Desde hacía dos semanas, el alcalde de Clochemerle esperaba la visita de Justine Putet. En consecuencia, había tenido tiempo suficiente de prepararse a ser sorprendido.
—¡Bienvenida, señorita Putet! De seguro que viene usted a hablar de alguna obra de caridad. Voy a avisar a mi mujer.
—Es a usted a quien quiero hablar, señor alcalde —repuso la solterona con voz firme.
—¿A mí? ¿De verdad? En este caso, pase usted.
La siguió hasta su despacho y la invitó a sentarse.
—Le supongo a usted enterado de lo que ocurre, señor alcalde —dijo Justine Putet.
—¿A propósito de qué?
—En el callejón de los Frailes.
—En absoluto, señorita Putet. ¿Ocurre algo extraordinario? Primera noticia…
Y antes de sentarse, propuso:
—¿Tomará usted algo? ¿Un vasito? Son raras las ocasiones en que pueda permitirme… ¡Vamos, una bebida dulce! Mi mujer prepara un «cassis[9]» que se chupará usted los dedos.
Volvió con la botella y llenó dos vasos.
—¡A su salud, señorita Putet! ¿Qué le parece este «cassis»? —Muy fino, señor alcalde, muy fino.
—¿Verdad que sí? Está hecho a base de aguardiente viejo. Hoy no lo hay mejor. ¿Qué decía usted del callejón de los Frailes?
—¿No está usted enterado de nada, señor alcalde?
Barthélemy levantó los brazos.
—Yo no puedo ocuparme de todo, mi querida señorita. La alcaldía, los papelotes, gente que acude en demanda de consejo… Los clochemerlinos no están nunca de acuerdo. Y los viñedos, y el tiempo, y las reuniones y los viajes… Le aseguro que no puedo atender a todo. Estoy enterado de menos cosas que el último de los clochemerlinos, que sólo se ocupa de sus propios asuntos… Dígamelo usted todo. Será lo más sencillo.
Pudibunda, agitándose nerviosamente en la silla y sin levantar la vista, la solterona contestó:
—Es difícil de explicar…
—En fin, ¿de qué se trata?
—Del urinario, señor alcalde.
—¿Del urinario? ¿Y qué pasa con el urinario? —preguntó Piéchut que comenzaba a divertirse.
Justine Putet hizo acopio de energía.
—Algunos hombres, señor alcalde, lo hacen al lado.
—¡Ah! ¿Sí? —dijo Piéchut—. Claro que sería mejor que lo hicieran de otro modo. Pero voy a decirle una cosa. Cuando no existía el urinario, los hombres lo hacían todos fuera. Ahora, la mayoría lo hacen dentro. Es un progreso.
Sin embargo, Justine Putet no levantaba los ojos y parecía sentada sobre un potro de tormento. Después de una pausa se decidió:
—No es eso lo más grave. Algunos hombres no reparan en enseñar…
—¿Dice usted enseñar, señorita Putet?
—Sí, enseñar, señor alcalde —repuso, aliviada, la solterona, con el convencimiento de haber sido comprendida.
Pero Piéchut parecía regocijarse en revolverla sobre las parrillas de su pudor. Echóse el sombrero hacia delante, se rascó el cogote y dijo:
—No acabo de comprenderla, señorita Putet… ¿Qué es lo que enseñan?
Justine Putet tuvo que apurar hasta las heces el cáliz de la vergüenza.
—¡Pues todo eso! —dijo en voz baja, con visible repugnancia.
El alcalde estalló en una risotada, una de esas risotadas sin malicia que subrayaba la revelación de algo verdaderamente desatinado.
—¡Vaya historia chusca que me cuenta usted! —dijo a manera de excusa.
Inmediatamente adoptó un serio continente y preguntó, imperturbable:
—¿Y después?
—¿Después? —murmuró la solterona—. ¡Esto es todo!
—¡Ah, eso es todo! Perfectamente… Y entonces, ¿qué? —insistió fríamente Piéchut.
—¿Cómo qué? He venido a formular una denuncia, señor alcalde. Es escandaloso. Se cometen en Clochemerle atentados contra el pudor.
