Esta filosofía desarmaba a los descontentos y, en cuanto a los irreductibles, Piéchut se las componía para hacerles de vez en cuando algún favor.
Para celebrar el triunfo electoral, la baronesa dio una gran fiesta. Todo Clochemerle bebió y bailó en su hermoso parque, cuyas iluminaciones se veían desde gran distancia. Esta recepción halagó mucho a los clochemerlinos, quienes convinieron en que nunca un Bourdillat o un Focart los había tratado con aquella magnificencia.
En 1924, tras una ardua competición, François Toumignon consiguió el título de «Primer Biberón». Pero tres años después, la cirrosis, que había dado buena cuenta de varios de sus predecesores, acabó con él. Entretanto, Judith trajo al mundo un magnífico niño. Hippolyte Foncimagne fue el padrino. Sin embargo, todo el mundo decía que el delicioso bebé se parecía mucho al apuesto escribano. Después de la muerte de su marido, Judith abrevió el tiempo de luto y vendió las «Galeries Beaujolaises». Después se marchó de Clochemerle para instalarse en Macon, donde se casó con Foncimagne, adquirió un café que su atractiva presencia llenó rápidamente de clientes y dio a luz dos gemelos, igualmente espléndidos, que se parecían mucho a su hermano mayor. Luego, feliz, engordó y no abandonó un solo momento la caja de su establecimiento, donde las turbadoras morbideces de su espalda y de su pecho hicieron durante largo tiempo verdaderas maravillas.
Reconciliados por el interés común, Arthur y Adèle Torbayon reanudaron la vida juntos. Si Adèle se entregaba de vez en cuando a una de esas fantasías a las que la inclinaba una madurez turbulenta, su marido cerraba los ojos. Sabía por experiencia que en este orden de cosas es mejor hacer la vista gorda y sobre todo no armar barullo. Las ganancias de cada día, que conducían de un modo regular a la fortuna, hacían olvidar algunas irregularidades que apenas hacían mella en el honor del posadero. Durante la juventud se concede demasiada importancia a ciertos pequeños delitos que con el transcurso de los años se consideran solamente fútiles vanidades.
«No siempre se les ocurre acudir a ella, y eso la pone de buen humor, lo que resulta conveniente para el comercio», se decía Arthur.
Por otra parte, su mujer tomaba muy a mal las observaciones que se le hacían, y Arthur sabía que no encontraría otra como ella para llevar bien una sala de café.
Babette Manopoux, que era una moza esbelta y rubicunda, se ha convertido en pocos años en una enorme comadre, desmesuradamente nalguda y tetuda, con los brazos agrietados por las coladas y la tez enrojecida por el vino del Beaujolais, del cual hacía cada vez más un uso verdaderamente viril.
(«Cuando uno trabaja mucho, hay que beber en proporción»).
Aunque un poco embrutecida, se la cita todavía como la voz más valiente y autorizada de Clochemerle, la reina indiscutible del lavadero, donde todo cuanto ocurre en el pueblo es comentado de una forma exhaustiva.
En cambio, madame Fouache, agostada por la edad, abatida por el reuma, se ha vuelto más afectuosa, más compasiva y más murmuradora que nunca. Lleva al día la crónica local, con una perseverancia cada vez más acusada, pues la pobre comienza ya a chochear. Gracias a sus piadosas evocaciones, la gran figura del difunto Adrien Fouache domina desde lo alto toda una época en franco declive.
Eugene Fadet ha instalado un garaje. Es representante de una marca importante, que fabrica los coches en serie. Este nuevo comercio del cual se enorgullece le facilita frecuentes escapadas a la ciudad con el pretexto de efectuar unas pruebas o de gestionar unas ventas. Pero Léontine Fadet controla minuciosamente la expedición de gasolina, los créditos, las reparaciones y las horas de trabajo. Ha sabido hacerse respetar, tanto por los clientes como por los dos aprendices, y ese respeto asegura al establecimiento Fadet unas sanas finanzas.
Toda la desgracia de los seres humanos proviene del trabajo que se desarrolla en su cerebro. Ahora bien, el cerebro de Rose Bivaque, convertida en Rose Brodequin, es uno de los más perezosos que existen. En consecuencia, es feliz, completamente al margen de los problemas, las comparaciones y las aspiraciones que atormentan a ciertos espíritus. Para Rose sólo existe una regla de vida: su Claudius, que sigue siendo para ella el apuesto militar que se le apareció en otros tiempos como un mensajero de la primavera. Ella le ha dado hijos y ha cuidado de la comida y la colada: unos hijos hermosos, una comida suculenta y una ropa bien lavada. Siempre de buen humor, modesta y con la sonrisa en los labios, siempre sumisa, no refunfuña por nada, ni de día ni de noche. Desde que, gracias a la decisiva intervención de la baronesa, se decidió su boda de la noche a la mañana, se ha reconciliado con Dios y también con la Virgen (que ha debido de comprender que las inmaculadas concepciones no se prodigan). En suma, Rose Brodequin es una de nuestras mujeres ejemplares por lo que se refiere a buena conducta y a los deberes conyugales. «¡Buena maña te has dado, Claudius!», repite aún, de vez en cuando, Adrienne Brodequin, mirando a su nuera, torpe y con las mejillas encendidas como en los primeros días, que contempla a Claudius y suspira: «¡No sé lo que me pasa con Claudius!». Lo que significa que el universo entero no vale para ella un Claudius Brodequin, aquel monstruo de Claudius por conducto del cual, bajo el centelleo estelar de un cielo abrileño que fue su palio nupcial, conoció en 1923 todas las dulzuras de este mundo.
