Capítulo 6

En el asunto del urinario, Barthélemy Piéchut había puesto en juego su reputación. Él lo sabía y se sentía inquieto. Si a los clochemerlinos se les antojara desdeñar la pequeña construcción, su iniciativa resultaría perjudicial para el fin electoral perseguido.

Pero los dioses locales se mostraron propicios a sus maquinaciones, principalmente Baco, establecido desde hacía algunos siglos en el Beaujolais, el Maconnais y la Bourgogne.

Aquel año, la primavera se presentó suave, precoz y florida. Copiosas transpiraciones del pecho y de la espalda comenzaron pronto a humedecer las camisas, y a partir del mes de mayo todo el mundo comenzó a beber al ritmo del verano, ritmo que en Clochemerle es digno de ser destacado, y del cual no pueden hacerse la menor idea los enclenques y paliduchos bebedores de la ciudad. Los imprescriptibles arranques del gaznate ocasionaron en los organismos masculinos un continuo trabajo renal, seguido de regocijantes dilataciones de la vejiga, que solicitaba expansionarse con frecuencia. Su favorable proximidad a la posada Torbayon contribuía en mucho al favor de que gozaba el urinario. Claro está que las necesidades de los bebedores hubieran podido satisfacerse en el patio de la fonda, pero el lugar era oscuro, maloliente, sucio y sobre todo triste. Se iba allí como en cumplimiento de una penitencia. En cambio, era fácil atravesar la calle. Este segundo método ofrecía varias ventajas: la de desentumecer las piernas, el placer de la novedad y, además, la ocasión de medir con los ojos el cuerpo de Judith Toumignon, siempre de buen ver y cuya plástica irreprochable le colmaba a uno la imaginación.

Por otra parte, como el urinario era de dos plazas, generalmente se iba allí por parejas, lo que procuraba el placer de una breve conversación mientras se evacuaba y así se conseguían a un tiempo dos satisfacciones. Hombres que bebían con sobresaliente técnica y buen ánimo y que meaban con igual competencia, se congratulaban mutuamente de poder experimentar esos dos grandes placeres inseparables: beber cuanto les viniera en gana y mear después hasta la última gota, tomándose el tiempo necesario en un lugar fresco, oreado, lavado día y noche por una inagotable cortina de agua. Son estos placeres sencillos que no saben ya gozar los hombres de la ciudad, zarandeados de continuo, y que conservaban en Clochemerle todo su valor. Y era éste tan apreciado que al pasar Piéchut —lo que hacía a menudo para asegurarse de que su edificio seguía viéndose concurrido— los ocupantes, si eran hombres de su generación, no dejaban nunca de expresarle su contento.

—¡A tu salud, Barthélemy! —exclamaban.

—¿Estáis bien ahí dentro? —preguntaba el alcalde acercándose.

—Ni que lo digas, Barthélemy. ¡Estoy meando como si tuviera veinte años!

—Es muy resbaladiza esta pared, Barthélemy. Como la piel de las pantorrillas de una mozuela. ¡Esto es más fuerte que uno y nos hace desabrochar la bragueta!

Palabras sencillas, exponente de la satisfacción de los hombres maduros, porque éstos no ignoran que los comentarios constituyen la parte más duradera del placer y que llega uno a una edad en que, en ciertos casos, las palabras suplen totalmente al placer y las aventuras.

El urinario había merecido la aprobación más completa de la juventud por razones bien distintas. Señalaba, en el centro de Clochemerle, el punto de intersección entre el pueblo alto y el pueblo bajo y estaba situado cerca de la iglesia, de la fonda y de las «Galeries Beaujolaises», lugares predestinados y que retenían siempre la atención. Era un lugar de reunión muy indicado. Además, otra cosa atraía a los muchachos. El callejón de los Frailes era paso obligatorio de las hijas de María que se dirigían a la sacristía, lo que durante el mes de mayo hacían todas las tardes para la salvación de su alma.

