Capítulo 18

Nada es verdaderamente risible en los asuntos humanos, pues en todos ellos acecha el implacable, y el dolor y el exterminio suelen constituir su desenlace. Bajo la comedia, fermenta la tragedia; bajo el ridículo, se agitan las aspiraciones; bajo la bufonada, se prepara el drama. Llega siempre un momento en que, más que horror, los hombres inspiran compasión.

El historiador podría encargarse por sí mismo del relato de los acontecimientos. No vacilaría en hacerlo si contara con un medio mejor para informar al lector. Pero he aquí a un hombre que en razón del cargo que ejerce en el municipio está enterado con todo detalle de los acontecimientos y no sólo los ha vivido de cerca sino que se ha visto mezclado en ellos. Nos referimos al guardabosques Beausoleil, ciudadano de Clochemerle, donde ejercía, a veces de buena gana y siempre de buen humor, funciones pacificadoras. Hemos juzgado preferible recurrir a su relación, ciertamente superior a la que nosotros podríamos escribir, puesto que nos encontramos en presencia de un verdadero testigo, que tiene naturalmente el tono local. He aquí, pues, el relato de Cyprien Beausoleil. Escuchen ustedes a ese hombre hablar del pasado, con el desapasionamiento que da el tiempo, que restituye las cosas a su verdadero lugar y a la gente su exigua importancia.

»Pues he aquí que Adèle Torbayon volvió súbitamente a las andadas. Siempre suspirando, los ojos como tumefactos a fuerza de puñetazos, y con ese aire de pensar en cosas fáciles de adivinar que adoptan todas las mujeres cuando el amor las hace andar de coronilla. Adèle, que se había mantenido tranquila mucho tiempo, dedicada honestamente a sacar adelante su negocio, ¿creerá usted que se volvió loca por Hippolyte Foncimagne? Que un pasmado como Arthur (se trata del marido y al motejarlo de pasmado aún me quedo corto) no se diera cuenta de nada, no quiere decir que tal cosa pasara inadvertida a un hombre como yo, que conozco a todas las mujeres del pueblo y de los alrededores. Un guardabosque, con el uniforme y la autoridad del proceso verbal, nada torpe en el hablar ni el trastear, dispuesto siempre a bromear, que simulando estar en las nubes lo ve todo, tiene sobradas ocasiones de enterarse de la vida y milagros de las mujeres, pero cierra el pico, porque no sería decoroso que un hombre que sabe ver a través de las apariencias, se fuera de la lengua un buen día.

»Puedo asegurarle, señor, que he pasado mucho tiempo al acecho de las fáciles y que sabía mostrarme en el momento oportuno. Para esas estúpidas tan condescendientes, cualquier momento es bueno. Y para el que le apetecen estas cosas y conoce a las hembras, no es difícil darse cuenta del momento en que, como si mediara el azar, debe hacer su aparición.

»He aquí, pues, a la Adèle. Parece haber enloquecido de repente. Siempre distraída, se equivoca al contar el dinero y cualquiera podría marcharse de la posada sin pagar. Una mujer que anda de este modo por las nubes, cosa rara entre la gente del campo que sólo piensa en amontonar moneda, pues… no hay que buscarle tres pies al gato, señor. El motivo está en el sitio preciso, con un ardor poco común. Me refiero, claro está, a las mujeres como Adèle y la Judith, mujeres de un temperamento apasionado que, dotadas de un celo como tiene que ser, sólo ven el lado bueno de las cosas, al revés de esas plañideras, de esos témpanos de hielo, como sé de algunas, que no le abren a uno el apetito. Se comprende. Las mujeres que no sienten la menor vibración, no hacen más que amargarnos la vida a los hombres. En resumen, y usted se hará cargo, mujeres a las que no se puede contentar en eso, no se las puede contentar con nada. Así, pues, figúrese usted. Se las llama mujeres con cabeza. ¡Bah! Las mujeres no han sido hechas para trabajar con la cabeza, y por lo tanto, y permítame expresar mi opinión, si trabajan con la cabeza no rinden como es debido cuando se dedican a otras faenas. Y como me llamo Beausoleil, permítame decirle que se trata de una inteligencia mal empleada. He tenido muchos tratos con mujeres e incluso, óigame bien, las tuve por docenas. Y no le extrañe. Uno es guardabosque y no escasean las ocasiones. ¡Imagínese usted! Muchas veces están solas en casa cuando esas condenadas borrascas azotan todo el Beaujolais, y entonces el miedo las trastorna de tal modo que todas, por decirlo así, se ponen boca arriba…

»Escuche mi consejo. Para que la paz reine en su hogar, tome una mujer ya un poco metida en carnes, una de esas regordetas que casi pierden el sentido cuando uno las toca, y a veces con sólo dirigirles una mirada prometedora. Con esta clase de mujeres, por poco que usted se empeñe, las tendrá siempre al alcance de la mano. Alboroto por alboroto, es mejor que las mujeres chillen de noche que de día, y aún más que sea el placer y no la maldad lo que las mueva a chillar. Regla general: se conoce a una mujer en la cama. La que se porta bien, raro es que revele malos instintos. Cuando se siente enardecida, cuando sus nervios se desquician, demuéstrele usted de lo que es capaz y de este modo le auyentará los demonios del cuerpo con mayor eficacia de lo que pueda hacerlo el hisopo de Ponosse. Después ella es siempre dulce y no discute nunca lo que usted dice. ¿Acaso no lo cree usted así?

»La Adèle, en los tiempos de que le hablo, era una real hembra, que hacía ir de coronilla a más de uno, y nada más que para gozar de ella con la vista, los ciudadanos de Clochemerle frecuentaban la posada, lo que en resumidas cuentas hizo la fortuna de Arthur. Sólo con hacer la vista gorda, no dándose por enterado de que los parroquianos se daban por satisfechos con guiñar el ojo a su mujer, el establecimiento estaba siempre lleno a rebosar y todas las noches retiraba del mostrador un cajón repleto de monedas. A Arthur no le mordían los celos, porque la Adèle apenas salía de casa y esto hacía casi imposible que la mujer rebasara los límites de lo decoroso. Cabe decir que Arthur era un hombretón alto, fuerte, que se echaba a la espalda una cuba llena sin perder el aliento. Ni que decir tiene, pues, que con un solo brazo hubiera levantado del suelo a uno de aquellos alfeñiques. Así, pues, se le guardaba un prudente respeto.

