El prefecto del Ródano, llamado Isidore Liochet, era un maestro en el arte de doblar el espinazo. Sin embargo, esa notable flexibilidad de su columna vertebral no le salvaguardaba siempre de las fantasías del destino, que se complace en guiar a su modo a los mortales. El temor de ser destituido de su cargo por las divinidades tutelares le impedía tomar cualquier decisión. Sudaba sangre cada vez que tenía que estampar su firma al pie de un documento.
Cuando aún gozaba de la plenitud de su vigor físico, su mujer lo engañó, y no se dignó hacer de ello un misterio. Un instinto certero le advirtió que no por cambiar de compañera se exponía menos a ser engañado y tal vez menos provechosamente. Porque si era verdad que lo habían engañado, se debía a un motivo plausible, la ambición, y el deshonor, que estaba decidido a no reconocer, le era de gran utilidad. Era, en suma, la «prefecta» la que hacía carrera y llevaba el agua a su molino gracias a sus maneras de bella molinera, siempre dispuesta a hacer lo que la mujer del molinero en la canción. Ante aquella mujer activa y emprendedora, el prefecto parecía un pingajo. Y ante su marido, que no era más que un harapo administrativo, la «prefecta», dándose golpes en el pecho, un pecho de una opulencia indecente, uno de los florones de la tercera República, exclamaba en tono de incontenible superación:
—¡Ah, si yo hubiera sido hombre!
Con estas palabras cometía una evidente injusticia respecto a su destino, pues siendo mujer, y mujer hermosa, le iba a las mil maravillas. Es muy dudoso que dotada de un genio preclaro hubiese conseguido, de haber sido hombre, la cuarta parte de lo que había alcanzado siendo mujer, con su talento para las cosas que requieren un ambiente de intimidad y, sobre todo, convertir en prefecto al monstruo de incuria que era Liochet. Ésta era en realidad su obra, llevada a cabo con una generosidad tal en lo referente a su naturaleza, con un sentido tan oportuno de la gestión a emprender y un conocimiento tan perfecto de las más secretas costumbres de los todopoderosos del régimen, que situaban a madame Liochet para ser clasificada entre las primeras maniobreras de estos tiempos.
En las altas esferas políticas, la «prefecta» pasaba por ser una mujer fácil. No obstante, debe hacerse justicia a una mujer que podía perderlo todo, excepto la cabeza. Si pagaba lealmente con su cuerpo, debe entenderse que era realmente pagar lo que hacía, pues no concedía nada de antemano, es decir, si no era en pago de lo ya obtenido, y sabía dejar las primicias sin llegar a un desenlace tranquilizador. No confundía el placer con las necesidades de su cargo, y llevaba rigurosamente al día la contabilidad de sus efusiones oficiales.
Entrometida y caprichosa, esta mujer insaciable que no quería privarse de nada se complacía en efectuar una selección entre el elegante personal de los ministerios en busca de apoyo para su Liochet, pues la desvergonzada pretendía convertir al mentecato de su marido nada menos que en un embajador o un gobernador colonial. Tenía una manera de mirar a los jóvenes secretarios que le caían en gracia que los pobres muchachos enrojecían hasta las cejas. Únicamente su boca hacía bajar los ojos, pues, sin decir palabra, sus labios eran una promesa. Un hombre mirado fijamente por esta mujer se encontraba de golpe desnudo, públicamente desnudo. Pero ella, inclinada, con el pretexto de pedir un informe, sobre el que gozaba en aquel momento de su predilección, lo aturdía con los cálidos sortilegios que desprendía su célebre pecho, magnífico cepo para los hombres. Y con una sonrisa irresistiblemente enloquecedora, le decía:
«¡Oh, qué ganas tengo de devorarle!».
Devorar es la expresión que conviene para expresar de algún modo los amores de madame Liochet, la bella Régine. En los lugares donde atraía a la juventud, obtenía de los muchachos de veinticinco años un rendimiento que a ellos mismos los dejaba asombrados, orgullosos, muy pálidos y con el cerebro completamente vacío. Pocos de ellos resistían mucho tiempo a aquella mujer agotadora. Era, en suma, una mujer exuberante, bien se ve, que a los cuarenta años estaba en el cénit del ardor y del savoir-faire.
