Los heridos acababan de salir de Clochemerle. Tafardel, loco de rabia, se dirigió a Correos donde se puso directamente en relación con los corresponsales regionales de la Prensa parisiense. Éstos, a su vez, telefonearon urgentemente a París los espeluznantes comunicados del maestro. Ligeramente suavizados, aquellos comunicados se publicaron en los periódicos de la noche de la capital. Los dramáticos incidentes de Clochemerle, abultados por el resentimiento, dejaron estupefactos a los ministros y, sobre todo, a Alexis Luvelat, que además de haberse hecho cargo de este asunto, corría con las responsabilidades de una interinidad gubernamental.
El jefe del Gobierno, acompañado del ministro de Asuntos Extranjeros y de un nutrido séquito de técnicos, se hallaba a la sazón en Ginebra representando a Francia en la Conferencia del Desarme.
La Conferencia comenzaba bajo los más prometedores auspicios. Todas las naciones, grandes y pequeñas, estaban de acuerdo en desarmarse y coincidían en que el desarme aliviaría en grado sumo los males de la Humanidad. No se trataba más que de conciliar los diferentes puntos de vista para proceder luego al articulado de un plan mundial.
Inglaterra decía:
«Desde hace muchos siglos somos el primer pueblo marítimo del mundo. Además, nosotros solos, los ingleses, poseemos la mitad de las colonias disponibles en el mundo, lo que equivale a decir que ejercemos una acción de policía sobre la mitad del Globo. Éste es el punto de arranque de toda política de desarme. Los ingleses nos comprometemos a que el tonelaje de nuestra marina no exceda en ningún caso del doble del tonelaje de la segunda marina del mundo. Comencemos, pues, por reducir las marinas secundarias, y seguirá, a no tardar, la reducción de nuestra propia marina».
América decía:
«Nos hallamos en la necesidad de intervenir en los asuntos de Europa, donde todo está desquiciado por el exceso de armamento. Sin embargo, es evidente que Europa no puede mezclarse en los asuntos de América, donde todo marcha bien. El desarme, pues, concierne ante todo a Europa, que no está calificada para fiscalizar lo que ocurre en el otro continente. (“Y dicho sea de paso, los japoneses son unos redomados y temibles canallas”. Pero esto sólo se susurraba en los pasillos de la Conferencia). Nosotros os presentamos un programa americano. Los programas americanos son todos excelentes, puesto que somos el país más próspero de la Tierra. En fin, si no queréis aceptar nuestro programa, preparaos a recibir nuestros extractos de cuentas…».
El Japón decía:
«Estamos dispuestos a desarmar, pero sería conveniente aplicar a nuestro pueblo un “coeficiente de extensión” que en estricta justicia no debería rehusársele, si se le compara con los pueblos en trance de regresión. Tenemos actualmente la más alta natalidad del mundo. Y si no ponemos un poco de orden en la China, ese desgraciado país se sumirá en la anarquía, lo que sería un inmenso desastre para la comunidad humana. (“Y dicho sea de paso, los americanos son unos brutos orgullosos y unos crápulas perturbadores”. Pero esto sólo se susurraba en los pasillos de la Conferencia)».
Italia decía:
«Cuando hayamos igualado en potencia los armamentos de Francia, a la que igualamos en población, comenzaremos a desarmarnos. (“Y dicho sea de paso, los franceses son unos ladrones. Antes nos robaron a Napoleón. Y ahora nos están robando el norte de África. ¿Acaso no fue Roma la que sometió a Cartago?”. Pero esto sólo se susurraba en los pasillos de la Conferencia)».
Suiza decía:
«Como somos un país neutral, destinado a no batirse nunca, podemos armarnos como queramos. Esto no tiene ninguna importancia. (“Y dicho sea de paso, si se llegara de veras a un desarme completo, no habría nunca más conferencias del desarme, cosa que no sería del agrado de nuestras organizaciones turísticas. Y ustedes, señores, no tendrían ocasión de ir a Suiza a costa de los demás”. Pero esto sólo se susurraba en los pasillos de la Conferencia)».
Y Bélgica:
«Como somos un país neutral cuya neutralidad no es respetada nunca, pedimos permiso para armarnos hasta los dientes».
