Capítulo 8

A las cuatro de la tarde, bajo el tórrido sol de agosto, el tren se detiene en la estación de Clochemerle. Se apea un solo viajero, un militar con uniforme de cazador y que lleva en la bocamanga el distintivo de soldado de primera clase.

—¿Ya estamos de vuelta, Claudius? —le pregunta el mozo que recoge los billetes.

—Sí, otra vez de vuelta, Jean-Marie —responde el militar.

—A tiempo para las fiestas, ¿verdad, tunante?

—Y con este tiempo las fiestas serán espléndidas.

—Sí, creo que serán espléndidas.

Cinco kilómetros de carretera empinada separan la estación del pueblo. Al fin y al cabo, una hora escasa de camino para un militar que lleva una buena marcha, una marcha de cazador, la mejor marcha y la más viva de cualquier soldado del mundo. Claudius Brodequin toma la carretera que cruje amistosamente bajo las fuertes botas, bien claveteadas, que le sientan como un guante.

Siempre es un placer ver otra vez su pueblo, sobre todo cuando le esperan a uno cosas agradables. Claudius Brodequin está contento y orgulloso de su oscuro uniforme ornado con un galón de soldado de primera clase, llamado a ascender a cabo antes de terminar el servicio, y cabo de cazadores, lo mejor que hay como cabo. Buen soldado, buen cazador, bien conceptuado en la compañía, tal es Claudius Brodequin, con su boina, su guerrera y sus pantalones de cazador, que son los mejores pantalones del ejército, los más bonitos pantalones de todos los ejércitos del mundo, los más completos, los mejor cortados y los más holgados en el sitio necesario. Pantalones de paño, pero así y todo… Además, no todo el mundo puede vanagloriarse de poseer unas bandas bien enrolladas, con doble cantidad de tela que los soldados ordinarios, que rodean las bandas sin cruzarlas, lo que da como resultado unos tobillos deformados y carentes de gracia y unas piernas rectas como palos. Todo el aplomo de Claudius Brodequin está en sus bandas. Para caminar bien, para trepar por cualquier sitio, son necesarias, huelga decirlo, unas bandas, como también es sabido que el valor de un infante depende sobre todo de su capacidad en efectuar largas marchas a buen paso. Y así camina Claudius Brodequin, cazador de primera clase, andarín incansable al paso de cazador, el paso más marcial que existe, el más brillante para un desfile.

En el regimiento, Claudius es el cazador Brodequin, matrícula 1103. Ya hemos dicho que es un excelente cazador, pero a pesar de todo está un poco desorientado por haber perdido sus puntos de apoyo. Aquí, al contacto con este pueblo al que acaba de llegar, se siente de nuevo el Claudius de antes, el verdadero muchacho de Clochemerle, aunque un poco más taciturno y reposado, debido sin duda a la vida cuartelera. Con el corazón alegre a la vista de los ribazos y de los ubérrimos viñedos, siente ya la comezón de llegar pronto al pueblo. Se las promete muy felices, sobre todo porque las fiestas saben a bollo caliente, vino fresco, sudores femeninos y cigarros con anillo. Y espera disfrutar con Rose Bivaque, con sus senos turgentes y tibios que tan agradables resultan al tacto, mientras ella se defiende por pura fórmula, sin apenas decir nada, porque pocas cosas tiene por decir, y porque la presión de las manos calientes de Claudius la deja atontada. Hasta el punto de que una vez conquistado el pecho, lo demás no ofrece resistencia alguna. Rose Bivaque es una buena muchacha, llena de dulces exquisiteces, a la que se estrecha entre los brazos con verdadero deleite. Claudius no hace más que pensar en ella. Por esto, sobre todo, ha solicitado un permiso.