Sin la colaboración de su mujer, a la que sometía los casos difíciles, el prefecto no sabía resolver nada. Y fue precisamente durante una ausencia de madame Liochet cuando recibió las instrucciones de Petitbidois, que el ministro había firmado sin leerlas. Liochet se sintió preocupado. Presumió que en una historia de aquella índole podía salir malparado y que cualquier paso en falso podía hacer fracasar las intrigas de la «prefecta». Enviar a Clochemerle un destacamento de gendarmes sería llamar la atención sobre aquel rincón del Beaujolais y suscitar los comentarios de la Prensa. Sería necesario tomar partido, y esto le inspiraba un verdadero horror. Pensaba en las elecciones que se avecinaban y no quería malquistarse con nadie.
«¡Si por lo menos supiera uno a qué atenerse! —gemía aquel irresoluto—. Es cosa sabida que un partido en el poder decepciona siempre a los electores. No cabe duda de que la próxima vez habrá un cambio».
En consecuencia, no quería comprometerse a fondo con ninguno de los dos bandos. Y se afanaba en granjearse la confianza de sus adversarios políticos, lo que equivalía a enemistarse con todo el mundo.
Después de profundas reflexiones, el prefecto creyó haber dado con una de las soluciones neutras que solía adoptar. En vez de enviar a Clochemerle un contingente de gendarmería, ¿no sería mejor mandar un destacamento de soldados cuya presencia podría justificarse con el pretexto de unas maniobras militares? Se mantendría el orden sin alarmar a la opinión pública.
Volvió a reflexionar y la solución le pareció muy hábil. Mandó llamar a su chófer y fue a entrevistarse con el gobernador militar.
El gobernador, general De Laflanel, era de una estirpe famosa. En el siglo XVII, un De Laflanel había sostenido el algodón a Luis XIV, en un tiempo en que este rey sufría de una excepcional actividad intestinal que repercutió en su carácter y en los asuntos del Estado. Sin embargo, el gentilhombre encargado de la augusta limpieza llevaba a cabo su cometido con tal delicadeza que el monarca, con la suprema dignidad que le ha hecho pasar a la historia con el sobrenombre de Grande, no pudo abstenerse de decirle una vez:
—¡Ah, mi buen amigo, qué bien me limpia usted!
—Sire —respondió el otro con una admirable presencia de ánimo—. Mejor que el algodón, es Laflanel[24]
Esa ocurrencia fue ruidosamente celebrada por madame de Montespan que se encontraba allí, con los pechos al aire, para solaz y entretenimiento de su dueño, y este rasgo de ingenio, que circuló por todo Versalles, confirió un gran prestigio a los De Laflanel, prestigio que había de perpetuarse hasta la caída del antiguo régimen.
La Revolución, que hizo tabla rasa de las tradiciones más respetables, no se olvidó tampoco de ésta. Pero los De Laflanel se transmitieron de padres a hijos el culto de una lealtad cuyo origen provenía de la propia base de la realeza. Y un poco de ese orgullo llegó hasta el gobernador.
El general De Laflanel era un hombre de principios religiosos, lo que es corriente entre los generales que han tenido mando en la guerra y han conducido a la muerte a muchos hombres, los cuales, sin enterarse, han muerto así cristianamente gracias a las virtuosas convicciones del jefe de su división. Non nobis, sed tibí gloría, Domine. Esta grandiosa estupidez, inconmensurable por la aplicación que se le dio, y que celebra nada menos que el fracaso de nuestra ofensiva, fue imprudentemente añadida, hasta el punto de ser blasfematoria, al comunicado del 28 de setiembre de 1915 por un jefe que se batía desde el extremo inferior de un telémetro, y que sólo pensaba en la posible retirada necesaria para conservar la lucidez de su mente elaborada por un espeso grosor de cemento armado. Esta grandiosa estupidez, repetimos, explicaba bastante bien la presencia de ánimo del general De Laflanel ante los cementerios del frente que tan copiosamente había abastecido. Se consideraba, simplemente, un ilustre instrumento divino, y felicitaba a Dios por tan acertada elección. El general pensaba que la guerra es, en suma, una buena cosa que enseña, a los que no son soldados, que el Ejército es la más bella institución del mundo y que las facultades intelectuales alcanzan su máxima aplicación en el ejercicio del generalato. Pensando esto, no tenía necesidad de pensar en otra cosa y se abstenía cuidadosamente de hacerlo. En una palabra, era un general aceptable, salvo que sus principios no le permitían expansionarse a menudo con un taco ni con una de esas expresiones contundentes que hoy ya no se usan.