Y los pequeños países recién constituidos, que eran los más turbulentos, los que más lo enmarañaban todo, los más vocingleros, decían:
«Somos vivamente partidarios del desarme de las grandes naciones que nos amenazan por todos lados. Pero, en lo que nos atañe a nosotros, hemos de pensar primero en armarnos de una manera decorosa. (“Y dicho sea de paso, los armamentos son muy necesarios para nuestros empréstitos, pues garantizan a los prestatarios la devolución de su dinero gracias a las prestidigitaciones de los fabricantes de cañones”. Pero esto sólo se susurraba en los pasillos de la Conferencia)».
En resumen, todos los países aceptaban una fórmula que se resume en una sola palabra:
«¡Desarmáos!».
Y como todas las naciones habían enviado a Ginebra sus técnicos militares, las casas Krupp y Schneider convinieron en mandar sus mejores agentes de venta, que tendrían seguramente ocasiones en los hoteles de hablar de nuevos modelos y anotar cuantiosos pedidos. Estos agentes eran duchos en su oficio, poseían informaciones muy completas sobre los hombres de Estado y sus auxiliares y disponían de un presupuesto de corrupción que permitía convencer las conciencias más reacias. Por otra parte, poniéndose a tono con el ambiente pacifista reinante, los dos agentes juzgaron oportuno desarmarse ellos mismos en el terreno comercial.
—Hay sitio para los dos, mi querido colega —dijo el agente de Krupp—. ¿Qué opina usted?
—Ja wohl, ja wohl[28]! —repuso cortésmente en su idioma el agente de Schneider—. Ich denke so[29]. ¡No volvamos a pelearnos precisamente en Ginebra!
—En este caso, vamos a repartirnos el mercado —concluyó el agente de Krupp—. ¿Qué artículos prefiere usted colocar?
—El sesenta y cinco, el setenta y cinco, el ciento cincuenta y cinco de tiro rápido, el doscientos setenta y trescientos ochenta no admiten competencia —repuso el francés—. ¿Y usted?
—Para los ochenta y ocho, los ciento cinco, los ciento treinta, los doscientos diez y los doscientos cuarenta, creo que usted no puede desbancarme —contestó el alemán.
—Entonces, ¡venga esa mano, compadre!
—¡Venga! Y para probarle mi lealtad, le ruego tome nota de que Bulgaria y Rumania se proponen mejorar su artillería ligera. Con esa gente puede hacer un buen negocio. De todos modos, tome precauciones con Bulgaria. No tiene mucho crédito…
—Anotado. Y usted oriéntese hacia Turquía y hacia Italia. Estoy informado de que necesitan piezas de gran calibre para sus plazas fuertes.
Desde hacía cuarenta y ocho horas, los dos agentes estaban sosteniendo provechosas entrevistas y habían expedido algunos cheques alentadores. En cambio, los regateos de la Conferencia tropezaban con muchos obstáculos. Pero se habían pronunciado ya dos discursos de primer orden, de elevados pensamientos, superiormente calculados con miras a las repercusiones internacionales. El discurso del delegado francés figuraba en primer lugar.
La noche del 19 de setiembre llegó a Ginebra un mensaje cifrado que daba cuenta de los graves incidentes de Clochemerle. Una vez descifrado, el secretario se dirigió a toda prisa a las habitaciones del jefe del Gobierno para darle cuenta del contenido del mensaje. El jefe del Gobierno lo leyó dos veces, y una tercera vez en voz alta. Luego se dirigió hacia los colaboradores suyos que se encontraban en la estancia.
—¡Vaya por Dios! —exclamó—. Con un asunto como este mi Gobierno puede irse al diablo. Tengo que regresar inmediatamente a París.
—¿Y la conferencia, señor presidente?
—Muy sencillo. Usted va a torpedearla, y pronto. El desarme puede esperar; hace cincuenta mil años que espera. Pero Clochemerle no esperará, y esos cretinos, que conozco demasiado bien, me espetarán una interpelación antes de cuarenta y ocho horas.
—Señor presidente —propuso el primer consejero—, creo que todo puede arreglarse. Confíe su plan al ministro de Asuntos Exteriores. Defenderá el punto de vista de Francia y nosotros lo apoyaremos en lo que podamos.