En el regimiento, es raro que Claudius Brodequin no vaya a ver, por lo menos una vez por semana, amables mujeres. Esto de tratar mujeres galantes confiere cierto prestigio y un buen cazador ha de estar siempre dispuesto a la ofensiva. En este sentido, Claudius Brodequin no se muestra ciertamente holgazán ni gasta muchos remilgos. Es un cazador imbuido del espíritu de cuerpo y para él cuenta ante todo el prestigio del uniforme. En presencia de mujeres asequibles, los cazadores, por su prestancia, su arrojo y el vigor de sus hazañas, desempeñan siempre un papel dominador. Claudius Brodequin suele enorgullecerse de sus proezas, pero allí, en la carretera, cautivado por el ambiente de su pueblo natal, piensa en aquellas mujeres y dice para su coleto: «Al fin y al cabo, son todas unas prostitutas», observación que le parece evidente a la vista de las suaves ondulaciones del Beaujolais. Allí, en aquella carretera familiar, tantas veces recorrida en bicicleta con los otros muchachos, piensa en las mujeres de Clochemerle, que no son unas desgraciadas, ni unas cualesquiera, ni unas fogosas, ni unas podridas. Sí, las mujeres de Clochemerle son muy distintas: son mujeres formales, tanto para el cocido como para aquello, porque lo uno no impide lo otro. Son mujeres, en fin, con las que uno no atrapará una sucia enfermedad. Y lo que también las distingue es que todas esas encantadoras mujeres son plato prohibido para los forasteros. Las mujeres de Clochemerle son únicamente para los clochemerlinos. Claro que a veces son, a intervalos, de varios clochemerlinos, e insisten en ampliar sus conocimientos, pero todo queda entre los propios clochemerlinos, todo queda en familia por decirlo así. Todas sus actividades se limitan, pues, al trato de unos buenos viñadores.

Claudius Brodequin piensa en Rose Bivaque, esa buena hija de Clochemerle, que será más tarde una buena mujer de Clochemerle. Rose Bivaque es una mujercita tranquila y juiciosa, que criará sanos a los hijos, hará una suculenta sopa de coles o un buen guiso y tendrá la casa limpia, mientras él, Claudius, trabajará en la viña de su padre.

Éste está fuerte todavía, pero cuando llegue a viejo se pasará los días del frío al calor de la lumbre, como esos ancianos arrugados y encorvados como cepas de gamay[11]. ¡Ah, qué brillante porvenir: Rose, la viña, una casita…! Y, además, pronto será cabo. ¡Claudius Brodequin, cabo de cazadores! Después volverá al pueblo con honor y se dedicará a llenar las cubas con los excelentes caldos de Clochemerle, que se cotizan a buen precio en los años pródigos.

Al llegar a un recodo de la carretera, a unos tres kilómetros de la estación, se ve casi encima de uno el pueblo de Clochemerle. Parece que las casas están ya al alcance de la mano, pero se trata de una ilusión óptica, porque hay que tener en cuenta las pronunciadas curvas de la carretera. Al ver su pueblo, Claudius Brodequin piensa que pronto hará su entrada en la calle Mayor, con su elegante uniforme, sus bien cortados pantalones de cazador y el aire taimado del que, a pesar de ser un lugareño, ha vivido en la ciudad. Sabe muy bien que no podrá ver a Rose Bivaque hasta anochecido, a causa de los padres de la muchacha y de las gentes que empiezan a chismorrear en cuanto ven juntos a una muchacha y un mozo. No había, pues, que apresurarse para ver a Rose. Y los padres de él, los viejos Brodequin, viven en una casa aislada que se levanta al otro lado de Clochemerle, a unos doscientos metros del Ayuntamiento. Así que sería una lástima atravesar el pueblo sin detenerse. Claudius Brodequin ha marchado a buen paso, pero el uniforme es de un género tupido y a pesar de haberse desabrochado la chaqueta y quitado la corbata, está bañado en sudor. El sol calcinante le da sed. Sí, como le vendrá de paso, entrará en la posada de Torbayon, a tiempo para beber un vaso. En casa de Torbayon verá a Adèle. Y de pronto, piensa en esta mujer.