Daba gusto ver a aquellas lozanas hijas de María, de arreboladas mejillas y con el pecho ya formado. La Rose Bivaque, la Lulu Montillet, la Marie-Louise Richome y La Toinette Maffigue se contaban entre las más requebradas, las más manoseadas cuando se presentaba la ocasión por los jóvenes clochemerlinos, que, sonrojándose tanto como ellas, se mostraban groseros por deseo de mostrarse tiernos. Sin embargo, cuando iban en grupo se comportaban audazmente y otro tanto podía decirse de las hijas de María que, si a la luz del día se conducían como mojigatas, sabían perfectamente lo que querían, esto es, enmohecerse en el seno de las cofradías de cintas azules y que los muchachos experimentasen respecto a ellas la misma turbadora emoción que a ellas les inspiraban, lo que, por otra parte, las melindrosas no ponían en duda. En grupo, para mejor enfrentarse con los lechuginos, desfilaban cogidas del brazo con estudiada displicencia y riendo socarronamente al sentirse asaeteadas por las ardientes miradas que les quemaban los muslos. Al adentrarse en la penumbra de la iglesia llenaba su imaginación el recuerdo de un rostro o de un timbre de voz cuya dulzura se confundía con la de los cánticos. Estos encuentros, estas frases torpes y deshilvanadas preparaban las nuevas generaciones de clochemerlinos.

Dos compartimientos resultaban insuficientes cuando coincidían tres o cuatro vejigas en llegar al completo, lo que sucedía con frecuencia en una aglomeración que contaba dos mil ochocientas vejigas, aproximadamente la mitad de las cuales eran vejigas masculinas, las únicas autorizadas a expansionarse en la vía pública. Por lo tanto, en casos de premura, se volvían a las viejas y expeditivas costumbres, siempre buenas. Uno se desahogaba contra la pared, junto al urinario, con la mayor despreocupación, sin la menor malicia ni incomodidad, ni motivo alguno para contener sus necesidades. Incluso algunos, de un natural más independiente, se expansionaban más fuera que dentro.

En cuanto a los mozos de Clochemerle hubieran dejado de ser jovenzuelos de dieciséis a dieciocho años, con toda la estupidez característica de esa edad inquieta, si no hubieran encontrado en el urinario ocasión de entregarse a algunas excentricidades. Disputábanse entre ellos récords de longitud y de altura. Aplicando a la naturaleza humana procedimientos de física elemental, retenían la expulsión aumentando al mismo tiempo la presión consiguiendo así regocijantes efectos de juegos de agua que les obligaba a retroceder. Estas tontas diversiones pertenecen, en suma, a todos los países y a todos los tiempos, y los hombres maduros que las censuraban eran cortos de memoria. Pero las buenas mujeres de Clochemerle, que observaban a distancia, veían con indulgencia esos entretenimientos de una juventud que no estaba todavía en sazón para denodados esfuerzos. Y las robustas comadres del lavadero decían con estrepitosas risotadas:

—¡Con esta manera de manejarla, esos inocentes no harán daño alguno a nuestras hijas!

Así discurría buenamente la vida en Clochemerle, en la primavera de 1923, sin inútiles hipocresías, pero sí con una cierta inclinación hacia los chistes subidos de tono. El urinario de Piéchut era la gran atracción local. De la noche a la mañana sucedíase en el callejón de los Frailes el desfile de clochemerlinos. Cada uno se comportaba según los recursos de su temperamento y de su edad: los jóvenes, con impaciencia, sin miramientos de ninguna clase; los hombres maduros, con sensatez y comedimiento en la compostura y la acción, y los ancianos, con lentitud acompañada de suspiros, estremecimientos y grandes esfuerzos que sólo llegaban a producir mezquinos chorros, en forma de espaciados chaparrones. Pero todos, jóvenes, maduros y ancianos efectuaban el mismo ademán preparatorio, preciso y derechamente a su objetivo, en cuanto enfilaban el callejón, y luego el mismo ademán subsiguiente, que se terminaba en la calle, aunque este último, profundo y prolongado, acompañado de flexiones en las corvas, mediante el cual se procedía a una cuidadosa e íntima redistribución, cuyo eje de juicioso equilibrio y mejor comodidad lo constituía el tiro del pantalón. Esta prenda solía llevarse en Clochemerle muy holgada en su parte trasera y sostenida generalmente por un cinturón o faja no muy apretados, con objeto de facilitar los movimientos de los viñadores siempre inclinados sobre la tierra. De todos modos, estos ademanes se circunscribían a uno solo, y capital.