—¡Un momento, señorita! ¿Quiere usted que hablemos con calma? —dijo formalmente el alcalde—. No pretenderá usted que todos los hombres de Clochemerle se comportan de una manera indecorosa, ¿verdad? No se trata más que de ademanes involuntarios, accidentales…
—No lo crea usted. Lo hacen expresamente.
—¿Está usted segura? ¿Quiénes son? ¿Viejos o jóvenes?
—Jóvenes, señor alcalde. Es la pandilla de Fadet, los bribones de «L’Alouette». Los conozco bien. Deberían estar en la cárcel.
—¡No se desmande usted, señorita! Para detener a alguien ha de haber un delito del cual tengamos pruebas. No me niego a hacer sentir el peso de mi autoridad, pero es necesario que me suministre usted las pruebas. ¿Tiene usted testigos?
—Los testigos no faltan, pero la gente parece mostrarse demasiado complaciente con todo…
Dando por descontado que sus palabras serían repetidas, Piéchut aprovechó la ocasión para vengarse.
—¿Qué quiere usted, señorita…? El cura Ponosse es el primero en decir que soy «un hombre de todas prendas» que concede todo cuanto se le pide. Dígale de mi parte que lamento mucho…
—¿Así, pues, van a continuar esas indecencias? —concluyó agresiva, Justine Putet.
—Escuche, señorita —aconsejó Piéchut para zanjar la cuestión—. Cuando salga de aquí pase por la gendarmería. Hable del asunto a Cudoine. Quizás él pueda ordenar que se ejerza una vigilancia…
—Lo que tendría que hacerse —dijo la solterona en tono violento— es cambiar de sitio el urinario. Es un escándalo haberlo situado en ese lugar.
Piéchut hizo un guiño y endureció sus facciones. Estos gestos iban siempre acompañados de un acento dulzón al hablar, un acento de una dulzura inflexible.
—¿Cambiar de sitio el urinario? No es una cosa imposible. Yo mismo le diré lo que tiene usted que hacer. Recoja firmas en este sentido. Si consigue usted la aceptación de la mayoría de los clochemerlinos, esté usted segura de que el municipio aceptará la decisión. ¿Quiere usted un poco más de «cassis», señorita Putet?
A pesar de las promesas de Cudoine, nada cambió. De vez en cuando se veía aparecer un gendarme en el callejón de los Frailes, pero el personal de la gendarmería era demasiado escaso para que la vigilancia durase mucho tiempo. El gendarme, después de haber hecho uso del urinario, seducido en parte por el fresco rumor del agua al caer, se iba buenamente de paseo. Las consignas de Cudoine no habían sido muy severas, porque así se lo había aconsejado su mujer, que detestaba a Justine Putet, cuyas ínfulas de exagerada virtud la molestaban. La señora Cudoine no podía tolerar que un simple particular rivalizara en virtud y en celo cívico con la mujer del brigada de la gendarmería, especie de comadante militar del puesto de Clochemerle. En resumen, que nada cambió y la pandilla de Fadet continuó tranquilamente persiguiendo a la solterona con la tácita aprobación de la mayoría de los clochemerlinos.
Sin embargo, se acercaba para Justine Putet la hora del triunfo. El 2 de agosto de 1923, un rumor se esparció por Clochemerle como un reguero de pólvora. Una hija de María, Rose Bivaque, que cumpliría dieciocho años el siguiente diciembre, se hallaba encinta. Era una muchacha agraciada, de piernas cortas, cuyo pecho había prosperado precozmente y que ocultaba debajo de sus vestidos algo que le permitía competir ventajosamente con mujeres bien formadas, con mujeres de veinticinco años. Rosa Bivaque era una muchacha fresca y lozana, de natural tranquilo, con unos ojos grandes e inocentes, y una sonrisa agradable y un poco bobalicona —propia para inspirar confianza— en sus labios tentadores. La pequeña Rose Bivaque no tenía nada de descarada. Al contrario, era más bien reservada, poco habladora, discreta, toda docilidad y sumisión, sumamente cortés con las ancianas que ya chocheaban y a las que escuchaba atentamente, así como a las solteronas con sus máximas archisabidas a flor de labio. Se confesaba con regularidad, su comportamiento en la iglesia era irreprochable, cantaba con voz clara cerca del armonio, iba vestida toda de blanco el día de la festividad del Corpus, como si hiciera la primera comunión, y en su casa era muy aplicada en las labores de costura, en la cocina, en el planchado de la ropa… En fin, la muchacha era una verdadera joya y además bonita, por lo que su familia sentíase con justo motivo orgullosa. Rose Bivaque era la última que los clochemerlinos hubieran juzgado capaz de cometer alguna inconveniencia. ¡Y era ella precisamente, la pequeña Bivaque, muchacha ejemplar, la que había pecado!