Después de haber escuchado al prefecto, el gobernador expuso su opinión que era todo un programa:
—¡Les haré poner alabardas a todos!
Es decir, a todos los clochemerlinos por insubordinados y pendencieros. Siendo De Laflanel un general muy cristiano y deseoso de servir la buena causa, se trasladó al arzobispado con el objeto de obtener una información lo más completa posible. Monseñor de Giaccone le puso al corriente de los asuntos de Clochemerle con gran sutileza, tal vez con una sutileza excesiva, lo que fue un error, pues el general lo entendió todo al revés. Pero no podía exigirse a Emmanuel de Giaccone que dejara de mostrarse sutil, ni tampoco a un De Laflanel que hiciera súbitamente gala de ingenio. Los hombres son como son, y nada puede hacerlos cambiar. Con su sutileza, al arzobispo no le cabía la menor duda de que se hacía comprender y, por su parte, el general, que carecía de toda sutileza, estaba seguro de comprender perfectamente todo lo que le decían y de tomar siempre decisiones admirables por lo atinadas o conducentes a un mal menor. Observamos de paso esta contradicción. Inclinado al escepticismo, monseñor de Giaccone concedía siempre un crédito excesivo a los individuos, mientras que el general, siempre optimista —hasta el punto de que sin pestañear ni poner en duda su valor, había llevado inútilmente a la muerte a diez mil hombres de una sola vez—, desconfiaba siempre de ellos. De ahí que aquellos dos hombres evaluaban subjetivamente el grado de inteligencia de los demás.
Después de esta entrevista, el gobernador mandó llamar a su segundo, el general de Caballería De Harnois d’Aridel. Lo informó a su modo del asunto y resumió así sus instrucciones:
—¡Que los albarden a todos, mil millones! Y sobre todo, que se siga la vía jerárquica. Esto es lo único que cuenta.
Vamos a ver por segunda vez el funcionamiento de ese mecanismo de alta precisión: la vía jerárquica. Abundando en las opiniones de su superior, el general De Harnois d’Aridel estaba a favor de la Iglesia. Se dijo que había que actuar con rapidez y energía y mandó llamar al coronel Touff, que mandaba el regimiento de tropas coloniales. Le habló de Clochemerle y acabó con estas palabras:
—Mano fuerte. Actúe rápidamente.
En el regimiento del coronel Touff, un jefe de batallón se distinguía por su decisión y energía, el comandante Biscorne. El coronel le expuso la situación y le dijo:
—Necesitamos un hombre expeditivo. ¿Lo es alguno de sus oficiales?
—Sí. Tardivaux —contestó el comandante sin vacilar.
—Vaya por Tardivaux. Haga inmediatamente lo necesario.
Como todos los hombres enérgicos y decididos, el comandante Biscorne no se andaba con chiquitas. E hizo este claro resumen al capitán Tardivaux:
—Tiene usted que habérselas con un hatajo de imbéciles, en plena agitación, en Clochemerle. Búsquelo en el mapa. Se trata de una querella acerca de un urinario, de un cura, una baronesa, unos cristales rotos, una pandilla de idiotas, y no sé qué más. No he podido entender lo que ocurre. Usted verá sobre el terreno de qué se trata. Restablezca el orden a rajatabla. Y le encomiendo una cosa, tome antes que nada el partido de los curas. Éstas son las órdenes. ¿Se chunguea usted? ¡Yo también! ¿Ha comprendido?
—Perfectamente, mi comandante —afirmó Tardivaux.
—Esos patanes de Clochemerle nos están amoscando.
—Sí, mi comandante —dijo Tardivaux.
—Por lo tanto, libertad de maniobra. Resuelva este asunto manu militari.
—Bien, mi comandante.
El capitán saludó y se dispuso a salir. El comandante sintió un remordimiento y volvió a llamar al capitán para completar sus instrucciones:
—De todos modos, procure que sus subordinados no se desmanden.
