Mientras todos estos acontecimientos seguían su tren precipitado, enredándose peligrosamente los unos con los otros, trastornando a las familias y las viejas y buenas costumbres que habían hecho desde hacía tres cuartos de siglo la felicidad de Clochemerle, el amor causaba estragos en un joven y tierno corazón en el cual había de sentar finalmente sus reales de una manera llamada a alcanzar una enorme resonancia, debido a la circunstancia de que aquel corazón latía en un pecho destinado, por su posición social, a ser pasto de la atención de todos los clochemerlinos. Ésta es la desdicha de los vástagos de buena familia: no poder amar sencillamente, secretamente, humildemente si éste es el caso, como lo hacen sus semejantes de origen modesto cuyo cuerpo, dondequiera que vaya, no implica traslado de capitales ni matrimonios mal vistos por la parentela.
Detengámonos un instante en una delicada figura de muchacha, galana y recatada como la que más, con los raptos de vehemencia y las melancolías propias de su edad y en la que intensas exaltaciones alternan con profundas depresiones. Con todo, es una muchacha encantadora, siempre servicial y cariñosa. No parecen agitarla penas y esperanzas, que pasan fugazmente por su alma como las nubes en el cielo, y carece de esa gracia predestinada y ligera, esa dulce irradiación de que están dotadas las criaturas nacidas para amar sin reservas, las cuales, por haber venido al mundo llevando en sí una tímida y terrible docilidad que puede impelirlas a las peores rebeldías, ven la senda de su vocación tan pronto como aparece el ser al cual un presentimiento infalible les encadena de por vida.
Así era, a los veinte años, Hortense Girodot, con terribles ansias amorosas. Y hermosa, de una hermosura pictórica de sorpresas, de incentivos, en la que siempre se descubría algo inédito e inexplotado.
Produce extrañeza encontrar en este ambiente esa soñadora belleza y ese corazón palpitante, sobre todo si uno piensa en Hyacinthe Girodot y en su mujer, una pareja que sólo al verlos le era imposible a uno detener su pensamiento en los gestos de la concepción sin que quedaran afrentados por un deshonor que alcanzaba todo el género humano. Notoria, arrogante, marcada con una caparrosa a consecuencia de treinta años de una pereza intestinal irremediable, de escasos e hirsutos cabellos, ojos turbios, labios adornados con un bozo más que regular, pies de respetables dimensiones y una boca tan insinuante como la de un Judas de guardarropía, la linajuda dama Hyacinthe Girodot (nacida Philippine Tapoque, de los Tapoque-Dondelle, grandes figuras del ramo de ultramarinos de Dijon), sumamente orgullosa de sus privilegios, de su cuna, de su dote, de sus convicciones, de los retratos de familia de su salón y de su talento en el piano y en el arte del pirograbado, era una mujer de aventajada estatura, desgarbada y cuya austera delgadez constituía un reto a los empeños voluptuosos más desinteresados y desalentaba, además, las más legítimas acometidas.
Era bastante más alta que el notario, hombre mezquino y un deplorable cómplice genésico, que, patizambo y de tórax escurrido, centraba toda su majestad en un abultado abdomen, que denotaba de tal modo en aquel cuerpo que hacía pensar más en un absceso que en una talega de vísceras. Su nariz larga y puntiaguda era una avanzadilla que recogía los hedores fétidos con un sádico estremecimiento. Su rostro macilento y paternal aparecía amasado con una blanda masilla que se desparramaba sobre el solemne cuello postizo en nacidos colgajos que parecían cortados de la piel gris de un paquidermo. Pero los ojos amarillentos, de mirada pérfida y acerada, bañados de un humor blancuzco, traslucían una firme energía que revelaban, tratárase de personas o de cosas, la utilidad monetaria que en cualquier ocasión había de reportar a su dueño. Esta pasión dominante influía de tal modo en su ánimo que a ella ajustaba su línea de conducta. Para expoliar al prójimo de una manera honorable, el mejor método consiste en aplicar las leyes manejadas, claro está, por sagaces y respetados bribones. Girodot las conocía todas a la perfección. Sabía burlarlas y embrollar de tal modo las contradicciones de que están plagadas, que desafiaba a los expertos a que sacaran algo en limpio de sus legajos.
