—¿Usted por aquí, madame Nicolás? Dígame, ¿es cierto lo que me han contado? Es espantoso…
—Espantoso, puede usted decirlo, madame Fouache. ¡Espantoso!
—Me han dicho que el pobre Nicolás… ha recibido un mal golpe… en un lugar delicado…
—Desde luego, madame Fouache. Estoy muy preocupada.
Acodada en el mostrador, tapándose la boca con la mano, madame Nicolás dio informes completos:
—Los tiene completamente morados —dijo a media voz—. Completamente morados por la violencia del golpe. El miserable pegó fuerte…
—¡Completamente morados! ¡Cielo santo, que me dice usted, madame Nicolás! ¡Qué mala gente hay por el mundo, Dios mío! ¡Completamente morados…!
—Y además hinchados…
—¿Qué están hinchados?
Madame Nicolás juntó los puños cerrados figurando unas dimensiones gemelas verdaderamente aflictivas.
—Como esto…
Madame Fouache cerró a su vez los puños para tener una idea de esta deformidad que sobrepasaba los límites de lo imaginable.
—¡Cómo esto! —gimió la respetable estanquera, con una pena infinita—. ¡Es horrible lo que está diciendo, madame Nicolás…! ¿Los ha visto el doctor? ¿Qué dice? Por lo menos, Dios no quiera que su querido Nicolás quede lisiado. ¡Qué pérdida para la parroquia si un hombre tan apuesto como él no pudiera volver a la iglesia con su uniforme! Lo que yo le digo es que su prestancia ha sido siempre motivo de envidia. El domingo, nadie le quitaba ojo… Una vez, hace ya mucho tiempo, mi Adrien sufrió también un hinchazón en este sitio a causa de un esfuerzo excesivo. Pero, a Dios gracias, no tuvo consecuencias. Fue algo así como huevos de gallina y aún de los más pequeños… Mientras que usted… ¿Son así ha dicho? ¡Parece increíble, mi querida madame! Y Nicolás, ¿está muy postrado? ¿No habrá quedado impotente, como dicen…?
—Tiene que estar sin moverse. En los hombres, ya lo sabe usted, ahí reside todo. Y como dice el doctor, cualquier cosa en ese sitio repercute en todo el cuerpo.
—¡Y que lo diga usted! Es curioso que, fuertes como son, tengan una parte del cuerpo tan frágil… ¿Cómo lo cuida usted?
—Pues, mire… Además de reposo absoluto, compresas y toda clase de potingues, ha de tenerlos envueltos con algodón, sin moverse. Le aseguro que tengo el corazón en un puño.
—Lo comprendo perfectamente, madame Nicolás. La compadezco de veras.
—Yo tenía ya mis preocupaciones, con mis varices y mi hernia. Y por si esto fuera poco, Nicolás, a pesar de su buen aspecto, tiene desarreglos de vientre y los riñones delicados.
—¡A todos nos toca padecer en este valle de lágrimas! Pero, madame Nicolás, ¿va usted a estar de pie? Por favor, entre y siéntese. Tomará una taza de café conmigo y esto la reanimará un poco. Me hago cargo de que esa hinchazón la preocupe. ¿Completamente morados, ha dicho? Vamos, madame Nicolás, no se acobarde. Siéntese aquí. Dejaré la puerta abierta y así podré ver quién entra. No me dejan un momento tranquila, pero creo que podemos charlar un poco…
Madame Nicolás, mujer sin pizca de malicia, había ido a comprar tabaco para su marido y resultó víctima de las piadosas efusiones de madame Fouache, efusiones que los clochemerlinos juzgaban la expresión de los últimos refinamientos mundanos. Conceptuábase a la estanquera como persona de esmerada educación y de buena familia, caída súbitamente en desgracia a la muerte de un esposo ejemplar y destinado a los más altos cargos administrativos. Madame Fouache hacía gala de una ternura que conmovía profundamente a las buenas mujeres y por esto su distinción inspiraba la más completa confianza. Nadie como ella en el pueblo estaba calificada para oírlo todo y aconsejar con moderación:
—¡La de cosas que he visto! —decía—. ¡Y en los salones de la mejor sociedad, querida! A pesar del lujo que allí reinaba, yo iba a los bailes de la Prefectura con la misma naturalidad que entra usted en mi estanco. ¡Ah, cómo ha cambiado todo! ¡Cuando pienso que me tuteaba con toda la gente de la Prefectura de mi tiempo y me veo ahora, en mi vejez, vendiendo tabaco! Puedo vanagloriarme de haber llegado muy alto, querida, y es muy triste pensar… ¡En fin, qué le vamos a hacer, es la vida! Como suele decirse: a mal tiempo buena cara.