Una familia de Clochemerle conoció el infortunio, la de los Girodot, que acabó dispersándose, sumida en la vergüenza.
Retrocedamos al año 1923. Ante la evidencia del rapto, comunicado desde París a sus padres por la joven Hortense, Hyacinthe Girodot tuvo que capitular y conceder una pensión a su hija que le permitiera casarse con aquel pelagatos, si es que conseguía que él quisiera hacerla su esposa, lo que ya sería algo después de un escándalo semejante. Pero el notario, cogido por el cuello, no dio a su hija más que una pensión de hambre, diciendo que no quería mantener al granuja que sólo por un abuso de confianza iba a convertirse en su yerno. Así, pues, Denis Pommier se vio obligado a buscarse la vida.
El muchacho era poeta, pero no tardó en comprobar de una manera amarga que, en un mundo dirigido por la alta finanza y sacudido por las máquinas, la poesía no da lo suficiente para ir todas las mañanas a la panadería. Decidió, ya dispuesto a sufrir toda clase de humillaciones, lanzarse a la trivialidad de la prosa, reservándose el derecho de incrustar en ella neologismos de su invención y buen acopio de imágenes. Consiguió finalmente entrar en un periódico. Lo destinaron a la sección de sucesos, que tal es el comienzo de muchos, dándole a entender que ocuparía más elevados puestos si lograba destacar en aquel cometido un poco oscuro. Distinguióse, en efecto, aunque de una manera inesperada, sobre todo por el redactor jefe, pues convertía la lectura del periódico en el cual escribía en un motivo de fastidio o de franco regocijo. Sobrecargado de lirismo, Denis Pommier lo aplicaba a manos llenas, en las reseñas de accidentes, de agresiones, de pequeños robos y de suicidios. Hay que convenir que el lirismo le sentaba a aquellos relatos como los pelos en la sopa. Redactó en términos poéticos la información de un asesinato en provincias y envió un sorprendente despacho, muy parecido a un mensaje cifrado. Pero nadie en el periódico estaba en posesión de la clave. Cuando el joven reportero regresó, se le notificó que su estilo, maravilloso para el cultivo de la literatura, era inadecuado para la labor informativa y se le aconsejó, finalmente, que tentara su suerte en otro periódico. Denis Pommier probó fortuna un par de veces, pero el demonio de la poesía le hizo fracasar rápida y rotundamente.
La época era de los talentos precoces. La proximidad de sus treinta años preocupaba mucho al poeta. Decíase que precisamente al alcanzar la treintena, Balzac se puso a trabajar para la posteridad, pero Balzac, en nuestro siglo, se hubiera retrasado. Resolvió anticiparse tres años al autor de La comedia humana y sentó los cimientos de una gran cíclica con este título general: «El siglo XX». El primer tomo se titularía El amanecer del siglo. Se empeñó en llevar a cabo esta empresa y escribió en ocho meses un mamotreto de quinientas doce páginas a máquina y sin márgenes. La cariñosa Hortense hizo siete copias de El amanecer del siglo. Y siete editores parisienses recibieron al mismo tiempo aquella tupida obra maestra.
Uno de los editores contestó que el manuscrito era interesante, pero que el estilo era poco literario para su casa. Otro, que el manuscrito tenía interés, pero que el estilo era excesivamente literario para su casa. Otro, que la trama era casi inexistente. Otro, que la trama tenía demasiada importancia. Otro preguntó «si el autor se burlaba de la gente». Otro aconsejaba que «el autor recabara los servicios de un traductor, pues no es costumbre en Francia publicar directamente en iraqués». Y por último, el séptimo no contestó ni devolvió el original.
Con esto pasaron seis meses, tiempo que empleó Denis Pommier en escribir una novelita: Bazares de ensueños, que reproducida asimismo en varias copias, no tuvo más suerte entre los editores.
