Capítulo 9

Clochemerle celebra su fiesta mayor el día de san Roque, patrón del pueblo. Como san Roque cae el 16 de agosto, el día siguiente a la festividad de la Asunción, cuando es cuestión de esperar que la uva madure, la fiesta dura generalmente algunos días. Los clochemerlinos han mostrado en todo tiempo una gran resistencia a los placeres de la mesa y de la bebida y no es de extrañar, por lo tanto, que si el tiempo acompaña los festejos duren toda la semana.

Podría uno preguntarse los motivos que han inducido a los clochemerlinos a erigir a san Roque como patrón, con preferencia a otros santos con méritos más que probados todos ellos. Cierto que san Roque no parecía particularmente designado para que se le consagrara patrón de los viñadores. Como la elección no ha sido hecha sin motivo, ha sido preciso remontarse a la fuente. El resultado de nuestras investigaciones nos permite exponer los auténticos motivos que determinaron antaño esta elección.

Con anterioridad al siglo XVI, las tierras del término municipal de Clochemerle no eran viñedos, sino extensiones de pasto y campos de cultivo rodeados de bosques y espesuras. En los prados se criaba toda clase de ganado, especialmente el cabrío. También abundaba la especie vacuna. La comarca era pródiga en quesos y chacinería. La mayor parte de los cultivadores era gente plebeya, siervos y aparceros que trabajaban por cuenta de la abadía, donde había trescientos frailes sometidos a las reglas de san Benedicto. El prior dependía del arzobispo-conde de Lyon. Las costumbres eran las de la época, ni mejores ni peores.

Sobrevino la famosa peste de 1431, cuyos fulminantes progresos aterrorizaron ciudades y pueblos. De muchas leguas a la redonda eran en gran número los infortunados que acudían a Clochemerle en busca de refugio. El pueblo contaba a la sazón unos mil trescientos habitantes. A todos los refugiados se les dispensaba una generosa acogida, aunque siempre con el temor de que uno de ellos fuera portador del germen de la horrible enfermedad. En aquella ocasión el cura párroco reunió a todos sus feligreses y les dirigió la palabra. En respuesta, los clochemerlinos formularon el voto de consagrarse a san Roque, el santo que preserva de las epidemias, si Clochemerle se libraba del tremendo azote. La promesa fue concienzudamente redactada en el más puro latín y consignada por escrito el mismo día en un sólido pergamino sellado y lacrado, documento que más tarde llegó a ser patrimonio de la familia Courtebiche, que desde tiempo inmemorial ha gozado de gran influencia en la comarca.

El día siguiente de esa ceremonia, rubricada por una procesión solemne, la peste hizo su aparición en Clochemerle. En el transcurso de pocos meses, hubo novecientas ochenta y seis defunciones —más de mil, según algunos cronistas— entre las cuales se contaba el cura párroco. La población se redujo a seiscientos treinta habitantes, comprendidos los refugiados. Luego desapareció la plaga. Entonces el nuevo cura párroco reunió a los seiscientos treinta supervivientes para debatir si san Roque había obrado o no un milagro. Por su parte, el cura párroco, de reciente promoción, se inclinaba en favor del milagro, secundado en este menester por algunos frailes a quienes la abundancia de defunciones les había granjeado en el pueblo cierta notoriedad. Todos los supervivientes acordaron por unanimidad que, efectivamente, se había producido un milagro, y un milagro grande, puesto que eran aún seiscientos treinta los que podían intervenir en el debate y sólo seiscientos treinta para repartirse las tierras que dieran sustento a mil trescientas personas. Emitióse la opinión de que los muertos habían fallecido en expiación de sus pecados y que su único juez era el cielo, que sabía mostrarse siempre clemente. Todos los supervivientes asintieron con entusiasmo. Todos menos uno.

