Frente a la casa parroquial, la baronesa Alphonsine de Courtebiche se apeó de una chirriante «limousine», alta sobre las ruedas como un faetón. Era un automóvil que databa de 1911, parecido a una carroza ducal sacada de una cochera y vigorizada con el aditamento de un motor extravagante. En otras manos que las de su viejo chófer, aquel armatoste, que era una detestable galera, hubiera sido el hazmerreír de todo el mundo. Pero aquel polvoriento y anticuado carromato, además de que ostentaba portezuelas con blasones, cuando transportaba un cargamento de Courtebiche demostraba, al contrario, que la posesión de las más recientes creaciones de la mecánica es cosa privativa del vulgo enriquecido y que de ningún modo podía ponerse en ridículo una casta que puede gloriarse de un árbol genealógico que data del año 960 e ilustrado en muchos sitios por bastardos nacidos de un halagador capricho del monarca hacia ciertas mujeres de la augusta descendencia. La vetustez del automóvil corría parejas con el espacioso castillo almenado que dominaba todo el lugar.
La baronesa bajó la primera del coche y a continuación lo hicieron su hija, Estelle de Saint-Choul, y su yerno, Oscar de Saint-Choul. Luego, un poco incomodada por tener que visitar a ese «pobre cura de pueblo», como llamaba ella a Ponosse, llamó repetidamente a la puerta de la casa parroquial. Sin embargo, no es que pusiera en duda el poder espiritual de Ponosse. Desde que la baronesa vivía retirada del mundo, solía confiar el cuidado de su alma al cura de Clochemerle, pues ya no se sentía con ánimos, cada vez que deseaba lavar sus culpas, de efectuar un viaje a Lyon para entrevistarse con el reverendo padre de Latargelle, un jesuita avisado y sutil que en la época en que su vida se había visto agitada por borrascosas tormentas pasionales, había sido su director espiritual. «Este pobre Ponosse —solía decir— es un hombre apropiado para una modesta viuda pensionada, pero a ese pringoso le halaga confesar a una baronesa». Y añadamos ahora esta confidencia hecha a la marquesa de Aubenas-Theizé, la propietaria de las tierras vecinas a las suyas:
—Ya comprenderá usted, mi buena amiga, que cuando yo tenía pecados perfumados, no los habría confiado a ese patán. Pero ahora ya no tengo más que pecadillos de anciana, para los cuales basta con un plumero. Mi querida amiga, ahora no percibimos más que la naftalina de la virtud a la fuerza.
Ya vemos, pues, el concepto que merecía Ponosse a la baronesa de Courtebiche. En resumidas cuentas, consideraba al cura de Clochemerle como parte integrante de su servidumbre. Ponosse cuidaba de su alma, como la manicura le cuidaba las manos y la masajista el cuerpo. A su juicio, las dolencias y los achaques del cuerpo y del alma de una gran dama, que tenía detrás de ella diez siglos de alcurnia, constituían aún motivos de profundo respeto para los villanos, fuesen o no fuesen curas, a los que se concedía el honor de revelarles sus desnudeces físicas o morales. Con todo, cuando tenía necesidad de los servicios del cura, mandaba a su chófer a que lo recogiera a domicilio. («No quiero infestarme de pulgas de pordiosero en su confesonario»). Ponosse la escuchaba en confesión en un pequeño oratorio del castillo destinado a este menester. La baronesa escogía los días en que no tenía invitados para sentar a Ponosse a su mesa, en un plan sencillo que no lo intimidara.
La baronesa no se había personado nunca en la casa parroquial sin ser esperada. La misión que se había encomendado le infundía ánimos. Apenas sonó el picaporte, animando el eco de un largo y frío corredor, que sonaba a hueco como una barrica vacía, se dirigió a su yerno y le dijo:
—¡Querido Oscar, tienes que mostrarte firme con Ponosse!
—Claro, baronesa —respondió el mequetrefe de Saint-Choul, hombre sin voluntad a quien dejaba anonadado el excedente de firmeza de su suegra.
—¡Espero que Ponosse no se habrá ido a beber con los viñadores! Tendremos que localizarlo. Después de lo ocurrido, es inconcebible que no haya venido al castillo a pedirnos consejo.
Diciendo esto, tamborileaba en la puerta, golpeándola con sus anillos y golpeándola, irritada, con la punta de sus botines.
—¡Ya se encargará el arzobispo de meterle en cintura! —añadió.
Dejemos a la noble dama en espera de que la vieja Honorine le abra la puerta y aprovechemos el interregno para esbozar la semblanza de la baronesa Alphonsine de Courtebiche. Vale la pena.
Pasados ya los cincuenta años, la baronesa conservaba aún cierto empaque, al cual confería un altivo prestigio el convencimiento que ella se había forjado de su misión sobre la Tierra. Borrando deliberadamente la Revolución de la historia, trataba a los moradores de los valles dominados por su castillo feudal como si las gentes fueran siervos de un feudo restituido a su familia, lo que significaba el legítimo restablecimiento de un orden basado en el principio de que todo el mundo tuviera asignado su puesto sin discusión posible.