Esto le recuerda los años que precedieron a su servicio militar. En su adolescencia, Adèle Torbayon desempeñó, sin saberlo, un importante papel, el papel que puede asignar un muchacho de dieciocho años a una mujer que ha franqueado la treintena y cuyas ventajas naturales, y por demás opulentas, son unos magníficos puntos de mira que no permiten a la imaginación extraviarse por caminos estériles. Aunque Rose esté al alcance de su mano, Claudius Brodequin piensa aún en Adèle por razones de exaltación íntima. No se desprende uno fácilmente de los hábitos contraídos en la primera juventud, y entre todas las que desfilan por su mente es la imagen de Adèle Torbayon la que más se acomoda a ciertas audacias eróticas que, hay que decirlo, no pasaron nunca al terreno de la práctica. Mucho más que un cuerpo, una imagen es de una docilidad maravillosa, y si el tiempo no apremia, uno dispone de ella del modo que le venga en gana. En el pensamiento del cazador, Rose personifica lo seguro y duradero, mientras que la madura opulencia de Adèle Torbayon colma su fantasía y es instrumento para sus trabajos de imaginación. En suma, Adèle Torbayon es la complaciente favorita del pequeño harén imaginario que Claudius Brodequin se ha forjado para su uso personal, a base de las mujeres que ha encontrado en su camino desde que la pubertad le abrió los ojos sobre ciertos aspectos del mundo físico. Así, pues, a medida que a buen paso se acerca a Clochemerle, Claudius Brodequin piensa gozoso en Adèle Torbayon. Y su gozo es perfectamente comprensible.

Entre las mujeres de Clochemerle que, ya en segundo término inmediatamente después de Judith Toumignon, que indiscutiblemente mantiene la palma, ejercen sobre los hombres una marcada influencia, se clasifica, al decir de todo el mundo, Adèle Torbayon. Menos hermosa que Judith o tal vez de carnes menos apetitosas, pero más asequible —no olvidemos el establecimento—, Adèle es una morena apetecible, pero que, en su género, nada tiene que envidiar. Sus senos exuberantes tiemblan un poco, pero este lento movimiento contribuye a que a uno se le desaten los nervios. Cuando Adèle se inclina para poner los vasos sobre la mesa, se le expansiona agradablemente el escote y gracias a esta postura de huésped servicial su carnosa grupa adquiere, bajo las ceñidas bragas de seda, una redondez propicia a los mejores deseos, lo que incita a pedir otra botella. Otra cosa que constituye el gran encanto de Adèle es que permite que le toquen un poco los muslos. De todos modos, sería justo decir que lo permite sin permitirlo. Es decir, que no da importancia a tales desahogos y se hace la distraída hasta el límite en que, dentro de la honestidad, lo permite la buena marcha del negocio. Hay que hacerse cargo. Si una mujer como Adèle, propietaria y sirvienta de una fonda, gozando de crédito en la localidad e incitante a la vista, se comportara como una mojigata y resguardara sus atractivos bajo una urna de cristal, no cabe duda de que perdería toda la clientela. No procede así por vicio sino debido a la competencia desleal por parte del «Café de l’Alouette», situado en la parte alta, cerca del Ayuntamiento. Expliquémonos. Durante la guerra recaló en el pueblo un par de refugiados. Solicitaron permiso, y lo obtuvieron, para abrir un café cerca de la plaza Mayor, lo que dio que decir sobre Barthélemy Piéchut y la mujer, una rubia del Norte, que no parecía de «buen género». Y así ocurrió. En cuanto abrieron el café, se entregó la mujer a los manejos más despreciables, que no han cesado un solo día de practicar. Aquella mujer sin escrúpulos, aquella despreocupada, se deja sobar por los muchachos de una forma asquerosa. Por lo que respecta a aquella buscona, Adèle no pudo por menos que preocuparse del efecto que la generosidad de su contrincante pudiera ejercer sobre los clochemerlinos. Porque aunque sirviera los mejores artículos —queso de leche pura de oveja, auténtico salchichón de cerdo y el mejor vino Clochemerle—, si una competidora se dejaba manosear impunemente, acabaría a la larga por perjudicarla. Los hombres van al café para divertirse de cualquier manera, y por el placer de dar juego a las manos dejarían incluso de comer. Los hombres son todos unos cochinos y no hay por qué extrañarse. Y no debe echarse en saco roto esta querencia, si tiene uno interés en que un comercio conozca días prósperos.