»Cuando me di cuenta del cambio experimentado por la Adèle, que no solamente dejó de bromear con los clientes, sino que se equivocaba, en perjuicio suyo, al dar la vuelta cuando le pagaban con un billete de los grandes, di con el motivo. Hacía tiempo que tenía el convencimiento de que aquella mujer, a pesar de su aire apacible, no era más que una zorra. Pero nadie decía que hubiera adornado la cabeza de Arthur. Sin embargo, parece que en cierta ocasión tuvo un desliz. Estuvo a punto de ser soprendida, pues apenas tuvo tiempo de bajarse las faldas. Esas condenadas mujeres, cuando les da por ahí, encuentran siempre la oportunidad y el tiempo necesarios.

»Pues, señor, cuando vi a la Adèle de tal modo cambiada, me dije para mi coleto: “¡Arthur, esta vez hay algo!”. Y en cierto sentido, si bien se miran las cosas, no me desagradaba lo que yo presumía que iba a ocurrir. No es justo, reconózcalo usted, que si en un pueblo sólo hay dos o tres hembras de esas que valen la pena, sean siempre para los mismos, mientras los demás tienen que apechugar con mujeres escuchimizadas y desabridas. Me dispuse, pues, a averiguar quién era el marrano que había podido adueñarse de Adèle, antes de que ella pasara por mi tambor. Y no tardé mucho tiempo en ver claro. Bastaba darse cuenta de cómo, con sus lánguidas miradas, iba la Adèle minando la resistencia de Foncimagne, cómo se inclinaba sobre él para servirle, acariciándole la cabeza con sus pechos opulentos y cómo se olvidaba de todo el mundo cuando él estaba allí. En este estado las mujeres lo confiesan todo sin decir nada veinte veces al día; el amor les brota de todo el cuerpo como la transpiración de los sobacos. Y esto es tan cierto que, sin que ellos se den cuenta, saca a veces de sus casillas a los hombres más templados. “¡Bueno, si sigo viendo esos manejos, el día menos pensado la cosa terminará mal!”. Y no me refiero a Arthur, ni por pienso, sino por Judith, que no estaba dispuesta a ceder una migaja de su adorado Hippolyte.

»Las cosas ocurrieron sin tardar, como yo había previsto. Judith, que tiene el olfato muy fino, se pasaba horas apoyada, de pie, en el quicio de la puerta de su casa, dirigiendo feroces miradas en dirección a la posada y dando a entender que el hervor de la sangre la induciría en cualquier momento a arrancar los ojos de la otra. En uno de sus raptos mandaba a su cornudo Toumignon a preguntar si no había visto a su idolatrado Foncimagne. Después, en la tienda, decía en voz alta, para que todo el mundo pudiera oírla, que la Adèle era una cualquiera y que al día siguiente, aunque Arthur estuviera presente, ella iría a su casa y le echaría en cara su desvergüenza.

»Su cháchara y su cotilleo se divulgaron por todo el pueblo y llegaron a oídos de la Adèle y hasta a los de Arthur. Éste iba siempre con el ceño fruncido. Se jactaba de que quienes le hacían una mala pasada recibían siempre su merecido y rara vez salían con vida de sus manos, y en apoyo de sus argumentos contaba el caso de un hombre a quien derribó de un puñetazo una noche en que volvía a pie de Villefranche. Las cosas llegaron a un punto en que Hippolyte, amenazado por Judith y por Arthur, cogió miedo, abandonó la posada y se fue a vivir en una casa del barrio bajo, dejando a Adèle sumida en el desconsuelo de la viudez. Y Judith, en plan de triunfadora, iba a la ciudad dos veces por semana en vez de una y salía más que nunca en bicicleta. Hippolyte desfilaba disimuladamente. Y Adèle tenía siempre los ojos enrojecidos de tanto llorar. Y todo el pueblo seguía de cerca el asunto y observaba las innumerables idas y venidas de los tres.

»Más tarde se supo la verdad, que era como yo había adivinado, por culpa de Hippolyte, que, un día que había bebido, no cesó de proclamar a voz en grito que había gozado hasta la saciedad de los favores de la Adèle. Habría hecho mejor callándose, pero los hombres acaban casi siempre por soltar la lengua, un día u otro, y dar detalles de todas esas cosas. Y después, cuando todo ha terminado, aún disfrutan en jactarse de ello y provocar la envidia de sus semejantes, cuando la mujer vale la pena, como era el caso de la Adèle, que no hubiera encontrado ningún José si se le hubiera ocurrido hacerse la Putifar con los hombres de Clochemerle. Ahora bien, por lo que a mí concierne, no me lo hubiera hecho decir dos veces. Estaba más que dispuesto a mostrarme obsequioso con ella. Pero por lo visto, yo no le interesaba. Era una mujer muy caprichosa.

»Todo esto había pasado tres semanas antes de la llegada de la tropa a Clochemerle. En tres semanas, Adèle se había consolado un poco, pero no dejaba de sentirse herida en su amor propio. Sin embargo, como había contraído malos hábitos con Foncimagne, no dejaba de calmar sus ansias en un cuartucho de la buhardilla de su casa. En el cercado que rodeaba la casa por la parte posterior había una puertecita y por ella entraba Foncimagne a cualquier hora del día. Quizá sean los malos hábitos lo que constituye el principal incentivo de la vida, y aún puede añadirse que la desazón que suele inquietar en el umbral de la madurez sea la más terrible y más difícil de apaciguar.