Mujer fuerte y no mal parecida, de un metro setenta de altura, la baronesa había sido, entre los veinte y los cuarenta y siete años, una hembra magníficamente pulposa, con una tez ligeramente pecosa que le daba cierto atractivo, con unos ojos chispeantes, una boca que producía vértigos impetuosos y un vivo movimiento de caderas de un efecto irresistible. Aquellos contoneos tenían un no sé qué de autoritario, algo así como el piafar de un caballo, que en cualquiera otra habría sido atributo de rabanera, pero que en ella, debido a la alcurnia de su cuna era cosa de buen ver, displicencia de gran dama, realzada de provocativa impertinencia. En los tiempos en que los cánones de la belleza femenina prescribían la clásica opulencia, las reales posaderas de la baronesa, cuya dureza se conjeturaba magistral, bien aposentadas en la cima de unas apretadas pantorrillas de luchador, constituían lo más saliente de sus atractivos. En cuanto al busto, siendo entonces la época del corsé, se embellecía con un pecho fascinador, tenido en alto y aprisionado por un corpiño abierto, cesta repleta de frutos gemelos de una rara perfección. Pero ese cuerpo tentador correspondía a una persona linajuda y, por ende, fuera del alcance de las vulgares intimidades. Era esta una peculiaridad que no pasaba inadvertida a los hombres y que hacía temblar a los más audaces ante la presencia de aquella altiva mujer que daba a entender, mirando descaradamente a los ojos de los ansiosos, qué fuente podría aplacar su sed. Así había sido la baronesa: una amazona infatigable durante veintisiete años de su vida, consagrados casi enteramente al amor.
Relatemos a grandes trazos la existencia de la altiva dama. A los veinte años, Alphonsine d’Eychandailles d’Azin, de una antiquísima familia de la región de Grenoble, que pretendía descender de aquella Marguerite de Sassenage que fue la amante de Luis XI y le dio una hija, pasando por unas grandes dificultades financieras, se casó con el barón Guy de Courtebiche, que le llevaba dieciocho años. El barón era un caballero un poco ajado, y, a pesar de los despilfarros que cometiera en cuanto llegó a su mayoría de edad, conservaba aún una buena parte de sus riquezas. Guy de Courtebiche, a quien sus íntimos llamaban Bibiche, llevaba en París una vida de crápula, entreteniendo a todo tren a una tal Laura Todella, célebre mujer de la vida galante que lo había escarnecido cien veces, lo que no parecía disgustarle, y lo llevaba a la ruina con la más desdeñosa indiferencia. Cuando vio a la hermosa Alphonsine, Courtebiche la juzgó más imponente aún que su Laura, con la ventaja sobre esta de que podría presentarla en todas partes. El aire dominador de la muchacha ejerció sobre él un irresistible atractivo, porque propendía, sin darse cuenta, a una especie de masoquismo moral que siempre lo había mantenido sujeto a las mujeres que le humillaban. A Alphonsine la apremiaron los suyos para que no dejara escapar aquel brillante partido. Consejo superfluo, porque Alphonsine, de índole ambiciosa, no había de desaprovechar la primera ocasión de independizarse que se le presentaba. Por otra parte, en vísperas de su derrumbamiento físico, Guy de Courtebiche, nimbado con la aureola parisiense, gozaba aún de un gran prestigio a los ojos de una muchacha provinciana.
La baronesa tenía propiedades en el Lyonnais. El joven matrimonio tuvo un piso en París, otro en Lyon y el castillo de Clochemerle. Tanto en Lyon como en París, la bella Alphonsine causó gran sensación. Incluso dio motivo a un duelo, lo que acabó de cimentar su fama.
Guy de Courtebiche, calvo, flojo y prematuramente envejecido por unas afecciones orgánicas que debían llevarlo todavía joven al sepulcro, no tardó mucho en dejar de ser un marido eficiente. Cuando sus hijos vinieron al mundo, Alphonsine conservó a aquel impotente por el título y las rentas —y para cuidarlo también, porque, sintiéndose fuerte, le gustaba erigirse en protectora—, y se lanzó en busca de satisfacciones haciendo caso omiso de la vanidad y la estirpe. No tuvo más dificultades que la molestia de la elección y, según se decía, esto la hacía vacilar mucho antes de decidirse. Sus travesuras fueron numerosas, y cometidas sin recato, con un desenfado tal que ahogaba cualquier intento de calumnia, falta de base cuando faltaba la hipocresía.