Sin embargo, la virtud obtiene siempre su recompensa. En cuanto al esplendor de las grupas no había comparación posible entre la fonda de Torbayon y el «Café de l’Alouette». Un solo muslo de Adèle valía de sobra los dos de la pringosa Marie del Barrio alto, y los inteligentes lo saben bien y permanecen fieles a los atractivos de Adèle, a pesar de que con ella el manoseo no sobrepasa jamás los límites de la falta de respeto. Cuando alguien quiere ir demasiado lejos y franquear la zona prohibida, Adèle se encorajina y exclama:

—¿Es que se figura usted que la casa Torbayon es una casa de mala nota? ¿Quiere usted que llame a mi marido?

A estas palabras, se ve aparecer a Arthur Torbayon, un hombre alto y fornido que, de buenas a primeras, lanza una mirada de soslayo a su alrededor.

—¿Me has llamado, Adèle?

Para disipar la atmósfera, Adèle, con una presencia de ánimo que todos los circunstantes agradecen, contesta:

—Aquí está Machavoine que quiere trincar contigo.

Sin hacerse rogar y satisfecho de verse absuelto, el delincuente invita a una ronda. Y como todo el mundo se aprovecha, todo el mundo aplaude a Adèle y rinde homenaje a su comportamiento.

Así, a pesar de que la gente se inclina siempre a calumniar, nada malo puede decirse de Adèle Torbayon. Si bien es verdad que no escatima sus encantos personales, se puede colegir que su generosidad es absolutamente altruista, porque es cosa sabida que a los clochemerlinos les gusta comprobar las rollizas curvas de sus nalgas, experimentar en la mano el ingrávido peso de aquellas dos masas amigables y elásticas, equitativamente distribuidas a una parte y a otra del término de la columna vertebral y cuya encantadora simetría no debe nada, ciertamente, a ninguna clase de subterfugios. Todo el mundo puede darse cuenta de ello a condición de ser cliente asiduo de la fonda y mantenerse dentro de los límites de lo que está permitido. Este acuerdo tácito, esta decencia establecida por las dos partes, crean en la sala de la fonda un ambiente familiar. Los contertulios habituales aprecian —no sin una punta de envidia— a Arthur Torbayon, propietario legítimo de una mujer en posesión de un par de muslos dotados de la firmeza más apetecible. En cierto sentido, a Torbayon le halaga que todo Clochemerle pueda estar en condiciones de garantizar la solidez de las carnes de su mujer. Por supuesto, las mujeres de Clochemerle no han sido puestas al corriente de las cualidades posteriores de Adèle. Pero Claudius Brodequin sí ha podido apreciarlas. Era uno de los clientes asiduos y un adepto fervoroso, aunque discreto en demasía y un poco tímido. Claro está que entonces era joven, aunque bastantes ocasiones ha tenido después para condenar aquella timidez. Cuando era un mozalbete inexperto aprendía a disparar ejercitándose en aquella grupa de veinticuatro quilates, y Adèle le permitía maternalmente que se desentumeciera las manos. Adèle se ha mostrado siempre más indulgente con los jóvenes que con los hombres maduros. La juventud es un producto fresco y sin peligro. Claro que los jóvenes son jactanciosos y hablan por los codos, pero al fin y al cabo todo acaba en humo de pajas y por nada les entra el sonrojo. Además, la juventud no repara en gastos y bebe sin tino. De ahí que aunque el vino esté un poco agrio, Adèle lo sirve con su mejor sonrisa, como si se tratara de un mosto de calidad.

A medida que se acorta la distancia que lo separa del pueblo, los recuerdos de Adèle Torbayon pueblan la mente de Claudius. Hay que convenir que la codiciada posadera ocupa el primer lugar entre los esparcimientos que le brinda Clochemerle.

Dos kilómetros es cosa de poca monta para un militar que camina a buen paso y cuyos pensamientos son todos risueños. Claudius Brodequin alcanza las primeras casas de Clochemerle. Las casas parecen desiertas, se ve poca gente por la calle y, sin embargo… por todas partes surgen los saludos:

—¡Bien venido, Claudius!

—¡Estás hecho un buen mozo, Claudius Brodequin! Las muchachas te esperan para bailar.