Desesperado, Denis Pommier se orientó hacia la novela folletín. Su primer intento alcanzó cierto éxito. Había, pues, que perseverar en el camino emprendido, lo que hizo metódicamente. Todas las mañanas, fumando su pipa, escribía sus veinte páginas, echando mano a los rápidos diálogos cuando le fallaba la inspiración. «El mayor talento del folletinista consiste en trabajar a tanto la línea», le había dicho un veterano del género. Más tarde, Hortense pasaba a máquina los borradores.
Hortense era feliz. Estaba ciegamente enamorada y no dudaba un solo instante de que Denis era un gran hombre. Además, era un gran hombre muy alegre. Después de destinar la mañana a enmarañar la vida de sus personajes alternando las corrupciones con las estafas y los asesinatos, se disponía, por la tarde, a divertirse como un chiquillo. Todos sus malos instintos se quedaban en los papeles. Esto le dejaba un excedente de encantadoras jocosidades que hacían las delicias de la joven esposa, la cual, por la gracia de un amor ferviente, llegaba a confundir su destino con los destinos novelescos de las ideales heroínas que tanto abundaban en la mente de Denis Pommier. Esta regla de vida permitió al matrimonio, enriquecido con dos hermosos hijos, vivir modestamente hasta el año 1928, en que murió Hyacinthe Girodot.
Pudo abrirse por fin la caja fuerte del notario y distribuir el contenido, que pasaba del doble de las previsiones más optimistas. Así se rehabilitan los avaros al morir, y en cambio se maldice a menudo el recuerdo de los seres generosos. Los herederos juzgaron que el notario, que había tenido suficientes ánimos para morir sin hacerles esperar demasiado, si no dejaba a la gente inconsolable, era merecedor no obstante, de sentidas manifestaciones de agradecimiento. Por otra parte, ¿no es una perfecta forma de altruismo convertir la muerte en una grata fiesta familiar? En este sentido, pues, la muerte de Girodot fue una obra maestra.
Pero no hay obra maestra que no haya costado a su autor grandes sufrimientos. Éste fue el caso de Girodot, que murió desgarrado por el dolor de tener que dejar su dinero, y este dolor aceleró sin duda su muerte. Si tuvo un fin prematuro, el mérito o el honor de ello le corresponde a su hijo, Raoul Girodot, un muchacho execrable que, como decía su padre, «tenía el vicio en el cuerpo».
A los dieciocho años, este joven, resueltamente refractario al estudio, se instaló en Lyon para hacer las prácticas que debían conducirlo al notariado. Raoul Girodot, ya lo hemos dicho, tenía ideas muy claras sobre la manera de entender la vida. No se desvió un milímetro del programa que se había trazado, cuyo primer artículo prescribía no poner los pies en casa de un notario. Para la aplicación de ese programa contó siempre con el apoyo secreto de su madre, que, por una desviación del sentido femenino combinado con el amor materno, sentía por el muchacho una increíble debilidad, verdaderamente sorprendente en una mujer tan taciturna. Esto impele a preguntarse si no existe en esa propensión una inclinación vagamente incestuosa, por otra parte ignorada por la propia «notaría», pues su naturaleza se vengaba tardíamente de ciertas ineptitudes que habían arrojado a Girodot en brazos de las meretrices. Sea lo que fuere, Raoul Girodot le sacaba a su madre todo el dinero que ella guardaba celosamente en escondrijos secretos. En efecto, era costumbre entre las mujeres Tapoque-Dondelle ir apartando pequeñas cantidades, sin que lo supiera el marido, en previsión de que pudieran sobrevenir días malos, pues aquellas mujeres consideraban que los hombres, con su repugnante inclinación a correr tras las mozuelas, son capaces de todo, incluso de dejarse desplumar como un palomino atontado. Por otra parte, esta afición al ahorro alienta a las esposas a velar por la marcha de la casa, y, en consecuencia, todo el mundo sale beneficiado.
Pero llegó un momento en que ni los ahorros de la «notaría» ni las sustracciones efectuadas sobre el presupuesto casero bastaron para atender a las necesidades de Raoul Girodot. Para desgracia de sus familiares, el muchacho acababa de encontrar la hermosa y codiciada rubia con la que siempre había soñado. Fue algo irresistible, como la llamada de una vocación. La mujer, a la que sus íntimos llamaban Dady, tenía veintiséis años cuando Raoul la conoció y era la amante oficial de un sedero de Lyon, personaje rico e importante. Raoul Girodot se sintió trastornado por la elegancia de la dama, y las demostraciones de su ciencia amorosa acabaron de sorberle el seso. Por su parte, Dady no era insensible a tanta adoración, a tanta buena voluntad juvenil. Además, le era indispensable, como si se tratara de unos cuidados solícitos, distraerse un poco aparte de las dos o tres noches por semana que le concedía un hombre de cincuenta y siete años, el sedero Achille Muchecoin.
El adiestramiento de un adolescente ocupaba muy agradablemente las tardes de Dady, y a veces sus noches, pues, confiando en las metódicas costumbres del poderoso industrial, no tomaba ninguna precaución.