Este ademán que no ha cambiado desde hace cuarenta mil años o quinientos mil, que emparenta estrechamente a Adán y al antropopiteco con el hombre del siglo XX; este ademán invariable, internacional, planetario, este ademán esencial y conminatorio, este ademán en cierto modo poderosamente sintético, lo efectuaban los clochemerlinos sin ostentación fuera de lugar y sin ridículo disimulo, con toda naturalidad y sencillez. Entraban en el callejón de los Frailes con la mayor despreocupación, pues partían del principio de que era preciso tener mala disposición de ánimo para ver en ello la menor incorrección.

A pesar de ello, el ademán era precisamente provocador cuando se llevaba a cabo bajo la mirada de una persona que se imaginaba era dedicado a ella a modo de reto y que, oculta detrás de los visillos de su ventana donde la mantenía aprehendida una atracción extraña, no podía apartar la vista de su repetición. Desde su ventana, Justine Putet observaba las idas y venidas del callejón. La solterona contemplaba aquel incesante trasiego de hombres que, creyéndose solos, se ocupaban en sus necesidades con la mayor tranquilidad y que, amparados en aquella soledad, quizá no tomaban todas las precauciones que hubiera exigido una escrupulosa decencia.

Justine Putet entra en escena. Hablemos de ella. Era una trigueña biliosa, enteca y viperina, de tez amarillenta, mirada rencorosa, mala lengua y peor circuito intestinal, todo esto acompañado de una compasión agresiva y una sibilante mansedumbre. Un modelo de virtud consternadora, pues la virtud encarnada bajo unas facciones como las de Justine era sencillamente detestable, aparte de que parecía inspirada más que por una natural amenidad, por la venganza y la misantropía. Esforzada campeona de rosarios y ferviente recitadora de letanías, la solterona era todavía una incansable sembradora de calumnias y de pánicos clandestinos. En una palabra, era el escorpión de Clochemerle, pero un escorpión camuflado en cordero de Dios. La cuestión de su edad no era motivo de habladurías. Nadie se preocupaba de ello. Seguramente pasaba de los cuarenta años. Desde su infancia le había sido negado el menor atractivo físico. Del mismo modo que Justine Putet no tenía edad, tampoco tenía historia. Muertos sus padres, de quienes había heredado mil francos de renta, comenzó a los veintisiete años su carrera de soltera solitaria a la sombra de la iglesia, al fondo del callejón de los Frailes. Desde allí, en nombre de una virtud que los hombres de Clochemerle habían respetado cuidadosamente, velaba día y noche por el pueblo, denunciando las infamias y las concupiscencias.

Durante dos meses, Justine Putet observó las idas y venidas que se producían alrededor de la flamante construcción y su furor iba cada día en aumento. Veía a los muchachos acosar torpemente a las chicas y a estas provocar hipócritamente a los mozos, hasta que se producía un acercamiento entre las jóvenes gatitas mansas y los jóvenes palurdos, espectáculo que le hacía pensar que aquellos juegos encaminaban a la juventud hacia horrendas abominaciones. Más que nunca, a causa del urinario, las costumbres corrían un peligro mortal. Y por añadidura, con los calores, el callejón de los Frailes empezaba a oler fuertemente.

Después de haber reflexionado y orado largo tiempo, la solterona resolvió erigirse en el adelantado de una cruzada y enfrentarse en primer lugar con la más desvergonzada ciudadela del pecado. Bien abastecida debajo de la ropa de escapularios y medallas bendecidas, después de aderezar su veneno con la miel de la unción, se dirigió una mañana a la casa de la poseída del diablo, la infame, la perra Judith Toumignon, su vecina, a la que, desde hacía seis años, no había saludado.

La entrevista acabó mal por culpa de Justine Putet cuyo celo apostólico dio al traste con sus propósitos. Bastará transcribir el final de aquella animada conversación. Después de haber escuchado las lamentaciones de la solterona, Judith Toumignon repuso:

—No, señorita, no veo la necesidad de que haya que demoler el urinario. A mí no me molesta.