Una vez viuda, viéndose rica, la baronesa prefirió la independencia a la sumisión para la cual no se sentía hecha. Llevó un tren de vida costoso, tanto más caro cuanto más iba envejeciendo. Aquel plan quebrantó gravemente su fortuna, administrada, por otra parte, con una desenvoltura imperial y un desprecio absoluto por las tacañerías burguesas que socavan siempre los patrimonios. Mediada la guerra, tuvo que enfrentarse con graves dificultades financieras y penosas complicaciones sentimentales, presagio de la próxima decadencia. Confióse a su notario como se hubiera puesto en manos del cirujano. Pero no era esto lo más grave. A los cuarenta y nueve años, Alphonsine tuvo consigo misma una implacable conversación ante el espejo. Resultado del debate fueron unas directrices a las que inmediatamente resolvió someterse, con el ánimo resuelto que ella ponía en todas las cosas. La primera, la más importante, fue que sus cabellos aparecieron grises de la noche a la mañana.
«El cuerpo puede considerarse satisfecho —se dijo—, y no tengo nada que lamentar. Ahora es preciso envejecer decentemente y no servir de juguete a bribones sin escrúpulos».
Dejó su piso de París, redujo al mínimo su servidumbre y despidió maternalmente a algunos adolescentes que, atraídos por su reputación, iban a solicitar de ella uno de esos certificados de virilidad que durante tanto tiempo y con tanta generosidad había entregado a la juventud. Residiendo buena parte del año en Clochemerle y pasando los crudos meses de invierno en Lyon, decidió acercarse a Dios. Lo hizo sin rebajarse, considerando a Dios como un ser de su mundo, que no la había hecho nacer d’Eychandailles d’Azin, hermosa y con un temperamento ardiente, para que no se comportara como una gran dama, con todas las ventajas inherentes a su naturaleza y a su cuna. Tan imbuida estaba de esta convicción que nunca, ni en la época de sus éxitos, había renunciado por entero a los ritos religiosos. Eran los tiempos en que se confiaba a un exegeta ingenioso como el padre de Latargelle, que conocía ciertas necesidades dominadoras que Dios ha situado en sus criaturas. Aquel jesuita, que tenía una sonrisa fina, un poco escéptica, se inspiraba en una doctrina utilitaria puesta al servicio de la Iglesia:
«Es preferible —pensaba— una pecadora en el seno de la religión que fuera de ella. Y con tanta mayor razón si la pecadora es poderosa. La fortaleza de Roma reside en los ejemplos de adhesión provinentes de las más al tas esferas».
En busca de un buen camino, la baronesa no cometió la torpeza de ingresar en la cofradía de las beatas. Activa por temperamento, se ocupó de obras apostólicas y caritativas. En Clochemerle, como presidenta de las hijas de María, velaba por la buena marcha de la parroquia y aconsejaba al cura Ponosse. En Lyon dirigía obradores, comités de beneficencia y se la veía a menudo en el arzobispado.
Sin olvidar que había sido la bella Alphonsine, una de las mujeres más cortejadas de su generación, conservaba todavía un tono autoritario que no admitía réplica y de su pasado licencioso conservaba una fraseología picaresca que no hacía mella en el ánimo de los prelados, que no han llegado a los primeros puestos de la Iglesia sin haber visto de cerca mujeres indecentes, pero que intimidaba a veces al ingenuo Ponosse. Enérgica y vivaz, sobrellevando alegremente un ligero abultamiento de abdomen debido al relajamiento de las disciplinas de la coquetería, la baronesa se quejaba, sin embargo, desde hacía algunos años, de una mengua de sus facultades auditivas. Este ligero achaque acentuaba aún más su aristocrática elevación de tono, y el timbre de voz había cobrado un acento viril, lo que hacía resaltar aún más la brusquedad de su carácter.
De los dos hijos de Alphonsine, el mayor, Tristan de Courtebiche, después de haber pasado la guerra emboscado en las oficinas de los Estados Mayores, vivía en la Europa central como agregado de Embajada. Muchacho apuesto, era el orgullo de su madre.
—Con la planta que le he dado —decía—, saldrá siempre adelante. Las jóvenes herederas no tienen más que andar con cuidado.
En cambio, en el momento en que la baronesa decidió retirarse, no veía dibujarse ninguna petición de mano para su hija Estelle, que había cumplido ya los veintiséis años. Y no ocultaba su despecho.
—Lo que yo me pregunto —confiaba a la marquesa de Aubenas-Theizé— es quién querrá cargar con esa tonta.
No desdeñaba, sin embargo, asumir las responsabilidades de su fracaso. Y lo manifestaba en esta forma:
—¡Me han gustado demasiado los hombres, mi querida amiga! Y la prueba la tienes en el talante de esa pobre Estelle. Yo no podía tener éxito más que con muchachos.
Estelle era, ciertamente, la caricatura de Alphonsine en sus buenos tiempos. Había heredado de su madre su aventajada estatura, pero las carnes que cubrían la robusta armazón, eran flácidas y fofas y mal distribuidas. En aquel corpachón abundaba la linfa y escaseaba el espíritu. A pesar de sus exabruptos de impetuosa amazona, la baronesa no había carecido de femineidad. Estelle, por el contrario, era francamente hombruna. El labio inferior de la estirpe femenina d’Eychandailles d’Azin, tan prometedor de sensualidad, era, en el caso de Estelle, marcadamente belfo.