Pero no hay buenas costumbres que no se alteren. Una noche se presentó inopinadamente el señor Muchecoin. Abrió la puerta del pisito con su llave particular y encontró en la habitación de su amante a un jovenzuelo con tan sumario indumento, que resultaba verdaderamente difícil presentarlo como un primo que estaba de paso. Hubo un silencio embarazoso, pero el señor Muchecoin se mostró muy digno. Cubriendo de nuevo su calva con el sombrero en señal de desprecio y con las mejillas encendidas, dijo a Raoul Girodot:
—Ya que usted, joven, pretende, al parecer, gozar de los placeres de los hombres de mi edad, debe asimismo asumir las cargas. Así, pues, le dejo a usted al cuidado de atender a los pagos de madame, a quien presento por última vez mis respetos.
Dicho esto se marchó, dejando a la pareja en un embarazoso silencio y sin ánimos para solazarse de nuevo con sus entretenimientos.
—¡Pues que se vaya al cuerno! —exclamó la turbadora Dady una vez repuesta de su emoción—. ¡Ya encontraré otro!
Quería hablar del sucesor que, por razones financieras, tendría que dar al señor Muchecoin. Raoul Girodot afirmó que no habría otro sucesor que él y, cogiendo entre sus brazos a su bella amante, le explicó que su padre, un avariento notario, contaba con recursos inmensos, que constituían una sólida garantía para obtener algunos préstamos.
—¡Qué cosa más graciosa! —exclamó Dady riendo.
Lo que Dady consideraba gracioso era que el trabajo y el placer fueran la misma cosa. En su azarosa carrera, nunca había tenido ocasión de llegar a este sincronismo ideal. Pero esta vez sí lo logró, pues Raoul Girodot, que sólo tenía diecinueve años, se convirtió en el entreteneur de aquella hermosa mujer que brillaba de una manera deslumbradora en la galantería lionesa.
Seis meses después, un usurero despiadado se trasladó a Clochemerle para reclamar a Hyacinthe Girodot la cantidad de cincuenta mil francos que había adelantado a su hijo, como lo atestiguaban los recibos firmados por Raoul. De buenas a primeras, el notario quiso echar al usurero con cajas destempladas, pero éste le insinuó que «el muchacho podía dar con sus huesos en la cárcel». La «notaría», al oír esto, se desplomó desvanecida. El notario pagó, repitiendo los lamentos de Harpagon. Y el día siguiente se marchó a Lyon con el propósito de sorprender al culpable en compañía de su coima[31].
Los buscó y, naturalmente, los encontró juntos, pues no se separaban un momento. Sentados en el diván de un gran café, formaban una de esas envidiadas parejas, ensimismadas en su mutua adoración, cuyos cuerpos lavados, perfumados y siempre entrelazados, constituyen un magnífico pasatiempo. Se sonreían como cómplices que nada tienen que temer, se embromaban, se enzarzaban en pueriles disputas, se enfadaban, se reconciliaban y se besaban con un desembarazo absoluto, en presencia de un centenar de personas. Como ellos se sentían felices y encantados el uno del otro, cuanto ocurría a su alrededor les importaba un comino. No parecían aburrirse, pues disponían del inagotable caudal de las triviales necedades que constituyen el tema de los coloquios de los jóvenes enamorados para quienes las palabras y la acción en público no son más que un alto en el placer, y sólo el placer es lo importante.
Raoul Girodot había adquirido una tal desenvoltura en sus modales que su padre hubiera tenido motivos para enorgullecerse de él, si alevosamente herido por cincuenta mil francos, no sintiera por el hijo el vivo resentimiento que experimenta hacia su agresor un hombre apuñalado. Examinó de pies a cabeza a aquella mujer y tuvo que llegar a la conclusión de que, a pesar de haber engatusado a su hijo, era encantadora. Raoul había hecho su elección con el gusto de su padre.
«¡Y pensar que yo me estoy privando de estas cosas! —pensó Girodot—. Pero esto va a terminar…».
Sin embargo, aquella mujer le recordaba algo. Súbitamente la reconoció, se acordó de todo… Palideció. Y entonces se libró un doloroso combate entre su justa cólera y su hipocresía, escudo de una respetabilidad que consideraba el primero de los bienes, moralmente, se entiende.