—¿Es que no advierte usted el hedor, señora?

—En absoluto, señorita.

—Pues permítame que le diga, señora Toumignon, que no es usted muy fina de olfato.

—¡Ni de oído, señorita! De esta manera no me preocupo de lo que puedan decir de mí…

Justine Putet bajó los ojos.

—Y lo que ocurre en el paseo, ¿le tiene también sin cuidado, señora?

—Por lo que sé, señorita, no ocurre nada incorrecto. Los hombres van allí a hacer lo que usted no ignora. Que lo hagan allí o en otra parte, ¿qué más da? ¿Qué mal hay en ello?

—¿Qué mal, señora? Pues que hay asquerosos que me hacen ver cosas horribles.

Judith sonrió.

—¿De verdad cosas horribles? Exagera usted, señorita.

Justine Putet se sentía siempre predispuesta a creerse ultrajada. Y replicó ásperamente:

—Ya sé, señora, que hay mujeres a las que esas cosas no las horrorizan. Cuantas más ven, más disfrutan.

La bella comerciante, poniéndose en jarras, balanceando su cuerpo magnífico y saciado, brillantemente victoriosa sobre aquella mujer celosa, le dijo socarronamente:

—Por lo visto, señorita, si la ocasión se presenta no deja usted de mirar esas cosas tan horribles…

—Pero yo no hago más que mirar, señora, y no podría decir lo mismo de algunas que no están lejos y que podría nombrar.

—Por lo que a mí respecta, señorita, no seré yo quien le impida que haga algo más que mirar. No le pregunto cómo pasa usted las noches.

—Pues las paso como es debido, señora. No le permito que insinúe…

—Yo no insinúo nada, señorita, y es usted libre de hacer lo que le venga en gana. Todo el mundo es libre.

—¡Yo soy una mujer honrada, señora!

—¿Quién le dice lo contrario?

—No soy de esas mujeres descaradas, de ésas siempre generosas con el primero que se presenta… Cuando una se muestra generosa para dos, lo es también para diez. ¡Y se lo digo a la cara, señora!

—Para mostrarse generosa, señorita, hay que empezar porque le pidan a una algo. Habla usted de un tema que desconoce en absoluto.

—Ni quiero conocerlo, señora. Y estoy muy contenta de ello cuando me doy cuenta del abismo en que se hunden otras mujeres, por vicio.

—Permítame creer, señorita, en su abstinencia voluntaria, aunque no le de buen aspecto ni buen humor.

—No tengo necesidad de buen humor, señora, para hablar a ciertas mujeres que son la vergüenza… Yo sé quién entra y quién sale y a qué horas… Incluso podría decir las que hacen llevar cuernos a sus maridos. Le aseguro, señora, que podría decírselo.

—No se moleste usted, señorita. No me interesa en absoluto.

—¿Y si a mí me gustara hablar?

—En este caso, espere usted, señorita. Conozco a alguien a quien esto podría interesarle.

Judith volvióse hacia la trastienda y llamó:

—¡François!

En el acto apareció Toumignon en el marco de la puerta.

—¿Qué quieres? —preguntó.

Con un sencillo movimiento de cabeza, su mujer le señaló a Justine Putet.

—La señorita quiere hablarte. Es ella la que dice que te hago cornudo, supongo que con Foncimagne, porque al parecer no se habla de otra cosa. En fin, François, eres un cornudo. Y esto es todo.

Toumignon era uno de esos hombres que palidecen fácilmente y que tienen una palidez febril, de reflejos verdes francamente desagradables a la vista. Avanzó hacia la solterona.

—En primer lugar —dijo—. ¿Qué hace aquí esta rana?

Justine Putet se irguió y trató de protestar, pero Toumignon no la dejó hablar.

—¡Esta chinche no hace más que meterse donde no le importa! ¿Porqué no se preocupa de lo que pasa debajo de sus faldas? ¡No debe oler ciertamente a rosas! Y largúese en seguida, pedazo de carroña.

La solterona perdió el color. Su tez cobró un tono amarillento.