Clochemerle le dispensa una cordial acogida. Claudius Brodequin corresponde a los saludos sin detenerse. Tiempo habrá para verlos a todos, uno por uno. Por el momento, no interrumpe su caminata. Nada ha cambiado en su pueblo.

Claudius Brodequin se para frente a la posada de Torbayon. Hay que subir tres peldaños, ya gastados por el uso. Señal de que las cosas marchan bien y de que los bebedores han hecho lo suyo. Como el sol da en la fachada, los postigos están cerrados. Claudius, con los ojos entornados, se detiene en el umbral de la sala desierta, fresca y sumida en la penumbra, donde zumban invisibles enjambres de moscas. Grita:

—¡Eh, la casa!

Luego permanece inmóvil en el marco de la puerta, silueteada su figura por la luz exterior, mientras trata de acostumbrarse a la oscuridad. De pronto, oye rumor de pasos, una forma surge de la sombra y avanza hacia él. Es Adèle en persona, tan apetitosa como siempre. Le dirige una ojeada de pies a cabeza y lo reconoce. Es ella la primera en hablar.

—¿Eres tú, Claudius?

—Sí, soy yo.

—Ya estás aquí, Claudius.

—Sí, estoy aquí.

—Quiero decir que eres tú en persona.

—Sí, claro, soy yo en persona, como tú eres tú, Adèle.

—Y ya estás de nuevo aquí.

—Sí, ya estoy de nuevo aquí.

—¿Estás contento, al menos?

—Nada me impide estarlo, que yo sepa.

—¡Sí, claro!

—Sí, claro.

—Entonces, se puede decir que estás contento.

—Sí, se puede decir.

—Es buena cosa estar contento, ¿verdad?

—Sí, es buena cosa.

—Y como acabas de llegar, supongo que tendrás sed.

—Sí, Adèle. Creo que tengo sed.

—Así querrás beber algo.

—Sí, Adèle, quisiera beber algo, si no es molestia.

—Voy a servirte. ¿Sigues bebiendo lo mismo?

—Lo mismo, Adèle.

Mientras ella va a buscar una botella, el muchacho se sienta a una mesa del fondo de la sala, la misma donde solía antes instalarse. Cuando era más joven, allí soñó, dejando vagar su imaginación sobre un mar de singulares deleites, cuyas sugestivas olas las constituían los rítmicos contoneos del cuerpo de Adèle. Claudius Brodequin, sentado en su sitio habitual, se quita la boina, saca el pañuelo, se seca el rostro, el cuello y la parte superior del pecho, y luego, con los codos sobre la mesa, cruza los brazos y se siente a sus anchas en el corazón de su pueblo. Acude Adèle y le sirve vino. Mientras Claudius bebe, Adèle le contempla, y su pecho seductor parece agitarse por la emoción. Pero no, es sólo el efecto de la empinada escalera de la bodega. Esta vez es Claudius Brodequin quien, después de limpiarse la boca con el revés de la manga, habla el primero.

—Dime, Adèle, ¿por qué me preguntaste si estaba contento?

—Por nada. Simplemente por decir algo…

—¿Es que alguien ha dicho algo de mí?

—Ya sabes que siempre hay chismosos. No te preocupes.

—¿Qué dicen, Adèle?

—¡Oh, hablan de Rose!

—¿Qué Rose?

—Supongo que Rose Bivaque. ¿Te sorprende?

—No sé nada, y nada puedo decir.

—Pues que si se le hincha el vientre… en fin, como si hubiera cometido una falta.

¡Vaya lío! El vientre de la Rose, que ha hecho de las suyas estando él ausente… y todo Clochemerle enterado del caso. Seguro que los viejos Bivaque no están contentos… Razón que les sobra para abofetear a un muchacho, aunque sea cazador de primera clase. En todo caso, hay que reflexionar. Claudius Brodequin se sirve más vino, bebe y se limpia lentamente la boca.

Luego dice:

—¿Qué hay, Adèle?

—Pues, ya te lo he contado. Tú no tienes nada que ver con esto, ¿verdad?

—¿A qué te refieres, Adèle?

—¡Hombre, al vientre de Rose!