Con estas palabras puede resumirse poco más o menos la leyenda que madame Fouache se había imaginado y procuraba divulgar. Claro está que había en ella no pocas exageraciones. En vida, Adrien Fouache fue, en efecto, funcionario de la Prefectura de Lyon, pero solamente como conserje. En el ejercicio de sus funciones, que asumió por espacio de veinte años, sobresalió por su infatigable resistencia en el juego de la malilla, su capacidad para beber una docena de absentas diarias y una estimable destreza en el billar, talentos que convertían a aquel hombre engalonado en el indispensable compañero de los chupatintas que frecuentaban el café. Y como, por su parte, madame Fouache se encargaba voluntariamente de los encargos amorosos de los oficinistas del escalafón y recibía, destinados a ellos, cartas femeninas que no eran de procedencia conyugal, el matrimonio Fouache, por dispensar muchos favores, gozaba de la estimación general. Cuando Fouache se sumió en el delirium tremens, para morir poco después, todo el mundo convino en que su triste fin era la consecuencia de sus leales servicios. Y se concedió un estanco a su viuda, poseedora, por otra parte, de secretos que hubieran causado irreparables estragos en más de veinte hogares.
Madame Fouache tomó posesión de la banqueta de Clochemerle con el empaque y la dignidad de una gran dama que acababa de sufrir crueles reveses. Poco a poco magnificó desmesuradamente su pasado. Cierto que algunos de sus giros de frase, por demasiado vulgares, hubieran podido revelar su exceso de imaginación, pero en cuanto a los giros clásicos los clochemerlinos eran manifiestamente incompetentes y, por otra parte, su lenguaje poseía sus propias y genuinas sutilezas. Y como la vanidad local se sentía halagada, nadie puso en duda la esclarecida ascendencia de madame Fouache. Situada muy por encima de la mediocridad, madame Fouache recibía en depósito los secretos más delicados y procedía a su divulgación con discreción y buen tino.
Esta vez también, por mediación de la muy estimable estanquera, todas las mujeres de Clochemerle se enteraron pronto de la lamentable desgracia que afectaba a Nicolás en su parte más sensible. Su desdicha creó una gran corriente de compasión. Diez días más tarde, cuando el pertiguero reapareció en la calle Mayor, andando muy despacito y apoyándose en un bastón, las comadres, a espaldas de él, se decían de una ventana a otra levantando al cielo sus puños unidos:
—Así…
—¿Es posible?
—¡Cualquiera lo diría!
—¡Tiene usted razón, desde luego! ¡No quiero ni pensarlo!
—¡Debe de ser algo espantoso! —decía, más fuerte que las otras, Caroline Laliche, una mujerona del barrio bajo, con un suspiro de horror.
Pero nadie hacía caso de sus palabras, pues Caroline Laliche era la mujer más entrometida de Clochemerle, que había sido sorprendida más de cincuenta veces con el ojo pegado al agujero de una cerradura.
Las glándulas dolientes de Nicolás adquirieron una gran celebridad y sus nuevas dimensiones ocuparon muchas mentes femeninas. A través de palabras pronunciadas al azar y de glosas hábilmente dosificadas, madame Fouache mantenía viva la atención. Hasta el día en que, dándose cuenta de que el interés de la gente se iba relajando, lanzó otra gran noticia:
—¡Y ahora se le despelleja la piel!
Así la opinión se apasionaba.