El porte desmañado de la señorita no contribuía, pues, a sazonar la sosería de su anemia grasienta. No obstante, la contemplación de aquella masa de carne despertó, con una violencia desacostumbrada, los desmayados ardores del enclenque Oscar de Saint-Choul. Los instintos de aquel desmedrado gentilhombre buscaron en la hija de la baronesa el necesario complemento: los kilos y los centímetros de talla que le faltaban para ser un hombre como es debido. La elección de Estelle de Courtebiche se debió a la escasez de candidatos, a pesar de que Saint-Choul, casi albino, ocultaba detrás de un monóculo, cuyo sostenimiento implicaba los más estrafalarios visajes, un ojo rosáceo y febril de gallináceo inquieto. El enlace no era en verdad brillante, pero no carecía de ventajas y se salvaban las apariencias. Oscar de Saint-Choul poseía en los alrededores de Clochemerle una hacienda de honorables dimensiones, aunque harto abandonada, y unas tierras de labor que, a condición de mostrarse prudente en los gastos, le permitían vivir de sus rentas. La baronesa no se hacía ilusiones sobre su yerno:
—Es un incapaz —decía—. ¡Podría hacerse de él un diputado de su República!
Y a la vez que lo decía, se ocupaba activamente de ello.
Por fin se oyó un ruido circunspecto de zapatones. Honorine entreabrió la puerta, como si se tratara de la subida de un puente levadizo. No le gustaba que le disputaran a su cura en su propio domicilio y por ello tenía fama de recibir mal a los visitantes. Pero tratándose de Alphonsine de Courtebiche, la cosa era distinta. La llegada del arzobispo no hubiera producido mayor efecto:
—Pero ¿qué veo, Dios mío? —exclamó—. Es la señora baronesa.
—¿Está Ponosse? —preguntó la baronesa con el mismo tono con que hubiera preguntado por un criado suyo.
—Sí, está en casa, señora baronesa. Pasen ustedes, por favor. Voy a buscarlo. Está tomando el fresco bajo los árboles del jardín.
Honorine introdujo a la baronesa, Estelle y su marido en un saloncillo oscuro y húmedo, con las ventanas cerradas. El gabinete del cura olía a tabaco, a vino, a cuarto de soltero sesentón y a guiso frío.
—¡Cielo santo! —exclamó la baronesa cuando la sirvienta se hubo marchado—. ¡Cómo apesta la virtud eclesiástica! ¿Qué te parece, Oscar?
—Es cierto, baronesa, que la fragancia de las virtudes de nuestro buen Ponosse es un poco, por decirlo así, un poco democrática y popular. Pero no debemos olvidar que nuestro cura se dirige sobre todo a los humildes y a éstos les extrañaría sin duda tener un pastor que oliera a rosas… ¡Vaya selección la de este siglo, baronesa! ¡Nos arrastran las aguas embravecidas de la decadencia! Sin embargo, creo que Ponosse tiene un alma pura a pesar del hedor de la envoltura. Para que a uno no le incomode el hedor, es preciso, y valga la expresión, tener los mismos gustos que los pordioseros. Como en tiempo de nuestra atolondrada juventud me decía mi amigo el vizconde de Castelsauvage…
—Oscar —atajó la baronesa—, he oído ya cien veces lo que, en tiempos de tu atolondrada juventud, te dijo el vizconde de Castelsauvage, que me ha parecido siempre un gran imbécil.
—Está bien, baronesa.
—Y Ponosse, otro imbécil.
—Perfectamente, baronesa.
—Y también tú, Oscar.
—¡Baronesa!
—Tú eres mi yerno, querido. Sé lo que me digo. Estelle no ha hecho en su vida más que tonterías.
Estelle de Saint-Choul trató tímidamente de terciar en el diálogo.
—Pero, mamá…
—¿Qué pasa, hija mía? Tienes una cantidad de bobería que asusta. Una Courtebiche con un marido al lado tendría que ser más despabilada.
En aquel momento entró, ceremonioso y a la vez inquieto, el cura. Con el rostro congestionado por el trabajo de una digestión pesada, dijo:
—Muy honrado, señora baronesa…
Pero el humor de la baronesa no estaba para cortesías inútiles.
—No es necesario el agua bendita, Ponosse —contestó—: Siéntese y contésteme.
¿Soy o no soy la presidenta de las hijas de María?
—Pues claro que lo es, señora baronesa.
——¿Soy o no soy la principal bienhechora de la parroquia?
—Esto no ofrece la menor duda.
—¿Soy o no soy, Ponosse, la baronesa Alphonsine de Courtebiche, nacida d’Eychandailles d’Azin?
—Lo es usted, señora baronesa —afirmó Ponosse, acobardado.