—¿Qué dice la gente?

—Pues dice sin decir, como puedes suponer. Muchos no pueden contener la lengua.

—¿Quiénes?

—Los de siempre, los que hablan sin saber nada. Ahora bien, a ti te toca decir si tienes algo que ver con lo que le ha ocurrido a Rose. Y debes de estar mejor enterado que los demás, que, claro, no se hallaban presentes cuando… en fin… ¿Es que no estás al corriente?

—No, Adèle, no estaba enterado de nada.

—Entonces, es mejor que te lo haya dicho. Ya sabes, pues, cómo portarte con los padres y con los que no hacen más que chismorrear… Claro que algunas veces son meras habladurías, que siempre hay gente dispuesta a ello, porque no saben cerrar el pico…

—¿Dices que algunas veces son meras habladurías, Adèle?

—En fin, ya estás prevenido y tú sabrás lo que haces con los que hablan sin saber nada y que se hacen los distraídos. Claro que a veces son sólo habladurías…

—Sí, a veces.

—También podría darse el caso que tú tuvieras algo que ver…

—¿Podría darse el caso, Adèle?

—Es una suposición. Porque, claro, yo no puedo adivinar quien haya podido ser…

—Claro, Adèle. Tú no puedes adivinar…

—En fin, tú sabrás lo que tienes que hacer.

—Sí, Adèle.

—Sea quien fuere el que haya ido con Rose y le haya hecho un crío, tú mismo, pongamos por caso, creo que sería mejor que se casara con ella. ¿No te parece, Claudius?

—Sí, esto es lo que creo con respecto a quien lo haya hecho.

—En cierto modo, Rose Bivaque es una muchacha bien parecida y un buen partido.

Claro que lo que le ha ocurrido… De todos modos, no es tanto como para avergonzarse. ¿No opinas así, Claudius?

—Sí, no es tanto como para avergonzarse.

—Creo que quien se casara con ella aceptando al pequeño, a condición de haberlo hecho, naturalmente, no haría ningún mal negocio.

—No, Adèle, no haría ningún mal negocio.

—Tú eres un buen muchacho, Claudius.

—Y tú eres una buena mujer, Adèle.

—Te lo digo con respecto a Rose.

—Y yo te contesto con respecto a Rose.

—En fin, ya has llegado.

—Sí, ya he llegado.

—Has hecho muy bien. Me refiero a Rose, claro.

—Has dicho que a veces…

—Lo he dicho refiriéndome a que Rose va a tener un crío y, claro, para una muchacha es una desgracia no poder explicar cómo ha venido. Pero ya estás aquí…

Mientras hablaba, Claudius Brodequin ha depositado dos francos y veinticinco céntimos al lado de la botella. Coge la boina, el macuto y se levanta.

—Hasta la vista, Adèle —dice.

—Hasta pronto, Claudius. ¿Vendrás por aquí, ahora que has vuelto?

—¡No faltaba más, Adèle!

«¡Ah, Dios mío! ¡Santo Dios!», piensa Claudius Brodequin en la calle Mayor de Clochemerle, tan absorto en sus pensamientos que ni siquiera ve a las personas que pasan por su lado. «¡Santo Dios! Con que Rose está encinta. ¡Ah, Santo Dios!». No piensa en otra cosa. Con absoluto olvido de su apostura militar, de su orgullo de soldado de primera clase, anda como un aldeano provisto de unas ridículas bandas de soldado raso, en vez de lucir las más bonitas bandas de todos los ejércitos del mundo, unas bandas que se enrolló esmeradamente en el vagón, dos estaciones antes de llegar a Clochemerle. «¡Ah, Santo Dios!». Incluso se olvida de hacer alto en el estanco para comprar un paquete de cigarrillos y saludar a madame Fouache, que no cesa de halagar a los fumadores novatos diciéndoles que quien no fuma no es un hombre hecho y derecho. Encontrarse con una muchacha encinta resulta una sorpresa inesperada y una perspectiva de grandes quebraderos de cabeza, porque los viejos Bivaque y los viejos Brodequin andan a la greña con motivo de un antiguo asunto de delimitación de terrenos. Tan desconcertado está Claudius Brodequin que ni siquiera corresponde a los saludos. Hasta que Fadet, el comerciante de bicicletas, con el que iba a cruzarse sin verlo, le da un golpe en la espalda y le dice:

—¡Vaya magnífico tirador que estás hecho, Claudius!