»Tratándose de la Adèle, ya se da usted cuenta de adonde voy a parar. Probablemente, Arthur se mostró de día en día más indolente, como suele ocurrir cuando a uno le guisan siempre los mismos platos. Si a uno le sirven pavo trufado, un día y otro día, acaba por hacer de este manjar el mismo caso que si se tratara de un vulgar cocido. Y es lo que yo digo. Cuando se tiene que apechugar todos los días con la misma mujer, cuesta horrores ponerse en situación. Nada más que la idea de encontrar algo nuevo, y no es necesario que sea una gran cosa, pues en el fondo todo es lo mismo, nos hace perder el seso, y al decir esto me refiero a nosotros, los hombres, porque para las mujeres es distinto. Mientras se les dé plena satisfacción, no son demasiado curiosas a ese respecto. De todos modos, a la larga, rara vez se sienten complacidas, y por esto no hacen más que pensar en ello porque, si bien se examina, no tienen otra cosa en que pensar. Y esto, claro está, es lo que le ocurría a la Adèle. Era como una hermosa yegua que nunca había comido avena y que, después de saciarse de avena, se la aparta de pronto del pesebre. De la noche a la mañana se le privaba de su manjar. Y a los treinta y cinco años, que es la edad que ella debe de tener, imagínese usted la conmoción. Se comprende muy bien que perdiera el juicio.

»En esto, como le decía, llegan los soldados a Clochemerle. Un centenar de muchachos con todo el vigor de la juventud y la fogosidad propia de sus años, que sólo pensaban en las faldas y en lo que había debajo. Todas la mujeres se consideraban objetivo militar y pensaban en ese refuerzo de sana lozanía que permanecía desocupado en los cuarteles, y en lo mucho que debían de sufrir los mozos, lo que despertaba su compasión. Nuestras buenas mujeres tienen un gran corazón y están siempre dispuestas a prodigar sus consuelos.

»Voy a hacerle una observación sobre el modo como yo comprendo ciertas cosas. La llegada de los soldados transtorna siempre a las mujeres. Hay quien dice que el efecto que les produce se debe a los uniformes, pero, a mi juicio, obedece a la contemplación de un numeroso conjunto de hombres, jóvenes y fuertes, en plena actividad, cuyas miradas les queman la piel, y por otra parte, a la idea que por sí mismas se han forjado de los soldados. Se los imaginan siempre prontos a levantar faldas y a ir directamente al grano sin tomar consejo ni pedir permiso. Esto les da la sensación de una violación posible que les inflama la sangre. Esto sin duda les viene de sus tatarabuelas que debieron de encajar lo suyo cuando la soldadesca desmandada asolaba el país. Por lo tanto, resulta fácil comprender que la idea que se han forjado de los soldados las encandila de tal modo que se agita en ellas el poso dormido de sinnúmero de enfebrecidas sensaciones. Las mujeres, me refiero a las verdaderas hembras, la que más la que menos han soñado todas en proferir un grito de terror ante un apuesto muchacho que las hiciera suyas en un abrir y cerrar de ojos, porque, dicho sea de paso, el mismo espanto las hace ponerse en posición adecuada. Y abundan ciertamente las mujeres que preferirían que no se les pidiera su opinión a fin de no sentir después pesar ni remordimientos y poder decir: “¡Oh, no fue culpa mía!”. Lo que las agita y las hace soñar, al ver soldados, es pensar que uno de ellos podría echarse sobre ellas, y éste solo pensamiento las hace arder. Cuando los hombres y las mujeres se miran fijamente, como ocurre al paso de un regimiento, se hacen muchos cornudos con la imaginación. Si lo que a las mujeres les pasa por la cabeza ocurriera de verdad, se vería una cochina feria de nalgas, ¿no lo cree usted así?

»Pues como le decía, señor, cuando vi aquel centenar de mozos acampados en Clochemerle, en seguida pensé que no tardaría en armarse un escándalo. En efecto, todas las mujeres salieron de sus casas, y con el pretexto de sacar agua con la bomba se agachaban bastante más de lo debido. Con el corpiño desabrochado que dejaba ver muy adentro y las amplias faldas que no eran precisamente un modelo de recato, ya puede usted imaginarse las miradas de los muchachos. Las condenadas debían de darse cuenta de ello, y creo que éste era el motivo de sus constantes viajes a la bomba, a la que no suelen ir a menudo, pues en nuestros campos no suele faltar el agua. En fin, hombres y mujeres, francamente o con disimulo, se miraban y bromeaban. Las mujeres se guardaban muy mucho de traslucir sus pensamientos, pero los soldados hacían lo contrario, aunque ello molestara a los maridos, a los que tienen sin cuidado sus mujeres, pero que, como es sabido, vuelven a interesarse por ellas cuando alguien las mira. Las mujeres, cuando se dieron cuenta de que eran deseadas, perdieron la cabeza. Las de un natural triste y retraído se ponían a cantar a voz en grito, lo que hacía que el lavadero se convirtiera en un lugar de jolgorio, donde las más bravías veían con agrado la ocasión que se les presentaba de echar una cana al aire.

»Esta agitación no podía dejar de tener consecuencias. Surgieron los chismorreos y se afirmó que Fulana, que Zutana… Sin duda se exageraba un tanto.

»Cuando una moza se veía asediada por los muchachos o éstos la requebraban con más frecuencia que a sus vecinas, las envidiosas atacaban en seguida su reputación y contaban con toda clase de detalles las obscenidades que cometía en un desván o en el rincón oscuro de una bodega. Desde luego, estas cosas ocurrían, pero no tanto como se decía. De todos modos, las mujeres anduvieron bastante baqueteadas y las que más se distinguieron fueron, sin duda, las que no decían esta boca es mía. Ya sabe usted que las más parlanchínas son las que, a fin de cuentas, hacen menos. Todo se les va en palabras, mientras que las que lo pasan bien no tienen necesidad de hablar. Eran, sobre todo, objeto de la mayor atención las mujeres que hospedaban a los oficiales, pues es cosa sabida que los galones facilitan mucho las cosas. Ya se da usted cuenta de que la vanidad encuentra siempre acomodo. Así, pues, los compadres y las comadres de Clochemerle no se recataban en decir que la Marcelle Baronet no debía de perder el tiempo con el joven teniente que tenía encerrado siempre en su casa. De todos modos, no había motivos para censurarla, pues era viuda de guerra y en cierto sentido tenía bien merecida aquella compensación que no perjudicaba a nadie y satisfacía a dos personas. Sin embargo, el centro de operaciones militares lo constituía la tienda de la Judith, que tanto efecto ha hecho siempre en los hombres. Pero allí no había nada que hacer. Ella no encontraba ningún hombre más guapo que su Hippolyte.

