Capítulo 10

Después de haberse quitado la casulla, solamente con el sobrepelliz sobre la sotana, Ponosse subió lentamente la escalera del púlpito. Y sus primeras palabras fueron:

—Carísimos hermanos, vamos a rezar.

Solía preludiar sus pláticas con unas preces en sufragio de las almas de los feligreses muertos y, especialmente, de los que fueron bienhechores de la parroquia. Se rezó particularmente por todos los clochemerlinos fallecidos después de la famosa epidemia de 1431. Terminadas las oraciones, Ponosse procedió a la lectura de los actos religiosos de la semana y a las amonestaciones. Por último, leyó el Evangelio del domingo, que había de proporcionarle el tema para su homilía. Sin embargo, aquel día se trataba de una homilía especial, destinada a impresionar fuertemente a los espíritus. De todos modos, Ponosse sentía una gran inquietud. Leyó:

En aquel tiempo, al llegar Jesús cerca de Jerusalén, mirando la ciudad, lloró sobre ella, diciendo: «¡Ah! ¡Si supieras también tú por lo menos lo que en este día se te ha dado para tu paz! Pero ahora está oculto a tus ojos. Porque vendrán días malos para ti y tus enemigos te rodearán y te estrecharán por todas partes y te arrasarán con tus hijos dentro de tus muros y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo en que Dios te ha visitado…».

Pensando en la enojosa misión que se había propuesto llevar a cabo, Ponosse se recogió en sí mismo y con una majestuosa lentitud en la que intentó imprimir una amenazadora y desacostumbrada solemnidad hizo la señal de la cruz. De tal modo le preocupaba la predicación evangélica que había de pronunciar que la singular majestad con que hizo la señal de la cruz, lejos de impresionar a sus feligreses, los dejó atónitos y aun algunos creyeron que el párroco se encontraba mal o estaba un poco trastornado. Terminada la lectura del Evangelio, Ponosse dio comienzo a su homilía:

—Acabáis de oír, carísimos hermanos, las palabras que pronunció Jesús al acercarse a Jerusalén: «¡Ah! ¡Si supieras también tú por lo menos lo que en este día se te ha dado para tu paz!». Mis amados hermanos, recapacitemos y reflexionemos. Si Jesús recorriera hoy día nuestra generosa región del Beaujolais, al divisar desde la cima de una montaña nuestro magnífico pueblo de Clochemerle, ¿acaso no tendría ocasión de pronunciar las mismas palabras que le inspirara antaño la contemplación de Jerusalén? Carísimos hermanos, ¿reina entre nosotros la paz, es decir, la caridad, el amor a nuestros semejantes por el que el Hijo de Dios murió crucificado? Claro está que Dios, en su indulgencia infinita, no nos pide tales sacrificios, que serían sin duda superiores a nuestras miserables fuerzas. Nos ha concedido la gracia de venir al mundo en un tiempo en que a uno no le es necesario el martirio para proclamar su fe. Razón de más, queridos hermanos en Cristo, puesto que, de esta manera, se nos facilitan los méritos…

¿Para qué vamos a transcribir íntegramente la plática de Ponosse? La plática no fue muy brillante. Incluso, durante veinte buenos minutos, el excelente hombre tartajeo un poco. Podía achacarse a la falta de costumbre. Treinta años antes, en colaboración con su amigo el cura Jouffe, había compuesto una cincuentena de sermones apropiados a todas las circuntancias que pudieran presentarse en el transcurso de un tranquilo apostolado. Desde hacía treinta años, pues, el párroco de Clochemerle se había mantenido fiel a ese piadoso repertorio, que proporcionaba una completa satisfacción a las necesidades espirituales de los clochemerlinos, a quienes una dialéctica más o menos innovadora hubiera sin duda desconcertado. Pero en el año 1923, Ponosse tuvo que recurrir a la improvisación a fin de deslizar en su plática algunas alusiones al fatal urinario. Estas alusiones, al caer de lo alto del púlpito, precisamente el día consagrado al santo patrón del pueblo, volverían a agrupar en torno a la iglesia a las fuerzas cristianas y, al mismo tiempo, por efecto de la sorpresa, sembraría la desorientación en el campo contrario, en el que figuraban indiferentes, tibios, no practicantes, jactanciosos, pero en realidad muy pocos ateos verdaderos.