Es así como el capitán Tardivaux se encargó de esta misión.
El capitán Tardivaux, capitán de «cuchara», tenía una recia personalidad militar. No deja de tener interés trazar a grandes rasgos la carrera de este oficial.
En 1914, a los treinta y dos años, se encontraba en Blidah, en calidad de suboficial reenganchado, ambicionando, si todo iba bien, acabar su carrera con el grado de oficial ayudante, jubilarse y encontrar un modesto empleo civil, una portería, por ejemplo, donde pudiera llevar una vida descansada. Una ociosidad decorativa se le antojaba la vejez más adecuada para un bizarro militar. Cuando pensaba en el brillante epílogo que se merecía su hoja de servicios, se imaginaba sentado a horcajadas en una silla, en la penumbra de un pórtico majestuoso, enfundado en una túnica oscura en la que relucían sus medallas coloniales, liando cigarrillos de la mañana a la noche, examinando severamente a la gente con el seguro golpe de guardia y no abandonando el puesto más que para ir de vez en cuando a empinar el codo en un cafetucho vecino donde fácilmente deslumbraría a los contertulios con el pintoresco relato de sus proezas bélicas. Este cúmulo de hazañas despertaría sin duda la admiración de algunas sirvientas de corazón sensible. Además, un hombre que había tenido amores en todos los climas, sabía guiñar el ojo a las mujeres. Tal vez lo hiciera de una manera vulgar, pero lo cierto es que les daba claramente a entender los propósitos que lo animaban y, al fin y al cabo, lo esencial es que a uno le comprendan. Era muy versado en el arte de clasificar las categorías humanas y especialmente en seleccionar mujeres a su medida. Las llamaba «mukeres», en recuerdo de sus tiempos de soldado colonial y las trataba sin ninguna clase de miramientos. De vez en cuando no desdeñaba aceptar algunos regalos, homenaje tributado a un vigor, que se afirmaba igualmente con los puños cuando el gentleman había abusado del ajenjo. Los grados del valor social varían hasta el infinito y no tienen la misma equivalencia en todas partes. En la vida civil, se hubiera clasificado a Tardivaux como un perfecto granuja. En cambio, en el ejército de África era un excelente suboficial.
Con objeto, sin duda, de ascender al grado de oficial ayudante en el que cifraba su ambición, el sargento Tardivaux no daba paz a la lengua en el patio del cuartel. En realidad, si se comportaba así no era por gusto ni por maldad. Sabía que en la carrera de las armas es a veces necesario proferir imprecaciones y rugidos si uno desea llamar la atención de los jefes y granjearse su estima. En un cuartel donde todo el mundo vociferaba de la mañana a la noche y de arriba abajo, precisaba, para que se fijaran en uno, alzar la voz más que los demás. Así lo comprendió Tardivaux que, buen observador además, comprendió también que un militar con mando que no castiga es como un gendarme que no aplica ninguna contravención y es acusado de debilidad y de negligencia profesional. Los cuadros de la gendarmería y los del ejército toman sus decisiones con la tranquila certidumbre de que todas las personas civiles son presuntos delincuentes y todos los soldados unos cobardes de tomo y lomo. Cosa paradójica: esta convicción de que el ejército por un lado y la sociedad civil por otro se compone casi exclusivamente de crápulas constituye precisamente la fuerza del ejército y la solidez de la sociedad civil, los cuales, para sentar su disciplina y sus sanas jerarquías, precisan de un gran principio fundamental, fácilmente comprensible. En nombre de este principio voluntariamente aceptado, al sargento Tardivaux no le molestaba lo más mínimo que el teniente le tratara de bruto, porque sabía que a su vez podía impunemente tratar de brutos a todos cuantos no eran suboficiales.
Cifraba, por tanto, su ambición en que disminuyera el número de personas que podían tratarle de bruto y aumentara el de los que podían ser objeto de aquel trato. Una ambición tan concreta y que de tal modo afectaba a su dignidad personal, no le dejaba un momento de reposo. El sargento Tardivaux vociferaba, pues, a sus anchas en Blidah, y sin tomarse la molestia de enjuiciar las faltas, imponía arrestos o penas de cárcel, del mismo modo que los poderes supremos distribuyen las calamidades entre los hombres, en nombre de una sabiduría metafísica poco confortadora cuyo misterio debemos renunciar a descifrar en esta vida.