Incluso para una bonita muchacha no tonta, que tal era el caso, carreras como la de Dady son siempre difíciles y están sujetas a grandes casualidades. Antes de elevarse a esa aristocracia de las cortesanas que constituyen las mujeres entretenidas, Dady, principiante, conoció días muy negros. Se la vio callejear de noche por los lugares céntricos de Lyon, buscona tímida y hambrienta que no encontraba siempre la ocasión de vender su cuerpo, a pesar de ser un hermoso cuerpo, sin ninguna imperfección. Sin embargo, la reputación de un cuerpo, como la del talento, sólo se obtiene después de un largo tiempo de divulgación. En aquellos tiempos, podía uno acostarse con Dady por cincuenta francos. Centenares de hombres se acostaron con ella a aquel precio, como se hubieran acostado con otra cualquiera, y a ninguno le pasó por la cabeza jactarse de ello. Más adelante, alguien descubrió los méritos de Dady. Entonces fue muy difícil acostarse con ella. Fueron muchos los que lo intentaron, costara lo que costara. En aquel momento, Dady fue lo bastante inteligente para comprender que era preciso conceder sus favores con una extrema parsimonia, medida de precaución que ella denominaba, no se sabe por qué, «el engaño de las daifas[32] de postín». Desde entonces, una caudalosa corriente de esnobismo se orientó hacia Dady. La gran industria se la disputó, y se le entregaron íntegramente algunos balances de casas comerciales. La fama de mujer peligrosa la encumbró definitivamente al cénit de las más altas tarifas.
Parecerá, pues, extraño que hubiera aceptado los servicios de Raoul Girodot, cuyos recursos eran módicos y poco seguros. Pero en el caso de Raoul, Dady se ofrecía una fantasía. Además, en sus proyectos desempeñaba también un papel la idea del matrimonio, que siempre impresiona a la mujer, sea cual sea su situación. El apasionamiento de Raoul daba motivo a suponer que aquella idea no era totalmente desatinada. Pero había un impedimento que Dady ni siquiera sospechaba, un impedimento que hacia palidecer a Girodot padre en un rincón del café, desde donde observaba, sin ser visto, a su hijo y a su amante.
En sus tiempos oscuros, Dady había sido, en varias ocasiones, objeto de las «caridades secretas» del notario, y ésta era la espantosa realidad que acababa de serle revelada. Como es sabido, la contrapartida de aquellas caridades secretas consistía en unos servicios de una estricta intimidad. En este aspecto, el notario manifestaba unas exigencias tan especiales que era de todo punto inadmisible que su hijo llegara a enterarse. Ya puede imaginarse, pues, la terrible turbación de ese padre al que la amenaza de unas revelaciones vergonzosas impedía el estallido de una justa indignación. Oculto detrás de una columna del establecimiento, reflexionaba sobre las diferentes maneras de apartar a su hijo de aquella mujer, cuyos métodos de acción eran no solamente poderosos, sino corrosivos. Por haber experimentado antaño sus efectos soberanos sobre sus ya aplacados sentidos, estaba en condiciones de conjeturar lo que podía ocurrir tratándose de los inflamables sentidos de un hombre joven. En todo ello intervenía también un vago sentimiento de celos, que, sumado a la pérdida de cincuenta mil francos, atormentaba terriblemente al pobre hombre. Se daba cuenta de que, en aquel asunto, su dignidad se iba al garete.
Raoul y Dady se levantaron bruscamente y echaron una ojeada a las personas que había en el café. Raoul se dio cuenta de la presencia de su padre, mientras que Dady reconoció en aquel hombre desmedrado y envejecido a un antiguo cliente.
—¡Ahí está el viejo! —dijo Raoul a Dady indicándole a Girodot—. Tengo que hablar con él. ¡Márchate!
Se comprende, pues, cómo el notario de Clochemerle se vio atado de pies y manos por los secretos inconfesables que poseía Dady, cómo el temor a que ella hablara le impidió actuar y cómo Dady, cuando se dio cuenta de este temor, lo que no tardó en ocurrir, se sintió dueña de la situación y empujó a Raoul por el camino de los gastos locos, de los empréstitos sin medida y de las rebeliones arrogantes.
Para Girodot esto fue un calvario atroz. En dos años tuvo que enjugar deudas de Raoul por un total de doscientos cincuenta mil francos, aparte de las cantidades que el miserable le sacaba a su madre. En una ocasión el notario se cruzó con Dady en una calle de Lyon y aquella zorra inmunda que le roía el corazón, aquella asalariada confidente de sus vicios se atrevió a sonreírle. La vergüenza y la pena consumieron a Girodot. Por la puerta entreabierta de la caja de caudales de donde salía el dinero que le arrancaba la Mesalina de Lyon se le iba escurriendo la vida. Durante los últimos meses, su tez adquirió el tono de los viejos bronces expuestos a la intemperie hasta el punto que parecía que su sangre estuviera llena de cardenillo. Girodot murió a los cincuenta y seis años, roído por la amargura. Ya en el umbral de la eternidad, se despidió de la tierra murmurando:
—¡Esa sinvergüenza me ha chupado hasta la sangre!
Esta fórmula, manifiestamente oscura, fue atribuida al delirio. En seguida cayó en coma.