De cómo la candorosa y encantadora Hortense pudo nacer de aquellos dos monstruos de fealdad, agravada en la una por una presuntuosa estupidez burguesa, y por una infinita bellaquería en el otro, es cosa que no puede explicarse. Sería preciso, sin duda, invocar la espiritual fantasía de los átomos, hablar de un desquite de las células demasiado tiempo víctimas de apareamientos inmorales y que, cansadas de asociarse en detestables Girodot, se expansionaron un buen día en una Girodot adorable. Estas misteriosas alternativas constituyen la ley de un equilibrio que permiten al mundo perdurar sin sumirse en el más completo envilecimiento. Bajo el estercolero de las generaciones, los estigmas, las concupiscencias y los más bajos instintos, germinan a veces plantas exquisitas… Hortense Girodot, sin saberlo y sin que a su alrededor nadie se diera cuenta, era una de esas delicadas perfecciones que la naturaleza se complace en situar en medio de horribles seres humanos, como despliega su arco iris en prenda de su amistad fantástica por nuestra raza miserable.
En materia de hermosura, no podía establecerse comparación alguna entre Hortense Girodot y Judith Toumignon. Nadie las juzgaba rivales en seducción. Sus campos de acción eran muy distintos y los motivos en que se basaba su prestigio no se prestaban a confusión. Cada una encarnaba una personificación de la mujer en dos momentos de su vida: la primera nació para estar en su apogeo en el papel de muchacha y de novia, mientras la segunda había pasado sin transición de la adolescencia a una ubérrima y soberana plenitud cuya contemplación era de una singular eficacia para los hombres. La belleza carnosa y espectacular de Judith actuaba infaliblemente sobre los sentidos sin ningún equívoco sentimental, mientras que la belleza discreta y comedida de Hortense exigía paciencia y reclamaba la colaboración del alma. Concebíase a una en una acogedora y cínica desnudez, en tanto que algo había en la naturaleza de la otra que casi ahuyentaba los impudores de la imaginación.
No se podría describir mejor a Hortense Girodot que por medio de estas comparaciones. Uno puede figurársela, pues, dócil, graciosa, con cierto garbo a pesar de su abundancia de pulpa fresca, un poco reflexiva, con una sonrisa bonachona y los cabellos castaño oscuros que la absolvían de la excesiva fragilidad de las rubias y la salvaba al mismo tiempo de la altanera dureza de las morenas. Hortense Girodot amaba.
Amaba a un poeta joven y holgazán, llamado Denis Pommier, un muchacho entusiasta y jovial, aunque imbuido de quimeras. Denis Pommier era la desesperación de los suyos, cosa que suele ser la ocupación de los poetas durante su juventud, de los artistas e incluso de los genios cuando su numen tarda en manifestarse. Con la firma de Denis Pommier aparecían, de vez en cuando en efímeras revistas, extraños poemas cuya disposición tipográfica, fantasiosa en extremo, constituía su mayor encanto. Él no se proponía engañar a nadie. Decía que escribía para los ojos y soñaba con fundar la escuela sugestionista. Sin embargo, después de haber descubierto que la poesía no es, en la época actual, un medio adecuado para mover a las masas, acababa de modificar el emplazamiento de las baterías. Era ambicioso, ardiente, tenía una gran confianza en sí mismo, estaba dotado de una gran fuerza persuasiva y sabía interesar a las mujeres. Joven aún, se había fijado, para alcanzar la notoriedad, un plazo que expiraba a sus veinticinco años, pero, al cumplirlos, decidió concederse una moratoria hasta los treinta. Estimaba que el que no ha conquistado la gloria a los treinta años no tiene ninguna razón para permanecer en este mundo. Partiendo de este principio, estaba entregado a arduos trabajos: una novela cíclica cuyo número de volúmenes no había determinado todavía, una tragedia en verso (género que exigía una renovación) y tres comedias. Proponíase también, a modo de descanso y solaz, escribir algunas novelas policíacas. Pero este género literario exigía, a su juicio, el empleo de un dictáfono, aparato que requería una considerable suma de dinero.
La actividad intelectual de Denis Pommier era bastante singular. En la cubierta de algunos cuadernos había escrito los títulos de sus obras, y esperaba, paseándose por el campo, el instante de la inspiración. Pensaba que la obra de arte debe escribirse bajo el dictado de los dioses, casi sin enmendarla, y sin esfuerzos que echarían a perder su calidad.