Dos veces consultó Ponosse discretamente su reloj. Su elocuencia iba embrollándose cada vez más en un laberinto de frases cuya salida no acertaba a encontrar. El cura párroco no hacía más que repetir los mismos conceptos intercalando frecuentes «¡ejem!», e insistiendo con sus «carísimos hermanos» a fin de ganar tiempo. Pero había que terminar. El cura de Clochemerle recabó la intercesión divina: «¡Señor, dame tu aliento; inspírame!». Y de pronto se lanzó:

—Y Jesús, al expulsar a los mercaderes del templo, les dijo: «Mi casa es una casa de oración, y vosotros la habéis convertido en una casa de ladrones». Pues bien, carísimos hermanos, la firmeza de Jesús nos servirá de ejemplo. También nosotros, cristianos de Clochemerle, sabremos si es preciso expulsar a quienes han sembrado la impureza en la proximidad de nuestra amada iglesia. Sobre la piedra, sobre el muro infame y sacrílego descargaremos los golpes de pico de la redención. Y yo os digo, hermanos míos, que hemos de estar dispuestos a la destrucción.

Un silencio sobrecogedor siguió a aquella declaración, tan poco acorde con las maneras del cura de Clochemerle. Entonces, en aquel silencio, resonó una voz avinada que partía del fondo del templo:

—¡Venid, pues, a destruirlo! ¡Veréis cómo os hacemos correr!

Apenas estas palabras increíbles, que provocaron la estupefacción general, acababan de resonar, Nicolás, el pertiguero, se abrió paso a codazos en dirección a Toumignon. De pronto dio muestras de una energía incompatible con la pompa ritual de su continente de pertiguero, que solía adaptarse al ritmo discreto pero firme de su alabarda en el suelo, ruido tranquilizador que garantizaba a los fieles de Clochemerle el pacífico rezo de sus oraciones bajo la protección de un celoso poder, adornado de poblados mostachos, sustentado sobre las bases sólidamente enraizadas de un par de pantorrillas cuya morbidez era digna de la espaciosa nave de una catedral de arzobispado.

Aun cuando la ofensa inferida al sagrado lugar era gravísima y de tal calibre que en memoria de pertiguero clochemerlino alguno no se recordaba nada parecido, cuando Nicolás llegó frente a François Toumignon, le espetó unas palabras severas en las que se notaba, sin embargo, el afán de no dramatizar el alcance del incidente. Todos los asistentes al templo tenían el ánimo en suspenso y, la verdad, Nicolás no sabía qué uso hacer de su autoridad. Lo que le indujo antaño a solicitar el cargo honorífico de pertiguero en Clochemerle no era tanto la ambición de ejercer un poder semejante a aquel de que hace gala la gendarmería como el de tener ocasiones de exhibir la perfecta anatomía que tenía que agradecer a la misteriosa labor de la naturaleza en lo concerniente a sus miembros inferiores. Tenía unas hermosas pantorrillas, largas y carnosas, duras, de una magnífica curva convexa en la parte superior, perfectamente idónea para ser ceñida por un calzón color de púrpura que era un encanto para quienes se sentían atraídos en la contemplación de aquella impecable parte del cuerpo. En cuanto a las bandas de Nicolás, de calidad superior a las de un Claudius Brodequin, nada de ellas podía achacarse a artificio alguno. Lo que mantenía tirantes sus medias blancas era pura musculatura, espléndidos gemelos unidos como cabezas de buey bajo el yugo y que denotaban a cada paso un majestuoso esfuerzo que originaba un desplazamiento y una dilatación de su volumen. Desde la ingle hasta la punta del dedo gordo del pie, Nicolás hubiera podido sostener victoriosamente la comparación con Hércules Farnesio. Estos ventajosos dones le predisponían más a levantar las piernas que a las intervenciones policíacas. De ahí que, sorprendido por la sacrílega novedad del delito, sólo supo decir al culpable:

—¡Cierra el pico, François, y vete en seguida!