—¿Está usted borracho? —dijo fríamente el presidente del Consejo—. ¿Acaso piensa usted que después de sudar un mes con mi plan lo cederé ahora a Rancourt para que se atribuya, a espaldas mías, un éxito personal? Será usted un consejero, pero permítame que le diga, amigo mío, que no ve usted más allá de sus narices.
—Yo creía —balbució el otro— que estaba en juego el interés de Francia…
—¡Francia soy yo! Hasta nueva orden. Y ahora ocúpense, señores, de despachar cortésmente a todos esos macacos a sus respectivos países. Ya les organizaremos otra conferencia dentro de unos meses. Mientras tanto, que se vayan a paseo. Que no me fastidien más con esa historia que ya se ha acabado. Ande, pídame comunicación con París. Que llamen a Luvelat.
Un individuo que aún no había despegado los labios formuló una última objeción:
—¿No teme usted, señor presidente, que la opinión pública francesa interprete mal ese repentino abandono?
Antes de contestarle, el jefe del Gobierno preguntó a su secretario particular:
—¿Cuáles son las disponibilidades de la caja de fondos secretos?
—Cinco millones, señor presidente.
—¡Ya lo ha oído usted, señor! —dijo el presidente del Consejo—. ¡Cinco millones! Con esto, no hay opinión pública. Y entérese, la Prensa francesa no es cara; los que trabajan en ella se ganan la vida muy modestamente. Tengo motivos para saberlo, pues comencé mi carrera periodística en la sección de información extranjera… De modo que, señores, podemos marcharnos. Ya desarmaremos en otra ocasión. Ocupémonos ahora de Clochemerle, que es lo más urgente.
Así fracasó en 1923 la Conferencia del Desarme. El destino de las naciones está sujeto a los más triviales incidentes. Éste es un nuevo ejemplo. Si Adèle Torbayon hubiera sido menos voluptuosa, Tardivaux menos impetuoso, Arthur Torbayon menos susceptible, Foncimagne menos versátil y la Putet menos rencorosa, tal vez la suerte del mundo hubiera cambiado…
Antes de abandonar el Clochemerle de 1923, hay que contar cómo terminó aquella jornada del 19 de setiembre, que fue intensamente dramática. Eran las seis de la tarde. El calor era tan sofocante y opresivo que los amedrentados clochemerlinos no daban pie con bola. De pronto, se abatió sobre el burgo un viento huracanado y cortante como un cierzo invernal. Tres enormes nubarrones, como panzudas carabelas impulsadas por un ciclón, avanzaron a través del océano celeste. Poco después, surgió del Oeste, como una invasión de hordas bárbaras, la masa de un siniestro ejército de ennegrecidos cúmulos que llevaban en sus flancos saturados de electricidad la más horrible desolación, vastas inundaciones y una mortífera artillería de pedrisco. Los escuadrones de esos innumerables invasores cubrieron la tierra con la sombra y el silencio de las ancestrales consternaciones, siempre dispuestas a abatirse sobre los hombres, eternamente sojuzgados por los dioses. Las montañas de Azergues, cuyos contornos iban difuminándose, rápidamente, parecieron resquebrajarse con el estruendo, heridas por los relámpagos, desgajadas a consecuencia de gigantescas explosiones. Después, todo el firmamento no fue más que una extensión lívida, árida, trastornada, asolada, y en su fúnebre inmensidad estallaron los incendios y se oyó el prodigioso bombardeo de las furias sobrehumanas. En un instante se colmaron los valles, parecieron encogerse las colinas, la línea del horizonte perdió su estabilidad y aparecieron las negras avanzadillas del más tremendo vacío. Los cortocircuitos abarcaron toda la esfera terrestre, el planeta vaciló sobre su eje hasta lo más hondo de sus entrañas milenarias y todo lo que no era espantoso desapareció de la vista. Inmensas y sobrecogedoras cortinas de agua sepultaron y aislaron a Clochemerle como un pueblo maldito, dejándolo solo con sus contradictorios problemas de conciencia. Y descargaron sobre la población piedras del tamaño de un huevo, con una furia diagonal que alcanzaban los cristales debajo de los cobertizos, irrumpiendo en las habitaciones cuyas ventanas estaban abiertas, los hórreos y las bodegas, arrancando postigos y veletas y zarandeando como hojas secas las gallinas que todavía remoloneaban y estrellándolas contra las paredes de las casas.