Después de una larga estancia en Lyon, bajo el pretexto de estudios, Denis Pommier se había instalado de nuevo en Clochemerle. En el pueblo, con la excusa de sus trabajos literarios, vivía a expensas de su familia, que le tenía por un inútil destinado a ser la deshonra de una casta laboriosa de pequeños propietarios. Por lo dicho, se comprenderá que disponía de tiempo sobrado para cortejar a Hortense Girodot y abrumarla con poéticas epístolas que dejaban honda huella en aquella tierna naturaleza.
Resultaría ocioso entrar en el detalle de las argucias que Hortense y Denis empleaban para verse y escribirse. Cuando un galán le ilumina el espíritu, la muchacha más recatada descubre en sí misma insospechadas dotes de inventiva. En su casa, y en varias ocasiones, Hortense había deslizado en la conversación el nombre de Denis Pommier. Las indignadas reacciones de los Girodot le dieron a entender que no había la más remota posibilidad de que pudiera unirse en matrimonio con su preferido. Por el contrario, pronto la apremiaron para que se casara con Gustave Lagache, hijo de un amigo de Girodot, en quien este veía un posible colaborador que él formaría a su manera. En su desesperación, Hortense confió sus penas al que ella consideraba su prometido.
Todo se le antojaba fácil a aquel poeta que se tuteaba con los dioses y gozaba de la confianza de las musas. Disponía del porvenir a su antojo y no tenía la menor duda de que le estaba reservando un gran destino. Su familia hallábase dispuesta a sacrificar una decena de miles de francos para que probara fortuna en París y no oír hablar más de él. Aquellos diez mil francos, sumados a los que Hortense podría sacar de la venta de algunas joyas, eran suficientes para los gastos de una aventura que Denis Pommier imaginaba como la senda maravillosa de la gloria.
Decidió raptar a Hortense y venció su resistencia liberándola por sorpresa de su doncellez, en un momento en que la había sumergido progresivamente en un estado de dulce arrobamiento con la lectura de algunas novelas amorosas, hábilmente escogidas. Aquello se produjo en un abrir y cerrar de ojos, en plena campiña, un día en que la hija del notario iba a Villefranche a tomar su lección de piano. La confiada Hortense fue hecha mujer sin soltar su cartera de música, lo que le ahorró toda aprensión. Y como su pudor, puesto sobre aviso demasiado tarde, no podía tener efectos retroactivos y, por añadidura, toda reparación era imposible, tomó la decisión de someterse al hecho consumado y descansó amorosamente su mejilla en el hombro de Denis Pommier. Éste declaró, sonriendo, que se sentía muy contento, feliz y orgulloso y, para recompensarla, le recitó su último poema. Le dijo después que aquella desenvoltura formaba parte de las tradiciones del Olimpo, que son las mejores para los poetas y sus amantes, que no pueden obrar como los demás mortales. Hortense, que sólo anhelaba creerle, le creyó, en efecto, con los ojos cerrados, lo que aprovechó el tunante para abusar de nuevo de sus prerrogativas, con objeto de «tener la certeza de que no había soñado», como dijo gentilmente en el momento de la incontinencia. Hortense, cuyas falcultades anímicas se iban evaporando, se preguntaba asimismo si estaba soñando. Más tarde, al volver sola, se extrañaba de que el destino de las muchachas pudiera determinarse sin previo aviso y de que las jóvenes tengan tan rápidamente la revelación de un misterio que las madres dicen que es terrible. A partir de aquel momento Hortense tuvo la convicción de que su vida estaba unida para siempre a la del osado pionero de su carne, que con un aire de tranquilizadora despreocupación sabía tomar todas las iniciativas y aceptar sus consecuencias. Una orden suya, una simple sugestión, y ella le seguiría hasta el fin del mundo.
Una noche de setiembre, los moradores de la parte alta del pueblo despertaron sobresaltados al ruido de un disparo, seguido del estrépito producido por el escape libre de una motocicleta que arrancaba a una marcha endiablada. Los clochemerlinos que tuvieron tiempo de entreabrir sus postigos vieron pasar un «side-car» que, despidiendo llamaradas, descendía temerariamente por la calle Mayor. Su ruido infernal rebotó mucho tiempo en los ecos del valle. Algunos valientes, armados con fusiles de caza, salieron a practicar un reconocimiento. Al ver iluminadas las ventanas de la casa del notario, en la cual les pareció notar alguna agitación, gritaron:
—¿Es usted, señor Girodot, quién ha disparado?