Palabras prudentes, hay que reconocerlo, palabras sensatas, indulgentes, que François Toumignon hubiera sin duda acatado si no se hubiese encontrado en el día siguiente de una noche de fiesta y de haber bebido una imprudente cantidad del mejor vino de Clochemerle. Circunstancia agravante: cerca de la pila del agua bendita se hallaban apostados sus testigos: Torbayon, Laroudelle, Poipanel y los demás muy atentos y chanceándose silenciosamente. En principio partidarios de Toumignon, no creían que éste, desaliñado, con el cuello postizo torcido por la falta de costumbre de llevarlo, con el nudo de la corbata de través, sin afeitar, con los cabellos desgreñados y notoriamente engañado por su mujer, lo que era motivo de diversión para todo el pueblo, pudiese oponer una activa resistencia al corpulento Nicolás, alentado con todo el prestigio de pertiguero con uniforme de gala, con tahalí, bicornio adornado con plumas, espada al cinto y sosteniendo en la mano una recia alabarda claveteada. Toumignon se dio cuenta del escepticismo que reinaba entre sus compañeros y que daba de antemano una señalada ventaja al pertiguero. Esto lo incitó, no sólo a no batirse en retirada, sino a seguir burlándose obstinadamente del cura Ponosse, mudo en su púlpito. Hasta el punto que Nicolás, en tono perentorio, exclamó:

—¡No seas idiota, François! ¡Y vete inmediatamente!

El tono de Nicolás era amenazador y estas palabras fueron subrayadas con sonrisas aún vacilantes, pero que indicaban a las claras que los espectadores se disponían a sumarse al partido del más fuerte. Aquellas sonrisas exasperaron más aún la sensación de debilidad que experimentaba Toumignon frente a la masa tranquila y rutilante de Nicolás. Y contestó:

—¡No eres tú quién me hará salir de aquí, mascarón!

Cabe suponer que con estas palabras Toumignon se proponía cubrir su retirada de una manera honorable. Palabras estas que permiten a un hombre de pelo en pecho salvar cuando menos el honor. Pero en aquel momento se produjo un incidente que acabó de sembrar la confusión. En el grupo que formaban piadosas mujeres e hijas de María cayó una bandeja preparada para la colecta de limosnas. Con un gran ruido, rodó por debajo de sillas y bancos, una abundancia de monedas de dos francos, monedas suministradas por el propio Ponosse, que empleaba esa inocente argucia para incitar la prodigalidad de sus ovejas, demasiado inclinadas a abusar de la calderilla en sus ofrendas. Al ver que tantas monedas auténticas de dos francos habían rodado hacia los más apartados rincones del templo, al alcance de las malas feligresas cuya avaricia estaba muy por encima de su piedad, las inocentes hijas de María emprendieron afanosamente su búsqueda, moviendo estrepitosamente las sillas y diciéndose unas a las otras las cifras de un recuento que resultaba siempre deficitario. Y dominando este tumulto metálico una voz aguda, que determinó lo que luego había de suceder, gritó:

—¡Atrás, Satanás!

Era la voz de Justine Putet —la primera, como siempre, en entablar combate—, que suplía la insuficiencia de Ponosse. El cura párroco era un orador mediocre que, como hemos visto, no sabía qué decir cuando las circunstancias le obligaban a apartarse de las pláticas moderadas para las cuales no debía recurrirse a la imaginación. Aterrado por el escándalo, rogaba al cielo que le iluminara con alguna idea que le permitiese restablecer el orden y afirmar la victoria del justo. Desgraciadamente, ningún ángel inspirador sobrevolaba en aquel momento la región de Clochemerle. Y Ponosse no supo qué decir, porque se había acostumbrado en demasía a contar con las complacencias divinas para resolver las complicaciones humanas.

Pero el grito de Justine Putet dictó al pertiguero su deber. Abalanzándose sobre Toumignon, lo apostrofó duramente en un tono tan conminatorio que todo el mundo se estremeció:

—Te repito que cojas la puerta inmediatamente, François. De lo contrario, te voy a echar a patadas.

