Capítulo 16

Monseñor de Giaccone administraba la diócesis de Lyon con una rara distinción. Tenía la cabeza romana, los modales de un diplomático de antaño y la sutil unción de las antiguas Cortes italianas. Por otra parte, era descendiente de un tal Giuseppe Giaccone, amigo de los famosos Cadague, que penetró en Francia en compañía de Francisco I, de quien era persona de confianza, y se instaló después en el barrio de Change, en Lyon, donde hizo rápidamente fortuna en la Banca. Más tarde, los miembros de la familia contrajeron poderosas alianzas y unas veces por su genio en los negocios y otras por su belleza consiguieron siempre conservar o recobrar la riqueza, como lo atestigua este refrán: «Cuando la bolsa de un Giaccone está vacía, el fulgor de su mirada la vuelve a llenar y guarnece su lecho». Era tradicional que en cada generación un Giaccone siguiera la carrera eclesiástica y esta tradición se ha mantenido hasta nuestros días.

En su sacerdocio, Emmanuel de Giaccone reveló tales cualidades de inteligencia y de ductilidad que a los cincuenta y un años fue designado para ocupar uno de los primeros puestos de la cristiandad. Aunque sabía mostrarse inflexible, se distinguía por una gracia sonriente y sutil, que contrastaba con los modales de su predecesor, un prelado rudo, que llevaba la púrpura del mismo modo que un campesino su traje los domingos. Estos nombramientos, por contrapuestos que sean, se explican por el profundo sentido político de la Iglesia, cuyas decisiones son determinadas por un poder oculto, clarividente y maravillosamente informado.

A monseñor de Giaccone, arzobispo de Lyon, que se hallaba en su despacho, le fue anunciada la baronesa de Courtebiche. Sin decir palabra, inclinó imperceptiblemente la cabeza y en sus delgados labios se dibujó una leve sonrisa, con lo que quería dar a entender que podía pasar la visitante. Monseñor la vio avanzar en la severa y espaciosa estancia a la que daban luz tres altas ventanas, pero no se levantó. Vestido con la indumentaria de su cargo, dio a besar su anillo. Tenía el privilegio de no molestarse por ninguna mujer. Un exceso de galantería le hubiera comprometido, no sólo personalmente, sino como representante de la Iglesia, y la Iglesia está por encima de una baronesa. Sin embargo, al fin y al cabo era un Giaccone, sabía las atenciones que se deben a una Courtebiche, nacida d’Eychandailles d’Azin, y, por otra parte, sus familias se conocían. Acogió, pues, a la baronesa con una afable solicitud que rebasó un poco la medida de la simple unción episcopal, y la invitó a sentarse cerca de él.

—Me alegra mucho verla —dijo con su voz dulce, de inflexiones exactamente calculadas—. ¿Está usted bien?

—Bastante bien, monseñor, muchas gracias. No tengo más remedio que soportar los inconvenientes de la edad. Y los soporto lo más cristianamente que lo permite mi carácter, pues los d’Eychandailles no se han distinguido mucho por su paciencia.

—Tengo la seguridad de que está usted calumniando su carácter. Y, además, la viveza de genio es más diligente que la malicia. Estoy informado de su generosa aportación a nuestras obras.

—No hay ningún mérito en ello, monseñor —dijo la castellana sin hipocresía, aunque con tono lastimero—. Ahora estoy retirada del mundo y no tengo muchas cosas para distraerme. Cada edad tiene sus ocupaciones. Yo las llené todas a su debido tiempo…

—Lo sé… lo sé… —murmuró el arzobispo con amable indulgencia—. ¿Tenía que confiarme algo?

La baronesa le explicó, empezando por el principio, los acontecimientos que agitaban a Clochemerle. El arzobispo estaba enterado de ellos, aunque no de los últimos detalles. No les suponía la importancia que la castellana le reveló.

—En fin —concluyó la baronesa—, la situación es realmente insostenible. La parroquia corre un serio peligro. Nuestro cura Ponosse es un buen hombre, pero es un imbécil, un ser sin voluntad, incapaz de hacer respetar los derechos de la Iglesia a la cual permanecen adictas las grandes familias. Hay que meter en cintura a Piéchut, a Tafardel y a toda su pandilla. Las altas esferas tienen que tomar cartas en este asunto. ¿Tiene usted algún medio de acción, monseñor?

—¿Y me lo pregunta usted, baronesa? Creía que tenía usted influencias…

—¡Ay! —exclamó la castellana—. Mi situación no es la de antes. Hace unos años me habría ido directamente a París donde me hubieran escuchado en seguida. Ninguna puerta se cerraba para mí. Pero ahora no recibo y he perdido mis relaciones. Nuestra influencia, la influencia de las mujeres, se acaba pronto, cuando dejamos de ser agradables a los ojos de los hombres. A menos que una se convierta en una de esas cotorras charlatanas que mantienen y presiden un salón para celebridades decadentes. Éste no era mi género. He preferido retirarme.

Hubo un silencio. El prelado, con su mano blanca y cuidada sobre el pecho, jugaba con su cruz. Con la cabeza baja y la mirada perdida permanecía sumido, al parecer, en hondas meditaciones.