La movilización sorprendió a nuestro suboficial entregado a estas ocupaciones y lo condujo al paso de la Chipotte, donde tuvo que enfrentarse inopinadamente con otras tropas imbuidas, como las suyas, de un complejo de superioridad y con otros suboficiales no menos chillones y fanfarrones que los nuestros y que tenían asimismo la pretensión de tratar de brutos y cobardes a los soldados. Esto se notaba a la legua en sus muecas de pelirrojos, de insípidos boquirrubios nórdicos, realmente embrutecidos a fuerza de docilidad y de atiborrarse el cerebro.
El primer contacto entre aquellos hombres resueltos fue detestable, por la razón imperiosa de abandonar lo más pronto posible aquellos parajes. Pero el general, cuidadosamente parapetado en la retaguardia, ordenaba lo contrario. Se resguardaba lo mejor que podía de una posible insolación, el mayor peligro a que se exponía dada la fuerza de aquel sol de agosto. El general, fortificado debajo de un umbroso arbolado, no abandonaba un momento sus catalejos y el espectáculo de una densa humareda que se elevaba de un bosquecillo le producía un marcial regocijo.
—¡Vale la pena haber mandado una avanzadilla! —afirmaba a los oficiales de su Estado Mayor que le escuchaban.
Y la prueba de ello es que del bosquecillo llegaba a sus oídos el estruendo del combate y unos lejanos toques de clarín precursores de un ataque a la bayoneta.
—¡Qué van a tomar esos cochinos! —decía el general refiriéndose a los alemanes.
A su juicio, no cabía ninguna duda de que los alemanes habían de ser rechazados, despedazados, puestos en fuga, aplastados, despanzurrados y todos verdosos a causa de una diarrea incontenible. En cambio los franceses, en el fragor de la pelea, se mantenían lozanos e impertérritos, con un sano color rosado en el rostro, obsequiando a los boches con sus inagotables rasgos de humor, y pertrechados, además, de dos centenares de cartuchos, con sus relucientes y mordaces bayonetas que se desvanecían de placer al ponerse en contacto con las tripas de los teutones.
Tan convencido estaba el general de que todo se iba desarrollando de acuerdo con sus previsiones que a las cinco de la tarde, no temiendo ya un porrazo de Febo, no titubeó de tomar una decisión heroica.
—Creo, señores, que podríamos avanzar un centenar de metros. Eso facilitará nuestros trabajos de observación.
El general habló con tanta energía y con un desprecio tal del peligro que todo el mundo se estremeció.
—Mi general, no sea usted imprudente —suplicó el primer coronel de su escolta.
Pero el general le replicó con una sonrisa:
—Hay temeridades indispensables, coronel. No lo olvide.
Palabras lapidarias que no decidieron el resultado de la batalla, bastante confuso sea dicho de paso, pero que hicieron mucho en favor del ascenso del que las había pronunciado.
El general avanzó con denuedo y se detuvo a tres kilómetros escasos de la línea de fuego, en una zona expuesta donde, a decir verdad, no caían los obuses, aunque poco faltaba. Allí permaneció hasta el crepúsculo, hierático e impasible, sin enterarse de lo que ocurría, pero sin la menor vacilación en la transmisión de órdenes. Cabe decir, sin embargo, que el general alemán con quien se enfrentaba se comportaba con la misma intrepidez y daba sus órdenes con parecido conocimiento de causa.