He aquí el momento en que las pasiones desatan su furia en las mentes oscurecidas hasta el punto de que cada cual, olvidando su papel y la majestad del lugar, echa por la borda toda circunspección en el hablar. He aquí el momento en que las palabras acuden en tropel a los labios y, como sugeridas por las fuerzas terribles del desorden interior, pugnan diabólicamente por salir de la boca. Hay que ver bien la cosa. Nicolás y Toumignon, exaltados el uno por un celo religioso y el otro por un celo republicano, se aprestan a elevar de tal modo el tono de la voz que toda la iglesia podrá seguir los detalles de su altercado y, por consiguiente, todo Clochemerle los conocerá. La contienda se libra ante todo el censo de Clochemerle. De tal modo han entrado en liza el amor propio y los principios que los adversarios no pueden ya retroceder. De una parte y de otra van a inferirse tremendas injurias y asestarse terribles zarpazos. Las mismas afrentas, los mismos insultos, los mismos medios serán puestos de una parte y de otra al servicio de la buena causa y de la mala causa, de tal modo que no será posible discernir nada, pues la querella será terriblemente confusa y las invectivas igualmente lamentables. A la afrentosa amenaza de Nicolás, Toumignon, parapetándose detrás de una hilera de sillas, replica:

—¡Ven a darme esas patadas, valiente!

—¡Ahora lo verás, tapón! —confirma Nicolás agitando plumeros y dorados.

Cualquier alusión a su físico desagradable saca de quicio a Toumignon y lo transporta de furor. Y grita a Nicolás:

—¡Eres un miserable collón[14]!

Aunque uno sea un pertiguero con uniforme de gala y esté por encima de las insinuaciones, hay palabras que atentan en lo más vivo a la dignidad de un hombre. Nicolás pierde los estribos:

—¿Acaso no eres tú el collón, cornudo del diablo?

Ante esta arremetida, Toumignon palidece, avanza dos pasos y se yergue agresivo ante las barbas del pertiguero.

—¡Repite eso que has dicho, lamesotanas!

—Pues voy a repetirlo… ¡Cornudo! Y también podría decírtelo una persona que yo sé. ¡Te pasas las noches roncando!

—No es cornudo quien quiere, imbécil lameculos. No es con su corteza amarilla que tu mujer hará acopio de parroquianos. ¡Bien has girado alrededor de la Judith!

—¿Te atreves a decir que yo he girado alrededor de la Judith?

—Sí, es verdad, marrano. Sólo que Judith te ha dado con la escoba en el trasero. ¡Sí, te hizo correr con una escoba, maniquí de iglesia!

Se concibe que ningún poder humano puede detener a estos dos hombres, cuyo honor está públicamente en entredicho, tanto más cuanto que las incidencias de la contienda han interesado en grado sumo a las mujeres. Precisamente madame Nicolás está sentada en la nave central. Es una mujer insignificante, incapaz de suscitar ninguna rivalidad. Sin embargo, las musculosas pantorrillas de Nicolás le han creado en secreto no pocas enemigas. Las miradas convergen hacia ella. ¡Pues es verdad que tiene la tez amarilla! Pero, por encima de todo, la disputa evoca a la espléndida Judith Toumignon, en la plenitud de sus carnes apetitosas, blancas como la leche, sus nalgas carnosas y sus magníficas prominencias de proa y de popa. La imagen de la hermosa Judith invade y reina en el santo lugar, como una pavorosa encarnación de la Lubricidad, como una visión infernal enroscándose en los vergonzosos placeres de los amores culpables. El coro de las piadosas mujeres se estremece de horror y de asco. De este grupo de desamparadas se eleva un sordo y prolongado gemido, parecido a las lamentaciones de Semana Santa. Una de las vestales se desmaya y da con su cuerpo contra el harmonium, que devuelve un ruido de trueno lejano, presagio tal vez de celestiales represalias. El cura Ponosse suda a mares. El desorden llega a su colmo. Los gritos, cada vez más furiosos, retumban como bombas bajo la bóveda románica y parecen rebotar, golpeándolas, contra las imágenes de los santos.

—¡Castrón!