»La que me interesaba más que las otras era la Adèle, en cuya casa se albergaba el capitán Tardivaux, el primer personaje del pueblo desde el punto de vista de la autoridad y la novedad. Después de haber pasado por la vergüenza de haber sido abandonada por Foncimagne, de manera que todo el burgo lo sabía, la Adèle no era ya la misma de antes, por lo que la llegada de un capitán a la posada había de alegrarla. Porque, además, tener hospedado a un capitán confiere cierto rango, es algo más que tener a un Foncimagne cualquiera, al fin y al cabo, un escribano de tres al cuarto. Pero el capitán a mí no me la dio con queso… A las primeras de cambio se dirigió a las “Galeries Beaujolaises”, como hacen todos los que llegan al pueblo. Al darse cuenta de que en aquel lado de la calle no obtenía rendimiento alguno, se trasladó al otro lado instalando junto a la ventana una especie de despacho, con el propósito, claro está, de no perder de vista a la Adèle y de ir adelantando en su propósito, que no es necesario decir cuál era. El cerdo forastero no perdía de vista a la Adèle, lo que significaba una afrenta para nosotros porque, al fin y al cabo, la Adèle era del pueblo. Si una de nuestras mujeres engaña a su marido con un clochemerlino, no hay nada que decir porque hace al mismo tiempo un cornudo y un hombre feliz. ¡Dese usted cuenta, si a este respecto los hombres se mostrasen demasiado severos!, ¿cómo querría usted que se encontraran ocasiones en nuestros pueblos, donde todo el mundo se conoce? Por esto, el espectáculo de una de nuestras mujeres engañando a su marido con un forastero nos viene muy cuesta arriba. Serían unos calzonazos los clochemerlinos si se cruzan de brazos mientras la zorra se despacha a su gusto.

»Sin embargo, aunque la cosa se veía venir, nadie se atrevía a quejarse, porque la gente no aprecia mucho a Arthur, que se cree más astuto que Fulano y que Zutano y toma a los demás por tontos, al tiempo que va llenando el cajón del mostrador de buenas monedas. En una palabra, el Arthur no es santo de mi devoción. Y por añadidura debo decirle que el año anterior, con el café atestado, Arthur hizo una apuesta.

»—Es cornudo el que quiere serlo —dijo—. Yo no quiero serlo y no lo seré.

»—¿Cuánto apuesta? —preguntó Laroudelle.

»—Vamos a concretar —repuso Arthur—. El día en que se demuestre que soy un cornudo, pongo una cuba llena de vino en medio de esta sala, y que beba quien quiera, sin pagar, durante una semana.

»Convendría usted en que es una apuesta de un hombre imbécil y vanidoso. De sobra sabía todo el mundo que había perdido la apuesta por lo de Foncimagne, pero nadie quería encargarse de decírselo. Entre las ganas de beber sin pagar y el temor de comprometer a la Adèle, todo el mundo prefería callar.

»Desde el momento que no nos aprovechábamos de la apuesta, nos regocijaba la idea de que Arthur fuera cornudo por segunda vez. Seis meses antes no se hubiera concedido ninguna posibilidad de éxito al cerdo de Tardivaux, pero pasado Foncimagne a la reserva, la cosa cambiaba de aspecto. Eramos, pues, dos o tres los que teníamos la misión de vigilar de cerca el desarrollo de los acontecimientos. No era tarea fácil, ciertamente, puesto que la Adèle no hacía sonar las campanas para ponernos al corriente y no podíamos, por otra parte, atisbar por el ojo de la cerradura. De ahí que nadie se atreviera a afirmar de una manera rotunda que los cuernos de Arthur se iban alargando paulatinamente.

»Una tarde me fui solo a tomar un vaso de vino y en seguida me di cuenta de que se había producido un gran cambio. Tardivaux, que no dejaba de ojo a la Adèle, ni siquiera la miraba. Y entonces me dije: “Si apartas la vista de ella, señal que la conoces”. En cambio, la Adèle, que apenas le miraba, no le quitaba ojo. Y entonces me dije: “Hija mía, estás bien atrapada”. No dije nada más, pero ya había visto cómo andaban las cosas. Y es lo que yo digo, y usted había observado ya, los hombres miran siempre a las mujeres antes, y las mujeres miran a los hombres después.

»Dos días más tarde le entra a la Adèle un fuerte dolor de cabeza, y para tomar un poco el aire coge una bicicleta, lo mismo que hacía Judith, y vuelve a hacerlo el día siguiente y el otro… Por su parte, Tardivaux, a quien apenas se le ve en el café, ensilla su caballo y dice que va a dar un paseo por los alrededores. Y yo entonces me digo: “¡Arthur, ya te han puesto los cuernos otra vez!”. Y para estar seguro, y procurando, claro está, que nadie me viera, sigo el camino que había tomado la Adèle. Como soy guardabosque, conozco muy bien todos los senderos de estos contornos y todos los rincones resguardados por brezos y maleza, donde al abrigo de miradas indiscretas mujeres y mocitas calman sus apetencias. Cuando vi brillar en una espesura el níquel de una bicicleta, y advertí un poco más lejos el caballo de Tardivaux atado a un árbol, comprendí que a este paso, y si aún mantenía la apuesta, Arthur tendría que dar de beber gratis un año entero. Pero lo que de veras me sorprendió fue ver rondar por allí a nuestra amarillenta Putet que, a pesar de la negrura de la noche, no corría el menor peligro de que atentasen contra su pudor. Pensé que aquella incursión nocturna la hacía por encargo de alguien. Procuré abrir más los ojos y estar alerta. “Es casi seguro —me dije— que esa carroña ha visto, como yo, la bicicleta y el caballo sin nadie encima”. En fin, prosigamos.

»¡Bueno! Todo lo que usted ya sabe: las visiones de la Putet, el altercado en plena iglesia entre Toumignon y Nicolás, el san Roque de bruces en el suelo, Coiffenave tocando a rebato como si hubiera estallado la revolución, y la Rose Bivaque que perdió la cinta azul de la Virgen por solazarse en demasía con Claudius Brodequin, y los montejourinos que emporcaron el monumento, y la Courtebiche que estaba descontenta, y el Saint-Choul ahuyentando a tomatazos, y Foncimagne que no bastaba para satisfacer a aquel par de insaciables, y la Hortense Girodot que se escapó con su amante, y la María Fouillavet, manoseada por los guarros Girodot padre e hijo, y Poilphard que acabó loco, y Tafardel cargado de bilis, y la tía Fouache atacada de una constante diarrea de charlería, y la Babette Manopoux cuya lengua hacía más ruido que su pala de lavar, todo eso nos hacía un Clochemerle nada vulgar, como no se había visto ni siquiera hurgando en los recuerdos del más viejo del lugar, el tío Panemol, que a pesar de haber cumplido ya ciento tres años, conservaba toda su lucidez, no dejaba una gota en el vaso y se regodeaba viendo a las mocitas levantarse las faldas unas a otras como hacen en nuestro pueblo esas inocentonas que sueñan ya con extraños deliquios.