—¿Quién es? —respondió una voz alterada por la emoción.
—¡No tema usted, señor Girodot! Somos nosotros, Beausoleil, Machavoine y Poipanel. ¿Qué ha sucedido?
—¿Sois vosotros, amigos? —apresuróse a contestar Girodot, en un tono excepcionalmente jovial—. Voy a abrir.
Los recibió en el comedor, y tan trastornado estaba que vació en sus vasos las tres cuartas partes de una botella de «Frontignan» reservada a los invitados de calidad. Explicó que había oído crujir la grava del patio y había visto perfectamente cómo una sombra se deslizaba no lejos de la casa. Pero en el tiempo de ponerse el batín y coger el fusil, la sombra había desaparecido. Y como nadie respondía a sus intimaciones, había disparado al azar. A su juicio, se trataba de unos ladrones. La obsesión de ser víctima de un robo no dejaba dormir en paz al señor Girodot en cuya caja fuerte se guardaban siempre sumas importantes.
—¡Hay tanta gentuza hoy día! —dijo.
—Pensaba en los soldados que habían vuelto de la guerra con un estado de ánimo peligroso, y sobre todo en los pensionados que viven a expensas del Gobierno, lo que les permite disponer de tiempo para premeditar los golpes más temibles.
—No creo que sean ladrones —respondió Beausoleil—. Más bien vagabundos. Tiene usted en su huerta las peras más hermosas de Clochemerle. Y a cualquiera le puede tentar la codicia.
—¡Bastante dinero me cuesta el hortelano! —contestó Girodot—. No se encuentra a nadie para encargarse de este trabajo. Y los que acuden a mi casa son muy exigentes.
Movió tristemente la cabeza y, en tono lastimero, añadió:
—¡Ahora, todo el mundo es rico!
—No se queje usted, señor Girodot. Que no le han dejado a usted sin nada.
—¿Eso dicen? ¡Ah, mis queridos amigos, si se supiera la verdad de todo! Porque saben que soy propietario de una casa que no está del todo mal, ya suponen que… Es eso lo que atrae a los ladrones.
—A mi entender —dijo Poipanel—, los que han venido son esos condenados bergantes de Montéjour.
—Tal vez sí —opinó Máchavoine—. Tendremos que zurrar aún a cinco o seis más.
Oyóse un grito desgarrador y se abrió bruscamente la puerta. En el umbral apareció madame Girodot. La respetable dama llevaba la indumentaria nocturna de todas las honradas mujeres Tapoque-Dondelle que se enorgullecían de no haber sido nunca mujeres galantes ni siquiera con sus maridos. Sus facciones angulosas aparecían ridículamente adornadas por los papillotes con que aprisionaba de noche sus cabellos, un camisón cubría su pecho liso y unas deslucidas enaguas sus encanijados costados. Estaba sumamente pálida y la consternación de su semblante acentuaba su fealdad.
—Se trata de Hortense —exclamó—. Tú la has…
Al darse cuenta de los visitantes, no dijo más.
—De Hortense… —repitió Girodot como un débil eco.
Y, aterrado, también guardó silencio.
Los clochemerlinos, olfateando un misterio cuyas primicias tendrían ellos, ardían en deseos de enterarse de algo. Machavoine hizo una tentativa.
—¿No será la señorita Hortense que habrá salido un momento? —aventuró—. Cuando las muchachas llegan a cierta edad piensan en muchas cosas y no logran conciliar el sueño… Es natural que sea así… A todas les ocurre lo mismo, ¿verdad, madame Girodot? ¿No será su hija…?
—Ella está durmiendo —afirmó Girodot, que no perdía nunca su sangre fría—. Vamos, amigos míos, es hora ya de volver a acostarnos. Muchas gracias por haber venido.
Y acompañó a los decepcionados clochemerlinos hasta la verja.
—Oiga, señor Girodot, voy a dar parte de lo ocurrido, ¿le parece? —propuso Beausoleil.
—No, déjelo, Beausoleil —contestó vivamente el notario—. Veremos mañana si encontrarnos alguna huella. No demos importancia al asunto. En el fondo, quizá no haya nada.
Esta reserva aumentó las sospechas y los resentimientos de los clochemerlinos. Machavoine quiso vengarse y, en el momento de partir, dijo:
—¡Si esa moto que armaba tanto jaleo se hubiera llevado un tesoro, seguro que no hubiera escupido tanto fuego!