Era éste un pobre imbécil que se las daba de filósofo y moralista, llamado Renaud la Fourche, una de esas sanguijuelas que ponen siempre obstáculos en el recto camino de la sociedad. Renaud la Fourche se levantó, pues, en plena asamblea dispuesto, sin medir el alcance de su intervención, a perturbar la paz de las almas y a alterar el parecer unánime de los clochemerlinos. Haciendo caso omiso de las pías exhortaciones del cura párroco, habló como un rústico, en los siguientes términos:

—No podemos afirmar que se haya producido un milagro, mientras no resuciten los mil muertos cuyos despojos nos repartimos, y nos den a conocer su opinión.

La propuesta era propia de un redomado bergante. Pero Renaud tenía la facilidad de palabra de un campesino holgazán que olvida adrede inclinarse sobre los surcos y prefiere pasar el tiempo en discusiones bizantinas, con otros vagos como él, en el rincón de una choza oscura. Desarrolló el tema de su protesta en tono jeremíaco[12], en un lenguaje confuso, mezcla de latín bastardo, romano y dialectos célticos.

En aquella época, los clochemerlinos eran gente sencilla y analfabeta y les costaba gran esfuerzo entender alguna cosa de lo que decía Renaud y el cura párroco. Como era verano, sudaban a mares y se les hinchaban las venas de la frente.

Llegó un momento en que Renaud la Fourche, enardecido por su impía dialéctica, se puso a vociferar de tal modo que ahogó la voz del sacerdote. Al oír tan perentorios alaridos, los clochemerlinos comenzaron a sospechar que la razón estaba de parte de Renaud y que san Roque no había hecho absolutamente nada. El cura párroco se dio cuenta del giro que tomaban las cosas. Pero como era hombre sereno, cauto e instruido, dotado de sutileza eclesiástica, propuso, y fue aceptado, que se suspendiera la asamblea con el pretexto de proceder a una consulta de los manuscritos sagrados donde se hallaban inscritas las mejores fórmulas para el buen gobierno de los pueblos. Cuando se reanudó el debate declaró que los textos sagrados prescribían que en caso de discordia, había que duplicar las rentas que los viñadores tenían que entregar a las abadías. Todos los clochemerlinos comprendieron entonces que Renaud la Fourche estaba equivocado y que san Roque había, en efecto, obrado el milagro. El impostor fue inmediatamente declarado hereje. Acto seguido se levantó un pira en la plaza Mayor de Clochemerle y al caer la noche Renaud fue quemado vivo. Así, pues, el día consagrado a la glorificación de san Roque terminó a satisfacción de todo el mundo, habida cuenta, sobre todo, de que en aquella época no estaban ciertamente sobrados de distracciones. Y desde aquel día los chochemerlinos han guardado absoluta fidelidad a san Roque.

Estos sucesos, acaecidos en el año 1431, han sido relatados con una encantadora ingenuidad en un segundo documento de la época. Debemos la traducción a un aventajado estudiante universitario cuyos numerosos diplomas nos dan fe de su vasta inteligencia y de su infalibilidad. No es posible, pues, poner en duda los acontecimientos que impelieron a los clochemerlinos del siglo XV a elegir a san Roque por patrón.

Todo el mundo entiende lo que quiere decir «un hermoso mes de agosto». El mes de agosto de 1923 fue en Clochemerle un extraordinario mes de agosto, algo así como una experiencia paradisíaca intentada en la tierra. Corrientes de aire favorables, bien canalizadas por los valles, dieron como fruto que a partir del 26 de julio el cielo de Clochemerle permaneciera inalterable por espacio de cincuenta y dos días consecutivos, afortunadamente salpicados de lloviznas nocturnas propiamente distribuidas pasada la medianoche para no incomodar a nadie. Tratábase de una obra maestra de urbanismo aplicada al riego que preparaba a los clochemerlinos madrugadores calles y caminos limpios como las avenidas de los parques y una campiña olorosa como si estuviera cuajada de flores. Renunciamos a describir ese esplendor azul magníficamente desplegado sobre el verde esplendor de los ribazos rebosantes de vides.