—¡Oh, me está usted insultando! —protestó—. Y esto no quedará así. No me toque usted, borracho. El señor arzobispo sabrá…

—¡Fuera de aquí —rugió Toumignon—, o te aplastaré como a una cucaracha! ¡Largo, basura de Putet! ¡Ya te enseñaré si soy cornudo, vieja enferma de ictericia y con almorranas!

La llenó de improperios hasta que Justine llegó al callejón de los Frailes. Volvió excitado y ensoberbecido.

—Ya has visto —dijo a su mujer— de qué manera he despachado a la Putet.

Judith Toumignon hacía gala de esa indulgencia tan corriente en las mujeres voluptuosas.

—La pobre lo echa de menos —observó—. Y claro, esto la martiriza…

Y añadió:

—Tú tienes la culpa, François, de lo que murmura la gente. No pasa día que no traigas a casa a Foncimagne. Das pie a que hablen de mí. Ya sabes que la gente es mala…

Toumignon no había agotado todavía su caudal de ira y las palabras de su mujer le depararon la ocasión de emplearlo.

—Hippolyte vendrá cuando a mí me dé la gana. No serán los otros quienes me digan lo que tengo que hacer.

Judith suspiró y tuvo un gesto de impotencia.

—Demasiado sé, François, que siempre te sales con la tuya —dijo aquella hábil mujer.

Piadosa, ejemplar, Justine Putet sentíase identificada con lo más sagrado de la iglesia. La abominable afrenta que acababa de sufrir, en la que veía, a través de su persona, un odioso atentado contra la buena causa, la llenó de un rencor que, a su juicio, no era sino la propia emanación de la ira celestial. Y así, armada de una espada de fuego, fue a ver al cura Ponosse para exponerle sus amargas lamentaciones.

Le dijo que el urinario era motivo de escándalo y de corrupción, una garita inmunda donde el infierno apostaba centinelas audaces que apartaban de sus deberes a la juventud femenina de Clochemerle. Afirmó que se trataba de la maniobra impía de un Ayuntamiento condenado al fuego eterno del infierno por haber levantado aquella construcción. Y, finalmente, le instó a que exhortase a la unión de los buenos católicos para conseguir el derribo de aquel antro de abyección.

Pero al cura de Clochemerle le inspiraban un sacro horror esas misiones de violencia cuyo resultado no sería otro que sembrar la división entre su rebaño. Aquel indulgente sacerdote, de vuelta ya de las imprudencias de antaño, no quería apartarse de la vieja tradición francesa de la iglesia galicana, por lo que soslayaba toda posible confusión entre lo espiritual y lo temporal. Era evidente que el urinario pertenecía a lo temporal y, por lo tanto, dependía del municipio. Y además, no estaba de acuerdo en que aquel útil edículo pudiera ejercer sobre las almas el detestable efecto que denunciaba su intransigente feligresa. Y eso fue lo que intentó explicar a la solterona:

—La naturaleza tiene sus necesidades, mi querida señorita, necesidades que nos han sido impuestas por la Providencia. Y ésta no puede juzgar perversa una construcción que al fin y al cabo es útil y provechosa.

—¡Esta argumentación podría llevarnos muy lejos, padre! —replicó Justine—. Y llegaríamos a la conclusión de que justificaríamos como imperativos de la naturaleza la indecente conducta de cierta gente… Cuando la Toumignon… Ponosse atajó a la solterona en el límite de la discreción caritativa.

—¡Ni una palabra más, señorita! No debe usted nombrar a nadie. Sólo en el confesonario me es permitido escuchar los pecados y cada cual debe hablar de los suyos.

—Tengo derecho, padre, a hablar de lo que no es un secreto para nadie. Esos hombres que, en el callejón, no toman las debidas precauciones, que lo enseñan todo, padre…

Ponosse, ahuyentando de su mente aquellas visiones profanas, trató de restituirlas a la exacta proporción que les asigna la ley de los fenómenos naturales.

—Debo decirle, mi querida señorita, que los actos inmodestos que usted haya podido sorprender obedecen sin duda a las licencias sin malicia que suele permitirse la gente del campo. A mi juicio, esos actos, lamentables, desde luego, pero raros, no son objeto de contaminación para nuestras hijas de María, que, mi querida señorita, van por la calle con los ojos bajos, púdicamente bajos…

Esta candidez sacó de quicio a la solterona.