La batalla se entabló, pues, en pleno boscaje por dos contingentes de locos furiosos, atontados por el miedo, que no sabían lo que habían ido a hacer allí y que se batían como salvajes, aullando, disparando, corriendo, golpeando y asesinando a su antojo, aunque con el deseo de huir a escape de aquella sarracina. Experimentaban todos un ansia indignante de vivir, y comenzaba a iluminar sus mentes la convicción de que los grandes capitanes de todos los ejércitos del mundo son la más auténtica basura de la creación, por lo que a ellos, combatientes, no les cabría mayor goce que retorcer el pescuezo a los grandes capitanes y enviarlos al otro mundo, aunque fuera con los mayores refinamientos, como, por ejemplo, cortarles los testículos y metérselos en la boca. Esto sería mejor que tener que cortar el cuello a esos pobres imbéciles de enemigos que ejercían como ellos esa inverosímil profesión que consistía en exterminarse mutuamente, en destriparse los intestinos, en sembrar el campo con el hígado, el bazo, el corazón, la mollera y hasta los testículos, y decirse, con un último gorgoteo del alma, que unos desvergonzados asquerosos cuya única ocupación consistía en andar todo el día con prostitutas de postín y hartarse de guisos suculentos, de honores, de cumplidos y homenajes, que esos bribones, que ni siquiera oían silbar las balas, esos sádicos, esos «patriotas» profesionales habían organizado este condenado apocalipsis de mierda en provecho propio sin importarles un ardite que bajo el sol, lleno todavía de peces en los ríos, de pájaros en los árboles, de liebres en los surcos, de semillas en los campos y de frutos en las ramas, lleno de pueblos casi vacíos mientras por doquier abundaban las mujeres estremecidas de deseos solitarios a falta de un hombre, de uno de aquellos hombres que enviaban al matadero como si fueran cerdos.
Esto es lo que habrían pensado los del bosque si no hubieran estado locos hasta los últimos límites de lo inconcebible, o muertos. Estos últimos no tenían ya necesidad de nada más que un poco de tierra sobre el vientre, no tanto por ellos, que se reían total y eternamente de ser sepultados o no. Pero los vivos, aunque no reflexionaran, no querían dejarse allí el pellejo.
Entretanto, el general, tranquilo, satisfecho e incluso sonriente, de pie en un pequeña elevación del terreno rodeada de copudos árboles, repetía cada cuarto de hora:
—¡Esto marcha! ¡Esto marcha!
Y el general de enfrente decía lo mismo en su idioma:
—Es geht! Schon, sehr schon![25]
Aquello marchó hasta que el general tuvo sed. Entonces un estúpido e idiota comandante, jefe de intendencia, presentó al general una caña de cerveza que no había sido puesta a refrescar, diciendo con una jerárquica sonrisa de cretino:
—¡En la guerra como en la guerra, mi general!
Al primer sorbo, el general comprendió la impertinencia.
—¿Qué ha dicho usted? —tronó—. En primer lugar, cuádrese usted delante de un superior. ¿Para qué sirve usted, comandante…? ¡Presentarme una meada de asno semejante! Mañana mismo lo enviaré al bosque. ¡A usted y a todos los demás imbéciles!
El general había perdido los estribos. Debíase probablemente a los efectos del calor o tal vez a que no había digerido bien el piscolabis del mediodía. Al comandante se le trabó la lengua y no supo qué decir. Era un comandante de escasas luces, de no muy claras dotes militares, tal vez porque no pasó por la Escuela de Guerra. Empezaba a comprender, aunque demasiado tarde, que la bebida del general, el yantar del general, el pipí del general, la cama del general, el uniforme del general, la amiga del general, el capellán del general, el cabo del general, los cascajones del caballo del general, todo lo que podía influir, en suma, en el humor del general, tenía en la guerra su importancia, mucha más importancia, sin duda, que los soldados del general…
Pero era ya demasiado tarde para hacerse cargo de aquellas cosas, porque al día siguiente marchó efectivamente hacia el bosque donde lo despanzurraron como a los demás camaradas. Y mientras eructaba su alma sencilla, que se resistía a abandonar el cuerpo, aquel buenazo de comandante, saludando marcialmente a los moribundos, repetía dulce y respetuosamente:
—¡Qué fría es la muerte, mi general…!
Y murió como un pobre idiota más, como tantos otros…
El general no se ocupó más de él. Y decía:
—Esta vida al aire libre me quita veinte años de encima. Si esta guerra pudiera durar un año o dos más llegaría a centenario.
«Y quizás a mariscal…». Pero esto lo decía para sus adentros, temeroso de que aquellas palabras llegaran a oídos de los demás generales, que tanto como colegas, eran unos taimados bribones dispuestos a ser mariscales antes que sus compañeros, aunque para ello tuvieran que sabotear las operaciones bélicas de su vecino.