El alba, sorprendida por aquella luz cegadora, recogía a toda prisa su blonda cabellera de brumas y se apresuraba a escapar dejando en el horizonte una rosada estela de pudor ofendido. Inmediatamente se levantaba el día tan lozano y fresco que hubiérase dicho que nos encontrábamos en los primeros instantes de la creación. Desgañitábanse los pájaros con sus arpegios de virtuosos natos para desesperación de todos los violinistas, y las flores, prodigando sus aromas, entreabrían las corolas como princesas indolentes desabrochándose el corpiño. La naturaleza entera tenía el hálito de la novia que acaba de recibir el primer beso. Ya de pie, Beausoleil, el guardabosque, manifestaba su admiración:

—¡Buen Dios! —decía para sí—. ¿Quién ha podido hacer todo esto? ¡A fe que no era manco ni flojo de mollera!

Ésta era su oración de la mañana, su rústico homenaje al Creador. Descubría la magnificencia del mundo y sin acordarse de lo primero que hacía cada día, se empapaba las perneras de los pantalones. Afortunadamente, aquello se secaría en seguida.

Los clochemerlinos se sentían positivamente embriagados de tantas sonrisas, tantas caricias, estremecimientos, armonías y acuerdos, embriagados de aquella abrumadora e incomprensible belleza, embriagados de bienestar y de tanta dulzura como había en el mundo. Los atardeceres iban sumiéndose en la infinita negrura de la noche con susurros y suspiros que dejaban el ánimo en suspenso aún a los zafios. Y los mediodías era como un estacazo asestado en la nuca. Todos se tumbaban un rato, envueltos en la penumbra de los cuartos embaldosados que olían a fruta y a queso de leche de cabra. Y después de haber preparado un refresco con agua del pozo, echaban una siestecita.

Un tiempo, en suma, en el que era imposible concebir las enfermedades, las catástrofes, los terremotos, el fin del mundo, una mala cosecha. Un tiempo para dormir a pierna suelta, para encontrar todavía nuevos alicientes en la mujer, dejar de zurrar la badana a los chiquillos, olvidarse de contar el dinero y dejarse llevar dócilmente sobre aquella alfombra mágica de inmenso optimismo.

Esto fue, en cierto modo, la perdición de Clochemerle. Mientras la naturaleza hacía sola el trabajo, acumulando alcohol en las uvas, las gentes, ociosas, desataban la lengua, se mezclaban en los asuntos del vecino y en los devaneos amorosos de los demás, y se echaban copiosos tragos al coleto a causa del sofocante calor que le vaciaba a uno el agua del cuerpo, cambiado cincuenta veces al día el sudor que una ligera brisa secaba en las axilas, en los omóplatos, en la divisoria de los senos, en las primeras vertientes de la grupa y bajo las faldas no demasiado remilgonas que dejan a sus anchas sus entrepiernas, bastante dispuestas a retozar.

¡En fin, el más hermoso tiempo del buen Dios que pueda imaginarse! Un tiempo que permite creer que el cielo no es ciertamente una fumistería[13]. Un tiempo como todo el mundo querría encontrar, uno parecido después del gran toque de fanfarria de Josafat.

Pero ¡ay!, los seres de este mundo han sido hechos con un molde estropeado, un poco de través, si así puede decirse, con unas cabezotas sobre los hombros para estrellarlas de desesperación contra las paredes, Cuando lo tienen todo para considerarse felices —sol, buen vino, buenas mujeres, productos para vender y largos días para gozar de todo eso—, hete aquí que lo echan todo a perder con sus idioteces. ¡Es más fuerte que ellos! Esto es, exactamente, lo que hicieron esos sandios de clochemerlinos en vez de gozar de aquella idílica tranquilidad, de vaciar las cubas para hacer sitio al producto de la excelente uva que acababa de madurar, de extasiarse entre aquel auténtico milagro de Cana que, ¡Dios todopoderoso!, se hacía para ellos, sin que tuviesen que mover un solo dedo, un milagro en virtud del cual se les llenarían de dinero los bolsillos.