Por la sinuosa carretera, de una longitud de cuatro kilómetros, entre Clochemerle y el altivo castillo de los Courtebiche, que se levanta al borde del tupido boscaje que le sirve de fondo, Rose Bivaque se dirige a pie al feudo de la baronesa. El castillo domina, arrogante, el valle, y por espacio de siglos las miradas de los humildes clochemerlinos se han elevado maquinalmente hacia la señorial mansión, a la que consideran como un parador intermedio en su trayecto hacia el cielo. Algo de este estado de ánimo sobrevivía en la mente de Rose Bivaque. La muchacha es sumisa y obediente hasta el punto que, entre tantas sumisiones como se le proponían de todas partes, no ha sabido cuáles preferir y cuáles desechar. De esta loable docilidad ha venido su vergüenza. Porque, sometida así a todos y a todo, se sometió ingenuamente a Claudius Brodequin, sin hacer distingos entre esta sumisión y otras, ninguna de las cuales le ha causado la menor violencia. La pequeña Rose Bivaque es totalmente parecida a sus abuelas, las mujeres del medievo, insignificantes y pronto olvidadas, que a través de los siglos han pasado por este mismo valle de Clochemerle, donde han trabajado oscuramente, han parido y amamantado a sus hijos, han sufrido como bestias en el establo, sin discernimiento ni espíritu de rebeldía, y han abandonado este mundo, donde su presencia ha pasado inadvertida, sin haber comprendido nada o casi nada acerca de la inverosímil aventura que las había hecho nacer y vivir. Exactamente parecida a esas mujeres de tiempos pasados, la pequeña Rose Bivaque es, como ellas, de cortas entendederas, poco razonable, dócil a los hombres, a las influencias de la luna, a la rutina, y, por hábito de obediencia pasiva, a las reglas de la naturaleza y a las necesidades establecidas. No siente, pues, remordimientos ni inquietud alguna. Tal vez sí cierta sorpresa debida a las cosas sorprendentes que le ocurren, pero esta sorpresa cede al sentimiento de la fatalidad que ha llegado intacto hasta ella y que es uno de los sentimientos más fuertes de la Humanidad. Mientras camina, piensa: «Bueno, entonces…» y «¡Bueno, ya está hecho!», fórmulas que son los polos de sus esfuerzos intelectuales, a veces cortados por expresiones como: «¡Es curioso…!», y «De todas maneras no puedo hacer nada». Pero tampoco es seguro que la muchacha piense realmente. Esas palabras revelan mejor los titubeos de un pensamiento tan embrionario que ella no concibe el alcance que aquél pudiera tener. Rose Bivaque se siente invadida por agradables efluvios procedentes del cielo deslumbrador, del aire vivo, del sol, de la belleza de las cosas, pero estas sensaciones que su cuerpo experimenta no llevan a su mente ningún razonamiento. Ve a sus pies un escurridizo lagarto verde y dice: «¡Oh, qué lagarto más mono!». Cuando llega a una encrucijada, vacila y se decide «¡Ah, éste es el buen camino!». Suda y murmura: «¡Oh, qué calor!». Con estas exclamaciones ha expresado todo cuanto sabe acerca de los lagartos, del calor y de las vacilaciones.
A la pequeña Rose Bivaque, que aún no ha cumplido los dieciocho años y que, todavía soltera, no tardará en ser madre, la gente la señala con el dedo y la tratan de estúpida. Pero al verla caminar sola por la carretera, fresca y alegre, dibujando una sonrisa en la que se reflejan la animalidad y la adolescencia, a mí me parece encantadora y casi bonita. Y adorablemente animosa, porque acata sumisa su destino, pues ella, que no sabe nada, sabe muy bien, y lo sabe de veras, que no se pueden hacer trampas con el sino humano, y que, quiérase o no, se cumple plenamente el destino femenino cuando la muchacha se torna en mujer y colabora con toda su savia a la gran procreación del mundo.
Esta campesina un poco rolliza, sólidamente construida para las labores que la esperan, con sus brazos fuertes, sus piernas firmes, sus anchas caderas y su pecho abultado, es graciosa a su manera y posee una belleza rústica. A quien la viera con mis ojos le sería difícil resistir el encanto de tan animoso candor y dejar de sonreírle y alentarla. Camina con paso tranquilo y resuelto, su rostro un poco vulgar se ilumina con la augusta aureola de la obra que va cumpliéndose en ella. Es la propia juventud que camina con su insensato aplomo, su fuerza embrionaria y su inconsciencia juvenil, inconsciencia necesaria, pues, de no existir, nos encontraríamos con un mundo confiado a los viejos. La muchacha va siguiendo su camino, y es la eterna ilusión que pasa, y la ilusión es la verdad de los hombres, su pobre verdad. Sí, ánimo, Rose Bivaque, pequeña portadora de penas, de porvenir y de vida. Animo, que el camino es largo, y el trayecto es, al fin y al cabo, tan inútil…
Rose Bivaque no siente remordimientos ni inquietud, pero cuando piensa que se encontrará pronto en presencia de la baronesa, experimenta una ligera turbación. Sin embargo, ha llegado al castillo, sube la imponente escalinata y es conducida hasta el umbral de un espacioso salón, más hermoso y más suntuoso que el interior de una iglesia. No se atreve a avanzar por el peligroso y brillante encerado. Una voz autoritaria le hace volver la cabeza.