—¡Un golpe como esos que sólo pueden verse en el cine! —rubricó Poipanel.
Y el murmullo de sus comentarios descorteses se perdió en la noche.
El medroso Girodot había disparado realmente contra su hija. Por fortuna, en una mala dirección. Aquel taimado leguleyo era un lerdo en el manejo de las armas. Asesinaba con más seguridad a la gente con el papel sellado. Pero si había fallado a su hija, había en cambio alcanzado de pleno la ya menoscabada reputación de los Girodot. Aquella alarma nocturna atrajo la atención sobre su casa, y la desaparición de Hortense, desaparición que coincidía con la de Denis Pommier, poseedor de una motocicleta de los «stocks» americanos, que no se volvió a ver en Clochemerle. Y antes de dar por terminada esta historia, no deja de ser agradable atestiguar que en la época en que el pícaro de Raoul Girodot abusaba de la pobre María Fouillavet, otro bribón perdía a su hermana. La opinión pública lo advirtió en seguida:
—¡Bien castigados están los Girodot!
Este castigo sólo atañía a los Girodot de Clochemerle, pues Hortense, ciegamente feliz, cabalgaba hacia París en un ruidoso «side-car», que se detenía a cada momento para un intercambio de besos que le hacían perder el sentido. Incluso en marcha, no podía apartar su dulce mirada de mujer enamorada del perfil de Denis Pommier, que se sentía plenamente satisfecho cuando el cuentakilómetros marcaba cien por hora. En manos de un poeta, que tenía a su lado a su amada, la motocicleta se trocaba en un ingenio lírico.
La serenidad de la naturaleza tiene algo de implacable que aplasta el espíritu humano. Su magnificencia, cuyas etapas determina sin tener en cuenta las querellas de los hombres, infunde a éstos el sentimiento de su efímera mezquindad y los vuelve locos. Mientras enormes masas de seres se odian y combaten, la naturaleza: indiferente, extiende sobre tales horrores todo su esplendor y, durante los breves descansos que los combatientes se conceden, valiéndose de la magia de un atardecer o de una mañana de fiesta, remite al orden esas pasiones irrisorias. Nada gana con ello tan conciliadora belleza. Incluso no hace más que estimular a los hombres a que se muestren más activos en sus tercos empeños, pues temen desaparecer sin dejar huellas de su paso, y las más fuertes y duraderas son, a su juicio, las que entrañan inmensas destrucciones.
Con su calor, sus colores, su fecundidad, sus flores y su cielo despejado, la naturaleza actuaba en el ánimo de los clochemerlinos. En invierno se hubieran mostrado más juiciosos. Sentados al calor de la lumbre, se habrían distraído con sus rencillas domésticas y las querellas de vecindad. Pero en esta estación, que obligaba a tener puertas y ventanas abiertas de par en par y en que la gente buscaba el fresco de la calle, la brisa acarreaba continuamente toda clase de habladurías. Y aquella semilla sembrada a voleo germinaba tumultuosamente en las calenturientas mentes, especie de alambiques donde las ideas más inofensivas se convertían inmediatamente en alcohol y luego el alcohol en veneno.
Inexplicable y contagiosa locura. En las pendientes de una montaña, en la que las curvas no eran más que facilidades y que doraba la estación ya en declive, en una región privilegiada donde el horizonte era risueño y optimista, bajo un cielo radiante de indulgencia y amor, tres mil cabezas de clochemerlinos, rumiando estúpidas venganzas de chismes, amenazas, disputas, conjuras y escándalos. Situado allí, como una sonriente capital de felicidad, como un oasis de ensueño en medio de un mundo agitado, este burgo, faltando a su tradicional sensatez, se volvía loco.
Desde la execrable mañana del 16 de agosto, las cosas no hacían más que agravarse. Los acontecimientos se sucedían a un ritmo inquietante. Tantos hechos acaecidos en pocos días y tan en desacuerdo con la habitual monotonía, habían alterado los ánimos. La polémica elevó a su punto álgido el desatino colectivo que dividía Clochemerle en dos campos, igualmente incapaces de justicia y de buena fe, como suele ocurrir cuando la opinión se deja llevar por la pasión. Era el viejo antagonismo entre el bien y el mal, la lucha entre los buenos y los malos, creyéndose unos y otros ser los buenos y convencidos de que el derecho y la verdad estaban de su parte. Todos, excepto algunos avisados personajes, como por ejemplo, un Piéchut, un Girodot y una Courtebiche, que obraban en nombre de principios superiores a los cuales debe dócilmente someterse la verdad.