—¡Después de este golpe…! —murmuraban, aterradas, las madres cuyas hijas iban para los quince años.
En el estanco, donde acudían diligentemente las comadres cuando ocurría algún acontecimiento importante, madame Fouache, con un tono de tristeza altamente moral, comparaba las costumbres de dos épocas y el paralelo resultaba totalmente ventajoso para los tiempos pasados:
—Antes —decía— ni siquiera podían imaginarse cosas como éstas. Sin embargo, yo me eduqué en la ciudad donde, como es sabido, las ocasiones son más numerosas y más tentadoras. ¡Y había que verme cuando tenía veinte años! Hoy puedo decirlo… Les aseguro que todos los hombres volvían la cabeza cuando yo pasaba… Pero nunca, señoras, ni que decir tiene, permití que nadie se me acercara, ni siquiera que me tocara con la punta del dedo. Como decía mi pobre Adrien, que por el puesto que ocupaba tenía buen gusto y sabía juzgar las cosas: «Cuando te conocí, Eugénie, no se te podía mirar a la cara. Deslumbrabas como el sol, Eugénie». Apuesto y de habla seductora, cuando estaba delante de mí, al fin y al cabo una pobre muchacha, yo temblaba como una hoja en el árbol. Como me decía más tarde: «En cuanto a la honestidad, yo estaba convencido de que no era necesario hacer indagaciones. ¡Eres, Eugénie, ejemplo de mujeres virtuosas!». Debo decirles, señoras, que recibí la educación que se daba entonces en la buena sociedad…
—Y además, madame Fouache, encontró usted un hombre de los que ahora no se estilan.
—Usted lo ha dicho, madame Michat. Adrien no era un cualquiera, era un hombre de modales exquisitos. De todos modos, madame, hay que decir que los hombres son lo que las mujeres quieren que sean.
—¡Qué gran verdad, madame Fouache!
—Lo que sí puedo asegurarle es que a mí nadie me ha faltado al respeto.
—Ni a mí, madame Lagousse, puede usted creerlo.
—Las que permiten que se les falte al respeto, se lo han buscado.
—¡Claro!
—¡Acaba de decir usted una gran verdad, madame Poipanel!
—Son unas cualquieras.
—¡Unas viciosas!
—O unas curiosas. Y, sin embargo, Dios sabe que en realidad…
—Sí, en realidad…
—Se cuentan muchas cosas sobre esto. Pero cuando se ven de cerca…
—Se siente una decepcionada.
—¡Es una filfa!
—Yo no sé cómo son ustedes, señoras. Pero eso a mí no me ha dicho nunca nada.
—Ni a mí tampoco, madame Michat. Si no tuviera una que mostrarse complaciente…
—Y por otra parte, el deber cristiano…
—Y el tener que retener a los maridos para que no busquen fuera… —¡Claro!
—¡Encontrar placer en eso!
—¡Y pensar que las hay…!
—¡Un verdadero sacrificio!
—¿No lo cree usted así, madame Fouache?
—Ciertamente, señoras. Cuando he tenido que prescindir de ello, les aseguro que no lo he echado de menos. Y les diré que Adrien no era de esos hombres vehementes…
—Es una suerte. Hay mujeres que debido a los abusos han perdido la vida.
—¿No exagera usted, madame Lagousse?
—¡Ah, madame Poipanel, podría decirle algunos casos…! Tenga usted en cuenta que hay hombres que nunca están satisfechos. ¿Conoció usted a la Trogneulon, que vivía en el barrio bajo y que murió en el hospital hace cosa de siete u ocho años? Pues murió de eso, madame Poipanel. Puede usted informarse. Eran noches enteras las que pasaba con un hombre que parecía loco. La trastornó por completo. Sufría de horribles pesadillas y siempre lloraba…
—¡Es una verdadera enfermedad!