—Creo —dijo— que la intervención de Luvelat se dejaría sentir…

—¿Alexis Luvelat, el ministro? Y a propósito, ¿de qué es ministro?

—Del Interior.

—¡Pero si es uno de los jefes de su partido y, por lo tanto, uno de nuestros más encarnizados enemigos!

Monseñor de Giaccone sonrió. No le disgustaba sorprender a sus interlocutores. Y tampoco le desagradaba, en ciertas circunstancias, revelar a personas de su preferencia algunos de los resortes que constituyen las palancas de la sociedad. Por medio de tales personas se divulgaba la idea de su poder y juzgaba acertado dar a conocer a veces que su poderío se extendía a los medios más diversos. Algunas de esas revelaciones entrañaban advertencias y aun amenazas que acababan siempre por impresionar a los afectados. Y como hablando para sí, explicó:

—Hay la Academia Francesa. Suele tenerse en olvido a la Academia, a su papel de contrapeso en las decisiones de ciertos políticos ambiciosos. Richelieu nos dejó en verdad un admirable medio de acción, una de las más útiles instituciones del antiguo régimen. Aún hoy, la Academia nos permite ejercer una considerable fiscalización sobre el pensamiento francés.

—No veo, monseñor, la relación con Clochemerle…

—No obstante, la hay, y a eso voy. Alexis Luvelat se muere de ganas de ingresar en la Academia. Ahora bien, para conseguirlo, ese hombre de izquierdas nos necesita a nosotros, los votos de que dispone la Iglesia bajo la cúpula, o por lo menos no tener en contra la firme oposición de la Iglesia.

—¿Sería esa oposición lo suficientemente poderosa? Sin embargo, monseñor, ¿en la Academia no están en mayoría los escritores católicos?

—Sólo aparentemente. No voy a enumerar a nuestros partidarios, pero se sorprendería usted al saberlos tan numerosos. A pesar de actitudes pasadas de moda y de lo que dice la juventud, la verdad es que el poder de la Iglesia es grande, baronesa, sobre los hombres que no tienen que esperar más que la muerte. Cuando llegan a cierta edad, los hombres comprenden que pensar bien es pensar más o menos como nosotros. Los que han alcanzado honores son todos defensores del orden que les ha conferido tales honores y los hace duraderos. Nosotros somos el pilar más antiguo y más sólido de este orden. Por esto casi todos los dignatarios se adhieren en cierta medida a la Iglesia. Por lo tanto, un candidato que tiene la oposición de la Iglesia difícilmente puede ingresar en la Academia, lo que explica que un hombre como Alexis Luvelat se muestre extremadamente circunspecto en todo lo que a nosotros concierne. Puedo añadir además, sea dicho entre nosotros, que no entrará tan pronto en la Academia. En su situación de postulante, que lo hace temeroso, nos es muy útil. Esperaremos que nos haya dado toda clase de seguridad. Tiene mucho que hacerse perdonar.

—Sin embargo, monseñor —objetó una vez más la baronesa—, ¿cree usted que Luvelat puede vacilar entre su partido y sus ambiciones académicas?

—No vacilará —contestó suavemente monseñor de Giaccone—, entre unas doctrinas vagas y unas ambiciones personales muy concretas. Sabe que su partido puede contentarse con discursos y que nosotros reclamamos pruebas. Pronunciará discursos y nos dará las pruebas que necesitamos.

—¡Pero usted lo considera capaz de una traición! —exclamó la baronesa.

Monseñor de Giaccone desechó con un gesto elegante este exceso de apreciación.

—Es una palabra fuerte —afirmó con una moderación genuinamente eclesiástica—. Hay que tener en cuenta que Alexis Luvelat es un político y posee, por lo tanto, en grado sumo el sentido de las medidas oportunas. Podemos tener confianza en él. Se manifestará contra nosotros con más violencia que nunca, pero obrará en favor nuestro. Y puedo asegurarle por mi parte que su lindo pueblo recobrará pronto la paz.

—Sólo me queda, pues, darle las gracias, monseñor —dijo la baronesa levantándose.

—Y yo se las doy a usted por sus valiosos informes. ¿Está bien su encantadora hija? Me complacería mucho recibir su visita. ¿No cree usted que ya es hora de que desempeñe un papel activo en nuestras organizaciones? Estos días estaba pensando en ella para uno de nuestros comités de beneficencia. No creo que se niegue a dar su nombre, ¿verdad? Al fin y al cabo, es una Saint-Choul…

—Sí, monseñor. Mi hija es muy modesta.

—El nombre importa mucho. En otros tiempos tuvo un gran prestigio. ¿Es cierto, como me han dicho, que pronto lo veremos brillar en el palenque político?

—Mi yerno no sirve para gran cosa, monseñor… Le aseguro que no lo haré mi administrador, pero me doy cuenta de que sólo en los negocios públicos puede tener motivo de ocupación sin peligro para su familia. Afortunadamente, es charlatán y vanidoso. Y por ese camino puede alcanzar algunos éxitos.

—Dígale que puede contar con nuestro apoyo. Las personas de cierto mundo no pueden rehuir el deber de intervenir en las luchas de nuestra época. Me gustaría tener una entrevista con el señor de Saint-Choul. ¿Ha sido educado en nuestras escuelas religiosas?

—Naturalmente, monseñor.