Por doquier, bajo la bóveda celeste, la paz lo envolvía todo, una paz tórrida y embriagadora, brillantes espejuelos de felicidad, promesas de prosperidad y una alegría latente. En medio de aquella paz inmerecida, de aquel seísmo de paz, no cabía sino dejarse llevar. Pero esto se les antojaba, sin duda, a los hombres demasiado sencillo y, en consecuencia, sentían la comezón de inventar una estupenda tontería.

En el centro mismo de esta paz había el urinario, cuyo genio maléfico iba a desencadenar en breve una guerra civil.

Los dos bandos se manifestaban tremendamente hostiles, y el propio cura Ponosse, de natural pacífico, beligerante a la fuerza, había prometido pasar a la acción y pronunciar en el púlpito, el día de san Roque, palabras condenatorias a los partidarios del urinario.

Pero dejemos esto. Ya tendremos ocasión de insistir sobre el tema. Sigamos ahora, paso a paso, el curso de los acontecimientos.

Al historiador se le plantea un problema. ¿Debe transcribir en sus propios términos las discusiones que han llegado a su conocimiento y cuya provocadora violencia han determinado los hechos que aquí se relatan? ¿O debe suavizar esos términos inspirados por la cólera? Sin embargo, en este último caso el historiador abriga el temor de que los hechos que van a seguir carezcan de explicación plausible. Las palabras arrastran los actos, por lo que si quieren exponerse estos hay que transcribir aquéllas. El lector debe tener en cuenta que nos encontramos en pleno Beaujolais, en la región del buen vino, grato al paladar, pero traidor para la cabeza, un vino que inflama súbitamente la elocuencia y que dicta las interjecciones y los regüeldos. El Beaujolais se encuentra situado en la proximidad de la Bresse, la Bourgogne, el Charollais, el Lyonnais, todas ellas regiones fértiles, alegres, cuya exuberancia natural se refleja en el lenguaje. Y el lenguaje, como todas las cosas, proviene de la tierra. De ahí que el vocabulario de los clochemerlinos, fuerte y salpicado de imágenes, tenga el sabor del terruño.

Con un tiempo semejante fácilmente puede uno imaginarse en qué consistía la fiesta mayor de Clochemerle: una comilona continua a partir de la mañana del 15 de agosto, con abundancia de pollos aderezados ya la víspera, conejos puestos en escabeche dos días antes, liebres cazadas fraudulentamente, tartas amasadas de antemano y cocidas en el horno del panadero, cangrejos de río, caracoles, piernas de carnero, jamones, salchichones, tostadas, en fin, cosas tan suculentas que en las casas, las mujeres tenían que turnarse en la cocina. Y entre los vecinos no se hablaba más que de la comida.

La noche del 15, los estómagos estaban ya hinchados de tanta comida, más de la que podían contener. Sin embargo, los mejores platos habían sido reservados para el día siguiente, pues no son gente, los clochemerlinos, que hagan remilgos ante dos días consecutivos de festín. Al caer la noche, se iluminaron las calles y hubo un desfile de antorchas. Después se organizó un baile en la plaza, donde se había levantado un estrado para los músicos y la «fuente del vino».