Una vez repartidos los bienes del notario, se vendió el despacho y la familia Girodot abandonó Clochemerle. Ya millonario, Denis Pommier tomó un gran piso en París, organizó recepciones, escribió cada vez menos y se hizo una envidiable reputación literaria.
Después de algunos años de una vida amorosa desordenada, Dady, doblada ya la treintena, pensó en cosas más serias y se casó con Raoul. Una vez esposa legítima, se notó en ella un cambio enorme, hasta que pasó finalmente al campo de las damas respetables donde brilló en primera fila por su intransigencia, censurando severamente los vestidos, los modales y las costumbres. Acabará por ser una buena ama de casa y ya controla los gastos del marido. En consecuencia, Raoul Girodot se ha visto obligado a buscar distracciones fuera de casa. Acaba de tomar una amante, también rubia, lozana y algo metidita en carnes, como era Dady a los diecinueve años. Ésta, aburguesada y rolliza, le hace ahora escenas violentas. En el curso de sus disputas, ella suele decirle:
—¡Tú serás un viejo guarro como tu padre!
—¿Y cómo sabes —pregunta Raoul— que mi padre era un viejo guarro?
—¡No había más que verle! Y tú acabarás por parecerte a él.
Y es verdad. El joven Girodot, a medida que va envejeciendo, va pareciéndose más al difunto Girodot. Y por otra parte, aquel hijo indigno está ahora dispuesto a defender a su padre y a encontrarle cualidades que antes no había sabido verle en vida. Es la señal de que ha entrado en la madurez, que no está muy lejos de su propia conversión, de acomodarse en el tibio regazo de esa burguesía a la que está ligado por todas sus fibras. Estos sentimientos se manifestarán cuando, llegado su hijo a la mocedad, podrá inculcarle los rígidos principios de una moral directamente heredada del notario Girodot.
La viuda de éste, Philippine Girodot, buscó refugio en Dijon, cuna de los Tapoque-Dondelle, donde abundan las solteronas y las abuelas de la familia. En su compañía, la exnotaria se extiende en comentarios sobre las desgracias de la vida, las dolencias que la aquejan y los disgustos que le ocasionaron las sirvientas, lo que constituye la principal ocupación de esas personas medio retiradas del mundo. De todos modos, amenizan sus últimos años ingiriendo respetables cantidades de vino, el renombrado vino de Dijon, excelente con pastas secas.
En los días estivales, el cura Ponosse, ya de edad avanzada, pasa algunas horas en la umbría de su jardín, en compañía de su pipa, su breviario, una taza de café y una botellita de aguardiente. Pero la pipa se apaga porque el viejo sacerdote apenas tiene aliento, los dos dedos de aguardiente quedan en el vaso y el breviario permanece cerrado. Gozando de la paz friolera de los ancianos, el cura Ponosse medita sobre su vida, que llega a su término, y en esta retrospección se inspiran sus improvisadas pláticas, mejor adaptadas a su caso personal que las fórmulas litúrgicas. En posesión de una dilatada experiencia apostólica que le ha ido descubriendo, poco a poco, las reconditeces del alma, siente a su manera una gran compasión por la condición humana, que no es de índole malvada, según él, pues el hombre experimenta a menudo un sincero deseo de justicia y de apacible felicidad. Sin embargo, en esa búsqueda el hombre se extravía, como los ciegos cuyo bastón tropieza, al tantear el camino, con obstáculos o asperezas. Así pues, si bien es cierto que en su marcha vacilante para alcanzar el bien los hombres se comportan con una ciega ferocidad, esa ferocidad tal vez sea debida al exceso de sufrimientos y caídas.
Solo, en voz baja, el cura de Clochemerle eleva sus preces al Señor, intercediendo por todas sus ovejas:
—No, Señor, los clochemerlinos no son malos. Y yo tampoco soy malo, Señor, y Vos lo sabéis. Y, sin embargo…
Piensa entonces en los castigos que esperan a los pecadores impenitentes o sorprendidos por la muerte. Y dirige una pregunta al apacible cielo de Clochemerle, azul como el ropaje de la Virgen:
—¡Oh, Dios justo y bondadoso! ¿Acaso el infierno no está, en la Tierra?