Llegó a Clochemerle el primer artículo fulgurante de Tafardel, publicado en El despertar vinícola de Belleville-sur-Saone, y en seguida suscitó los más airados comentarios entre el partido de derechas. Desgraciadamente, no es posible reproducir íntegramente este artículo, y es una lástima. Empezaba con una serie de títulos impresionantes:
UN EPISODIO DE LAS GUERRAS DE RELIGIÓN
Ignominiosa agresión en una iglesia
Un sacristán embriagado ataca salvajemente
a un pacífico ciudadano
El cura párroco colabora en esta
vergonzosa hazaña
El resto del artículo respondía al tono de este anuncio. Legítimamente orgulloso, Tafardel repetía por todas partes:
—¡Es una bofetada a los jesuitas, a Girodot y a todos los ex!
No había olvidado el desprecio con que le había tratado la baronesa.
Le Grand Lyonnais, órgano principal de los partidos de izquierda, se hizo eco en sus páginas de la rutilante prosa de Tafardel. Además, se daba la circunstancia de que el director de El despertar vinícola era corresponsal del periódico de Lyon. El incidente de Clochemerle le proporcionó tema para un vibrante artículo, que cobró a tanto la línea, destinado al rotativo lionés. En Lyon no vacilaron en publicarlo. Se acercaban unas elecciones municipales, y con este motivo dos periódicos, Le Grand Lyonnais y Le Traditionnel, se combatían mutuamente con la más refinada perfidia. Los escándalos de Clochemerle, relatados según la versión de Tafardel, dieron ventaja a Le Grand Lyonnais. Sin embargo, Le Traditionnel reaccionó magníficamente y cuarenta y ocho horas más tarde publicó una versión más tendenciosa todavía, elaborada en el propio despacho del redactor jefe, con este encabezamiento:
UNA INFAMIA MÁS
Odiosa hazaña de un borracho a sueldo de un
Ayuntamiento vilmente sectario.
Ese abyecto individuo profana el santo lugar.
Los fieles, indignados, lo expulsan del templo.
Presentada de esta forma, la noticia exigía una información complementaria, que se dio a la voracidad pública en los días sucesivos. Los redactores de una parte y de otra, a pesar de sus mezquinos salarios, se exprimieron el cerebro inventando ominosas maquinaciones y poniendo en tela de juicio el honor de personas a quienes ni siquiera conocían, entre ellas Barthélemy Piéchut, Tafardel, la baronesa, Girodot, el cura Ponosse, Justine Putet, etc. Una persona imparcial que hubiera leído alternativamente ambas publicaciones habría llegado a la conclusión de que los habitantes de Clochemerle eran todos unos perfectos canallas.
En los espíritus sencillos la Prensa ejerce una acción oscura, pero eficaz. Rechazando fanáticamente la evidencia, renegando de un largo pasado de fraternidad y de indulgencia, los clochemerlinos acabaron por juzgar a sus conciudadanos de acuerdo con las revelaciones de los periódicos que leían con la mayor atención, unos para regocijarse y otros para indignarse. Se enconaron aún más las pasiones y un estado de irritación y de odio se apoderó de todo el pueblo. Las historias de María Fouillavet y de Clémentine Chavaigne, la desaparición de Hortense Girodot y la intervención de los montejourinos acabaron de exasperar la opinión hasta el grado de obcecación precursor de las grandes catástrofes. De las injurias se pasó a los hechos. Fue rota, esta vez intencionadamente, otra de las vidrieras de la iglesia. Se lanzaron piedras contra las ventanas de Justine Putet, de Piéchut, de Girodot, de Tafardel y otras cayeron en el jardín de la casa rectoral, donde faltó poco para que una le diera a Honorine en la cabeza. Se multiplicaron las inscripciones en las puertas. Tafardel fue tratado de embustero y abofeteado por Justine Putet, que él había puesto en entredicho. Con la violencia de la agresión el precioso panamá de Tafardel rodó por el suelo y la solterona lo pisoteó furiosamente. En la carretera, un proyectil hizo añicos un cristal de la limousine en que viajaba la baronesa. Blazot puso en circulación algunas cartas anónimas. Y, finalmente, una desventura pública causó grandes perjuicios en el honor de Oscar de Saint-Choul.