Esta fuente del vino es una de las costumbres de Clochemerle. En una serie de toneles colocados en la vía pública, bajo los auspicios del Ayuntamiento, se practica un agujero, se coloca un grifo y, mientras dure la fiesta, todo el mundo puede beber a discreción. Los toneles, envueltos en paja, son rociados frecuentemente con agua para que el vino se conserve fresco. Los encargados de esta misión son todos voluntarios. Junto a los toneles se colocan grandes tableros en los que un jurado especial inscribe el nombre de quienes aspiran a obtener el título de «Primer Biberón», que se concede anualmente al que ha bebido mayor cantidad de vino. El jurado cumple escrupulosamente con su cometido, pues el título es siempre muy codiciado. El más famoso «Primer Biberón» que se ha conocido en Clochemerle fue un tal Pistachet que bebió, en cuatro días, trescientos veintiún vasos de vino. La hazaña se remonta al año 1887, y los técnicos consideran este récord como imbatible. De todos modos, debe tenerse en cuenta que cuando conquistó el título, Pistachet contaba sólo treinta años y se hallaba en su mejor forma. Aunque logró conservar el título por espacio de más de diez años, su decadencia fue rápida. Murió a los cuarenta y cuatro años de una cirrosis aguda, tan aguda que su hígado, que no era más que un absceso, le estalló en el cuerpo. Pero su fama es imperecedera.

En 1923, y desde hacía tres años, era «Primer Biberón» el cartero Blazot. Cuando se acercaba la época en que tenía que defender su reputación, iniciaba sus entrenamientos y alcanzaba los sesenta vasos diarios. El resto del año, su consumo cotidiano no solía pasar de los treinta vasos. También él iba camino de la cirrosis y comenzaba a decaer. François Toumignon soñaba ya en arrebatarle el título.

Se bebió y se bailó buena parte de la noche. Se bebió como se sabe beber en Clochemerle, es decir, mucho. Y se bailó como se baila en el campo francés, es decir, alegremente, estrechando fuertemente, sin preocuparse mucho del continente ni andarse con inútiles distingos, a matronas regordetas y a muchachas robustas que no usan los corsés de las mujeres de la ciudad con nada dentro ni tienen esa delgadez que va contra las leyes de la naturaleza y que tan tristes debe de hacer las noches a los ciudadanos que tienen mujeres a la moda.

Con todo, los mejores placeres de aquella noche de jolgorio se desarrollaban más allá de la zona luminosa de los farolillos. Podían verse muchas sombras que se iban alejando de dos en dos hacia las afueras del pueblo, en dirección a los viñedos. Tampoco estaba desierta la negra profundidad de los setos. Nadie podía afirmar si tantas sombras aparejadas, sumamente discretas, eran marido y mujer, pero nada inducía a creer lo contrario. Es decir, una cosa lo hacía poner en duda y es que entre aquellas sombras no se producían discusiones ni intercambio alguno de palabras agridulces que suelen espetarse mutuamente las personas de distinto sexo que llevan viviendo juntas mucho tiempo. Pero también puede suponerse que tan excepcional comedimento se debía a la excelente temperatura y a los efectos del buen vino, porque sería inmoral atribuir el buen acuerdo a licenciosas y escandalosas libertades. Podían, a lo sumo, producirse confusiones, porque ciertos clochemerlinos, demasiado atentos para con la mujer del vecino, dejaban de ocuparse de la propia, que, claro está, no podía permanecer en la fiesta bostezando como si no tuviera a nadie a quien encomendarse. Afortunadamente, los clochemerlinos cuyas mujeres se hallaban ocupadas, se ocupaban de las del prójimo, con lo que todo se resolvía por parejas, quizá de una manera no del todo correcta, pero que nada dejaba que desear en cuanto a la simetría. Como queda dicho, todo pasaba entre clochemerlinos y nadie se liaba la manta a la cabeza. Además, el estado sanitario del pueblo era excelente, con la única excepción de las recaídas de Girodot, pero el notario no se mezclaba con la muchedumbre y no solía, en tales ocasiones, practicar «caridades secretas».