—¡Dios santo! ¿Eres tú, Eugene? —exclama Claudius Brodequin.

No se le ocurre otra cosa que decir y sigue su camino en dirección a la plaza Mayor. Allí permanece un buen rato, a la sombra de los castaños. Sus «¡Ah, santo Dios!», le martillean el cerebro y le enturbian la visión de las cosas. De pronto, una idea ilumina su mente: «Lo mejor que puedo hacer es decírselo a mi madre». Y reemprende el camino en dirección a su casa.

—¿Ya estás aquí, hijo mío?

—Sí, madre, aquí estoy.

—Tienes muy buen aspecto, Claudius. Hasta pareces más fuerte.

—Tal vez sí. Hago mucha gimnasia.

Adrienne Brodequin está atareada en la cocina preparando la sopa. Descabeza los puerros y monda las patatas. Después de haber abrazado a su hijo vuelve a su trabajo sin dejar de hablar.

—¿Has llegado ahora?

—Sí, vengo de la estación.

—Pues llegas a tiempo. Queríamos escribirte. Ha sido una suerte no haberlo hecho porque… ya estás aquí. Por eso te he dicho que has llegado a tiempo.

—Y ¿sobre qué queríais escribirme?

—Tonterías… Historias que cuentan en el pueblo… ¿Has hablado con alguien antes de llegar a casa?

—Sí, pero nada importante…

Claudius Brodequin se da cuenta de que ha llegado el momento de hablar y juzga preferible hacerlo antes de que se reúna toda la familia, lo que no tardará en ocurrir. Pero no sabe cómo empezar y reflexiona. Se oye el tictac del reloj de caja cuyo cristal reluce bajo los rayos del sol que se filtran por la ventana. Transcurre el tiempo al impulso del engranaje que chirría. Enfurecidas avispas zumban alrededor de un cesto de ciruelas colocado en un anaquel. Puesto que la madre está enterada de todo, a ella le toca empezar… Adrienne y su hijo están sentados uno a espaldas del otro —es más cómodo cuando hay que hablar de cosas graves—, ella atareada en preparar las legumbres y él pensando en Rose y esforzándose en dar con el modo de abordar el tema. De pronto, la madre, sin volverse, con voz lenta, sin el menor asomo de enfado, pregunta:

—¿Has sido tú, Claudius?

—¿A qué te refieres?

—¿Has sido tú quién ha preñado a Rose?

—No es seguro…

—En fin, ¿no has ido con ella?

—Sí, he ido con ella esta primavera…

—Por lo tanto, es posible que hayas sido tú…

—Sí, es posible.

En este momento, se vuelve para oír solo el reloj, que sigue fabricando segundos con el mismo ritmo, tanto si se trata de días buenos como de días malos. Con un manotazo, la madre ahuyenta a las avispas que se muestran demasiado audaces. «¡Es una plaga, este año, estos asquerosos bichos!». Después pregunta:

—¿Piensas casarte con Rose?

Claudius Brodequin prefiere preguntar a que le pregunten. En esto se parece a su padre, Honoré Brodequin, un hombre que prepara sus palabras como si se tratara de bocados exquisitos.

—¿Qué es lo que usted piensa? —responde Claudius.

Adrienne Brodequin tiene ya su opinión formada de antemano. Y lo demuestra su prontitud en contestar:

—Si a ti te parece bien, no veo ningún inconveniente. Rose podría vivir con nosotros y ayudarme. Trabajo no falta y me voy haciendo vieja…

—¿Y qué dice padre?

—No le disgustaría que te casaras si el viejo Bivaque da en dote a Rose la viña de Bonne-Pente.

—Y los Bivaque, ¿qué dicen?