—¡Es horrible!
—¡Peor que los animales!
—Vamos, que las mujeres estamos muy expuestas. Nunca se sabe con quién vamos a tropezar.
—A propósito, madame Fouache, ¿se sabe ya quién ha deshonrado a Rose Bivaque?
—Voy a decíroslo, señoras. Pero que quede entre nosotras. Es un joven militar que sólo fuma cigarrillos hechos. Se llama Claudius Brodequin.
—¡Por Dios, madame Fouache, si está cumpliendo el servicio en el regimiento!
—Pero estaba aquí, en abril, para la inauguración. Un militar que no compra más que gauloises[10], no se me olvida fácilmente. Hoy se necesita, por lo visto, muy poco tiempo para hacer caer a las jovencitas… ¿Un poco de rapé, señoras? Las invito…
Estas que acabamos de oír no eran más que unas comadres más charlatanas que activas, buenas sobre todo para los gemidos de espantos y lamentos colectivos. Sin embargo, por su parte, las mujeres piadosas no permanecían inactivas. Actuaban bajo el mando de Justine Putet, más hosca, más amarilla, más biliosa y más mordaz que nunca. Iba de casa en casa, de cocina en cocina a propagar la buena nueva.
—¡Qué horror, Dios mío, qué horror! ¡Una hija de María, madame! ¡Qué vergüenza para Clochemerle! Yo ya lo había vaticinado… Con las indecencias que se cometen en el callejón, las cosas no podían acabar de otra manera. ¡Y Dios sabe lo que les puede ocurrir a las otras hijas de María…! Toda una juventud corrompida…
Desarrolló tanta actividad que rápidamente aumentó el cortejo de las desamparadas, de las amargadas, de las enranciadas, de todas aquellas cuyo vientre había permanecido seco y estéril. De tal modo vociferaban sobre el horrible escándalo que se había producido que el cura Ponosse, acusado de hacer la vista gorda a toda clase de corrupciones, no tuvo más remedio que acoger bajo su patronazgo a las iracundas vestales. Predicóse la cruzada contra el urinario, causa de todo el mal, pues, atrayendo a los muchachos al paso de las chicas, había incitado a éstas a comerciar vergonzosamente con el diablo.
Tanta amplitud adquirió la cuestión del urinario que dividió a los clochemerlinos en dos encarnizados bandos. El partido del cura, al que llamaremos los urinófobos, era presidido por el notario Girodot y Justine Putet, bajo la alta protección de la baronesa de Courtebiche. En el partido contrario, el de los urinófilos, destacaban Tafardel, Beausoleil, el doctor Mouraille, Babette Manopoux y otros, protegidos por Barthélemy Piéchut, que actuaba tras cortina reservándose para sí las decisiones importantes. Contábanse también entre los urinófilos notables el matrimonio Toumignon y el matrimonio Torbayon, cuyo criterio en este asunto obedecía sobre todo a los intereses comerciales; al salir del urinario, los clochemerlinos solían entrar en la posada y en las «Galeries Beaujolaises», que les cogía de paso. Y allí se dejaban el dinero.
Sumándose al partido de los urinófobos, un hombre como Anselme Lamolire, tomó partido contra Barthélemy Piéchut. En cuanto al resto de la población, su actitud la determinó sobre todo el papel ejercido por la mujer en el interior del hogar. Donde las mujeres mandaban, lo que era tan frecuente en Clochemerle como en cualquier otra parte, se manifestaban en general en favor del partido del cura. Había, por último, los irresolutos, los neutrales y los indiferentes. Entre estos últimos se contaba mademoiselle Voujon, de Correos, que no se interesaba por ninguna facción determinada. En cuanto a madame Fouache, lo escuchaba todo con atención, alternaba su condolencia a derecha e izquierda con frases alentadoras: «¡Oh, sí, tiene usted razón!», pero no se declaraba oficialmente en favor de nadie. El tabaco, producto de monopolio, debía estar por encima de los partidos. Si los urinófilos eran grandes consumidores de tabaco picado, los fumadores de cigarros puros se reclutaban principalmente entre los urinófobos. La baronesa de Courtebiche compraba, para sus invitados, cajas enteras de cigarros de las mejores marcas. Y también el notario Girodot solía fumar cigarros caros.