»En este condenado Clochemerle los hombres se desgañitaban hablando de política, y las mujeres del trasero de la vecina y de las manos por las cuales había pasado, chillando más que los hombres, y, claro está, con más acritud. Y por si esto fuera poco, sólo faltaba aquel centenar de soldados más salidos que los conejos, todos con resorte de repetición, como su fusil, y que sólo pensaban en echar una o dos canas al aire. Y nuestras mujeres soliviantadas de tanto pensar en ellos, presas de una gran excitación, como si se hubiera declarado una epidemia, y los hombres enflaqueciendo de debilidad como si fueran todos recién casados. Y por añadidura un sol que derretía las piedras. Clochemerle era una verdadera caldera y no había medio de parar la presión. De una manera o de otra tenía que estallar, es lo que yo me decía: “O esto estalla de una vez o, por lo menos, que llegue la vendimia”.

»Faltaban quince días para la vendimia, y si se adelantaba un poco todo se arreglaría, pues hay que tener en cuenta que por la vendimia todo el mundo está atareado desde que apunta la aurora, y el sudor y el cansancio, la preocupación de que el vino sea excelente es lo principal. La vendimia habría significado paz y tranquilidad para todos los clochemerlinos. Cuando han dormido la borrachera en seguida llegan a un acuerdo, como una familia bien unida, para vender caro el vino a los que llegan de Lyon, de Villefranche y de Belleville. Pero los clochemerlinos no pudieron esperar quince días. La caldera estalló antes.

»Voy a contarle esa estúpida historia, que se presentó de un solo golpe, como esos truenos que, a mediados de junio, se oyen en el Beaujolais, después de los cuales cae el pedrisco. A veces, en una hora se ha perdido toda la cosecha. Y cuando esto ocurre, la más sombría tristeza se cierne sobre nuestros pueblos.

»Estoy llegando al gran asunto. En primer lugar, imagínese usted Clochemerle, con las tropas de ocupación, como en estado de sitio. En la posada Torbayon, donde Tardivaux había instalado su cuartel general, se hallaba el puesto de mando de una sección completa, cuyos componentes se alojaban en los hórreos donde antaño, en los tiempos en que todo el trasporte se efectuaba por medio de caballerías, se almacenaba el heno. Delante de la posada había un centinela y otro enfrente, delante del callejón de los Frailes, al lado del urinario. Claro está que había otros centinelas apostados en diferentes sitios, pero sólo aquéllos son importantes para nuestra historia. Añada usted ahora soldados y más soldados entreteniéndose en el patio de la posada y requebrando a las muchachas en el umbral de sus casas. ¿Se hace usted cargo?

»Bueno. Era el 19 de setiembre de 1923, un mes después de la fiesta de san Roque, cuando se desencadenó la hecatombe de la cual ya está usted enterado. Eso es, el 19 de setiembre. Era un día soleado y que le hacía a uno sudar a mares, uno de esos días que incitan a uno a beber, con un amago de tormenta en alguna parte invisible del cielo, pero que de un momento a otro puede descargar sobre vuestras cabezas y que os desata los nervios. Antes de hacer mi recorrido, suelo dar una vueltecita, sólo para echar alguna que otra ojeada, y también porque uno tiene apego a su profesión y procura hacer las cosas bien. Y además, no tengo por qué ocultarlo, por si veo a la Louise, la llamo así para no perjudicarla, una mujer todavía de muy bien ver y con la que se pueden pasar buenos ratos si está de buenas, y que no se mostraba arisca conmigo cuando se me ocurría pasar por su casa, precisamente en esta época del año… En fin, antes de irme al trabajo, como el tiempo caluroso invitaba a beber, me iba a echar un trago en casa de Torbayon. En la posición de guardabosques, siempre se encuentra alguien que invita a beber; cuando no es uno es otro, pues todo el mundo tiene interés en estar a buenas conmigo, y a mí me ocurre lo mismo, porque es mi natural llevarme bien con todo el mundo. Se saca más provecho y la vida es más agradable.

»Entré en la posada Torbayon. Debía de ser la una y media de la tarde. Al fin y al cabo, poco más de mediodía, si se tiene en cuenta el horario de verano. El calor era insoportable. ¡Válgame Dios, qué setiembre más caluroso! Nunca habíamos tenido unos días tan bochornosos. Bueno, pues, como le digo, entré en la posada. Se hallaban presentes los eternos parroquianos de la Adèle, Ploquin, Poipanel, Machavoine, Laroudelle y algunos otros. Y todos me saludaron diciendo alegremente:

—¡Eh, Beausoleil, tienes el gaznate en dirección a Montéjour!

»Se referían a la empinada carretera que asciende hacia Clochemerle.

»—Si queréis, os puedo echar una mano para distraeros del trabajo —les respondí.

»Todos estallaron en risotadas.

»—Traiga un vaso, Adèle —dijeron—. Y después dos jarras.

»Brindamos y nos quedamos allí sin abrir boca, ladeando continuamente los sombreros, aunque yo iba tocado, como siempre, con el quepis, y contentos todos de beber algo fresco y sabroso y de ver cómo el sol se abatía contra la puerta, mientras nosotros gozábamos de una sombra bienhechora, lo que me quitaba las ganas de salir.