—Pues dígale que venga a verme. Y cuando llegue el momento de emprender su campaña electoral veremos lo que podemos hacer.

—Esto es difícil. Creo que hace falta mucho dinero…

—Dios, que cambió el agua en vino, proveerá —murmuró monseñor de Giaccone con la gracia exquisita con que señalaba el fin de las audiencias que concedía.

La baronesa se despidió del prelado.

«¿Qué querrá de mí ese viejo animal?», pensó el ministro después de leer la tarjeta que se le tendía. Tamborileó nerviosamente sobre su escritorio. «¿Y si le largara el disco de la conferencia o el de una entrevista con el presidente del Consejo?». La cosa comportaba sus peligros. Si el visitante se enteraba de que se había negado a verlo sin motivo, se crearía un sólido enemigo. En realidad, aquel envidioso era ya un enemigo suyo (en el poder no se tiene más que enemigos, sobre todo en el propio campo), pero poco activo. La prudencia aconsejaba, pues, tratarlo con ciertos miramientos. El ministro se basaba en este principio absoluto: pocos miramientos posibles, todas las muestras de afecto para con los enemigos. En política, hay que pensar ante todo en desarmar al adversario, en conciliarse con él. Ahora bien, la persona que solicitaba verle era uno de aquellos adversarios que, sin dejar de sonreírle, trabajaban para aniquilarlo. Valía, pues, la pena de darse un poco para reducirlo. Sí, era un viejo animal, pero peligroso por su misma imbecilidad que le aseguraba, en los pasillos de la Cámara y entre los afiliados al partido, una clientela de descontentos y de estúpidos. Enajenarse a los imbéciles quizá resultara contraproducente… Y preguntó al ordenanza:

—¿Sabe que estoy solo?

—Dice que está seguro de ello, señor ministro.

—Entonces, que pase —ordenó Luvelat con el ceño fruncido.

Al abrirse la puerta, se levantó con un aire de agradable sorpresa y salió al encuentro de su visitante.

—¡Qué amable ha sido usted en venir, mi querido amigo!

—¿De veras no le estorbo, mi querido ministro?

—Usted bromea, mi querido Bourdillat. ¡Estorbarme usted, uno de nuestros viejos republicanos, uno de los pilares del partido! Sus atinados consejos son inmerecidos favores para mí. Nosotros, los jóvenes, estamos en deuda con ustedes. Insisto en decirlo ya que usted me depara la ocasión. El sentido de la gran tradición republicana, la moderación democrática, la experiencia de ustedes son cosas que yo envidio todos los días. Y, además, ustedes han gobernado en la época brillante. Por favor, siéntese, mi querido amigo. ¿Puedo serle útil en algo? Por descontado, ya sabe usted… Nada grave, supongo.

El excafetero era hombre que no se andaba por las ramas. El desprecio que sentía hacia los jóvenes ministros que lo habían remplazado demasiado pronto, acentuaba aún más su natural rudeza. No concebía que se pudiera hacer obra provechosa en la dirección del Estado sin haber cumplido los sesenta años. Y mantenía este criterio desde hacía nueve.

—Los curas nos están tomando el pelo —dijo—. Y me pregunto qué puede hacerse en este tiempo en su departamento.

A Luvelat no le gustaba esta clase de exordio. Hombre sagaz, hábil, maravillosamente oportunista, siempre dispuesto a transigir sobre los principios, era, no obstante, muy susceptible en lo concerniente a su vanidad. Cuando se sentía herido en su orgullo, se volvía rencoroso, y una simple falta de admiración le hacía, a veces, perder los estribos. Se tomó un rato para contestar. Su sonrisa fue menos cordial y su amabilidad se hizo cortante.

—Mi querido ministro —repuso—, usted estaba en Agricultura, ¿verdad? Pues permítame que le diga que es mucho más fácil administrar ganado que hombres. Estoy perfectamente enterado de los valiosos servicios que usted ha prestado a la patata, a la remolacha, a los bueyes del Carollais y a los carneros de Argelia. Pero, al fin y al cabo, esos nutritivos vegetales y esos interesantes cuadrúpedos carecen de alma. ¡Y yo estoy encargado de cuarenta millones de almas, mi querido Bourdillat! Se lo recuerdo para que se dé usted cuenta de que existen ciertas diferencias que tal vez le hayan pasado inadvertidas. En el puesto que ocupo, los sinsabores que trae consigo el poder son constantes… En suma, ¿de qué se trata?

—De Clochemerle —dijo Bourdillat figurándose dejar estupefacto al ministro.

—¡Ah! —exclamó Luvelat aliviado.

—¿No le dice a usted nada este nombre?

—¿Clochemerle…? ¡Pues claro, mi querido amigo Bourdillat! ¿Supone usted que ignoro dónde está? ¿No ha nacido usted allí? Un encantador lugar del Beaujolais, de unos dos mil quinientos habitantes…

—Dos mil ochocientos —rectificó Bourdillat, con el orgullo del pueblo natal.

—De acuerdo. Cualquiera puede equivocarse —repuso Luvelat.