—¿Está usted dispuesto, amigo mío, a reconocer las prerrogativas del linaje o pacta usted con los sans-culottes[18]? ¿Acaso es usted, Ponosse, uno de esos sacerdotes tabernarios que pretenden dar a la religión tendencias…? Explícaselo tú, Oscar, porque yo no entiendo nada de vuestra jerga política.
—¿Se refiere usted, baronesa, a ese cristianismo de nuevo cuño, demagógico y antilegitimista, que halaga a las masas? Sí, claro está, a eso alude la baronesa, mi querido Ponosse. La baronesa condena la ingerencia en la religión de las doctrinas sociales extremistas, que le imprimen una orientación, por decirlo así, anarquizante y deplorable, jacobina y a todas luces blasfematoria, la cual, menospreciando nuestras viejas tradiciones francesas de las cuales somos los representantes… ¿cómo lo diría…?, hereditarios y consagrados, los representantes ungidos, mi querido Ponosse, ¿no es así, baronesa?, nos conduce directamente…
—¡Basta, Oscar! Creo que ha comprendido, Ponosse.
Los desórdenes de aquel día aciago habían abrumado al cura de Clochemerle. Él estaba hecho para andar por caminos claros y despejados, donde no le acecharan emboscadas satánicas del Dominus vobiscum y farfulló a modo de respuesta:
—Por Dios, señora baronesa… Mi vida es pura, y no tengo ninguna arrogancia impía. Soy un humilde sacerdote lleno de buena voluntad. No acierto a comprender por qué me atribuye usted tan grandes errores.
—¿Que no comprende usted, Ponosse? ¿Y el toque a rebato que ha alarmado a todo el valle? ¿Y el escándalo en su iglesia? ¿Y tienen que ser los extraños los que vayan a contarme esas cosas? El primero de sus deberes, padre, era ir a dar cuenta de lo ocurrido a la castellana de Clochemerle. ¿Acaso no sabe usted que el castillo y la casa rectoral, la Nobleza y la Iglesia deben marchar estrechamente unidas? Con su apatía, señor Ponosse, hace usted el juego a los descamisados. O sea, que si yo no me hubiese molestado en venir, no sabría nada. ¿Por qué no ha venido usted al castillo?
—Señora baronesa, no tengo más que una mala bicicleta. Y a mi edad ya no puedo subir las cuestas. Se me anquilosan las piernas y me falla el corazón.
—No tenía usted más que alquilar uno de esos armatostes que funcionan con petróleo y que trepan por todas partes. Lamento decírselo, mi pobre Ponosse, pero es usted un pusilánime defensor de nuestra fe. Y ahora, ¿qué piensa hacer?
—Precisamente estaba pensando en ello, señora baronesa. Y pedía al Señor que iluminara mi mente. Se repiten de tal modo los escándalos…
Ponosse suspiró profundamente y se enfrentó resueltamente con el peligro.
—Y aún no lo sabe usted todo, señora. ¿Conoce usted a Rose Bivaque, una de las hijas de María, que apenas ha cumplido los dieciocho años?
—¿Es una pequeña pava, rojiza, bastante desarrollada por cierto, que no desentona tanto como las otras chochas de la cofradía?
Con una mímica consternada, Ponosse dio a entender que no podía, sin faltar a la caridad cristiana, suscribir aquella descripción. Sin embargo, no lo negó.
—¿Qué ha hecho esa criatura? —prosiguió la baronesa—. Le habrán dado alguna sagrada forma sin confesión.
El cura de Clochemerle se sintió anonadado.
—Le han dado otra cosa muy distinta, señora baronesa. No nos queda más que esperar una concepción que no será… ejem… inmaculada… Eso es todo.
—¿Qué está usted diciendo? ¿Quiere dar a entender que está encinta? Hable usted claro, amigo mío. Diga que va a tener un hijo. También yo los he tenido, y no por eso me he muerto. (¡Estelle, hija mía, ponte derecha!). También los tuvo su respetable madre. No es ninguna cosa abominable.
—No es el hecho en sí lo que me aflige, señora baronesa, sino la falta del sacramento…
—¡Vaya, no había pensado en esto…! ¡Pues bien, mi querido Ponosse, se portan bien sus hijas de María! Yo no sé lo que les enseña usted en sus reuniones…
—¡Oh, señora baronesa! —exclamó el cura de Clochemerle, agobiado por la congoja y el temor.
Había vacilado mucho antes de dar esta noticia a la presidenta. Temía sus reproches o, lo que sería peor, que presentara su dimisión. Pero la baronesa murmuró:
—¿Y se sabe quién es el fresco que ha sido tan torpe?
—Usted querrá decir, señora baronesa, el que… ejem… el que la ha…
—Sí, Ponosse, sí. No adopte usted ese aire pudibundo. ¿Se sabe quién es el papanatas que ha cogido nuestra Rose?
—Claudius Brodequin, señora baronesa.
—¿Qué hace ese muchacho?
—Cumple el servicio militar. Vino con permiso el mes de abril.