Dicho sea de paso, no faltaban motivos que excusaban esos pequeños descarríos. Viviendo uno tan cerca del otro, los esposos acababan por conocerse demasiado, y cuanto más se conocen menos queda por descubrir y menos motivos se encuentran para dar satisfacción al ideal que uno anhela. Por lo tanto, esa búsqueda del ideal hay que emprenderla en otra parte. Los hombres suelen hallarlo en la mujer del vecino, en la que encuentran algo de que la suya carece. La imaginación no se da punto de reposo, les bulle la cabeza al pensar en la mujer ajena, se les trastorna el cerebro, se ponen neurasténicos y a veces enferman. Pero si trocaran su mujer por la del vecino, el cambio les produciría a corto plazo la misma insatisfacción y comenzarían de nuevo a fisgar por los alrededores. Del mismo modo, las mujeres se pirran por el hombre de la vecina, porque éste, por envidia y curiosidad, las mira de una manera distinta al suyo que no las mira de ningún modo. No alcanzan a comprender que el marido ha dejado de mirarlas porque conoce todos sus pelos y señales y que el otro, que las encandila con sus ademanes y sus miradas, en cuanto haya metido las narices donde se le antoja, se desinteresará también de ellas. Desgraciadamente, tales inconsecuencias son inherentes a la naturaleza humana. Las cosas se complican cada vez más, y la gente no está nunca contenta.

Así, cada año, la fiesta brinda, pues, la ocasión de materializar las ilusiones que durante meses atiborraron las cabezas. Al salir de sus casas, se mezclaban unos con otros, y convencidos de que el período de libertad sería de corta duración procuraban sacar el mejor provecho del mismo. Estos pequeños extravíos tenían una ventaja: constituían una especie de válvulas de escape para el excedente de rencores que, de lo contrario, hubiera emponzoñado algunos espíritus. Subrayemos, sin embargo, que los descontentos no eran ni con mucho la mayoría. En Clochemerle, la mayoría de los hombres se acomodaban con sus mujeres y la mayor parte de las mujeres con sus hombres. Claro que no llegaban a un estado de mutua adoración, pero en la mayor parte de los matrimonios, hombres y mujeres se soportaban mutuamente con buena voluntad. Esto estaba bien.

Como los años anteriores, la noche del 15 al 16 de agosto transcurrió alegre y bulliciosa hasta las tres de la madrugada, hora en que la gente comenzó a desertar de la plaza y a dirigirse a sus casas. Sólo quedaron los irreductibles, los esforzados «biberones» cuyas libaciones ya copiosas prestaban a sus voces, en la naciente palidez de la aurora, una extraña resonacia. Y aquella cacofonía era tan chocante que los pájaros, indignados, trasladaron sus graciosos orfeones a los pueblos vecinos, dejando sumido a Clochemerle en su rumorosa borrachera.

El 16 de agosto, a las diez de la mañana, se celebró el solemne oficio. Todas las mujeres de Clochemerle hicieron acto de presencia, tanto por la costumbre de cumplir con sus deberes religiosos como por la ocasión de exhibir las sedas y adornos de su indumentaria cuya confección había sido meditada en secreto, con la esperanza de deslumhrar a todo el pueblo el día en que cubrirían los apetecibles cuerpos de las damas. Fue un desfile de vestidos de color de rosa, azul celeste, verde manzana, amarillo limón, castaño claro, de faldas cortas y ceñidas, como entonces era moda, dejando bien al descubierto las sólidas piernas de aquellas animosas amas de casa. Si una de ellas se agachaba para anudar el lazo del zapato o abrochar los pantalones del chiquillo se veía, más arriba de la media, un carnoso, blanco y deslumbrante muslo, para solazarse con ella en familia, espectáculo que tenía gran predicamento entre los clochemerlinos que, apostados en la calle Mayor, no se perdían nada de aquel desfile que brindaba un estado comparativo exacto de los placeres conyugales que correspondían a cada uno.

En la posada Torbayon, donde se estaba como en primera fila, había una gran afluencia de hombres que con la cabeza turbia por el exceso de todo clase de bebidas, movían gran algarada contando chistes subidos de tono y explicando las más absurdas fanfarronadas. Entre ellos brillaba con luz propia François Toumignon. Desde la víspera había bebido cuarenta y tres vasos de vino y sólo le faltaban siete para equipararse a Blazot que, sin esforzarse, había ingerido cincuenta. Toumignon afirmaba que esta vez conquistaría el título de «Primer Biberón», certidumbre que le dictaban sin duda los vapores del vino.