Suspira, y, en un estado de recogimiento, examina sus propias culpas:
—En otros tiempos, ¡ay!, forniqué, ¡oh!, moderadamente y sin goce alguno, porque, ¿cómo gozar con Honorine? Pero, de todos modos, aún era demasiado, y me arrepiento. Con vuestra indulgencia infinita, Señor, sabréis discriminar las cosas. Sabéis que me concedisteis una complexión sanguínea exigente y, a pesar de ello, sólo pequé en último extremo. Me arrepiento con toda mi alma, Señor, de esos pecados de mi juventud, y os agradezco por haberme retirado hace mucho tiempo la peligrosa y detestable facultad viril, que a veces introdujo subrepticiamente la concupiscencia en las conversaciones que, para la salvación de su alma, mantenía con mis feligresas…
»Apiadaos, Señor, de la vieja Honorine cuando comparezca a vuestra presencia, lo que será en breve plazo. Atribuid, Señor, su conducta a la más admirable abnegación. El comportamiento de Honorine obedecía, más que a otra cosa, a impulsos caritativos, sobre todo si se tiene en cuenta que mis tratos con ella eran de una brevedad, que la pobre muchacha se sentía desilusionada, pues no era cuestión de esos goces preparatorios en que, al parecer, incurren los seglares y que hubieran sido, para un eclesiástico, el último grado de la caída. La conducta de Honorine ha impedido, por lo menos, que la vergüenza de mis vicisitudes haya causado daño a la Iglesia, y por ese motivo estoy cierto de que mucho le será perdonado a la fiel sirvienta…
»Asimismo, Señor, os agradezco que hayáis escogido a Clochemerle por cuna de la señora baronesa, que tan bondadosa se muestra conmigo, enviándome a buscar por su chófer una vez por semana para ir a cenar al castillo. A pesar de que en el castillo de la señora baronesa la cocina es suculenta, hago caso omiso de ello y no caigo en el pecado de la gula. Apenas como y no bebo en absoluto a causa de mi estómago. Pero me distraigo un poco en tan agradable compañía, y tengo la satisfacción de decir que en mi humilde persona se rinde homenaje a la Iglesia…
»¡Derramad, Señor, los bienes de la paz sobre vuestro viejo e imperfecto servidor! Que mi muerte sea dulce y tranquila. Vuestra hora, Señor, será mi hora. Pero os digo sinceramente que me apenará mucho abandonar a mis clochemerlinos, y esa buena gente llorará la muerte de su viejo Ponosse, que los conoce a todos, uno por uno. Después de tanto tiempo…
»Así, pues, Señor, no os deis prisa en llamarme. Dejadme todo el tiempo que os plazca en este valle de lágrimas. Aún puedo hacer muy buenas obras. Esta misma mañana he llevado la extremaunción a la vieja Mémé Boffet, la Mémé Boffet de los Cuatro Caminos, a más de tres kilómetros del pueblo, y he hecho el trayecto a pie, al ir y al volver. Es un decir, Señor…
Así piensa y murmura el viejo Ponosse, enflaquecido, con los cabellos blancos, moviendo lentamente la cabeza y temblándole las mandíbulas, en las que faltan casi todos los dientes. La mirada de sus ojos cansados vaga a lo lejos, más allá de la llanura de Saona, sobre la meseta de Dombes, en dirección a Ars, cuna del bienaventurado Vianney. Y eleva a aquel virtuoso modelo de los curas rurales una última invocación:
—Mi buen Jean-Baptiste, sed un hermano para mí y concededme la gracia de acabar mis días sin grandes sufrimientos, como un buen sacerdote. No pretendo, claro está, ser un santo como vos. Sería demasiado hermoso. Pero sí al menos un buen hombre, esperadme allá arriba en la puerta. Me conozco muy bien y sé que no me atrevería a entrar solo. Nadie se molestará en salir a recibir al pobre viejo Ponosse de Clochemerle, y en medio de una tal multitud no encontraría nunca el rincón donde están agrupados los clochemerlinos que, provistos de la absolución, he acompañado al cementerio. ¿Y qué haría yo en el cielo, bienaventurado Vianney, sin mis clochemerlinos? No conozco a nadie, a excepción de mis viñadores y de sus buenas mujeres…
Y hecha esta invocación, Ponosse, inclinando la cabeza sobre su pecho, se sume en un tibio sopor que le proporciona un goce anticipado de beatitudes sin fin.
En el mes de octubre de 1932, diez años después de la época en que comienza nuestro relato, dos hombres, una noche, se paseaban despacio, uno al lado del otro, por la plaza Mayor de Clochemerle-en-Beaujolais. Estos dos hombres eran los mismos que, diez años antes, se paseaban por la misma plaza y a la misma hora: Barthélemy Piéchut y Tafardel.
Pero los dos hombres habían cambiado, no tanto sin duda por los años transcurridos como por la evolución distinta de sus carreras. Entre ellos las diferencias sociales, que se deducen del aplomo en los modales, el tono, los ademanes y los detalles de la indumentaria, se acusaban más hondamente que antes. Por muchas señales indefinibles, el alcalde, llegado a senador, inspiraba un sentimiento de respeto. Esto no obedecía al modo de vestir, ni a una afectación de maneras o de lenguaje, sino al conjunto de su persona, a la sensación de fortaleza, de poder y de dominio de sí mismo que emanaba de ella. Un halo de seguridad y de salud aureolaba a Piéchut. Al verlo, se tenía la rara y satisfactoria impresión de encontrarse ante un hombre que ha triunfado completamente y que, convencido de que nada que proceda de él será discutido, puede gozar de su triunfo sin alzar el tono de voz, sin forzar la nota, en una especie de templanza amable y de efectos sedantes.