—Le aseguro, padre, que las hijas de María tienen ojos de lince. ¡Lo sabré yo, que las veo desde mi ventana! Yo sé dónde les aprieta el zapato y no quiero ni pensarlo. Sé de algunas que no conceden el menor valor a su inocencia. La cederían por nada, por menos de nada, y aún darían las gracias —acabó diciendo Justine Putet con una sonrisa sarcástica.

El cura de Clochemerle, de natural indulgente, no podía admitir esta continua presencia del mal. Así, pues, de resultas de su experiencia personal, el buen cura opinaba que los extravíos humanos son de corta duración y que la vida, al seguir su curso, ahuyenta las pasiones, que acaban por reducirse a polvo. A su juicio, la virtud era solamente cuestión de paciencia, de tiempo. Y trató de tranquilizar a la devota:

—No creo, mi querida señorita, que nuestras piadosas muchachas adquieran de ciertas cosas un conocimiento prematuro… aunque sea… ¡ejem…!, visual. Pero suponiendo lo contrario, cosa que no me atrevo a suponer, no quedaría el mal sin remedio, puesto que podría transformarse en un bien mediante la publicación de las amonestaciones, ni tampoco sin utilidad, ¿por qué no decirlo?, pues encaminaría progresivamente a nuestras jóvenes a revelaciones que un día u otro… Nuestras queridas hijas de María, señorita, están destinadas a ser un día buenas madres de familia. Si, por desgracia, una de ellas se anticipara un poco, el sacramento del matrimonio pondría rápidamente las cosas en orden.

—¡Vaya solución! —exclamó Justine Putet, incapaz de contener su indignación—. Parece que usted no desaprueba los líos…

—¿Los líos? —exclamó el cura de Clochemerle, visiblemente horrorizado—. ¿Los líos? Por los clavos de Cristo, señorita, ¿cómo puede usted suponer que dé mi aprobación a tales cosas? Lo que quiero decir es que este mundo se mueve, con el permiso de Dios, por la mano del hombre y que las mujeres están destinadas a la maternidad. «Parirás con dolor». Y cuando se trata de dolor, señorita Putet, no puede hablarse de líos. Lo que he querido decir es que es esta una misión a la que nuestras muchachas deben prepararse ya desde jóvenes.

—Así que las que no tienen hijos no sirven para nada. ¿No es eso, padre?

Ponosse se dio cuenta de su torpeza… Y el pasmo le dictó estas palabras tranquilizadoras:

—¡Por Dios, señorita, qué susceptible es usted! Al contrario, lo que le falta a la Iglesia son almas escogidas. Y usted es una de ellas. Una predestinación poco común que Dios concede a unos cuantos escogidos, y séame permitido decirlo sin poner en duda el dogma de la gracia. Pero las almas escogidas son contadas. No podemos pretender que toda la juventud femenina siga ese camino… ejem… esa senda virginal que, mi querida señorita, exige la posesión de cualidades verdaderamente excepcionales…

—¿Y su opinión sobre el urinario? —preguntó Justine Putet.

—Pues dejarlo donde está. Provisionalmente, mi querida señorita, provisionalmente. En este momento, un conflicto entre la Iglesia y el municipio no haría más que perturbar la paz de las almas. Tenga usted paciencia. Y si por azar aparece ante su vista algún objeto deshonesto, aparte los ojos, mi querida señorita, y contemple la inmensidad de los espectáculos que la Providencia nos depara de continuo. Estos pequeños inconvenientes aumentarán el caudal de sus méritos, ya grandes. Y en cuánto a mí, señorita Putet, rezaré para que todo tenga el mejor arreglo posible. Sí, voy a orar mucho.

No tardó en conocerse en todo el ámbito de Clochemerle el incidente ocurrido en las «Galeries Beaujolaises». Encargáronse principalmente de divulgarlo Babette Manopoux y madame Fouache, elocuentes personas cuya misión consistía en cultivar la croniquilla escandalosa del pueblo confiando los episodios secretos a determinados oídos en los que fermentaban con gran provecho y utilidad.