Alrededor de las diez y media, la conversación giró en torno al urinario e inmediatamente se enardecieron los ánimos.

—Parece —deslizó Torbayon— que Ponosse, en su sermón, hablará en contra.

—No dirá absolutamente nada. Estoy tranquilo —afirmó Benoit Ploquin, hombre de un natural escéptico.

—Pues ha dicho que hablaría y todo el mundo lo dice. Esto es todo lo que puedo decir —insistió Torbayon—. No olvidéis que la Putet duerme con un ojo abierto y no me extrañaría que Ponosse…

—Y la Courtebiche, que no se da punto de reposo…

—Y Girodot, que es un beato…

—Por eso os digo que no me extrañaría que se decidiera a abrir el pico…

—Sí, podría ser.

—Hace mucho tiempo que ellos están tramando algo…

—Tanto harán que acabarán por hacer demoler el urinario. Ya veréis cómo pasará lo que os digo.

Al oír estas palabras, terribles pensamientos se atropellaron en la mente oscurecida de François Toumignon. Desde el altercado que había tenido con Justine Putet, todo cuanto concernía al urinario le sacaba de quicio. Se levantó solemnemente, y ante aquella asamblea de ponderados clochemerlinos pronunció unas palabras que entrañaban un grave compromiso:

—¡Me cisco en la Putet, en la Courtebiche, en Girodot y en Ponosse! En primer lugar, el urinario está adosado a la pared de mi casa y no permitiré que lo derriben. Lo prohíbo. ¡Sí, esto es, lo prohibo!

Palabras a todas luces exageradas y que, como tal, las consideraron los hombres que aún conservaban su lucidez de espíritu. Los más sensatos dijeron socarronamente:

—¡No serás tú quién lo impida, pobre François!

—¿Que yo no lo impediré, Arthur? ¿Por qué dices eso sin estar enterado de nada? Pues sí, yo lo impediré.

—No estás en tus cabales, François, para hablar como hablas. Debes hacerte cargo. Si Ponosse expone su opinión en el púlpito, en el transcurso de un oficio solemne, precisamente en un día tan señalado como hoy, no cabe duda de que se llevará a las mujeres de calle y no podrás hacer nada para evitarlo.

Esto, dicho en un tono sentencioso y mesurado, acabó de encolerizar a Toumignon.

—¿Que yo no podré hacer nada? —gritó—. ¿Estás seguro de que no podré hacer nada? Te advierto que no soy manco ni tonto como algunos de por aquí. Y te aseguro que a ese Ponosse puedo cerrarle el pico cuando me dé la gana.

Con un gesto de compasión, los hombres sensatos se encogieron de hombres. Y una voz aconsejó:

—Será mejor que vayas a dormir la mona, François. Porque la has cogido buena.

—¿Quién es el cornudo que dice que estoy borracho? ¿No quiere darse a conocer? ¡Hace bien! Le cerraría el pico lo mismo que a Ponosse…

—¿Dices que le cerrarás el pico a Ponosse? ¿Y dónde, si puede saberse?

—¡Dios, pues en la misma iglesia!

Se produjo un movimiento de expectación y por unos instantes se hizo el silencio alrededor del marido de Judith. Toumignon acababa de decir algo muy fuerte. Sí, muy fuerte. En el ánimo de todos los presentes alentó una esperanza desatinada, pero irresistible… ¿Y si ocurriera algo enormemente disparatado…? De todos modos… Sí, pero quizá por una vez… Claro que nadie creía en aquellas bravuconadas, pero proporcionaban un alimento a ese deseo, latente en el corazón de los hombres, que les hace desear perturbaciones escandalosas a condición de que sean los demás los que sufran las consecuencias. En fin, así estaban planteadas las cosas, inciertas, pendientes sin duda de las palabras que todavía quedaban por pronunciar. Toumignon permanecía de pie, engreído por el efecto producido, por el patético silencio que reinaba a su alrededor, obra exclusivamente suya, enorgullecido del dominio que ejercía sobre los circunstantes. Sentíase dispuesto a todo para conservar aquel efímero prestigio, pero dispuesto también a sentarse otra vez, a permanecer tranquilo y a darse por satisfecho con aquel fácil triunfo, si querían concedérselo. Hubo uno de esos minutos de indecisión en que los destinos se deciden.