—¿Es usted Rose Bivaque? —le pregunta la baronesa—. Acérquese, hija mía. Según me han dicho, ha sido Claudius Brodequin quien la ha puesto en este estado…
La joven pecadora, con el rostro encendido hasta las orejas, asiente:
—Sí, él ha sido, señora baronesa.
—¡Mi enhorabuena, señorita! Al parecer, no se muestra usted muy compungida. ¿Y qué le ha contado ese muchacho para seducirla? ¿Quiere usted explicármelo?
La explicación no está al alcance de las fuerzas de Rose Bivaque ni de sus medios de expresión. Y contesta:
—No me contó nada, señora baronesa…
—¿No le contó nada? ¡Ésta sí que es buena! Entonces, ¿cómo se explica…?
Acorralada en sus últimas líneas de defensa, la muchacha enrojece aún más. Luego, de la manera más sencilla y sincera que supo, explica cómo sucumbió:
—No me contó nada. Me hizo…
Esta respuesta, al recordarle los tiempos en que ella no gastaba muchos remilgos, desconcierta a la baronesa. No obstante, con tono severo, prosigue su interrogatorio:
—Así que le hizo… Le hizo porque usted le dejó hacer, tontuela.
—No pude impedírselo, señora baronesa —dice candorosamente la exhija de María.
—¡Qué pava es! —exclama la castellana—. ¿Está usted, pues, dispuesta a complacer al primer tunante que se arrime a sus faldas? Míreme, señorita. Conteste.
A ese reproche, Rose Bivaque opone el acento de la convicción, y el sentimiento de decir la verdad le da ánimos:
—¡Oh, no, señora baronesa! No eran pocos los muchachos que me rondaban, pero yo no escuchaba a ninguno. Pero Claudius es distinto…
La baronesa reconoce el lenguaje de la pasión. Cierra los ojos sobre sus recuerdos, en los que tanto abundan debilidades semejantes que tampoco ella supo vencer, y cuando vuelve a abrirlos se desarruga su entrecejo. Con una ojeada de mujer experimentada, contempla sonriente a la regordeta y lozana Rose Bivaque.
—¡Criatura de Dios! —dice dándole una palmadita en la mejilla—. Y dígame, hija mía, ¿le ha hablado de matrimonio ese irresistible?
—Claudius está de acuerdo con todo, pero por culpa del viñedo de Bonne-Pente, Honoré y Mathurin no consiguen entenderse.
Rose Bivaque habla ahora con tono más firme. Además de la sumisión, la entereza es uno de los instintos primordiales que le han legado las mujeres de su raza.
A pesar de su juventud, Rose Bivaque conoce la importancia de una parcela de viña bien orientada, importancia que, en cambio, ignora la baronesa, demasiado encopetada para ocuparse de tales mezquindades. Es preciso que Rose Bivaque le explique la causa del litigio existente entre las dos familias, y lo hace llorando como una Magdalena. Mientras la escucha, la baronesa observa que el diluvio de lágrimas que baña el rostro de la muchacha no altera lo más mínimo sus facciones. «Edad feliz —piensa—. Si yo llorase de esta manera, daría asco verme. Para sufrir penas, se ha de ser joven…». Y concluye:
—Tranquilícese, hija mía. Hablaré claro a todos esos roñosos. Tendrá usted a su Claudius y también la viña. Se lo prometo.
Y añade para sus adentros:
«Decididamente, voy a tener que poner un poco de orden en este país de bribones».