El prototipo del indiferente era Poilphard. Otras cosas absorbían su atención. El farmacéutico había cogido un fuerte resfriado. Una especie de vaho húmedo y viscoso le cubría el rostro y de su nariz colgaban tristes y desmayadas estalactitas. Aquella continua humedad facial provocó en él una recrudescencia semierótica. Había encontrado en Lyon a una prostituta sin clientela, una mujer descarnada, de aspecto ruin y miserable. Una verdadera maravilla para Poilphard, con su rigidez cadavérica, los huesos puntiagudos y salientes en las articulaciones de la pelvis, el vientre hundido a consecuencia de las vigilias, las prominentes costillas de crucificada y los senos ajados y abundantes en pliegues superpuestos, parecidos a balones de gas vacíos. Este raro talento de evocación mortuoria quiso desarrollarlo Poilphard en un marco que le diera el debido realce. En una callejuela del barrio de los Jacobinos tomó en alquiler un entresuelo oscuro y un poco cochambroso, y una o dos veces por semana se trasladaba a Lyon para efectuar siniestros simulacros de fúnebres exequias.
El cuerpo de la mujer cobraba una inmovilidad tan satisfactoria, un tinte ceroso tan perfecto, que Poilphard se permitía el inmenso placer de contemplarlo desnudo entre dos antorchas fúnebres. Y, además, el hedor a inmundicias que venía de la escalera le procuraba la ilusión del estado de descomposición. Era el escenario ideal para provocar esos trasportes de un género tan especial. Quedó tan complacido de aquella imitación cadavérica que se comprometió a entregar a la mujer una pensión mensual, no muy crecida, desde luego, ante el temor de que el bienestar hiciera desaparecer aquel aspecto huesudo y aquel tinte exangüe que le exaltaban. De todos modos, su temor era injustificado. La gran voracidad de su pupila había de saciar veinticinco años de miseria. Los alimentos introducidos en aquella sima de un pasado de hambre no aumentaban en un solo gramo el peso de la desgraciada. Aquella capacidad de hartarse sin engordar era del agrado de Poilphard, que dedicaba a su protegida gran parte de su tiempo y abundantes lágrimas. Nunca su viudez le había provocado tantas voluptuosidades, por lo que, entregado a su pasión, se desinteresaba por completo de los acontecimientos que dividían a Clochemerle en dos bandos irreconciliables.
Mientras iban acumulándose los resentimientos en espera del momento de manifestarse públicamente, Rose Bivaque exhibía sin sonrojarse su vientre incipiente, que comenzaba a sobresalir con una impertinencia que constituía un reto a los principios, porque en él germinaba un pequeño y anónimo clochemerlino y la gente no sabía si recibiría en el bautismo el apellido Bivaque o el dé Brodequin o de un tercero que, a favor de las noches primaverales, hubiera tomado parte también en aquel turbio asunto. Porque huelga decir que las malas lenguas comentaban y aumentaban desmedidamente las faltas de la pobre muchacha. Tanta maldad indignaba a Tafardel, hombre generoso a pesar de sus ridiculeces, y partidario de llamar las cosas por su nombre hasta el punto de que, con su acostumbrada grandilocuencia, un día dijo en la calle a la joven pecadora:
—¡Hay que creer que el bastardo no será ningún príncipe, jovencita! ¡Ah, si hubiese escogido usted un progenitor cargado de blasones como un cigarro puro! Entonces su vientre hubiese sido adorable y su fruto glorioso.
Esas palabras confortadoras escaparon a la comprensión de Rose Bivaque, muchacha de corazón sencillo, de fecundas entrañas, de un organismo sano y cuyo estado no le producía el menor malestar. Lamentaba, eso sí, no poder llevar ya la cinta de hija de María. Sin embargo, en aquella fase de su embarazo, la inconsciente muchacha tenía un aspecto inmejorable y una cara radiante hasta el punto que al mirarla todo el mundo le sonreía como dándole ánimos en su prometedora maternidad. Este frescor y ésta lozanía que irradiaba todo su ser era lo que menos le perdonaban las mujeres irreprochables. Pero Rose Bivaque no comprendía el odio. Esperaba a su Claudius Brodequin, que iba a llegar de un día a otro.