Ese temerario gentilhombre, con las armas de su prestigio y de su elocuencia que hacía irresistibles un elegante traje de tonos claros, se había jactado de pacificar a Clochemerle. Llegó una tarde, pavoneándose sobre una mala montura que, además de no hacer caso de los estímulos de la espuela, ocultaba en su cerebro caballuno una reacia fantasía. A este cuadrúpedo, «un viejo servidor», su amo lo llamaba sencillamente Palafrenero. Llegó, pues, cabalgando un Palafrenero desconfiado, que exteriorizaba su mal humor con un trote ridículo, dañino para el hueso sacro y de consecuencias funestas para la estética del jinete. Deseoso de cambiar la marcha del caballo, Oscar de Saint-Choul se acogió al primer pretexto para tomarse un descanso, y el pretexto, se ignoran los motivos, lo facilitó el lavadero. El joven aristócrata saludó caballerosamente a las lavanderas, con un gracioso gesto consistente en levantar el puño de la fusta a la altura de su sombrero.
—¡Y bien, mis bravas mujeres! —dijo con la protectora familiaridad de los poderosos—. ¿Se lava mucho?
Había allí quince comadres, quince no-se-me-hace-callar invencibles en los torneos de laringe, entre las cuales figuraba Babette Manopoux, muy excitada aquel día. Babette echó la cabeza hacia atrás.
—¡Toma! —exclamó aquella rabanera—. ¡Aquí está don Juan! Conque haciendo el galán lejos de la mujer, ¿eh?
Bajo el techo del lavadero, quince estrepitosas risotadas armaron una ruidosa algazara. El gentilhombre había contado ser objeto de una amable y respetuosa deferencia. La acogida dispensada le turbó y puso en un brete su continencia mundana. Mientras tanto, Palafrenero, atraído por el ruido del agua corriente, se disponía a avanzar para beber. Saint-Choul simuló interesarse por algo:
—Díganme una cosa, buenas mujeres…
Pero se sintió incapaz de hilvanar la continuación. Babette Manopoux lo alentó:
—Dinos de una vez lo que tienes que decirnos, besugo. No seas tímido con las damas.
Finalmente, tras un desesperado esfuerzo, el gentilhombre pudo articular:
—Díganme, buenas mujeres, ¿no les parece que hace un calor sofocante?
Y diciendo esto, pensó que un billete de veinte francos cubriría honorablemente su retirada. Pero Palafrenero no le dio tiempo para llevar a cabo su propósito. El antojadizo corcel fue presa bruscamente de un vigor singular que exigió de Saint-Choul todas sus fuerzas para mantenerse en posición vertical, que era, por de pronto, lo más urgente. Diose cuenta de que desplomarse a los pies de las lavanderas hubiera sido la mayor de las desdichas, y eran tan extraordinarios sus visajes y contorsiones para sostenerse en la silla que la bulla que organizaron las comadres, transmitiéndose de puerta en puerta, atrajo la atención de las mujeres de Clochemerle hacia el desventurado Oscar que, como el rezagado jinete de un escuadrón que volvía riendas, salió a escape en dirección al castillo. Tan azorado estaba que el corro de mujeres se enardeció. Una bandada de tomates maduros escoltó al yerno de la baronesa hasta la parte baja del pueblo, y tres de estos proyectiles caseros, notablemente jugosos, se cuartearon sobre el traje «beige».
La afrenta llegó a oídos de la baronesa, que conceptuaba a su yerno, como ya hemos dicho, un perfecto papanatas desde todos los puntos de vista.
—¡Primero me dejaría morir de hambre antes que hacer caso a ese muchacho! —confío a la marquesa de Aubenas-Theizé—. No concibo cómo Estelle… Claro que Estelle no tiene temperamento. Es una linfática, una blanducha… ¡Buen Dios, en mis tiempos las mujeres éramos más ardientes!
Con todo, aunque despreciara a Oscar de Saint-Choul, la encopetada dama estimaba que la más leve ofensa inferida a un cretino de noble cuna era merecedor de que se apaleara a todo un pueblo de villanos. La severidad de la baronesa se basaba en este principio. «Los imbéciles de nuestro mundo no son imbéciles vulgares». Y decidió intervenir sin pérdida de tiempo cerca de las altas esferas.