»Entonces, me fijé en Adèle. No tenía ninguna esperanza, pero verla ir de un lado a otro atiborraba mi mente con las más agradables visiones, sobre todo cuando ella se inclinaba y mis ojos estaban situados en la posición más estratégicamente favorable. La Adèle, mariposeando con un aire inocente, se situaba siempre cerca de la mesa de Tardivaux y le murmuraba palabras ininteligibles, salpicadas de chanzas que todo el mundo podía oír. Pero lo más importante lo decía con un susurro, y lo cierto es que solían hablar en voz queda y que la conversación iba acompañada de ademanes elocuentes, como si se tratara de dos personas que se conocen a fondo y que resuelven en armonía sus asuntos. Después, la Adèle se las ingeniaba para propinar un leve codazo a Tardivaux, y entonces consultaba el reloj y dedicaba al capitán una sonrisa distinta a la que prodigaba a sus clientes. Y nosotros rabiábamos, porque a pesar de haber dejado tanto dinero en la posada, nunca nos había obsequiado con una sonrisa semejante. Y todo eran guiños y miradas de soslayo y confidencias entre ellos dos, como si no hubiera nadie en el establecimiento, lo que no dejaba de sorprender en una mujer como la Adèle, que era muy poco habladora.

»Se hacía evidente por momentos, como para nosotros los del Beaujolais cuando hemos trasegado más de la cuenta, que ellos estaban de acuerdo y que no lo ocultaban. Nos sentíamos embarazados y charlábamos sin ton ni son para fingir que no nos dábamos cuenta de su juego. Al fin y al cabo, a nosotros no nos importaba. Pero había Arthur. “El orgullo y la estupidez deben de haber cegado a este hombre…”, me decía a mí mismo. Y no sé por qué, ese pensamiento me impulsó a volver la cabeza hacia la puerta del corredor que llevaba al patio. Estaba entreabierta y hubiera jurado que había alguien apostado para ver la sala. Se distinguía algo claro a la altura de una cabeza. Pero no tuve tiempo de pensar en nada, porque en aquel momento se levantó Tardivaux, dispuesto a salir. Estaba de pie, junto a la Adèle, que lo devoraba con los ojos. Entonces el capitán, creyendo que nadie se daba cuenta de sus manejos, deslizó suavemente su mano sobre Adèle, no como un cliente que teme un chasco. La Adèle no se apartó de él. Si se hubiera tratado de un parroquiano, le hubiera dicho: “¿Qué se ha creído usted, viejo asqueroso?”. Como yo tenía la visera del quepis sobre los ojos, lo vi todo sin que ellos se enteraran. Luego Tardivaux salió del establecimiento, y la Adèle se apoyó en el quicio de la puerta para verlo partir.

»En el mismo momento he aquí que se abre la puerta del corredor, y Arthur, pálido y lleno de coraje, con el aspecto de un hombre que no puede contenerse más, atraviesa la sala y sale también, empujando a la Adèle. “¿Qué mosca le ha picado a Arthur?”, nos preguntamos. Nadie contesta y pocos segundos después llega a nuestros oídos un ruido de disputa y de lucha, y la voz de Tardivaux que grita: “¡A mí, soldados!”. Entonces convinimos: “Bueno, vamos a ver qué pasa”. Nos dispusimos todos a salir, y ¡pam!, sonó un disparo de fusil muy cerca y vimos a la Adèle desplomarse lanzando sordos gemidos y agitando el pecho y el vientre más rápidamente que de costumbre. ¡La cosa era grave, dese usted cuenta! La Adèle resultó herida por la bala que un imbécil soldado había disparado sin saber cómo ni por qué, en medio de la confusión. Pero yo le explicaré…

»Mientras los otros se ocupaban de Adèle, me lancé a la calle para cumplir con mi deber. ¡Qué espectáculo, Dios mío! Era una abigarrada mezcolanza de paisanos y soldados, todos congestionados y con los ojos encendidos, pegándose y emitiendo unos sonidos guturales como los aztecas, mientras iban aumentando los efectivos de uno y otro bando con la llegada de combatientes armados de garrotes, barras de hierro y bayonetas. En esto comenzaron a llover piedras de todos los tamaños y a volar por los aires todo lo que estaba al alcance de los clochemerlinos. ¡En fin, todo un espectáculo! Entonces me abrí paso a través de la multitud y grité a todo pulmón: “¡En nombre de la Ley…!”. La ley les tenía sin cuidado, y a mí también, ¿por qué no decirlo?, y me puse a luchar como los demás.

»¡Ah, qué momentos aquellos! No es posible olvidarlos. Era la verdadera revolución. Todo el mundo había perdido la cabeza. La gente se pregunta cómo estallan las algaradas. Pues así, sin gritos, sin que nadie comprenda nada de nada, a pesar de estar dentro. ¿Y creerá usted que dos o tres cochinos soldados dispararon aún sus fusiles? De todos modos, aquellos disparos acabaron con el tumulto por pánico, porque la cosa iba tomando mal cariz. También la falta de aliento contribuyó a restablecer la paz. Se había hecho un verdadero derroche de fuerzas, y ninguno de los beligerantes se sentía con arrestos para una acometida final.

»No sé el tiempo que duró la batalla, ni creo que ningún clochemerlino pueda decirlo. Cuatro, cinco minutos tal vez. Lo bastante para causar desgracias con lo estúpidamente encolerizados que estábamos todos. Primero, la Adèle herida en el pecho. Luego Arthur con un bayonetazo en la espalda. Después Tardivaux, molido a puñetazos por Arthur. Tafardel con la cabeza que a consecuencia de un culatazo parecía una calabaza. El hijo Maniguant con un brazo roto. Un soldado descalabrado a consecuencia de un golpe de pico, y dos más con golpes en el vientre. Y muchos más, tanto clochemerlinos como soldados, que gemían y cojeaban. Y por último, lo peor y lo más terrible, un muerto, que se desplomó como un saco de resultas de una bala perdida, a unos sesenta metros del campo de batalla: el Tatave Saumat, a quien llamaban el Tatave-Belant, el idiota de Clochemerle, un pobre irresponsable sin pizca de malicia. ¡Siempre los inocentes cargan con el mochuelo!