Los techos de dos cobertizos volaron por los aires un centenar de metros, soltando tejas como si fueran bombas. Una chimenea fue arrancada de cuajo, como un anciano muerto súbitamente. Dos torrenteras paralelas que confluían en varios sitios, se precipitaron por la calle Mayor, arrastrando en sus aguas cenagosas piedras azules y brillantes. Un ciprés del cementerio llameó un instante como un cirio que se extinguiera. Un rayo estalló como una descarga de aviones, en la cúpula del campanario, amenazando con desmoronar aquel venerable amasijo de vigas, de leyendas y de siglos. Luego, cambiando de altura, el rayo dirigió sus objetivos hacia el Ayuntamiento, retorció el pararrayos, como si fuera una aguja, arrancó las enseñas republicanas, chamuscó la bandera, resquebrajó la piedra del frontispicio donde estaba grabada la palabra Fraternité y dejó una huella de fuego, en la puerta, en la tablilla donde se fijaban los ridículos decretos firmados por Barthélemy Piéchut. Dando mayor alcance a su potencia destructora, pulverizó de un papirotazo la muestra de Girodot e hizo estallar frente a su despacho unas cuantas cajas de cerillas de azufre, las suficientes para provocar un fuerte cólico en el notario, que solía guarecerse detrás del blindaje de su caja fuerte, refugio habitual de su alma de cobarde.
Agrupados en el más oscuro rincón de sus casas, sobrecogidos por la angustia, el arrepentimiento y el temor, los clochemerlinos oían el fragor de la terrible tempestad. Se percataban de que las descargas de la mortífera metralla que rompía los cristales y las tejas iban cobrando una intensidad cada vez mayor. Al fin y al cabo, esto no tendría gran importancia si no fuera porque se abatía sobre los viñedos, desgajaba las hojas, reventaba los jugosos racimos y, aplastándolos contra el suelo, los destruía y los vaciaba de su contenido, de su sangre alcohólica, de su preciosa y perfumada sangre. Era toda la sangre de Clochemerle el zumo que chorreaba por los ribazos, que abrevaba la tierra y que se mezclaba a la sangre del Tatave y de la Adèle, inocentes víctimas de las sandeces, de los odios y de las secreta envidias. Terriblemente asolado por la agresión celeste, el pueblo se veía ya arruinado, agostado, exangüe, ante la perspectiva de un largo año de expiación, un año de vacas flacas, que había que pasar con las bodegas vacías, en una atroz desesperación de amor.
—¡Éste es nuestro castigo!
—Ha sido san Roque, no cabe duda. Esperaba la ocasión…
—Todo el mundo parecía haber perdido el seso y, claro, las cosas no podían continuar así…
—Las malas acciones se pagan, y ahora ha llegado el momento…
—¡En un solo día ha salido a relucir la maldad que se cobijaba en Clochemerle!
—No se respetaba nada.
—¡Éste es nuestro justo castigo! ¡Éste es nuestro justo castigo!
Las intenciones egoístas fueron remplazadas, de pronto, por las lastimeras letanías. Estremecidas por infaustos presentimientos, las pecadoras se arrepentían de sus detestables proezas. Los niños lloraban en el regazo de las madres. Los perros se ocultaban temerosos, y con las orejas gachas buscaban la oscuridad; las ocas se arrastraban sobre sus vientres de gruesas matronas como si se sintieran aplastadas contra el suelo y las gallinas se ensuciaban en las cocinas sin que nadie les prestara atención. Cargados de electricidad, los gatos daban a veces súbitos brincos para desplomarse luego rígidamente, con el cuerpo hecho un ovillo, el pelo erizado y la cola erguida, intentando desentrañar la consternación que se había apoderado de los hombres con unos ojos en los que se veía apagarse y encenderse extrañamente las pupilas diabólicas.
Cerca de las ventanas, los viñadores abrumados observaban el cielo en busca de un claro esperanzador. Pensaban en las cosas destruidas y los esfuerzos perdidos y sentían pesar sobre sus espaldas las viejas penas de sus antepasados que habían luchado en aquellas cuestas contra los elementos. Y repetían una y otra vez:
—¡Qué desgracia, Dios mío! ¡Es demasiada miseria! ¡Es demasiada miseria!