Mira por última vez a Rose Bivaque, sencilla, sosegada, semejante a una rosa un poco mustia después de la lluvia. «¡En verdad que es una simpática bobalicona!»; Y al despedirla, le dice:
—Y yo seré la madrina. Pero en lo sucesivo, tenga usted cuidado, tontuela. Sonríe y añade:
—De todos modos, eso no tiene importancia. Sólo es importante la primera vez. Y en el fondo, quizás es mejor hacerlo cuando se es joven. Las que han esperado demasiado tiempo no saben decidirse a dar este paso. Les es necesario a las mujeres cierto grado de inconsciencia…
Estas palabras no están destinadas ciertamente a Rose Bivaque, que se ha dirigido hacia la puerta y que, por otra parte, tampoco las comprendería. La joven sólo piensa en su Claudius. Han quedado en que éste la esperaría en la carretera, a mitad de camino del castillo al pueblo.
—¿Buenas noticias o malas noticias? —pregunta Claudius al punto de verla.
Rose Bivaque cuenta la entrevista a su manera y Claudius, que la tiene cogida a la altura del pecho, le da un beso en la mejilla.
—¿Estás contenta? —le pregunta.
—¡Oh, sí!
—Por haberme hecho caso, serás la primera en casarte.
—¡Contigo, Claudius! —responde Rose en un susurro.
Se miran a los ojos. Son felices. El día es claro y luminoso, y el calor sofocante. El barómetro debe de marcar treinta grados a la sombra. Escuchan arrobados el concierto que los pájaros dan en honor suyo. Caminan en silencio. Y Claudius dice:
—Tres semanas más de buen tiempo, y el vino será muy bueno.
Hippolyte Foncimagne había cogido unas anginas. Este apuesto mocetón estaba delicado de la garganta. Hallábase recluido en casa desde hacía unos días, lo que tenía preocupada a Adèle Torbayon. No solamente preocupada, la verdad sea dicha, sino también alegre y presa de continuas tentaciones. Alegre, porque mientras Foncimagne se quedara en casa, dependía exclusivamente de ella y se veía privado de ajenas influencias femeninas, y tentada porque su huésped le inspiraba un cariñoso interés, que ella mantenía en secreto, del que participaban tanto el físico del escribano como un deseo de desquite respecto a Judith Toumignon, rival detestada y victoriosa. Era tal vez el ansia de venganza que anidaba en ella desde hacía unos años el principal motivo de su inclinación por Foncimagne. Muchas mujeres comprenderán este sentimiento.
Una mañana, mientras Arthur Torbayon se hallaba en la bodega atareado en envasar vino, Adèle Torbayon subió al cuarto de Hippolyte Foncimagne con una pócima caliente para gargarizar, preparada según las instrucciones del doctor Mouraille. («No podía abandonar al muchacho. Si no tuviera más que a su Judith para cuidarlo, el pobre podría morirse»). Soplaba desde la víspera un ventarrón del sudoeste, presagiando una tormenta que no acababa de estallar. Todas las fibras encerradas de Adéle Torbayon reclamaban algo que pusiera fin a su malestar, a la angustia que le paralizaba las piernas y le oprimía el pecho. Era un deseo indeterminado y apremiante de llorar, de sentirse desamparada, de dar suspiros y proferir gritos inarticulados.
Entró en la habitación y se acercó al lecho donde, doliente, Foncimagne sentía renacer sus fuerzas bajo el estímulo de sueños febriles. La llegada de su patrona concretó tan oportunamente sus sueños que, con un gesto de niño caprichoso y enfermo que necesita mimos y zalemas, ciñó férreamente con sus brazos los muslos de Adèle Torbayon, que eran duros y esbeltos, propicios al manoseo. Adèle Torbayon sintió invadirle el cuerpo una dulce sensación de bienestar, como si la tempestad, desatándose finalmente, refrescara su piel ardiente. Su indignación careció de fuerza:
—¡No lo piense ni un momento, señor Hippolyte! —exclamó con una severidad insuficiente.
—¡Al contrario, lo he pensado muy bien, hermosa Adèle! —replicó el taimado, que se aprovechaba de que su patrona tenía una de las manos ocupadas en sostener la bandeja, para sacar mejor partido de la situación.
Y a fin de demostrar que la opulenta hotelera llenaba su pensamiento, exhibió la prueba formal de que sus aseveraciones eran ciertas. En comparación, cualquier juramento hubiera sido deleznable. Presa de intensa turbación, la hostelera defendió el honor de Arthur Torbayon con razones improvisadas que, naturalmente, no convencieron al paciente.