—El cura Ponosse ha venido a vernos estos días. Me imagino que está de acuerdo con los Bivaque. Ha dicho a tu padre que tú y Rose deberíais seguir los mandamientos de Dios. Pero a Honoré no le ha bastado y ha dicho a Ponosse: «Primero lleguemos a un acuerdo ante el notario. Ya nos arreglaremos después con Dios. No creo que Bivaque se ponga a malas con Dios por un trozo de viña». Así que en lo concerniente al matrimonio, deja hacer a tu padre. Siempre ha tenido la cabeza despejada.

—Haré lo que ustedes quieran, madre.

Al llegar a este punto, Adrienne Brodequin se vuelve hacia su hijo, fija sus ojos en él y le dice:

—En cierto modo, no has sido torpe. Tu padre no está descontento. Ahora que Rose está cogida, el viejo Bivaque no tendrá otro remedio que soltar la viña. Rose es bien parecida y los Bivaque no son unos pobretones. ¡No, no has sido torpe, Claudius!

Es verdad que el padre no está disgustado. Al franquear el umbral de la puerta, mira a Claudius y le dice entono severo:

—Así, pues, sabes hacer barbaridades, ¿eh?

Sin embargo, rebosa tanta satisfacción que por un instante su rostro curtido se ve limpio de arrugas. Piensa en la ubérrima viña de Bonne-Pente, que pronto dejará de pertenecer a los Bivaque para ser propiedad de los Brodequin, y llega a la conclusión de que con sólo un instante de placer se consigue lo que no proporciona toda una vida de trabajo. Y después de esto, que vaya uno a creer en las monsergas de los curas. Los curas, por supuesto, hablan siempre del cielo para que no se altere el orden terrenal. ¡Bah! ¿Es que sólo hay viñas en el cielo? Entretanto, si se presenta la ocasión, arramblemos con las del viejo Bivaque. Por otra parte, ¿de quién es la culpa? ¿De Rose o de Claudius? Pero no, no hay que plantear las cosas de este modo. Los muchachos no tienen otra misión que la de seducir a las muchachas, y el deber de éstas es guardarse. Sin embargo, Honoré, hombre prudente y avisado, que no desdeña ninguna precaución, cree preferible que el cielo esté de su parte y que el cura defienda los intereses de los Brodequin. Y la esperanza de acrecentar en fecha próxima el patrimonio familiar le hace sentirse pródigo.

—¡Cómo me llamo Honoré, el día de la boda voy a hacer un regalo a Ponosse! Le daré doscientos francos para la iglesia.

—¡Doscientos francos! —exclama Adrienne, sobrecogida.

Le sobra razón para mostrarse atónita. Porque es Adrienne la que guarda los ahorros en el armario ropero, de donde no salen si no para ser depositados en sitios más seguros.

—¡Bueno, pongamos cincuenta! —dice Honoré, que ha recobrado su sensatez.

Decididamente, todo se ha arreglado por las buenas. Al anochecer, un apuesto militar, bien ceñidas las bandas, desciende de la parte alta del pueblo al paso vivo de los cazadores en día de desfile. Es Claudius Brodequin, el vencedor, más bizarro que nunca. Todo el mundo puede mirarlo, envidiarlo, admirarlo: es Claudius Brodequin que ha hecho suya a Rose Bivaque, una muchacha joven y de muy buen ver. ¡Y ha sido el primero! Y esta empresa, llevada a cabo con tan felices resultados, no solamente le ha proporcionado goces inefables, sin contar los que le reserve el futuro, sino que podrá sumar a su patrimonio una hermosa viña en Bonne-Pente, que produce el mejor vino de Clochemerle. El porvenir se le presenta risueño. Mientras Rose espera el alumbramiento de su hijo, él acabará su tiempo de servicio y llegará a cabo. ¡A cabo de cazadores, señores! Al volver del regimiento habrá nacido ya su hijo, verá aumentado el patrimonio de los Brodequin con una buena viña y encontrará a Rose nuevamente dispuesta a hacerle la vida agradable. ¡Un golpe maestro, no cabe duda! ¡Demonio de Claudius! Va alegremente al encuentro de Rose que debe de estar esperándole. Ríe para sus adentros y no puede contener una exclamación en voz alta:

—¡Ah, Dios! ¡Santo Dios!