Llovió toda la noche, el día siguiente y una parte de la noche siguiente, con una abundancia calma, pero inexorable, que arrastraba a la deriva todas las almas del burgo. Ni un solo arco iris apareció, ni un haz de luz atravesó la sombría cerrazón de aquella lluvia que tenía muchos kilómetros de profundidad y contaba con ríos en reserva. Clochemerle permaneció sumido en las lobregueces de la mazmorra más humilde del mundo, en el insondable olvido de las más tétricas eternidades.
Por fin, al tercer día, como tenores con la garganta fresca, los gallos, con el buche lleno y el cuello estirado, como si lucieran en su cresta una recién impuesta Legión de Honor, y con una descocada chulería, se desgañitaron temprano para anunciar el alborear de un espléndido día. La aurora llenaba el cielo de palomas. El horizonte era una acuarela todavía húmeda en la que, mezcladas con las indeterminadas rosas de la emoción, se confundían maravillosamente todas las gamas del azul. Las pequeñas lomas se ofrecían a la vista como senos de doncella y las colinas como ampulosas caderas. La tierra parecía una muchacha de dieciocho años sorprendida al salir del baño, que, convencida de que nadie la mira, presta dócil oído al estribillo de su corazón y sincroniza su ritmo con los gráciles movimientos de su cuerpo. Era, una vez más, el armisticio. Para festejarlo, estallaron las trompetas luminosas, y el sol, asomando por el último escalón de Levante, tomó posesión de su trono celeste. Con un golpe de su cetro, surgieron todas las maravillas, las más alentadoras esperanzas. Luego dio orden de asomarse a su delfín Amor haciéndose eco de su festiva canción. Y Clochemerle se dio cuenta de que estaba perdonada.
Pero el burgo había sido castigado, severamente castigado. Aquel tibio renacimiento hacía resaltar aún más los desoladores estragos de los últimos días. Los viñedos, hasta lo que alcanzaba la vista, no eran más que despojos. Cuando poco tiempo después, se procedió a la vendimia, los clochemerlinos sólo pudieron llenar sus cuévanos con contados y secos racimos, medio podridos, sin una gota de zumo, y no se obtuvieron más que unas tinas raquíticas, bien poco satisfactorias. Y esto dio un vinillo acuoso, un vinillo de no importa dónde, una triste, una sosa bebida, deshonrosa para el Beaujolais.
¡Invendible, Dios mío!
¡Y apenas aprovechable para un hombre honrado, buen Dios!
¡Nunca se había visto un vino de Clochemerle con un sabor semejante! Aquella porquería únicamente podían beberla paladares forasteros.
¡1923, el año más desgraciado que se haya conocido! Un verdadero año de perros.
El 16 de octubre, un domingo por la mañana, los escándalos de Clochemerle llegaron a su postrer desenlace. El otoño era tibio y dorado. Sin embargo, al atardecer, ráfagas de aire frío anunciaban, a partir de las seis, la llegada inminente del invierno. Se habían ya localizado sus primeras avanzadillas, aparecidas en las cimas de los montes de Azergues donde, al amparo de la alborada, esparcieron sus emboscadas de escarcha. El sol dispersaba, sin lucha, aquellos insolentes húsares nórdicos. Tan pronto y tan lejos se aventuraban que durante el día habían de ocultarse en los bosques en espera de los refuerzos del equinoccio: el grueso de las tropas nubosas que se agrupaban en alguna parte del Atlántico. Pero todo el mundo se había percatado de la existencia de aquellas gélidas avanzadillas cuya amenaza prestaba a los últimos hermosos días un mayor encanto, tal vez un poco nostálgico porque las brumas crepusculares suscitaban arrepentimientos y pesares. A no tardar, la tierra trocaría el verde ropaje del estío por la parda tela. Las vertientes de las montañas iban moteándose con los sombríos calveros del despojo. En los valles, los campos agostados, a través de los restos de su esquilmada vegetación, dejaban transparentar el humus que las lluvias transformaban en abono. Aquella decoración otoñal fue el marco adecuado de un incidente definitivo. Pero, por última vez, cedamos la palabra a Cyprien Beausoleil.