—Pero probablemente no está usted enterado de lo que ocurre en Clochemerle —prosiguió Bourdillat, tratando de poner en evidencia la falta de información del ministro—. ¿Acaso lo ignora cuando lo que sucede es una vergüenza en pleno siglo XX? El Beaujolais va a caer en manos de los curas. Ni más ni menos. Imagínese usted, mi querido ministro…

Con la cabeza inclinada, Luvelat dejaba que Bourdillat se despachara a su antojo. Con un lápiz trazaba sobre su agenda pequeños dibujos geométricos en cuya tarea parecía estar muy interesado. Y a veces, entornando los ojos, se apartaba un poco para apreciar el efecto.

—¡Es un asunto grave, mi querido ministro, muy grave! —gritó de pronto Bourdillat, molesto por la indiferencia de Luvelat.

El ministro levantó la cabeza. Con una expresión preocupada, exteriorizó por fin la satisfacción que sentía desde que Bourdillat había pronunciado el nombre de Clochemerle y que hasta aquel momento había retenido:

—Sí —dijo—, lo sé… Precisamente Focart me lo ha contado hace un par de horas.

Por la alteración de las facciones de su interlocutor, el ministro se dio cuenta en seguida de que su triunfo era completo. Bourdillat no tenía la impenetrabilidad de un diplomático. Las arrugas en la frente y los aflujos sanguíneos de su rostro violáceo traicionaban sus sentimientos. Y exhaló un profundo suspiro que no demostraba ciertamente ninguna admiración hacia el diputado que el ministro acababa de nombrar.

—¿Ha estado aquí Focart? —preguntó.

—Aún no hace dos horas. Precisamente estaba sentado en la butaca que ocupa usted, amigo mío.

—¿Y qué se le ha perdido aquí a ese novato? —exclamó Bourdillat.

—Si no estoy equivocado, Clochemerle forma parte de su circunscripción —insinuó Luvelat cuyo regocijo iba en aumento.

—Clochemerle es mi pueblo, mi querido ministro, mi pueblo natal. Por esto me interesa a mí más que a nadie. ¡Intrigar a mis espaldas, a las espaldas de un exministro! Ese bribón empieza a escamarme…

—Claro que Focart —dijo Luvelat ladinamente— quizás hubiera debido, antes de verme…

—¿Cómo, quizá? —rugió Bourdillat.

—Quiero decir que hubiera debido, sí, eso es, hubiera debido hablar antes con usted. No cabe duda de que ha obrado, en un exceso de celo, con el propósito de no perder un minuto…

Bourdillat acogió con sarcasmo la suposición del ministro. No creía una sola palabra de lo que decía Luvelat, que, por otra parte, no tenía opinión y sólo pronunciaba esas frases vacías para envenenar las relaciones entre Bourdillat y Focart. Haciendo esto, ponía en práctica otro de sus grandes principios políticos: «Dos hombres ocupados en odiarse no sienten la tentación de unirse a espaldas de un tercero». Nueva forma de la vieja máxima para uso de príncipes: dividir para reinar.

—Si Focart se ha anticipado en venir —respondió Bourdillat— ha sido con el propósito de cortar la hierba debajo de mis pies, de hacerme pasar por un imbécil. Conozco a ese crápula y lo he visto actuar. Es un cochino arrivista.

En aquel momento Luvelat dio una prueba de la juiciosa mesura que debe caracterizar al hombre de Estado y sobre todo a un ministro del Interior. Con todo, nadie se atrevería a afirmar que fuera totalmente extraño a su generosidad el afán de obtener una más amplia información.

—Supongo, mi querido Bourdillat, que está usted exagerando un poco. Me hago perfectamente cargo de los motivos por los cuales está usted resentido, y esto me obliga, dicho sea entre nosotros, a pasar por alto sus excesos de lenguaje. Pero la verdad ante todo, hay que reconocer que Focart es uno de los hombres mejor dotados de la joven generación, uno de nuestros más abnegados militantes. En una palabra, es un hombre que sabe por donde anda.

—Que sabe por donde corre, querrá usted decir, mi querido ministro —estalló Bourdillat—. Y a galope tendido, con la sana intención de atropellarnos, tanto a usted como a mí.

—Sin embargo, tengo la impresión de que Focart y yo nos entendemos muy bien. En cuantos asuntos hemos tratado, se ha mostrado muy correcto. Hoy mismo ha estado muy ponderado, muy puesto en razón. «No siempre sostenemos los mismos puntos de vista, pero no importa cuando el afecto personal está por encima de las pequeñas diferencias de opinión». Muy amable de su parte, ¿no lo cree usted así?

Bourdillat hacía esfuerzos para contenerse.

—¿Eso le ha dicho ese marrano? ¡Si supiera cómo habla de usted a espaldas suyas! ¡Tendría que oírlo! ¡Y aún se atreve a hablar de afecto! Lo desprecia a usted, mi querido ministro, lo desprecia… ¿Acaso no debo decirlo?

—Claro que sí, Bourdillat. Entre usted y yo, ya sabe que…

—Todo lo que digo y hago es en interés de usted ¿entiende?

—¡Qué duda cabe! ¿Y qué? ¿Qué ha dicho Focart de mí?

—Dice horrores. No sólo lo ataca a usted políticamente, sino que incluso se mete con su vida privada. Cuenta historias de mujeres y hasta historias de botellas de vino. En fin, afirma…

Mientras escuchaba atentamente, con una sonrisa que le situaba por encima de las infamias que se le atribuían, Luvelat examinaba a Bourdillat.