—Se casará con Rose o irá a la cárcel. Haré hablar a su coronel. ¿Acaso se figura ese soldado que puede tratar a nuestras hijas de María como si fuesen mujeres de un país conquistado? A propósito, Ponosse, mande usted recado a esa Rose Bivaque para que venga a verme. Nos ocuparemos de ella, no sea que vaya a cometer alguna tontería. Envíemela al castillo a partir de mañana.
Estaba escrito que en el aniversario de la fiesta de san Roque, tantas veces celebrada con la sencilla solemnidad compatible con el buen humor de los clochemerlinos y la benevolencia natural de una región propicia a las óptimas vendimias, estaba escrito, repetimos, que aquel día, nefasto entre todos, la Providencia abandonaría a su servidor, el cura Ponosse, sometiéndole por añadidura a terribles e inesperadas pruebas hacia las cuales experimentaba el digno sacerdote tan profundo desdén que siempre se había esforzado en ahuyentar las ocasiones eliminando de su catolicismo rural todo espíritu de agresión, todo afán vanidoso y ofensivo. El cura Ponosse no era uno de esos latosos que siembran por doquier la provocación y los gérmenes fratricidas del sectarismo. Tales empresas son más nocivas que provechosas. Tenía más en cuenta un corazón virtuoso, compasivo y conciliador, que los estragos del puñal y de la pira. ¿Y quién intuye la cantidad de abominable orgullo que alientan ciertos heroísmos ambiciosos, que animan la implacable fe de los sombríos apóstoles propugnadores de los autos de fe?
Temblando delante de la baronesa, el cura Ponosse dirigía al cielo confusas invocaciones dictadas por un despavorido fervor. Se pueden traducir así:
«Apiadaos de mí, Señor, ahuyentad de mí esas desvenruras que reserváis a vuestros discípulos predilectos. Olvidaos de mí, Señor. Si me concedéis la gracia de sentarme un día a vuestra diestra, me conformo con que sea en el último lugar donde seré un humilde servidor vuestro. Señor, yo no soy más que el pobre cura Ponosse, que no comprende la venganza. Con mis pobres luces hablo del advenimiento de vuestro reino de justicia a los buenos viñadores de Clochemerle, sosteniendo mis débiles fuerzas con el uso cotidiano y reparador de los caldos del Beaujolais. Bonum vinum laetificat[19]… ¡Vos lo permitisteis, Señor, al donar a Noé las primeras cepas! Señor, yo soy reumático, mis digestiones son muy laboriosas, y estáis enterado de todas las incomodidades físicas que os habéis dignado enviarme. No me anima ya el ardor combativo de un joven vicario. ¡Calmad, Señor, a la señora baronesa de Courtebiche!».
Pero el cura Ponosse no había apurado todavía el cáliz de su amargura. Aquel día había de ser sobremanera excepcional. Por segunda vez en la hora apacible de la siesta, llamaron violentamente a la puerta de la casa parroquial. Oyóse el paso cansino de Honorine dirigiéndose a la puerta y luego invadió el corredor un rumor de voces que iban elevando el tono hasta alcanzar el más alto diapasón, cosa asaz insólita en aquella mansión donde los cuchicheos llenos de unción constituían la regla general. En el umbral del salón se vio erguirse la silueta vehemente de Tafardel, cargado de acres sentencias y enarbolando unos folletos en los que expresaba por escrito los primeros hervores de su indignación republicana.
El maestro no se había quitado de la cabeza su famoso panamá, en plan de hombre firmemente resuelto a no arriar el pabellón ante el fanatismo y la ignorancia. Sin embargo, al darse cuenta de la presencia de la baronesa, se descubrió y aún hubiera hecho más si se hubiera dejado llevar de su primer impulso: habría huido si la huida le hubiera comprometido sólo a él. Pero la fuga de Tafardel hubiese implicado el fracaso del poderoso partido que él representaba. No se trataba ya de que se enfrentaran unos simples particulares, sino de una verdadera pugna de principios. Tafardel era el portavoz de la Revolución y de su carta emancipadora. El hombre de las barricadas y de la Libertad, con mayúscula, acudía a combatir en su terreno al hombre de la Inquisición, de la melancólica resignación y de la persecución hipócrita. Haciendo caso omiso de los presentes y sin siquiera saludarles, el maestro se encaró con el cura Ponosse y le espetó una de sus más encendidas peroratas:
—¡Qui vis pacem para bellum[20], señor Ponosse! No emplearé los odiosos procedimientos de su secta de Loyola y no lo atacaré a traición. Me presento como un enemigo noble, con la pólvora en una mano y el ramo de olivo en la otra. Todavía hay tiempo de renunciar al engaño de detener a sus esbirros y de preferir la paz. Pero si usted quiere la guerra, guerra tendrá. Mis armas están templadas. Escoja usted entre la paz y la guerra, entre la libertad de conciencia y las represalias. ¡Escoja, señor Ponosse! ¡Y cuidado con lo que decida!