Las esperanzas que secretamente se incubaban en el ánimo de algunos se iban desvaneciendo. Desgraciadamente, se encontraba en aquella reunión un hombre todo perfidia, Jules Laroudelle, una de esas personas de tez verdosa, de facciones atormentadas, bilioso y de ceño fruncido, que con expresiones dulzonas y razonadas, aparentando refrenar los ímpetus de los hombres, incitan su vanidad y los empujan a los más disparatados desafueros. Su malévolo hilillo de voz manó de pronto como vinagre sobre el amor propio de Toumignon:

—Todo eso es hablar por hablar, François… Lo que yo digo es que tú no harás nada. Quieres hacerte el maligno, esto es todo. Tal vez sería mejor que cerraras el pico.

—¿Que yo no haré nada?

—¡Pero si da risa oírte! Todo se te va por la lengua. Pero cuando se trata de hablarle a la gente cara a cara, ¡ah, entonces sabes callarte como los demás! ¡Ponosse dirá en la iglesia lo que quiera y no serás tú quién se lo impida!

—¿Crees que le tengo miedo a Ponosse?

—¡Si se le antoja te dará de beber agua bendita, pobre François! Y cuando llegue el momento de meterte en la caja de madera, tú lo mandarás a buscar para que te rece el oremus. Estás disparatando y lo mejor que puedes hacer es ir a acostarte. Sin contar con que a Judith le hará maldita la gracia verte salir de aquí en este estado.

Bien calculado. En un vanidoso, unas palabras apaciguadoras como las que acababa de pronunciar Laroudelle habían de producir un efecto deplorable. François Toumignon asió una botella por el gollete y golpeó la mesa con tal fuerza que derribó todos los vasos.

—¿Qué apuestas a que voy a la iglesia ahora mismo? —rugió.

—¡Pobre François! —replicó el provocador con un tono de fingido desengaño—. Te repito que vayas a acostarte.

Era un nuevo reto al puntilloso honor de un borracho. Toumignon descargó un nuevo golpe en la mesa con la botella y dijo iracundo:

—¿Qué apuestas a que voy a cantárselas claras a Ponosse?

—¿Qué le dirás?

—¡Qué me cisco en él!

Por toda respuesta, Jules Laroudelle guardó un silencio despreciativo, seguido, sin embargo, de una torcida sonrisa y de un guiño, hecho ostensiblemente adrede, por el cual aquel taimado intrigante tomaba a aquellas honradas gentes como testigos de los delirantes excesos de un insensato. Aquella mímica afrentosa tuvo la virtud de desencadenar al máximun a François Toumignon.

—¡Por Dios de Dios del buen Dios! —aulló—. ¿Es que me tomáis por un eunuco? Y ese bicho dice que no me atreveré. Ya veréis si iré o no iré. Ya veréis el miedo que me da ese Ponosse. ¡Sois un hatajo de cagones! ¡Deberíais llevar faldas! ¿Que no iré, decís? Pues voy ahora mismo a la iglesia. Voy a decirle lo que pienso a ese ratón de sacristía. ¿Venís conmigo vosotros?

Fueron todos: Arthur Torbayon, Jules Laroudelle, Benoit Ploquin, Philibert Daubard, Delphin Lagache, Honoré Brodequin, Tonin Machavoine, Reboulade, Poipanel y otros. En total, unos veinte.