«He aquí a ese vejestorio que además de idiota se ha vuelto soplón. Si bien se mira, es el tipo del confidente… ¡Y que ese cretino haya llegado a ser ministro!», pensaba.

—Es un perjuro, un traidor, un hombre que pacta con la burguesía y la plutocracia y que sirve los intereses de los trusts metalúrgicos —prosiguió Bourdillat—. En resumen, mi querido ministro, que en espera de desbancarnos, Focart no hace distingos entre usted y yo.

—¿Que no hace distingos?

—En absoluto. Se lo digo yo.

Luvelat se sintió herido en su orgullo. ¿Era posible? Aquel imbécil acababa de decirle lo que más podía agraviarle: que hubiese alguien que no hiciera ninguna distinción entre él, Luvelat, un brillante universitario, y aquel extabernero a quien despreciaba. Esta afirmación, lejos de congraciarlo con Bourdillat, acrecentó aún más su odio hacia él. Deseaba dar por terminada la entrevista lo más pronto posible. Pulsó repetidas veces un timbre disimulado debajo del borde de su mesa de escritorio. A esta señal, le daban de la centralita una comunicación ficticia. Simulaba entonces contestar a alguna alta personalidad de la República que reclamaba urgentemente su presencia. Era un medio del que se servía para desembarazarse de los importunos. Por otra parte, nada tenía ya que comunicarle Bourdillat, a quien, desde que sabía que Focart le había ganado la mano, los escándalos de Clochemerle habían dejado de interesarle. Así que, con menos calor que al principio, instigó por última vez al ministro a que diera órdenes severísimas para que se hiciera sentir en el Beaujolais el peso del poder central.

—Cuente conmigo, mi querido amigo —dijo Luvelat estrechándole la mano—. También yo soy un viejo republicano, fiel a los grandes principios del partido, y considero que por encima de todo está esa libertad del pensamiento que usted ha defendido siempre tan acendradamente.

Los dos conocían sobradamente la vacuidad de tales afirmaciones que uno y otro habían prodigado en innumerables ocasiones. Sin embargo, en aquel momento no se les ocurrió decir otra cosa. No se tenían la menor simpatía y no podían ni sabían disimularlo.

Al referirse a la visita de Focart, Luvelat no había mentido. La visita de aquel hombre joven, ambicioso y decidido, lo inquietaba por las amenazas que encubrían sus palabras. Pero una tercera visita celebrada en secreto le dio a entender que se cernía una amenaza más grave: la que había proferido el reverendo canónigo Trude, el emisario habitual del arzobispado de París. Aquel ducho y taimado eclesiástico, que sobresalía en el arte de la insinuación y de las medias palabras, muy adiestrado además en las corrientes subterráneas de la política, había venido especialmente para indicar a Luvelat que la Iglesia, agraviada en Clochemerle, se colocaba bajo la protección del ministro a quien, una vez resuelto favorablemente el caso y en otro terreno más elevado, otorgaría su valiosa protección.

—La voz de la Iglesia, y a veces sus votos, acaba siempre por hacerse oír, señor ministro —había dicho aquel negociador acostumbrado a las componendas que se debaten con media palabra y se mantienen siempre alejadas de un cinismo enojoso.

Cuando estuvo solo, Alexis Luvelat reflexionó en las tres visitas y conjeturó los peligros que entrañaban. Obligado a escoger entre dos enemistades, lo que solía ocurrirle a menudo en una carrera como la suya, decidió sumarse al clan del más fuerte, dando a los demás unas garantías aparentes. No cabía duda de que, en aquel momento, y pensando sobre todo en sus ambiciones económicas, el apoyo más útil que pudiera recibir era incontestablemente el de la Iglesia. Bastaría con maniobrar hábilmente para que ni Bourdillat ni Focart consiguieran pruebas formales contra él. De todos modos, los dos estaban disgustados, pues ni el uno ni el otro le consideraban con méritos suficientes para vestir la casaca de ministro. De los dos, Bourdillat era un hombre en plena decadencia, de escaso predicamento en el partido y sin ningún porvenir. En cambio, Focart podía ser un enemigo más peligroso, pues además de poseer ciertas cualidades, era mucho más joven y tal vez de brillante porvenir. Su influencia iba en aumento, pero carecía aún de esa sutil experiencia que permite a los hombres acrecentar el número de los agradecidos y aparentar someterse al predominio del número. «Ese Focart es todavía un poco joven en el oficio para poder conmigo. Por otra parte, lo más sencillo…». Por las informaciones que le suministraba su policía, Luvelat estaba enterado que Focart pasaba económicamente por un momento difícil a causa de su amante, una mujer costosa, y ello le indujo a contraer deudas y a atender necesidades superiores a los recursos de que disponía. A un hombre en esta situación no es difícil hacerlo entrar en un asunto de dinero… Y una vez comprometido, se halla a merced de uno. Luvelat contaba, entre su personal semipolicíaco, con algunos agentes discretos, muy duchos en servicios de esta clase y de probada competencia para crear ocasiones de convertir un hombre honrado en un hombre menos estrictamente honrado y, en consecuencia, menos intratable. A este respecto, se propuso entrevistarse lo más pronto posible con el jefe de su policía. Y no tranquilizado aún, mandó recado a su jefe de gabinete rogándole que fuera a verle en seguida a su despacho.