Cogido entre dos furores tan violentos, el cura Ponosse no sabía a qué santo encomendarse. Trató de calmar a Tafardel:
—Señor maestro, nunca me he inmiscuido en sus métodos de enseñanza. Me pregunto qué podría usted reprocharme. No he agraviado a nadie…
Pero ya Tafardel, con el dedo índice levantado, apostrofaba a Ponosse con una máxima profundamente humana y completada por él a su manera:
—Trahit sea quemque voluptas… et pissare legitimum![21] Para mejor asentar su dominación, sin duda preferiría usted, señor, que como en los siglos de opresión, se multiplicaran los inmundos charcos formados por el sobrante de las vejigas. Estos tiempos han pasado, señor Ponosse. La luz se propaga, el progreso avanza irresistiblemente y yo afirmo que en adelante el pueblo meará en edificios apropiados. La orina, señor, humedecerá la pizarra y discurrirá por unas canalizaciones.
Esta extraña alocución era más de lo que la baronesa podía soportar. Desde el primer momento tenía a Tafardel bajo la acción de los flamígeros dardos de sus terribles impertinentes. Y de pronto, en un supremo arrebato, empleando el tono de voz con que había domado corazones y dirigido la caza con galgos, rugió:
—¿Quién es ese abominable calzonazos?
La súbita presencia de un escorpión en el fondillo de sus holgados pantalones no hubiera producido al maestro un sobresalto mayor. Sacudido por un estremecimiento de furor que imprimía a sus lentes oscilaciones de mal augurio, y no obstante conocer de vista a la baronesa como la conocían todos los clochemerlinos, aulló:
—¿Quién se atreve a injuriar a un miembro del cuerpo de enseñanza?
Apostrofe ridículamente débil, incapaz de desorientar a una luchadora como la baronesa. Comprendiendo con quién se las había, replicó con una calma ofensiva:
—El último de mis lacayos, señor maestro de escuela, sabe de cortesía mucho más que usted. Ninguno de mis criados osaría expresarse tan groseramente como usted ante la baronesa de Courtebiche.
Al oír estas palabras, la más pura tradición jacobina inspiró a Tafardel. Y así, contestó:
—¿Es usted la ex Courtebiche? Sus insinuaciones las rechazo con el pie. Hubo un tiempo en que la guillotina hubiera dado cuenta de usted.
—Y yo digo que sus palabras no son más que insensateces de sietemesino. Hubo un tiempo en que las personas de mi clase hacían ahorcar a los bergantes de su calaña después de haberlos azotado en la plaza pública. ¡Excelente sistema de educación para los palurdos!
La discusión iba tomando un sesgo peligroso. Aprisionado entre dos corrientes que no respetaban la cristiana neutralidad de su morada, el pobre Ponosse, no sabía a quien prestar oídos y sentía su cuerpo, embutido en su sotana nueva, bañado en un sudor frío. No le faltaban razones para llevarse a bien con la Nobleza, en la persona de la baronesa, la más generosa bienhechora de la parroquia. Y en el mismo caso se encontraba respecto a la República, representada por Tafardel, Secretario de un Ayuntamiento que poseía legalmente la casa parroquial y fijaba su alquiler. Las cosas, planteadas así, daban la impresión de que todo estaba perdido, y, cuando parecía que no había más que esperar la aparición de la más desaforada violencia, un personaje que hasta aquel momento había pasado inadvertido, haciendo gala de una maestría tan brillante como oportuna, condujo la discusión con una firmeza de la que nadie le hubiera creído capaz.
Desde la llegada de Tafardel, Oscar de Saint-Choul se estremecía de contento. Aquel gentilhombre poco conocido estaba dotado de un auténtico talento para el arte de elaborar infatigablemente una sucesión de frases solemnes y gradilocuentes, de tal modo esmaltadas de incisos, que al desdichado que se veía sometido a esa dialéctica se le extraviaba el pensamiento en los meandros del razonamiento «saint-choulien», donde acababa por quedar aprisionado. Desgraciadamente, hostigado siempre por una suegra que trataba a la gente a latigazos y condenado al silencio por una esposa desabrida cuya abundancia corporal lo encadenaba, Oscar de Saint-Choul rara vez tenía ocasión de demostrar su valía. Y esto le hacía sufrir.
Cuando Tafardel pronunció las primeras palabras, Oscar comprendió que el azar ponía en su camino a un rudo luchador, un charlatán a su medida con el que le agradaría enzarzarse en una larga controversia. Así pues, con una abundancia de saliva que solía presagiar su aflujo verbal, acechaba la menor fisura que ofrecieran sus respuestas para arremeter contra el tenaz polemista y acapararlo en provecho propio. Finalmente, después de la réplica de la baronesa, se produjo un silencio. Inmediatamente, Saint-Choul avanzó dos pasos.
—Si me permiten —dijo—, tengo algo que decir. Soy Oscar de Saint-Choul, señor. Y usted, ¿quién es?
—Ernest Tafardel. Pero yo no conozco a ningún santo, ciudadano Choul.