—Era el domingo por la mañana, al comenzar el oficio, pocos minutos después de las diez para ser exactos. Como de costumbre, mientras las mujeres se hallaban en la iglesia, los hombres estaban en el café, y todos los clochemerlinos de pro en casa de Torbayon. Arthur había vuelto del hospital. Le agradaba más estar en su casa con el brazo en cabestrillo que tendido en una cama pensando continuamente en su establecimiento cerrado, lo que le sacaba de quicio, pues se imaginaba a su clientela empinando el codo en «L’Alouette» o en casa de la tía Bocca, un fétido tugurio de los barrios bajos. Volvió, pues, sin estar curado del todo, dejando a la Adèle, que se iba restableciendo lentamente. Aquel domingo, el café se hallaba atestado como antes y los parroquianos charlaban de los temas del día, pero principalmente de la abortada vendimia y los descalabros de la batalla. A Arthur, la circunstancia de haber sido herido y haber mostrado al mismo tiempo en público sus cuernos, le habían bajado los humos y hecho el carácter más agradable, lo que había hecho que se le tuviera en más estima. Y es que los hombres necesitan que les ocurra algo malo de vez en cuando para entrar en razón.
»Estábamos, pues, en el café, bebiendo y charlando, aunque sin malicia, y echando frecuentes ojeadas a la calle porque pasaban mujeres, y generalmente son las mejor ataviadas y las más incitantes las que llegan tarde a misa. Aparte de esas retrasadas no pasaba un alma por la calle. Después de lo que había sucedido aquel año, nada peor podía ocurrir, si exceptuamos a Tafardel, no repuesto todavía del batacazo que recibió en la mollera. Tafardel expresaba por todas partes terribles deseos de venganza, y su bilis lo incitaba a beber hasta que su nariz adquiría un acusado color cárdeno. En cuanto tenía un vaso de más, se volvía insoportable. Para defender su punto de vista, hubiera entregado al suplicio a su padre o a su madre. Nunca he visto, como en el caso de Tafardel, pasar de la mansedumbre a la ferocidad por el solo efecto de un vaso de vino del Beaujolais. Es lo que yo digo, cuando las ideas se albergan en una mente débil, pueden provocar un desastre.
»En fin, estábamos allí tranquilos, un poco embotados de ese bienestar que le entra a uno cuando bebe vino en ayunas, sin pensar en nada, a decir verdad, y sin esperar otra cosa que la salida de la iglesia, para ver una vez más nuestras mujeres de Clochemerle y examinarlas detenidamente, lo que constituye nuestra gran diversión dominguera. De pronto, alguien alzó la voz y todos nos levantamos y nos precipitamos hacia la puerta o hacia la ventana. Lo que pudimos ver era lo más insensato que pueda usted imaginarse y, por añadidura, tristemente espantoso. Intentaré describirle la escena:
»Figúrese que vimos avanzar por el callejón de los Frailes una horripilante chiva completamente en cueros, con un rosario alrededor del vientre y un sombrerito ladeado sobre la cabeza. ¿Adivina quién era? Era la Putet, señor mío. Completamente desnuda, presa de un frenesí rabioso y gesticulando como una posesa a la vez que cantaba unas indecencias como para hacer retroceder un regimiento de zuavos. ¡Parecía una loca! Le agitaba una especie de locura particular…, algo que termina en “ica…”».
—¿Erótica, señor Beausoleil?
»Eso debe de ser. Una loca erótica era la Putet aquel domingo de octubre, a la hora del oficio solemne. Parece que esto le vino de su famosa virtud que nunca había podido inculcar a nadie. Y claro está, a la larga tanta virtud le hizo perder el juicio. Es lo que yo digo, la virtud, mal empleada, puede acarrear grandes estragos. “Una virtud tan prolongada es antihigiénica”, dijo luego el doctor Mouraille, que en estos asuntos debe de ser más entendido que Ponosse. Pero, en fin, eso es otro cantar.