—¡Cornudo!

Es el horror total, blasfematorio, satánico. Nadie sabe quién ha hecho el primer gesto, de quién ha partido el primer golpe. Pero lo cierto es que Nicolás ha enarbolado su alabarda como un garrote y con todas sus fuerzas la ha descargado contra la cabeza de Toumignon. Pero, por lo visto, la alabarda era más un arma de guardarropía que de combate y se había apolillado a causa de su larga permanencia en un armario de la sacristía. El asta se rompe, y el mejor pedazo, el que lleva la pica, rueda por el suelo. Toumignon se precipita sobre el resto del asta que Nicolás sostiene con las dos manos, lo agarra también con las dos manos, y separado del pertiguero por este trozo le arrea una serie de puntapiés dirigidos pérfidamente al bajo vientre. Alcanzado en sus atributos de funcionario eclesiástico, sus pantorrillas y sus mallas de color de púrpura, Nicolás despliega una avasalladora energía, que hace retroceder a Toumignon, quien, en su retirada estratégica, ocasiona grandes estragos en una hilera de reclinatorios. Considerando inminente la victoria el pertiguero se dispone a abalanzarse sobre su víctima. Entonces alguien enarbola una silla sujetándola por el respaldo y la sostiene un momento en el aire para descargarla como un mazazo sobre una cabeza, indudablemente la cabeza de Nicolás. Pero la silla no llega a su destino. Ha chocado violentamente con algo, con la bella estatua de yeso pintado de san Roque, patrón de Clochemerle, donada por la baronesa Alphonsine de Courtebiche. Alcanzado en el flanco, san Roque vacila, se tambalea en el borde de la peana y se desploma finalmente encima de la pila del agua bendita colocada justamente debajo, con tal mala fortuna que es guillotinado por el cortante saliente de la piedra. La aureolada cabeza rueda por el suelo y va a juntarse con la alabarda de Nicolás, rompiéndose la nariz, lo que priva al santo de la apariencia de un personaje que goza de la bienaventurada eternidad y preserva de la peste. La catástrofe produce una confusión indescriptible. Los espíritus se han quedado tan atónitos que Poipanel, un impío que nunca pone los pies en la iglesia, dice, apesadumbrado, al párroco de Clochemerle.

—¡Señor Ponosse, sí que la ha hecho buena San Roque!

—¿Se ha hecho daño? —pregunta Justine Putet con su voz agria.

—Desde luego, está fastidiado con un golpe así —contesta Poipanel, con la gravedad de un hombre que suele lamentarse de la destrucción inútil de un objeto valioso.

Del consternado grupo de piadosas mujeres se eleva un prolongado gemido de horror. Se persignan aterrorizadas, ante aquellas primicias del Apocalipsis que se desarrollan en la iglesia, donde retumban ahora, sin poder atajarlos, los abominables maleficios del Maldito, encarnado en la pálida y maligna persona de Toumignon, borracho, cornudo y depravado, y que por añadidura acaba de revelarse feroz iconoclasta, capaz de destruirlo todo, de desafiar cielo y tierra. Las creyentes, sobrecogidas de un sagrado terror, esperan el supremo estrépito de los astros chocando unos con otros y abatiéndose sobre Clochemerle convertidos en lluvia de cenizas. Sí, sobre Clochemerle, nueva Gomorra, víctima de los poderes vengadores por el impúdico uso que la rubia Judith hace de sus atractivos, verdadera pocilga donde Toumignon y muchos otros han tenido comercio con los innobles demonios que se agitan como un nido de víboras en las entrañas de la impura. Instantes de terror indescriptible que las piadosas mujeres acogen con débiles balidos como ovejas despavoridas, oprimiendo febrilmente contra sus senos sin prestigio escapularios encogidos por el sudor, y las hijas de María se transforman en vírgenes desfallecientes que se creen atacadas por hordas infernales monstruosamente armadas, y sienten su ardiente y obsceno contacto en las estremecidas carnes de sus cuerpos intactos. Un hálito de fin del mundo, con relentes de muerte y erotismo, invade el templo de Clochemerle. Es el momento en que Justine Putet, con el ánimo forzado incitada por el odio que han despertado en ella los desdenes de los hombres, da la medida de una fuerza largo tiempo acumulada en un cuerpo tristemente inviolable, pero que apetece, no obstante, piras de pasión donde consumir los secretos fervores que su esterilidad conformativa no le ha impedido alimentar. El tono amarillento de su tez, parecido al de un membrillo viejo, su delgadez horriblemente vellosa y agostada —hasta el punto que la piel se le arruga en lugares en que, en otras mujeres, la abundancia la mantiene tensa, suave y reluciente—, esta sarmentosa delgadez la iza ella detrás de un reclinatorio desafiando con la mirada al incapaz Ponosse. En suma, Justine Putet, exaltada combatiente, señala orgullosa la senda del martirio al cura de Clochemerle al mismo tiempo que entona un extático miserere de exorcismo.