—¡Hágase usted cargo, señor Hippolyte, que abajo está lleno de gente!
—Precisamente por eso, hermosa Adèle —dijo irresistiblemente el pérfido—. No debemos hacerlos esperar.
Con destreza, consiguió pasar el pestillo de la puerta, accesible desde la cabecera de la cama.
—¡No está bien, señor Hippolyte, que me encierre usted! —murmuró la posadera.
Contando, por lo que pudiera ocurrir, con esta coartada, Adèle Torbayon, sin muchos remilgos, como comerciante que sabe el valor del tiempo, se dejó dulcemente convencer. Con su aire indiferente y su indumentaria adocenada, aquella mujer ocultaba brillantes aptitudes y excelentes sorpresas culturales que, tras largos días de dieta, el escribano apreció debidamente. La posadera experimentó asimismo un placer no menos completo. En lo concerniente a la práctica del amor, Foncimagne era un sabio. Sus modales eran delicados y al mismo tiempo convincentes y poseía, además, el arte de los matices, de las transiciones, la superior inventiva de los hombres que trabajan habitualmente con el cerebro. «La inteligencia se da a conocer en seguida —pensaba confusamente Adèle mientras experimentaba sus efectos. Y de pronto, una idea iluminó su subconsciente—: Y Arthur, que está embotellando vino…». Sí, este Foncimagne, con sus zalemas y sus embelesos, era muy distinto a Arthur Torbayon, hombre robusto y vigoroso sin duda, pero que no sabía utilizar su fuerza y que carecía, además, de fantasía.
—De todos modos —dijo más tarde Adèle en un rapto de tardía confesión, mientras se aplacaba la generosa resaca de su pecho—, nunca hubiera creído eso de usted, señor Hippolyte.
Estas palabras ambiguas podían interpretarse como elogio o como indulgente reprimenda. Pero Foncimagne se juzgaba a su vez sobradamente compensado para experimentar la menor inquietud. Este convencimiento le permitió expresarse con falsa modestia:
—¿De veras no se ha sentido usted defraudada, mi querida Adèle? —preguntó hipócritamente, como si quisiera excusarse y compadecerse de ella.
La posadera cayó en la trampa que le tendía la vanidad del escribano. Asombrada de que una cosa tanto tiempo diferida se hubiese consumado de una manera tan sencilla, invadía todo su ser una sensación de bienestar. Sentíase, además, agradecida y se expresó así:
—¡Oh, señor Hippolyte, en seguida se da una cuenta de que es usted un hombre instruido!
—¿Incluso para sostener un portaplumas?
—¡Qué tunante es usted! —exclamó cariñosa Adèle, acariciando los abundantes cabellos de su pupilo.
Experimentaba ya una nueva desazón en sus flancos insólitamente removidos, pero el sentimiento del deber dominó su turbación. Hurtó su cuerpo a las superficiales caricias que, por cortesía, le prodigaba el escribano, y cogiendo la bandeja declaró:
—¡Tengo que volver abajo! Si los clientes llaman, Arthur tendrá que subir de la bodega…
Los dos sonrieron. Adèle, inclinándose sobre Foncimagne, tuvo una última efusión:
—¡Ah, bribón! ¿Me creerás si te digo que nunca había engañado a mi marido?
—¿Es una cosa tan horrible?
—Para mí, era una montaña. ¡Qué curioso!
Y mirando por última vez al escribano, la buena posadera salió de la habitación y cerró suavemente la puerta tras de sí.