»¡Por Cristo, que todo el mundo se quedó estupefacto! En el estupor reinante, los clochemerlinos no hacían más que mirarse los unos a los otros y preguntarse cómo en tan poco tiempo habían podido ocurrir aquellas atrocidades imbéciles sin mala voluntad de nadie. ¡De qué modo tan estúpido suceden a veces las cosas! Los hechos sucedieron como se lo estoy contando, sin que pudieran arreglarlos las lamentaciones de los que sólo acudieron en plan de espectadores y que luego se deshacían en sollozos y muestras de compasión. Todo el mundo se hacía cruces de que aquellos sucesos hubieran podido ocurrir en un pueblo donde la gente no es mala en el fondo, lo que puedo atestiguar por mi condición de guardabosque. No, los clochemerlinos no son malos. Pero los sucesos habían ocurrido, sí, habían ocurrido. Era preciso rendirse a la desconsoladora evidencia al ver las víctimas, y sobre todo al Tatave, que estaba ya pálido, como asombrado de haber muerto de un modo tan idiota, él que lo había sido toda su vida, y que ahora no comprendía nada, lo mismo que antes. ¡Como si le fastidiara verse en el cielo cuando probablemente hubiera podido gozar de él en la Tierra!

»Lo que siguió después no es difícil imaginarlo. La posada Torbayon se convirtió en un hospital, atestada de gente que quería ver a los heridos. Mouraille y Basephe iban y venían, sudorosos y jadeantes, abriéndose paso a codazos, atareados con las drogas y los vendajes. Y allá dentro, Arthur chillaba, quejándose de ser al mismo tiempo herido y cornudo y de que hubieran herido a su mujer, además de habérsela birlado antes, dicho sea con todo respeto. Y hay que reconocer que no había para menos. Y Tardivaux, que soltaba unos tacos tremendos, con todo el furor del honor militar, había recibido una buena sacudida, pues los puños de Torbayon le habían partido el labio y roto dos dientes, lo que no dice mucho, ciertamente, en favor de un capitán. ¡Pero sobre todo la Adèle! Tendida sobre el billar, daba lástima con sus quejidos y sus lamentos que brotaban de sus labios exangües. Todas nuestras buenas mujeres hacían corro a su alrededor y no cesaban de decir: “Pero ¿es posible, Dios mío?”, pálidas y conmovidas como si se hallaran ante el confesonario.

»En primera fila estaba la Judith, que llegó corriendo de la acera de enfrente al enterarse de la noticia, lo que demuestra que la Judith no tiene mal fondo siempre que no le quiten sus hombres. Desabrochó el corpiño y la camisa de la Adèle con grandes precauciones y se conmovió de tal modo al ver la sangre de la otra que no cesaba de decir: “¡Oh, bien sabe Dios que se lo perdono todo a la Adèle!”. Es lo que yo digo. Ante la desgracia, la gente se muestra mejor dispuesta hacia sus semejantes.

»Inclinada sobre su vecina herida y tal vez a las puertas de la muerte, la Judith, dejando escapar profundos sollozos, sentíase desamparada, hasta el punto de que, apretujada entre la apenada multitud, no sentía nada y apenas se daba cuenta de lo que acababa de ocurrir, al tiempo que los granujas exclamaban una y otra vez: “¡Qué gran desgracia, Dios mío! ¡Qué gran desgracia!”. Y es lo que yo digo, señor. ¡La marranería del hombre no deja escapar ninguna ocasión!

»Y aún había otro que berreaba de lo lindo: Tafardel, con la cabeza abollada y un halo violáceo en torno al ojo izquierdo. Por lo visto, el culatazo que le arrearon en la cabeza puso en ebullición su ideas. No solía escribir mucho. Tal vez echó mano de su cuaderno de notas una sola vez, pero no por ello dejó de arremeter furiosamente contra los curas y los exnobles que se habían propuesto dejarlo seco, según él, para ahogar la voz de la verdad. Era la nota cómica en medio de la tristeza general. Tafardel es un hombre instruido, nadie lo pone en duda, pero aunque siempre me ha parecido un poco flojo de mollera, al fin y al cabo no es una mala persona. De todos modos, no creo que aquel culatazo haya puesto un poco de orden en su cabezota.

»En fin, ya puede usted imaginarse lo ocurrido en el lugar más céntrico del pueblo. Todos los clochemerlinos, asustados y temblorosos, daban muestras de una tardía tolerancia. Cuando ha sucedido lo irreparable, las gentes dicen que hubiera sido mejor ponerse antes de acuerdo. Imagine usted a la tía Fouache, la Babette Manopoux, la Caroline Laliche, la Clémentine Chavaigne, la Honorine del cura, la Tine Fadet, la Toinette Nunant, la Adrienne Brodequin, la tía Bivaque y las del lavadero, y sobre todo las del barrio bajo, sin dejar de chismorrear por la calle, como si entonaran cánticos o vocearan la bondad de sus mercancías en un día de mercado, dando pormenores de las obscenidades en que habían incurrido las zorras del lugar, y entonces vino aquello de “Yo la compadezco” y “Ya le dije que anduviera con cuidado” y “Ya puede usted suponer, madame, que habíamos de presenciar horrores con las cosas abominables que han sucedido y que nos avergüenzan a todos”.

»Todas las comadres decían que era indecoroso, lo más indecente y canallesco en el género de la más descocada sinvergüencería, ver a tantas hembras perder la cabeza con sólo oír un par de idioteces, y hacer caso omiso de los consejos que se les daba. Y aun eso no era todo, que sólo Dios sabe dónde hubiéramos llegado si aquellas desvergonzadas no hubiesen puesto punto y raya a su descaro. Y que si esto y lo de más allá, diciendo cada vez mayores insanidades sin saber a ciencia cierta lo que contaban, como suelen hacer en general esas mujeres. Ni que decir tiene que las más parlanchínas eran comadres poco satisfechas, pues sólo de vez en cuando, y aun por pura necesidad, se fijaban los hombres en ellas en aquellos tiempos en que el hambre se dejaba sentir atrozmente. Aquellas inconsolables mal podían juzgar, claro está, a las de sano apetito, a las que no les faltaba nunca un buen bocado para satisfacerlo y aun podían dejar las migajas para otras. Todo esto son historias de mujeres, y las historias de mujeres, para comprenderlas, hay que estar enterado de lo que sucede debajo de las faldas de las que las cuentan. En fin, toda la calle era una verdadera algarabía. Ellas hablaban como si hicieran punto de media, sin ningún esfuerzo y sin poner más sentido en una palabra que en un punto. Como gallinas después de poner el huevo, y valga la comparación.