A Tardivaux no le gustó mucho su bautismo de fuego. Por supuesto que una vez salido de apuros, se mostró, como los demás, bravucón y fachendoso, pero, en su fuero interno, la sola idea de tener que volver a empuñar un arma lo ponía de mal humor. Afortunadamente, en un lugarejo del valle donde la compañía de Tardivaux se había replegado, las bodegas estaban atestadas de cubas de vino y de botellas de aguardiente de ciruelas. Todos los soldados volvieron borrachos al bosque donde la compañía emprendió un ataque a la bayoneta en un terreno batido por las ametralladoras. Sin embargo, logró franquearlo a costa de la pérdida de las tres cuartas partes de sus efectivos. Al atardecer, los gloriosos supervivientes de la compañía desfilaron en la retaguardia.
El coronel detuvo a los treinta y dos hombres y les dijo:
—¡Sois unos bravos, amigos míos! ¡Unos héroes!
—Estábamos todos borrachos, mi coronel —dijo sencillamente Tardivaux, queriendo expresar con aquellas palabras que si aquel puñado de hombres había llevado a cabo de una manera sobrehumana una tarea inhumana, se debía a que no estaban en sus cabales.
El teniente coronel frunció el ceño. Esta libre interpretación del heroísmo no le convencía de ningún modo.
—¡Tendré que vigilarlo! —dijo a Tardivaux.
Afortunadamente, momentos después, el teniente coronel resultó víctima de un schrapnell[26] perdido (uno de los pocos proyectiles que aquel día hicieron un trabajo útil), y aquella muerte salvó la reputación de Tardivaux, que comprendió que no debía hablar jamás a tontas y a locas.
No obstante, aquellos primeros incidentes de la guerra le sumieron en hondas reflexiones, y no tardó en hacer este importante descubrimiento: En la guerra, un hombre borracho avanza sin miedo.
Los alemanes debían, más tarde, bañar a sus soldados en alcohol e incluso, según se ha dicho, en éter. Como tantos otros que no supimos explotar, este magnífico invento es francés y el mérito del mismo se debe a un simple suboficial de nuestras tropas coloniales.
Tardivaux no volvió a aventurarse en la línea de fuego sin ir provisto de un buen acopio de alcohol. Bebía hasta perder por completo la noción de las cosas, hasta que se apoderaba de él una furiosa e imbécil exaltación que hacía maravillas en los combates.
Este método le valió varias citaciones por su conducta ejemplar en el campo de batalla. Y como los cuadros se iban diezmando, ascendió rápidamente a brigada y después a subteniente.
Al llegar a Verdún lucía ya dos galones, y en el transcurso de aquella terrible batalla alcanzó definitivamente un sólido renombre. En medio de un horrísono bombardeo, comprendió que le era necesario aumentar su dosis de reconstituyente moral. Pero tomó una cantidad tan grande que cuando su compañía se lanzó fuera de la trinchera para emprender el ataque, cayó completamente ebrio en un hoyo profundo causado por la explosión de un obús, en la tierra de nadie. Allí, en medio de la más formidable empresa de destrucción que haya sacudido al mundo, roncó a sus anchas, rodeado de cadáveres, unas treinta horas. Volvió en sí en un momento de calma preñado de amenazas. Sólo se oía el alegre trino de una alondra que surcaba un cielo sin mácula. Tardivaux no tenía la menor idea de lo que había podido ocurrir, pero la presencia de dos cadáveres y el hedor que despedían le permitieron sacar las deducciones propias del caso. Y antes de tomar sus medidas para ponerse a salvo se dijo:
«Bueno, ¿y cómo se lo tomará el viejo?».
El viejo era el comandante, un condenado que se ponía a chillar por un «quítame allá esas pajas[27]». De todos modos, permanecer allí, entre las líneas, no resolvía nada. Así, pues, arrastrándose, llegó hasta su trinchera donde se dejó caer, aturdido aún por los vapores del alcohol. Sus hombres no daban crédito a sus ojos.
—¿Ha escapado usted de los boches, mi teniente?
Le contaron que después de haber tomado la trinchera alemana, un contraataque los había desalojado de ella y se habían visto obligados a volver a sus primitivas posiciones, operación que se efectuó a costa de algunas bajas.
El teniente se trasladó al puesto de mando del comandante, que, informado ya de aquel milagroso retorno, esperaba a su subordinado en la puerta de su tienda de campaña.