Pero ¡ay!, nadie sigue su ejemplo. Las demás mujeres, un coro de blandas y lloronas, buenas para el cuidado de la casa y para el amamantamiento, más o menos linfáticas e ignorantes, inclinadas, por tradición congénita de mujeres sumisas a las disciplinas caseras, esperan boquiabiertas, apáticas, doliéndoles el vientre y con agujetas en las piernas, que los nubarrones se desaten en fuego o que acudan los ángeles exterminadores como escuadrones de guardabosques.

Sin embargo, en el fondo de la iglesia la lucha arrecia con un furor renovado. No es posible saber si el pertiguero se propone vengar a san Roque, martirizado en efigie, o las injurias dirigidas a madame Nicolás y al cura Ponosse. No obstante, lo más probable es que estas misiones se confundan en su cabeza que no distingue de sutilezas y que es más apropiada para sustentáculo de pluma y adornos que para contener ideas. Así, pues, Nicolás, como un toro con los ojos vendados, con una expresión solapada y la tez de un tono verduzco, como un bandido acosado que se dispone a asestar un navajazo, embiste a Toumignon que se ha parapetado detrás de un pilar. Las gruesas y peludas zarpas de Nicolás agarran al hombretón y lo estrujan con una fuerza de gorila. Pero el cuerpo esmirriado de Toumignon contiene unas reservas de furor poco comunes, eficazmente destructoras, que centuplica la energía de sus armas: las uñas, los dientes, los codos y las rodillas. Desesperado ya de poder arrancar un buen puñado de dorados y botones, Toumignon ataca traidoramente con los pies en dirección a las partes vulnerables de Nicolás. Luego, aprovechando un momento de distracción de su adversario, le arranca el lóbulo de la oreja izquierda. Brota la sangre. Entonces los testigos consideran llegado el momento de intervenir.

—¡Vamos, no vais a pegaros ahora! —exclaman estos redomados hipócritas, regocijándose para sus adentros de esta aventura de inestimable valor para las interminables veladas de invierno y las conversaciones de taberna.

Con un gesto conciliador posan las manos en el hombro de los contendientes, pero se ven asimismo en medio de un torbellino de miembros contraídos y de cuerpos dementes, y muchos de estos pacificadores sin convicción, zarandeados de un lado para otro, pierden el equilibrio y van a dar con sus huesos contra unas pilas de sillas que se derrumban en medio de gran estrépito. En medio de ese hacinamiento diabólicamente erizado de clavos y maderas astilladas, Jules Laroudelle ruge como un poseído a consecuencia de un formidable batacazo, y Benoit Ploquin se hace un siete en el pantalón de los domingos con una irrespetuosa invocación dictada por la desesperación.