»Y en esto comparece Ponosse, fastidiado de ver a la gente preocupada y doliente. Y no hacía más que decir:

»—Amigos míos, deberíais ir más a menudo a la iglesia. Dios estaría más contento de Clochemerle.

»Y Piéchut preguntaba:

»—¿Cómo ha sido esto? ¡Vamos, que yo me entere!

»Y escuchaba, socarrón, a uno y a otro, sin decir nada.

»Y el animal de Cudoine, que siempre llegaba tarde cuando se trataba de restablecer el orden. Y Lamolire, Maniguant, Poipanel, Machavoine, Bivaque, Brodequin, Toumignon, Foncimagne, Blazot, en fin, todos, hasta el cerdo de Girodot discutiendo cómo arreglar las cosas. No era fácil, en primer lugar por el Tatave, a quien no era posible resucitar, y después por la Adèle, Arthur y los demás. De todos modos, éstos, debido a las curas y al tiempo pasado en la cama, podían considerarse ya restablecidos. Por último, siguiendo el consejo del doctor Mouraille, se decidió no complicar las cosas, enviar todos los heridos a Villefranche, no sin antes telefonear al hospital para anunciar la expedición proyectada, y cargar a todos los lisiados en automóviles, procurando, eso sí, que los conductores se esmeraran en sortear los baches de la carretera.

»Mouraille, personalmente, se hizo cargo de la Adèle llevándola en su auto, porque había motivos para temer por ella y precisaba no quitarle el ojo de encima por temor a la pérdida de sangre, según él.

»Así pues, a eso de las cuatro de la tarde, habían salido ya todos los heridos, excepto Tafardel, cuyas abolladuras se iban haciendo negras, pero que, a pesar de ello, iba atiborrando su carnet, con el propósito de enviar luego a los periódicos artículos que prenderían fuego al polvorín y harían volar al Gobierno. Según Tafardel, habían asesinado al Tatave, herido a la Adèle y descalabrado al maestro de Clochemerle cumpliendo órdenes de los curas, y esto ha conmovido a toda Francia y ha impresionado hondamente a los diputados. Esto demuestra que la enseñanza, incluso en manos de un necio, puede llegar muy lejos.

»Cuando se hubo marchado aquella gente, los clochemerlinos no salían de su asombro ante lo ocurrido, cosas verdaderamente inexplicables a no ser por la profunda estupidez del hombre, que si bien se mira, es su peor enfermedad. Matar al Tatave y herir a diez personas sólo porque Arthur era cornudo es algo que, incluso bajo el aspecto del honor, revela un gran porcentaje de estulticia. No es lógico, como comprenderá usted, poner el honor en un lugar semejante. Si cada vez que se hace un nuevo cornudo, ha de haber un derramamiento de sangre, será mejor liar los bártulos y cerrar la tienda. Y esto haría la vida insoportable. El placer que uno experimenta con las posteriores es tal vez el primer placer sobre la Tierra, y Dios misericordioso tendría que arreglárselas de modo que el goce supremo no dependiera precisamente de esa contemplación, ¿no le parece? Éste es mi modo de pensar.

»Para terminar, voy a contarle cómo se había enmarañado el asunto del 19 de setiembre. Por una carta anónima recibida por la mañana, Arthur había sabido que la Adèle y Tardivaux se entendían. En este orden de cosas, la memoria retrocede en seguida a tiempos pasados. Y así le ocurrió a Arthur al reflexionar sobre el singular comportamiento de la Adèle a partir de la llegada de la tropa. Súbitamente, los celos le iluminaron las entendederas. Tardivaux y Adèle, que no se dieron cuenta de nada, continuaron como si tal cosa mientras Arthur, para estar más seguro, los observaba sigilosamente por los intersticios de la puerta del corredor de atrás. Al ver los arrumacos que la Adèle le hacía a Tardivaux y cómo le hablaba en voz baja, se le desvanecieron todas las dudas. Ésa fue la causa de que se echara, en la calle, sobre Tardivaux, golpeándole fuertemente la cabeza y ensañándose con él. Entonces, el centinela de enfrente, ofuscado, disparó el arma e hirió a la Adèle. El otro centinela, no pudiendo habérselas con Arthur, que era fuerte como un roble, le arreó un bayonetazo. Los clochemerlinos que presenciaron lo ocurrido, enfurecidos al ver herida a la Adèle y a Arthur, a quien por añadidura había hecho cornudo un cochino forastero, quisieron vengar tales afrentas y arremetieron contra los soldados. Éste fue el origen de la batalla. Después se ha puesto todo en claro.

»También se supo la procedencia de la carta anónima, pues la persona que la envió se ausentó la víspera para ir a Villefranche, y en la estampilla del sobre figuraba el nombre de la ciudad. Era la Putet, a la que yo había visto en Fond Moussu dedicarse al espionaje. Ella ha sido la causa de todas las desgracias, y fue ella también la que urdió todas las historias en torno al urinario. Aquella mujer no podía vivir sin hacer daño a alguien. Puede decirse que la religión en manos de zorras no hace más que malas zorras. La Putet era una verdadera carroña, una condenada filoxera para el pueblo».

—Una cosa me extraña, señor Beausoleil. ¿Cómo es que los soldados tenían cartuchos?

—¡Oh, es difícil contestar a esa pregunta! Tal vez se debiera al estado de sitio, como dicen en el ejército, que Tardivaux había hecho proclamar con la intervención de mi tambor, probablemente para darse importancia. Tal vez ocurriera que entre aquella compañía de coloniales, hubiera algunos rufianes sin más ley que su antojo o su bravuconería. Y quizá se debiera a los granujas que en los años siguientes a la guerra han brotado de todas partes, como hongos. En fin, algo debió de haber en todo eso. Lo cierto es que se dispararon algunas balas, las suficientes para que se alojara una en el cuerpo de la Adèle y otra en la piel de Tatave.

»Y otra cosa. Los soldados bebían demasiado vino del Beaujolais. En esta comarca, el vino es traidor. Y quien no está acostumbrado a beberlo, pierde en seguida el equilibrio. Hablando francamente, esos soldados bebían mucho entre las comidas.

»Ésta es la mejor explicación que se puede dar a un asunto tan dramático y que no tenía, en el fondo, ni pies ni cabeza. Regla general: en las catástrofes no hay que contar con encontrar ni pizca de inteligencia humana».