Babette Manopoux, la primera de estas informadoras, era la comadre más activa del barrio bajo. Desarrollaba sus vigorosos comentarios en el lavadero, ante una asamblea de comparsas resueltas y aguerridas por el manejo cotidiano de la pala y la ropa sucia, temibles marimachos que se hacían temer de los hombres y cuya lengua no se daba punto de reposo. Si una reputación caía entre las manos de tales intrépidas, a los pocos minutos era triturada y distribuida en jirones casa por casa, al mismo tiempo que los paquetes de ropa lavada.

Madame Fouache, la estanquera, tenía a su cargo, con el mismo celo, la crónica del barrio alto. Pero sus métodos eran muy distintos. Mientras las analistas populares con los brazos en jarras, lanzaban rotundas afirmaciones cargadas de epítetos, madame Fouache, mujer cautelosa y que sabía muy bien lo que se traía entre manos, preocupada sobre todo por ejercer un arbitraje imparcial —en consideración al estanco, que debía seguir siendo terreno neutral—, procedía por medio de suaves insinuaciones, preguntas capciosas, indulgentes reticencias, dolientes exclamaciones de horror, de sorpresa, de conmiseración, todo ello sazonado con gran profusión de irresistibles alientos, tales como «mi buena, mi querida señora, mi simpática señorita, si me lo dijera otra que no fuera usted, no lo creería», etc., que incitaban dulcemente a las más reacias a confiarse a aquella compasiva mujer. No había en Clochemerle quien supiera maniobrar con tal maña y discreción.

Así, pues, debido a las actividades de Babette Manopoux y de madame Fouache, siempre las primeras, no se sabe por qué misterioso privilegio, en enterarse de los menores acontecimientos, se difundió por Clochemerle que en las «Galeries Beaujolaises» se había producido un violento altercado entre el matrimonio Toumignon y Justine Putet. Estos rumores deformados y abultados por la transmisión, presentaban a las dos mujeres enzarzadas en una terrible pelotera tirándose de los pelos y amenazándose con las uñas, mientras Toumignon zarandeaba a la enemiga de su mujer «como si fuera un ciruelo», según dijeron. Hubo quien incluso afirmó que había oído gritos y visto el pie de Toumignon dispararse enérgicamente en dirección a las entecas posaderas de la Putet.

Decíase asimismo que la solterona, parapetada detrás de los visillos, observaba con atención los gestos y ademanes de los clochemerlinos no dejándose perder ni una de las libertades que algunos se tomaban de cara a la pared del callejón.

Entonces era a comienzos de julio. Aquel rincón del Beaujolais eximido aquel año de las borrascas había dado fin al sulfatado de los viñedos. El tiempo era ideal. No había más que esperar tranquilamente, contando chistes y refrescando el gaznate, a que la uva madurase. La calaverada de Justine Putet ocupó la mente de los clochemerlinos, y cada cual por su cuenta, sacando jugo a aquel tema tragicómico, lo enriqueció con los más sabrosos pormenores.

Un día, en el «Café de l’Alouette», la conversación giró en torno a la solterona. Sólo el enunciado de su nombre suscitó una arriesgada emulación entre los discípulos de Fadet.

—Si la Putet es curiosa —dijeron—, nada más fácil que darle satisfacción.

Y un día, al anochecer, los muchachos se dirigieron en grupo al callejón de los Frailes. La expedición había sido organizada con una disciplina militar. Una vez en el callejón, la pandilla de tunantes se puso en fila, llamaron a voces a Justine para que presenciara el espectáculo y, bajo la voz de mando de «¡Presenten armas!», exhibieron sus indecentes prominencias. Y tuvieron la satisfacción de ver moverse tras los visillos la sombra de la solterona.

A partir de aquel día, esta especie de saturnales constituyeron un regocijo cotidiano. De todos modos cabe deplorar el irreflexivo comportamiento de los clochemerlinos, que se congratulaban con aquellos esparcimientos de mal gusto riéndose para sus adentros. Por descontado, como ocurre a menudo en nuestra historia, debe atribuirse esta inconsciencia a la falta de distracciones de que padecen los habitantes del lugar. Los clochemerlinos sentíanse inclinados a la indulgencia por tratarse de gente joven y porque la idea de su desparpajo y de su desenfadada juventud corría parejas con el objeto de sus hazañas. Y al pensar en ello, incluso las mujeres sonreían bonachonamente. En resumen, las buenas gentes del pueblo estaban lejos de sospechar que aquellas bromas de mal gusto pudieran producir perniciosos efectos en el ánimo de la solterona.