Al salir del despacho del ministro, el jefe de gabinete entró directamente en el del jefe de la secretaría particular.

—No sé —dijo— lo que el imbécil de Bourdillat acaba de contarle al patrón. Cuando se ha marchado echaba chispas.

—¿Se ha ido?

—Sí. Ha de presidir la inauguración de no sé qué y cenar después con un gran financiero. Yo también tengo que irme. Tengo una cita con el director de un gran periódico. Aquí le dejo estos papeles, mi querido amigo. Desenmarañe ese asunto de Clochemerle y haga lo necesario. Se trata, al parecer, de un litigio entre el cura y el Ayuntamiento, en un lugarejo del Ródano. A mi juicio, no es más que una estupidez, pero Luvelat le da cierta importancia. Encontrará dos o tres informes y unos recortes de periódicos. No será difícil, supongo, hallar una solución. Consigna formal del patrón: nada de complicaciones con el arzobispo de Lyon. Sobre todo esto. ¿Ha comprendido usted?

—Perfectamente —contestó el jefe de secretaría, dejando a su lado el «dossier».

Al quedarse solo, dirigió una ojeada al océano de papeles que cubría su mesa. Pensó en el ministro y en el jefe de gabinete y rezongó:

«¡Vaya gente aprovechada! ¡Hacen sus negocios frecuentando financieros y directores de grandes periódicos! En cambio, yo no soy más que una máquina para resolver los asuntos delicados. Y si hacemos alguna plancha, me la endosan a mí. En fin…».

Encogióse de hombros, señal evidente de que estaba resignado a aquel estado de cosas y mandó llamar al primer secretario, al que transmitió el «dossier» y las consignas.

El primer secretario, Marcel Choy, acababa de escribir dos números para la próxima revista de las «Folies Parisiennes». Le habían pedido que hiciera algunos retoques destinados a favorecer la exhibición de una tal Baby Mamour, joven vedette, que pasaba por ser la protegida de Lucien Varambon, expresidente del Consejo, llamado a ocupar nuevamente la jefatura del Gobierno. Complacer a la muchacha, era granjearse al mismo tiempo el favor de Varambon, engancharse al carro de su fortuna política. El porvenir de Choy podía, pues, depender de estos dos sketches. Así, pues, por el momento, no veía nada en los asuntos del Estado que tuviera la importancia de algunos cuplés atrevidos que satisfarían a una hermosa muchacha porque le servirían de pretexto para mostrar las piernas, que dicho sea de paso, eran perfectas. Baby Mamour cantaba sobre todo con las piernas, por este motivo todo el mundo decía que tenía una voz exquisita. Choy debía verse aquel día con ella, en casa del director del teatro, a la salida del ensayo. Tenía el tiempo justo para coger un taxi. Y con el sombrero y los guantes en la mano, entregó el «dossier» a su segundo secretario.

Éste se hallaba ocupado haciéndose cuidadosamente las uñas. Y sin levantar la cabeza, murmuró para sus adentros:

«Me importan un comino Clochemerle y todos los clochemerlinos. Tengo que ir a recoger a la hermosa Régine Liochet, la mujer del prefecto, y acompañarla al baile. ¡No voy a romperme la cabeza con las municipalidades de Francia! Brindaremos esta distracción a nuestro amigo Raymond Bergue».

Raymond Bergue, con la cabeza inclinada sobre unas hojas plagadas de tachaduras, escribía con una aplicación y una prisa extremas. Las contracciones de su mano izquierda oprimiéndose la frente daban a entender los arduos esfuerzos de su mente.

—¿Le estorbo, amigo? —preguntó el segundo secretario.

—Sí, en efecto —respondió sin ambages, Raymond Bergue—. Si se trata de papelotes, no tengo tiempo. Estoy terminando un artículo para la revista Epoque, que debe estar mañana en la imprenta. A mi juicio, el comienzo es realmente brillante. ¿Quiere que se lo lea? Ya me dará usted su opinión.

—Espere un momento. En seguida estaré con usted. Tengo primero que resolver este asunto.

El segundo secretario se apresuró a desaparecer. Entró en el despacho contiguo, donde se hallaba el cuarto secretario. Le tendió cortésmente el «dossier».

—Mi querido amigo, se trata de un pequeño asunto…

—¡No! —atajó el cuarto secretario.

—De todos modos, me sorprende… —observó el segundo secretario.

El cuarto secretario le interrumpió por tercera vez:

—¡Yo trabajo! —exclamó, enfurecido.

Y era verdad. Trabajaba, y trabajaba en asuntos del Estado. En aquel ministerio había unos cuantos como él. Muchachos sin ambiciones, que tenían aquel gusto extraño.

—¡Perdone usted, mi querido amigo!

El segundo secretario se alejó al tiempo que murmuraba:

—El trabajo no hace amable a la gente.

En el despacho contiguo, un hombre joven, elegante y de aspecto decidido tenía extendidas sobre la mesa escritorio algunas fotografías de automóviles que comparaba entre ellas.