Al lado de su sencillez, la dignidad grandilocuente de Tafardel parecía en principio ridícula, pero se acababa por encontrarla conmovedora. Al fin y el cabo, los excesos de aquella dignidad no cumplían otra misión que la de suplir la falta de éxitos materiales del hombre, cuyos méritos no se traducían ciertamente en bienes ostensibles y sólidos, en funciones bien retribuidas ni en amistades brillantes. A tres años de su jubilación, Tafardel seguía siendo el intelectual puro, solitario, el probo republicano cuyos emolumentos no sobrepasaban los diecinueve mil francos anuales, lo que en Clochemerle constituía, no obstante, un ingreso más que suficiente, sobre todo teniendo en cuenta los gustos del maestro. Pero Tafardel no sabía sacar partido de sus honorarios. El sentido de la elegancia, especialmente, era para él una ciencia impenetrable. Un perfecto pedagogo tenía que llevar, a su juicio, un cuello de celuloide, una chaqueta de alpaca, un pantalón de cutí[33] y un sombrero panamá. Estas prendas, adquiridas en un almacén de confección, se ajustaban a su cuerpo enjuto de una manera muy relativa. El brillo de la chaqueta y el encogimiento del pantalón frecuentemente lavado atestiguaban el inmoderado uso de la ropa. No es que Tafardel fuera avaro, pero en su juventud se formó en la dura escuela de la miseria y, más tarde, en la de los funcionarios mal retribuidos. Así, pues, contrajo para toda la vida unos hábitos de prudente economía y un desdén por las apariencias. Y, finalmente, su inclinación por el vino del Beaujolais, a consecuencia de la indignación que provocaron en él los acontecimientos de 1923, se unía al desorden de su indumentaria. De todos modos, su afición a los ricos caldos clochemerlinos conservó en él una encendida elocuencia y una agresiva fuerza de convicción que le salvaban de la apatía mental que, al llegar a los sesenta años, se apodera de muchos cerebros.
Aquella tarde, Piéchut, colmado de satisfacciones y de honores, contemplaba desde la terraza el bello panorama del Beaujolais, donde su nombre era ahora pronunciado con respeto. Evocaba el camino que únicamente con su ingenio emprendedor había recorrido desde hacía algunos años. Tafardel, enquistado en su modesto empleo, le servía de término de comparación para medir el alto grado de su encumbramiento. Y por esto se complacía siempre en departir con el maestro, ingenuo confidente con el cual no tenía necesidad de disimular. Tafardel, orgulloso de la confianza que le demostraba el senador, satisfecho de haber servido una causa que había obtenido tan brillantes victorias, como lo atestiguaban los éxitos del otro, seguía manifestándole una adhesión inquebrantable.
—Yo creo, señor Piéchut —dijo Tafardel—, que nuestros conciudadanos se van anquilosando. Habría que hacer algo para animar a esa gente.
—¿Qué podríamos hacer, mi buen Tafardel?
—No lo sé exactamente. Pero he pensado en dos o tres reformas…
Con un amistoso gesto de benevolencia, pero con firmeza, Piéchut lo interrumpió.
—Mi querido Tafardel, se han terminado las reformas. Al menos, para nosotros. Luchamos cuando teníamos que luchar, y otros lucharán después de nosotros. Hay que dar a los hombres el tiempo suficiente para digerir el progreso. En el orden existente, que está lejos de ser perfecto, hay, sin embargo, cosas buenas. Antes de destruir, hay que reflexionar…
Con un gesto circular, el senador designó las colinas que los rodeaban, a las cuales el sol enviaba sus últimos rayos.
—Vea el ejemplo que nos brinda la naturaleza —dijo gravemente—. ¡Qué apacibles son esos atardeceres después de los ardores del día! Hemos llegado al atardecer de nuestra vida, mi querido amigo. Mantengámonos en paz, no echemos a perder el crepúsculo de una existencia que no ha sido ociosa.
—Sin embargo, señor Piéchut… —intentó aún objetar Tafardel.
Piéchut no lo dejó terminar.
—¿Una reforma? Pues, sí, veo una…
Cogió a su confidente por la solapa de la chaqueta, donde las palmas académicas ponían una mancha violeta de una apreciable anchura.
—Esta cinta —dijo maliciosamente— vamos a convertirla en una roseta. ¿Qué le parece a usted mi reforma?
—¡Oh, señor Piéchut! —murmuró Tafardel, casi temblando.
Después la mirada del maestro se posó maquinalmente en la cinta roja que adornaba el ojal de la chaqueta del senador. Éste sorprendió aquella mirada.
—¡Ah! ¿Quién sabe? —dijo Piéchut.