—Como usted quiera, mi querido De Tafardel.
Es difícil creerlo, pero esta partícula, deslizada por un hombre que la poseía por razón de herencia, actuó a modo de bálsamo en el amor propio del maestro. De tal modo le dispuso favorablemente hacia Saint-Choul, que éste se permitió tomar de nuevo la iniciativa:
—Me permito intervenir, mi querido De Tafardel, porque al punto a que nos han llevado dos doctrinas igualmente respetables, que tienen las dos sus regiones sublimes y sus… ¿cómo lo diría…?, sus zonas de falibilidad humana, se me antoja que hace sentirse la necesidad de un mediador imparcial. Saludo en usted, probo funcionario, a un digno ejemplo de esta noble pléyade de educadores que asumen la delicada tarea de formar las nuevas generaciones. Saludo en usted a la encarnación del más puro espíritu primario en lo que tiene de fundamental y… ¿cómo lo diría…?, de granítico, sí, de granítico, pues sobre esa roca indestructible descansan los cimientos de la nación, de nuestro querido país, remozado por grandes corrientes populares, que yo me guardaré de aprobar sin reservas, pero que asimismo me guardaré muy bien de negar su aportación, porque desde hace un siglo han ilustrado magníficamente el gran libro del genio francés. Por esto no vacilo, maestros republicanos y librepensadores, en proclamaros un cuerpo hereditario. Nada de lo que es hereditario puede sernos indiferente. Por este título, mi querido amigo, es usted de los nuestros: un aristócrata del pensamiento. ¡Deme usted la mano! Sellemos un pacto por encima de los partidos, con el solo deseo de contribuir a nuestro mutuo perfeccionamiento.
A punto de ceder a aquel hombre amable, Tafardel, preocupado, quiso remachar sus convicciones:
—Yo soy discípulo de Rousseau, de Mirabeau y de Robespierre. Tengo que recordárselo, ciudadano.
Oscar de Saint-Choul, que se había adelantado, recibió a boca de jarro una fuerte tufarada de vino. Diose cuenta entonces que la elocuencia del maestro ofrecía serios peligros y que sería mejor no afrontarla en un lugar cerrado.
—Todas las opiniones sinceras se justifican —dijo—. Pero más valdría que fuésemos a tomar el aire. Fuera estaremos más cómodos. Dentro de poco estaré con usted, baronesa.
—Tengo algo que comunicar al señor Ponosse —objetó el maestro.
—Mi querido De Tafardel —dijo Saint-Choul llevándoselo con él—, sospecho de qué se trata. Usted me lo dirá a mí. Yo seré su intérprete.
Poco después, la baronesa los encontró delante de la iglesia, enfrascados en animada conversación, visiblemente encantados el uno del otro. Oscar de Saint-Choul hacía uso de la palabra y acompañaba sus solemnes parrafadas balanceando el monóculo al extremo del hilo con un aplomo que su suegra desconocía. El tono de pedantería de su yerno la molestó. No admitía que Oscar dejara de ser un perfecto imbécil, dado que así lo había decidido ella. Cuando la baronesa había clasificado intelectual y socialmente a alguien, no quería desdecirse.
—Oscar, amigo mío —dijo desdeñosamente—, deja a ese individuo y ven. Nos marchamos.
No tuvo una sola mirada para el desdichado Tafardel, que, sin embargo, se disponía a saludarla. Porque el maestro se había dejado seducir por los distinguidos modales de Saint-Choul y por las lisonjas que éste le dirigía, como éstas:
—¡Qué diantre, mi querido amigo, en esta región de analfabetos, usted y yo representamos el elemento culto! En una palabra, la selección. ¡Seamos amigos! Y hágame usted el favor de venir uno de esos días al castillo. Se le tratará sin ninguna clase de ceremonias, como a un amigo íntimo, y discutiremos tranquilamente. Entre espíritus selectos, son convenientes las relaciones. Lo digo tanto por usted como por mí.
La humillante altivez de la baronesa tuvo la virtud de devolver al maestro su antiguo espíritu combativo, tanto más cuanto que por un momento se le ocurrió que había estado a punto de ser víctima de las falacias de aquella gente. ¿Acaso no había pensado, mientras escuchaba a Saint-Choul, en modificar, suavizándolo, su artículo de ¡El despertar vinícola…! ¡Suavizar!? Pues bien, sería más áspero y sazonaría su prosa con una alusión mordaz a aquella incorregible de Courtebiche.
—Ya verán cuando intervenga la Prensa —rezongó.
Así, pues, este encuentro, que hubiera podido conducir a un apaciguamiento, tuvo, por el contrario, el efecto de provocar una virulencia cuyas consecuencias habían de ser ruidosas.
En cuanto a la baronesa, había declarado a Ponosse su intención de hacerse cargo de los asuntos de la parroquia y sobre todo de entrevistarse con el arzobispo al menor incidente que se produjera. El cura de Clochemerle estaba aterrado.