—¿Quiere usted comprar un coche de ocasión? —preguntó al segundo secretario—. Tengo ahora entre manos dos o tres asuntos espléndidos. Hay que prosperar, amigo mío. Y aprovechar el tiempo. Mire usted ese «Delage» seis cilindros con sólo diez mil kilómetros a cuestas. ¿O prefiere usted el «Ballet», el «Voisin» o el «Chenard»?

—No he venido para eso…

—No es una razón. Créame usted, siempre se compra uno un coche el día menos pensado. ¿No conoce usted a nadie a quien interesara un «Rolls»? Ultimo modelo, carrocería de gran lujo. Pertenece a un americano que regresa a su país. Yo soy el primer intermediario, lo que es muy importante para la comisión. Y a propósito de comisión, por supuesto le reservaría una parte a usted, si se efectuara la venta.

—Lo pensaré. Pero ¿quiere usted ocuparse de Clochemerle?

—¿Cuántos caballos? —preguntó el joven funcionario.

—No se trata de un coche, sino de un expediente. Aquí está.

El joven se mostró sinceramente apenado.

—Mire usted —dijo—, pídame lo que quiera menos que abra un expediente. Le aseguro que los expedientes no son mi fuerte.

—¿Y su fuerte, cuál es?

—Los negocios, y no me importa decirlo. ¿No conoce usted a nadie que busque piso? Sé de dos que están bien situados. Un traspaso considerable y le aseguro que muy justificado. Puedo ofrecerle, además, tres locales adecuados para comercios, uno en los bulevares, otro en la calle de la Boétie y otro, asómbrese usted, en la calle de la Paix. Respecto a los locales comerciales, podría darle diez billetes de los grandes en concepto de comisión. ¿No le interesa nada de todo eso?

—Lo que de momento me interesa es encontrar una persona que se haga cargo de este expediente.

—Escuche —dijo el joven—, como de todos modos soy funcionario de este ministerio, puedo intentar servirle. ¿De qué se trata?

—De una querella política en un pueblo. Hay que preparar unas instrucciones para el prefecto.

—De acuerdo —exclamó el joven—. Tengo la persona que usted necesita. Vaya al departamento número cuatro, en el piso de arriba, y entregue el expediente al subjefe, un tal Petitbidois. Estará encantado si ha de tomar una decisión. Es un tipo al que le apasiona complacer y halagar a sus contemporáneos. Diga usted que va de mi parte. Últimamente le he hecho un seguro y le he cedido la mitad de la primera prima. Además, puedo pedirle lo que sea.

—Voy en seguida —dijo el segundo secretario—, y le agradezco mucho sus indicaciones. Me saca usted de un verdadero apuro.

—Siempre hay modo de salir del paso —afirmó el joven.

Pero había cogido el brazo del segundo secretario y no le dejaba marchar.

—Dígame —insinuó—. Va a formarse una sociedad con un capital importante. Un asunto espléndido. ¿No se siente usted tentado?

—¡No! Pero ¿por qué no habla usted de ello al patrón?

—¿A Luvelat?

—Pues claro. Es del consejo de administración de no sé cuántas sociedades.

El joven frunció los labios. Y explicó:

—No interesa trabajar con Luvelat. Se queda con todas las ganancias y, en caso de que las cosas vayan mal, le importa poco dejar en la estacada a quien sea. ¡Es un águila ese ministro!

En última instancia, el asunto fue, pues, a parar a manos del subjefe de oficina Séraphin Petitbidois, hombre particularmente lúgubre. Este humor negro se debía a una humillante deficiencia orgánica que había ejercido deplorables efectos sobre su carácter y, por tanto, sobre su carrera. Podía decirse de Petitbidois lo que ciertos historiadores han dicho de Napoleón: insignis sicut pueri[23], pero el desventurado subjefe no tenía como contrapartida el genio, que puede por lo menos procurar a las amantes defraudadas satisfacciones de orden cerebral, las cuales, embocando la senda de los complejos que nos descubre el psicoanálisis, pueden, a veces, alcanzar el placer físico, aunque esto no sea muy seguro. Digamos, para hacernos entender mejor, que la desnudez de Petitbidois hubiera hecho sonreír a las señoras, siempre inclinadas a asegurarse, a la primera ojeada, de la suerte que les espera. Y al enfrentarse con Petitbidois, en seguida se hubieran dado cuenta de que se trataba de un veleidoso insuficiente. Por estas razones, el subjefe solía llevar a cabo sus empresas al amparo de la oscuridad, pero a pesar de que las tinieblas estimulaban la imaginación, no conseguía que ninguna mujer lo tomara en serio. Para colmo de desdichas, Petitbidois sólo se exaltaba en presencia de esas mujeres potentes que se llaman comúnmente «dragones». En fin, que le excitaban las mujeres gigantescas. En sus brazos pasaba, huelga decirlo, inadvertido, y nunca había sido para ellas más que un ligero entremés que no aplaca el hambre. Los abrazos terminaban en asombros de ensueño en los que participaban la ironía o la conmiseración.