Una vez solo, Foncimagne se entregó nuevamente a sus ensueños que aquel reciente episodio, al introducir una deliciosa variedad en su vida, había enriquecido considerablemente. Se veía dueño de las dos mujeres más bellas de Clochemerle que, por otra parte, se odiaban mortalmente, lo que añadía sal y pimienta a su hazaña. Agradeció al destino que le hubiera procurado tan fácilmente estas dos brillantes victorias. Dejando a un lado el destino, que de todos modos no había sido el principal artífice del triunfo, reconoció que la mayor parte del éxito alcanzado se debía a sí mismo, y este convencimiento le deparó una satisfacción exquisita. Luego se puso a comparar los méritos respectivos de las dos condescendientes mujeres. Aun cuando sus polos de atracción estuviesen diferentemente distribuidos y ofrecieran, según se tratara de una o de otra, caracteres netamente distintos de acuerdo con la forma y el reparto de los volúmenes, ambas mujeres gozaban de atractivos y estaban espléndidamente dotadas. Judith era tal vez más ardiente, imbuida de un mayor espíritu de colaboración, pero la felina pasividad de Adèle no carecía tampoco de seducción. Sea lo que fuere, ambas eran de una absoluta buena fe y su modo de ser exigía, sobre todo a causa de los vecinos, una gran cautela y moderación. Foncimagne se congratuló de que una fuese deslumbrantemente rubia y la otra tan tenebrosamente morena. Esta disparidad sería, sin duda, un excelente estimulante, pues el contraste, al romper la monotonía de unas relaciones ya antiguas, le prestaría un nuevo encanto. Después del placer experimentado con Adèle, Foncimagne se daba cuenta de lo encariñado que estaba con Judith. Pero este cariño no era obstáculo para que sintiera hacia Adèle un vivo agradecimiento, siendo así que, mientras se aburría en su cuarto y estaba cansado de leer, la hostelera se había entregado y en un momento propicio.
Una ligera lasitud lo invadió, restituyéndole la preciosa necesidad de sueño, que le desazonaba hacía cuarenta y ocho horas. Pensó que podría descabezar un sueñecito antes de hacer los gargarismos de la tarde, que Adèle tenía que traerle a eso de las cuatro. Imaginó nuevas formas de acometerla, que valoraran las partes de aquel opulento cuerpo que la primera vez había desestimado. La posesión sólo es completa a la larga y cuando se ha experimentado en todas sus formas. Antes de formarse una opinión definitiva, convenía, pues, desarrollar activa y ampliamente la experiencia. Cerró los ojos y pensando en las múltiples iniciativas que exigía tan sugestiva tarea se dibujó en sus labios una inefable sonrisa.
—Adèle… Qué apetitosa está… —murmuró tiernamente.
Fue su último pensamiento. Se olvidó de su dolor de garganta y se durmió profundamente, con ese bienestar interior que proporciona una conciencia tranquila, unida a la cabeza de los sentidos.
Al volver abajo, todavía envanecida de la distinguida voluptuosidad que acababa de dispensarle el bello escribano, Adèle Torbayon se apostó en el umbral de su casa. En frente, Judith Toumignon se hallaba también a la puerta de su establecimiento. Las miradas de las dos mujeres se cruzaron. Judith Toumignon se quedó estupefacta ante la nueva expresión de su enemiga. No era el aire rencoroso de una mujer ultrajada que no ha podido lograr el desquite, sino el continente de despectiva indulgencia del vencedor hacia su vencido. La burlona sonrisa de triunfo que se dibujó en los labios de la posadera y la especie de dichosa languidez que irradiaba de todo su ser, hicieron concebir a Judith Toumignon una atroz sospecha. Reconocía en la actitud de su rival síntomas de ese gozo interior que le permitía a ella apiadarse a veces de las otras mujeres. No había duda, pues, acerca de las causas de aquel fulgor especial del que ella solía resplandecer. Retrocedió hacia el interior del establecimiento disimulándose a la vista de Adèle Torbayon, y miró fijamente la ventana del cuarto de Foncimagne, esperando angustiada que su amante, descorriendo ligeramente las cortinillas, atestiguara que le seguía guardando fidelidad como solía hacerlo varias veces al día cuando no podían encontrarse. Pero Foncimagne dormía profundamente y soñaba con mujeres de una admirable variedad que sabían reconocer ardorosamente una competencia amorosa que no tenía igual en Clochemerle. La bella Judith experimentó el horrible sufrimiento que produce la traición presentida. Entre ella y su amante, sólo separados por unos metros, se alzaban todos los impedimentos del amor prohibido. Esto le impedía franquear aquel espacio para obtener las seguridades cuya necesidad le desgarraba el alma. Muchas veces en el transcurso del día vio en el rostro de Adèle Torbayon la misma intencionada sonrisa. Su corazón sangraba.
—Si fuera verdad… Pero yo lo sabré.
Proyectos de venganza se agitaban en su alma, tan crueles que incluso su hermosura, habitualmente serena, se alteró.