Tan estruendoso es el barullo que se ha armado que Coiffenave, el sacristán, despierta del estado semiletárgico en que le sume su sordera. Coiffenave suele situarse en una oscura capillita lateral donde, gracias a su indumentaria gris y al color terroso de su tez, puede pasar inadvertido, lo que le permite espiar a la gente y refocilarse secretamente con sus descubrimientos. Nuestro sordo no da crédito a sus oídos, milagrosamente resucitados por aquel ruido a todas luces anormal en un lugar de silencio y de oraciones, porque hay que decir que Coiffenave ha desistido, desde hace mucho tiempo, de hacer partícipes a sus orejas de la estéril agitación de los hombres. Helo aquí, pues, dirigiéndose a la nave central donde permanece estupefacto ante el espectáculo de los fieles vueltos de espaldas al altar y con la atención fija en la puerta. Y se encamina hacia allá arrastrando los pies calzados con unas viejas zapatillas. Sin darse cuenta, Coiffenave se encuentra metido en el fregado, con tan mala fortuna que el claveteado borceguí de Nicolás le aplasta el dedo gordo del pie. El dolor que le causa el terrible pisotón mueve al sacristán a pensar en la inminencia de un peligro insólito que amenaza gravemente los intereses de la religión, gracias a la cual consigue algunas ventajillas. Se da cuenta de que tiene que hacer algo, tomar de por sí alguna decisión. Un solo pensamiento acude a su mente: su campana, su orgullo y su amiga, cuya voz es la única que percibe claramente. Y sin detenerse a reflexionar se agarra a la gruesa cuerda y se suspende de ella con tal ímpetu que el volteo de la vieja campana de la abadía, la medieval «campana de los mirlos», lo eleva a una impresionante altura. Al verlo saltar de tal modo sobre el fondo azul de la puerta abierta, la gente tiene la ilusión de que un bienaventurado, ocioso y burlón, para distraerse en el cielo, tiene suspendido en el extremo de un hilo elástico un gnomo que acciona y patalea con un enorme remiendo en el fondillo de los pantalones que cubren unas posaderas puntiagudas. Coiffenave toca a rebato con tanta energía que hace crujir el maderaje del campanario.

En Clochemerle no se había oído el toque a rebato desde el año 1914. Uno puede imaginarse el efecto producido por tan alarmantes sonidos en una hermosa mañana de fiesta tan soleada que todas las ventanas están abiertas de par en par. Todos los clochemerlinos que no se encuentran en la iglesia se precipitan a la calle. Incluso los más empedernidos bebedores abandonan, sin acabarla, la botella de vino. Tafardel deja sobre la mesa los papelotes en cuya lectura se hallaba ensimismado, reclama con urgencia su sombrero panamá y desciende velozmente de las alturas del Ayuntamiento, al tiempo que limpia los vidrios de sus lentes y repite una y otra vez: Rerum cognoscere causas[15]. Porque, fruto de sus copiosas lecturas, ha adquirido un bagaje de máximas latinas que ha escrito en un cuaderno y que le encumbran por encima de la gente vulgar y primaria.

Una considerable muchedumbre se ha reunido, en un instante, delante de la iglesia para ver salir por la puerta, moliéndose a golpes y seguidos por el grupo de pacificadores, a nuestros combatientes, el pertiguero Nicolás y François Toumignon, jadeantes, con las ropas manchadas de sangre y bastante malparados. Finalmente se consigue separarlos, pero antes uno y otro se dirigen los últimos insultos, nuevos desafíos y profieren el juramento de verse pronto las caras para entablar esta vez una lucha sin cuartel.

Y uno y otro se pavonean ante sus amigos de haber zurrado de lo lindo a su adversario.

Después aparecen, patéticas y silenciosas, mirando púdicamente el suelo, las piadosas mujeres que han adquirido de pronto el realce y el valor de los vasos sagrados por los escandalosos secretos que guardan en su interior. Se esparcen discretamente entre los grupos donde depositan la fecunda semilla de los chismes que otorgarán proporciones legendarias al prodigioso acontecimiento y prepararán toda una serie de inextricables calumnias, riñas y desavenencias. A las desahuciadas se les depara una hermosa ocasión para alcanzar una importancia que las vengará de las vejaciones masculinas, una ocasión pintiparada para humillar, a través de Toumignon, a la avasalladora Judith, cuyas victorias en el campo de la concupiscencia les han hecho sufrir un inmoral y prolongado martirio. Y esta ocasión las piadosas mujeres no la dejarán escapar, aunque de ello se derive la guerra civil. Ciertamente, la guerra civil estallará y nada harán por evitarla esas personas caritativas, cuyo cuerpo constituye, para la salvaguarda de las buenas costumbres, una muralla que ningún clochemerlino ha pensado ni en sueños asaltar. Sin embargo, en los primeros momentos en que todavía difieren las versiones acerca de lo ocurrido, ellas se guardan de censurar a nadie y se limitan a predecir que la ofensa inferida a san Roque llevará sin duda la peste a Clochemerle. O al menos la filoxera, la peste de los viñedos.