»Imagínese, pues, a la Putet por la calle con el atuendo que le he dicho, y nosotros contemplándola estupefactos, más por curiosidad que por placer, porque, ¡Dios nos asista!, lo que exhibía no valía, ciertamente, la pena de verse. Una Judith, una Adèle y muchas otras nos hubieran regocijado con aquella rara indumentaria y nos hubiéramos precipitado a socorrerlas metiéndoles mano. Pero la Putet no hacía más que pena, compasión y asco. Al verla tan desmedrada y tan repelente, se comprendía la maldad que anidaba en su alma. Aquella estúpida gazmoña era de una delgadez horrible, como un fantasma que os diera una mala noche. No había más que huesos, cubiertos con una piel amarillenta sobre la cual, sembrados de cualquier manera, había unos asquerosos pelos erizados y rígidos, como de un animal salvaje. En cuanto al color, uno hubiera dicho que aquel cuerpo acababa de revolcarse en un montón de estiércol. Las costillas eran como aros de tonel, los senos como unos calcetines viejos, vacíos y colgantes, y el vientre, puntiagudo y raspudo, pues no había servido más que para hacer digestiones. Pero lo peor eran las piernas. Un espacio de tres dedos, por lo menos, separaba los dos muslos. No conozco nada más horrible que unas piernas de mujer que no se rocen una con la otra al andar. Me hacen pensar en los esqueletos. ¡Y las nalgas, señor! Parecían dos nueces de costilla bien justo, apetitosas como un membrillo pocho, y arrugadas… ¡Para qué voy a contarle! La cara más repulsiva que nunca y aquella voz chillona como el chirrido de una vieja puerta húmeda. No había por dónde mirar, se lo digo de veras. Era un espectáculo abominable.
»Apenas tuvimos tiempo de recobrarnos de nuestra estupefacción. En cueros, como iba, entró a la iglesia por la puerta principal, vociferando sus soeces injurias. Y, claro, nos precipitamos en pos de ella ante la perspectiva de la jocunda algazara que iba a producir aquella aparición en plena misa.
»¡Y qué algazara! No puede usted imaginárselo. Sin dejar de chillar avanzó por entre las dos hileras de bancos. Todas las feligresas empezaron a gritar horrorizadas como si se hallaran en presencia del diablo en forma de mujer, lo que lo hacía aún más temible. En esto, Ponosse se volvió para un dominus vobiscum y se quedó estupefacto, sin acertar a decir más que esto»:
»—Pero, mi querida señorita… Pero, mi querida señorita, esto no se hace…
»Al oír estas palabras, aquella extraña católica, presa de furor, se puso a decirle al cura toda una sarta de obscenidades, acusándolo de la más grandes indecencias que un hombre puede cometer abusando de las personas débiles. En esto, la zorra, aprovechándose del asombro general, subió al púlpito y empezó una plática tan desatinada como nunca se había oído en una iglesia.
»Entonces, Nicolás, que ya había reaccionado después de tan insólita aparición, cogió la pica y se dirigió hacia el púlpito para desalojar de allí a la Putet. Apenas se asomó al pie de la escalerilla, recibió en la cabeza, lanzados con una fuerza verdaderamente demoníaca, los devocionarios de Ponosse y, como remate, el taburete. Sin la protección del bicornio con plumas, Nicolás se quedó hecho una calamidad. Aquella rociada lo dejó aturdido, fuera de combate, sobre todo teniendo en cuenta la debilidad de piernas que sufría desde aquella alevosa patada de Toumignon que lo cogió de lleno y no precisamente en las encías.
»Así, pues, la Putet, en cueros en el púlpito, y con el sombrerito más ladeado que nunca, dominaba la situación. Fue necesario que se lanzaran todos al asalto y escalaran el púlpito por diferentes sitios a la vez. Después, Toumignon, que se la tenía jurada a la Putet, la agarró con una mano por detrás y con la otra por los cabellos y la tiró abajo.
»¡Vaya ceremonia la que presenciamos aquel domingo! Finalmente, entre muchos se llevaron a aquella diablesa a su casa. El doctor Mouraille fue a verla y aquella misma tarde la trasladaron en auto a Villefranche, vestida y maniatada para que no pudiera moverse. La recluyeron en Bourg, en una casa de locos, sin ninguna esperanza de curación. Nadie se preocupó más de ella. Pero la verdad es que ha descalabrado el pueblo, porque a no ser por ella muchas cosas no hubieran ocurrido, y el Tatave todavía estaría vivo, cosa que tal vez hubiese preferido a pesar de lo idiota que era.