Cuando se procede al estudio de un carácter que no suele tenerse en cuenta la influencia que sobre él ejercen detalles considerados vulgares, el alma es deudora, a veces, del cuerpo que habita, y ciertas disparidades entre el cuerpo y el alma son de un género tal que bordean lo trágico cuando, y éste es el caso, el motivo de la falta de acuerdo consiste en un detalle que se presta a las chanzas y que a la larga resulta difícil de mantener en secreto. Hay que reconocer que el hado es a veces cruel. Tacaño en un sitio y pródigo en otro, lo que no deja de ser un inconveniente, unas onzas de carne mal distribuidas pueden echar a perder el destino de un hombre. Pero Petitbidois hubiera preferido cien veces esta desgracia a la suya. Zaherir, golpear, gritar, aterrorizar, cualquier cosa antes que los silenciosos indiferentes que subrayaban sus desmayadas intervenciones.

En estas condiciones, Séraphin Petitbidois consideró prudente apelar a la ignorancia y al sentido del deber. Se casó con una muchacha que acababa de salir del convento. Desgraciadamente, madame Petitbidois no tardó en enterarse, por lo menos de oídas, pues todo se repite y a las mujeres les gusta vanagloriarse, de que había sido perjudicada en lo referente a los justos goces que la legitimidad había de procurarle. La insatisfacción le desquició los nervios, y poco a poco la vida hogareña le resultó insoportable a Petitbidois, que no ignorando que tenía sobrados motivos para mostrarse humilde, no se atrevió a levantar la voz. Hubiera podido hechar mano de un remedio sencillo, y a Petitbidois no le faltaban amigos abnegados, pero el desgraciado era celoso. Y esto, que no torció el curso de los acontecimientos, fue su perdición. Madame Petitbidois recurrió a un colaborador, y su elección dio que pensar en los poderosos motivos que la impulsaban a tomarse un cumplido desquite. Sin embargo, para no despertar las sospechas de su marido, siguió abrumándolo como antes, con violentas escenas. Así, pues, Petitbidois ni siquiera se benefició de esa igualdad de humor y esas atenciones que mitigan a veces los infortunios conyugales.

No es de extrañar, pues, que a fuerza de sufrir humillaciones que llegaban a ser obsesivas, y que constituían el hazmerreír de los amigos del matrimonio, a Petitbidois se le agriara rápidamente el carácter, hasta el punto que trataba las cosas más serias subrayando sus palabras con una risa tan lúgubre que parecía el chirrido de una carraca. Víctima de su destino, Petitbidois se vengaba de su desdicha cebándose en los extranjeros que, obligados a acudir al ministerio, caían en sus manos. Se daba cuenta de que había entre ellos hombres injustamente privilegiados, que sabían reducir a las mujeres a un estado de esclavitud sentimental que él no se sentía con ánimos dé imponerles. Esta victoria física era, a su juicio, la única que contaba. No pensaba en otra cosa. Complacíase en imaginar arrobadores suspiros y conquistas fabulosas que alrededor de un Petitbidois hercúleo, llenaban alfombras y divanes de cuerpos magníficos y extenuados, completamente saciados, y de hermosas mujeres que, con lágrimas en los ojos, se disputaban el turno.

Nadie sospechaba que Petitbidois, con los párpados semicerrados, evolucionaba por harenes superpoblados. Todo el mundo tenía la impresión de que aquel funcionario no era más que un empleado más bien mediocre, lunático y que el puesto de subjefe era lo más a que podía aspirar en su carrera profesional. También él lo sabía, y de no mediar circunstancias especiales, no solía extremar su celo. Pero si se daba aquel caso, su celo tomaba el carácter de venganza contra la raza humana que constituía su segunda ocupación favorita. A Petitbidois le hubiera gustado ser un hombre poderoso e influyente. No pudiendo serlo, empleaba las partículas de poder de que podía echar mano para ridiculizar las instituciones, haciéndoles desempeñar un papel estúpidamente pasivo y a ser posible nocivo. «Puesto que la idiotez es general —decíase—, ¿por qué molestarse? La vida es una lotería. Dejemos que el azar decida libremente».

Aplicando esta doctrina a la resolución de los asuntos del Estado, había imaginado un sistema que «daba al absurdo la ocasión de hacer el bien». En un café que solía frecuentar en compañía de un tal Couzinet, amanuense a su servicio, se jugaba a las cartas las decisiones que tenía que tomar en nombre del ministro. Esto imprimía un atractivo jocoso a unas partidas que no hubieran ofrecido ningún interés toda vez que los dos contrincantes eran pobres.

Y esto fue lo que ocurrió en el asunto de Clochemerle. En el café, Petitbidois y el amanuense examinaron juntos la situación. Petitbidois, después de estudiar el expediente, había tomado algunas notas.

—¿Qué haría usted, Couzinet? —preguntó.

—Muy sencillo. Enviaría una nota al prefecto ordenándole que publicara en los periódicos de la región un comunicado situando las cosas en su lugar. Y si esto no fuera suficiente, le ordenaría que se trasladara al pueblo y se entrevistara con el alcalde y el cura.

—Pues yo haré otra cosa —dijo Petitbidois—. A esa gente de Clochemerle le enviaré un buen número de gendarmes. ¿Jugamos al piqué, a mil tantos?

—Mil son demasiados. Es muy tarde.

—Pongamos ochocientos. Me toca dar a mí. Corte.

Petitbidois ganó. La suerte de Clochemerle estaba echada. Veinticuatro horas más tarde salían unas instrucciones dirigidas al prefecto del Ródano.