Como un capitán que es el último en abandonar el barco que se hunde, con la teja ladeada y el alzacuello en desorden, sale finalmente el cura Ponosse y, pegada a su sotana, Justine Putet, que lleva en brazos la testa mutilada de san Roque, del mismo modo que las intrépidas mujeres que iban en otros tiempos a la plaza de la Greve a recoger del suelo la cabeza de su amante decapitado. Ante el despojo del santo, hinchado por el agua de la pila como el cadáver de un ahogado; grita venganza. Transfigurada, como una Jeanne Hachette rediviva, dispuesta para la sublime misión de una Charlotte Corday, la solterona, por primera vez en su vida, siente en sus éticos flancos jamás acariciados y en su corpiño cerrado sobre amargas soledades, intensos estremecimientos precursores del espasmo total. Así, pues, obligada a marchar al paso del abate Ponosse, Justine se esfuerza en soliviantar su ánimo y orientarle hacia una política de violencia que reanudaría, con la tradición de los tiempos brillantes de la Iglesia, las épocas de conquista.

Pero el cura Ponosse está dotado de esa obstinación de las naturalezas débiles que son capaces de los mayores esfuerzos para defender su tranquilidad. Opone a Justine Putet una viscosa apatía sobre la cual todo se desliza y se escurre hacia el vacío de las veleidades. Andando, Ponosse escucha con una atención que parece indicar un total asentimiento, pero aprovecha una pausa para decir:

—Mi querida señorita, no cabe duda que Dios le tendrá en cuenta su animoso proceder. Sin embargo, hay que remitirse a El para resolver dificultades frente a las cuales nuestro pobre juicio humano es a todas luces insuficiente.

Perspectivas irrisorias para el fervor esforzado de la solterona. Inicia una protesta, pero el cura Ponosse añade:

—No puedo decidir nada antes de ver a la señora baronesa, presidenta de nuestras congregaciones y bienhechora de nuestra bella parroquia de Clochemerle.

Éstas eran las palabras indicadas para ulcerar más aún a Justine Putet. ¡Siempre saliéndole al paso aquella altiva y arrogante Courtebiche, que de joven hizo de las suyas y se hace ahora la virtuosa para obtener una consideración que el vicio ya no puede procurarle! Es hora ya de desenmascarar a esa baronesa cuyo pasado es turbio y borrascoso. Justine Putet está enterada de ciertas cosas que el cura de Clochemerle por lo visto ignora. No tiene por qué guardar ninguna consideración a la castellana y está dispuesta a revelarlo todo.

Al llegar a la casa rectoral, la solterona quiere entrar en ella, pero Ponosse se lo impide.

—Deseo hablarle confidencialmente, señor cura —insiste Justine.

—Dejémoslo para otra ocasión, señorita.

—¿Y si yo le rogara que me oyera en confesión, padre?

—No es este el momento, mi querida señorita. Por otra parte, hace sólo dos días recibí su confesión. Los sacramentos son cosa solemne y trascendental y no debe abusarse de ellos por ligeros escrúpulos de conciencia.

A pesar de todo lo que ha hecho, una vez más se le niega el amor a Justine Putet. Se traga esta cicuta con una mueca espantosa. Luego dice irónicamente:

—¡Tal vez sería preferible que yo fuera una de esas descaradas que sólo van al confesonario para explicar indecencias! A ésas, claro, se las escucha con más interés.

—Guardémonos de juzgar a nuestros semejantes —replica Ponosse con severa unción—. Los lugares a la diestra de Dios son pocos y reservados a las almas caritativas. Le doy a usted una absolución provisional. Vaya usted en paz, mi querida señorita. Necesito cambiar de ropa…

Y el cura de Clochemerle empuja la puerta.