»Le estoy contando todo esto para que se dé cuenta de que la Putet era la zorra más dañina que ha habido en el pueblo. Y por otra parte, justo es decirlo, una desgraciada. ¿No opina usted que raras veces la gente mala es feliz? Se hacen daño a sí mismos. La Putet debía de hacerse la vida imposible. Sin embargo, no era culpa suya si vino a este mundo tan desgalichada y fea, hasta el punto de no llamar la atención de un hombre en toda su vida. Si la Putet hubiera tenido su parte, como las demás, no habría envidiado a las vecinas. Y es lo que yo digo, la virtud no es siempre el remedio más adecuado para sacar el vientre de pena. Sí, en cierto modo, era una pobre desgraciada, víctima de la condenada bellaquería del mundo.
»Ahora ya le he contado a usted cómo acabó la Putet. A partir de entonces, la vida pueblerina se deslizó placenteramente y no ocurrieron más sucesos en los que hubiera que lamentar muertos y heridos entre los clochemerlinos. Todo el mundo vivió feliz, porque verdaderamente es un fastidio pelearse, fastidio zurrarse y matarse. Sobre todo en una comarca de buen vino, como ocurre en Clochemerle. Lo que está usted bebiendo es Clochemerle 1928. ¡Ah, qué año tan bueno! Llegó a los trece grados. ¡Un vino para la mesa del Santo Padre, señor!».
Noviembre fue glacial y nevoso. A últimos de mes el barómetro señaló dieciocho grados bajo cero. Ventiscas heladas barrían la calle Mayor atravesando la recia indumentaria de lana de los imprudentes que se arriesgaban a salir de sus casas. Todo era triste y sombrío bajo un cielo plomizo a través del cual discurrían, como aeronaves desamparadas, gruesos nubarrones, tan bajos, que chocaban contra las montañas de Azergues. Obligados a beber prudentemente, los clochemerlinos se cobijaban en sus casas al calor del hogar. Dedicaban sus horas de ocio a pasar revista a los acontecimientos de aquel año nefasto. Sin embargo, las aguas volvían lentamente a su cauce. La tropa, reclamada urgentemente después de su triste acción, había liado el petate. Las heridas se cicatrizaban, las pasiones se aplacaban y las vecinas reanudaban sus relaciones sin la menor acritud, olvidando sus agravios. Arthur Torbayon estaba ya curado. Adèle Torbayon, todavía débil, no tardaría en sanar. Había recuperado su puesto en la posada, y a todo el mundo le parecía bien, comprendiendo que una asociación comercial de tan prósperos resultados no podía romperse por un leve extravío doméstico, que, por otra parte, había sido expiado con sangre.
Tafardel iba recobrándose rápidamente, aunque se mostraba más exaltado que antes. Seguía gustándole el vino y hacía uso y abuso de él, hasta el punto que ponía su dignidad personal en graves aprietos.
Sin que lo pareciera, el más perjudicado era Nicolás. No había recobrado su arrogante prestancia ni el vigor y la flexibilidad de sus piernas. Tal vez esto pudiera achacarse a las consecuencias orgánicas del mal golpe que le había dado Toumignon durante el escandaloso incidente del 16 de agosto. Esto es, al menos, lo que daría a entender una confidencia hecha por madame Nicolás a madame Fouache. Un día que las dos damas charlaban extensamente, la estanquera le preguntó a la mujer del pertiguero:
—¿Está ya curado del todo su Nicolás?
—Curado es un modo de decir —suspiró madame Nicolás—. Si bien han recobrado su color natural, el tamaño sigue sin ser el mismo de antes. Uno es más grande que el otro.
—¿De veras? —comentó, en tono compungido madame Fouache—. Tal vez es imaginación suya. Mi Adrien no los tuvo en su vida del mismo tamaño. Uno, el izquierdo, colgaba más que el otro. Se lo digo, mi querida amiga, porque tal vez está usted confundida…
Pero madame Nicolás descartó esta hipótesis que, en efecto, no resistía la prueba que proporcionaba.
—No son como antes, estoy segura. Piense, madame Fouache, que llevamos dieciocho años casados, y sé muy bien lo que me he traído entre manos.