—Tardivaux —exclamó—, esta vez se ha ganado usted la Legión de Honor. ¿Cómo se ha librado de sus garras?
Tardivaux sabía que no hay que llevar nunca la contraria a un superior, e improvisó, lo mejor que supo, un brillante hecho de armas.
—He matado a los centinelas —dijo.
—¿Había muchos?
—Dos, mi comandante, dos gigantes que no me quitaban el ojo.
—¿Y cómo ha podido salir de sus líneas?
—Difícilmente, mi comandante. He tenido que matar dos o tres más de esos marranos que me habían visto.
—¡Demonio de Tardivaux! —exclamó el comandante—. No cabe duda de que los tiene usted en su sitio. Después de una hazaña así querrá refrescarse el gaznate, ¿verdad?
—No lo rechazo, mi comandante. Ni tampoco me negaré a hincar el diente en un buen bocado.
La hazaña fue pronto divulgada y se le confirió un valor de patriótica ejemplaridad. A través de los puestos de mando y explicada por los ciclistas de enlace y las columnas de intendencia, la nueva versión llegó a conocimiento de los periodistas, y en París, entre caña y caña de cerveza, esos diestros manipuladores de la leyenda, otorgaron al hecho de armas de Tardivaux un alcance definitivo. Uno de los mejores portavoces de la opinión pública se apoderó del tema y publicó en un importante periódico un artículo editorial que comenzaba así:
«Lo que la raza francesa tiene de admirable es que improvisa continuamente la grandeza con un aire de tranquila simplicidad, de una manera que puede calificarse de clásica y que constituye el atributo de su genio inalterable».
Durante la semana que siguió las entregas de oro al Banco de Francia aumentaron en un treinta por ciento. Así quedaba sobradamente justificado lo que el sargento Tardivaux, aquel autodidacto en lo concerniente a talento militar, había presentido desde el primer día: la importancia del alcohol en la guerra. Desgraciadamente, a pesar de sus galones de teniente, su situación seguía siendo aún demasiado oscura para que tuviera conocimiento de tan vastas repercusiones. Sin embargo, fue citado en la orden del ejército y al cabo de poco tiempo se le concedió el tercer galón.
Este último ascenso le inspiró saludables reflexiones conducentes, bien entendido; a la conservación de su estado de salud.
«Heme aquí convertido en todo un capitán, que no es poca cosa», se dijo.
Consideró entonces que exponer, aunque fuera ligeramente, una vida tan valiosa sería una gran tontería, una tontería nefasta. Al fin y al cabo él era un hombre aguerrido y, como tal, de un inapreciable valor para el ejército del mañana. En cualquier momento se encontrarían oficiales de complemento, pero los militares de carrera, guardianes de las más puras tradiciones castrenses, no se remplazan fácilmente. Era importante, pues, relacionarse con ellos y ganar su confianza. Serían los militares de carrera quienes se encargarían de encuadrar sólidamente a las futuras generaciones. Sin embargo, Tardivaux no tardó en darse cuenta de que estos razonamientos se los habían hecho ya muchos de sus compañeros, que se habían anticipado a sus propósitos. Numerosos oficiales de carrera que escaparon a la carnicería de los primeros meses hicieron rápidos progresos en los Estados Mayores, donde se habían atrincherado fuertemente con vistas al bienestar del país, al que con denodado esfuerzo daban un ejemplo de perseverancia en el cumplimiento de los necesarios sacrificios. Tardivaux llegó a la conclusión de que aquélla era la misión que en lo sucesivo tenía que cumplir. Él provocó la ocasión para que se procediera a su evacuación, pues no en balde había pertenecido a las tropas coloniales, duchas en prácticas clandestinas que ni siquiera los comandantes aciertan a ver. Permaneció mucho tiempo en la retaguardia donde cosechó numerosos éxitos entre las mujeres, pertenecientes, hay que decirlo, a una sociedad muy mezclada. Volvió a la zona de guerra con una misión de confianza: la de oficial observador de cuerpo de ejército. Observó sobre todo las reglas de la más estricta prudencia, lo que le permitió terminar la guerra con la piel intacta y hecho un bizarro capitán cuyo pecho constelado de condecoraciones evidenciaba su heroísmo.
Éste era el hombre de guerra que marchaba sobre Clochemerle para establecer allí el orden.