Hubiéramos preferido silenciar estas censurables bribonadas, pero no cabe duda que influyeron bastante sobre los acontecimientos que se produjeron en Clochemerle. Por otra parte, también la historia aparece llena de exhibiciones, de aventuras de alcoba, de desórdenes sexuales, que determinaron en su tiempo grandes acontecimientos y catástrofes inmensas. Así Lauzun, escondido debajo de una cama, al acecho de los suspiros reales a fin de sorprender, en los intervalos del placer, secretos de Estado. Así Catalina de Rusia, preocupada por la herencia de los Romanof, que encarga a su amante que practique la circuncisión a su imperial esposo, en espera de que un nuevo consorcio de sus amantes asuma la tarea de asesinar a su marido. Así Luis XVI, monarca vacilante, que busca peras al olmo cuando se trata de ocuparse activamente de María Antonieta. Así Bonaparte, joven general, flaco y de una trágica palidez, que efectúa una brillante carrera gracias a las infidelidades de Josefina, ya que si los muslos de la criolla hubieran desconocido la política, el genio de su marido no se hubiese impuesto. En cuanto a los príncipes son legión los que pusieron el mundo a sangre y a fuego por los bellos ojos de una parlanchína, aunque a veces fuera de origen principesco. En el origen de la guerra de Troya hay un amancebamiento. Todo ello, en el fondo, no es más serio ni más escabroso que las simples hazañas de nuestros jóvenes clochemerlinos.

En Clochemerle, hay que insistir en ello, los acontecimientos se sucedieron de la siguiente manera:

En el fondo del callejón de los Frailes, Justine Putet, observando hipócritamente lo que no la concierne en absoluto, sorprende, inocentemente expuestos al aire libre, objetos cuya contemplación resulta ofensiva a sus ojos. Si ella hiciera ostensiblemente acto de presencia, probablemente volvería a reinar el orden. Pero ella quiere servirse de estos apacibles incidentes para promover un escándalo. Y sus maquinaciones, que no son más que bufonadas pueblerinas, se vuelven contra ella. Los objetos delictivos se multiplican afrentosamente y tienen esta vez la vigorosa osadía de la adolescencia. Nadie ignora en el pueblo que la solterona no se deja perder ni uno de esos espectáculos tan opuestos a su modo de pensar, por lo que todos los clochemerlinos se divierten a expensas de la solterona. Justine Putet se siente profundamente humillada.

La humillación sería lo de menos. Hay algo más grave. La vida retirada que lleva se le hace insoportable. Existen virtudes de elección, virtudes de arrepentimiento, de desaliento o de desesperación, libremente consentidas. Pero la virtud de Justine Putet no ha conocido ninguna alternativa, porque su aridez física no le ha permitido ninguna elección posible. Se ha quedado solterona por una especie de cruel predestinación, y todo el mundo ignora si sufre o no por ello. Todo, hasta la compasión, les es negado a los seres carentes de atractivo. Donde la gente de Clochemerle no ve otra cosa que una farsa sin importancia, existe tal vez un afán de persecución.

Justine Putet ha podido soportar mucho tiempo su soledad porque se ha esforzado en olvidar lo que crea los lazos entre hombres y mujeres. Si le hacen imposible el olvido, su soledad la oprime, sus noches son febriles, pobladas de fantasmas y de infames pesadillas. Procesiones de clochemerlinos, satánicamente viriles, desfilan en sus sueños inclinándose obscenos sobre su cama, de donde se levanta sola y bañada en sudor. Su imaginación, aletargada por la aplicación y los años de plegarias, se desencadena con un ímpetu renovado, monstruoso, que la martiriza. No pudiendo resistir más, Justine Putet se decide a dar el gran golpe. Hablará con el alcalde, con el mismo Barthélemy Piéchut.