Capítulo 5

Como un romántico trovador que hacía antaño asomarse a las curiosas y se convertía en seguida en el preferido de las damas, una buena mañana hizo su aparición la primavera, un par de semanas antes del momento de levantarse el telón previsto por los directores de escena de las estaciones. El tierno e impertinente paje, brindándoles manojos de violetas, teñía de un rosa de melocotón las mejillas de las mujeres y las hacía objeto de dulces arrumacos. Invadíalas una especie de turbación, exhalaban suspiros entrecortados, y, desasosegadas por íntimas ilusiones, asomaba a sus labios un sabor de flores, de frutos y de amor.

El acontecimiento comenzó con un salto brusco de temperatura. En la noche del 5 de abril de 1923, un ligero viento del Norte, saturado de aromas borgoñanos, efectuó una gran colada celestial, dispersó los negros nubarrones que la víspera, meciéndose de Oeste a Éste, apesadumbraban a la gente de Clochemerle y se los llevó hacia las montañas de Azergues, que apenas se divisaban tras el celaje de la lluvia que allí descargó. En el curso de una noche, los peones del firmamento habían despejado el terreno, desplegado las oriflamas y suspendido las girándulas. En aquel dosel tendido en el infinito, el sol brillaba en toda su intensidad. A su influjo, las primeras ramitas, las primeras florecillas cobraban una insólita ternura, los muchachos se mostraban más arrogantes y más blanduchas las muchachas, pero gruñones y latosos los viejos, más comprensivos los padres, un poco menos estúpidas las Pandoras, más tolerantes los hombres severos y las mujeres piadosas, más pródiga la caridad de los ahorrativos… En una palabra, ensanchaba los pechos. De buen o mal grado, era preciso guiñar el ojo a aquel bribón que hacía centellear alegremente los botes de color esmeralda y geranio de Poilphard. La señora Fouache vendía más tabaco, el posadero Torbayon veía lleno el comedor todas las noches, el cura Ponosse aumentaba sus ingresos en la recolecta, el farmacéutico conocía días prósperos, el doctor Mouraille sanaba a todo el mundo, el notario Girodot redactaba contratos matrimoniales. Tafardel preparaba un mundo mejor y su aliento olía a reseda[5], Piéchut se frotaba las manos a hurtadillas y, entre los senos de la hermosa Judith, hubiérase dicho que la aurora, en su dulce languidez, se había adormilado.

Todas las cosas parecían remozadas y lustrosas y los corazones se habían visto agraciados con un premio de ilusiones que les hacían más llevaderas las penas de la vida. Desde la parte alta del pueblo se oteaban tupidos bosques, hoscos y agrestes, apenas liberados de las hilachas del invierno, tierras húmedas y oscuras en las que apuntaban tímidamente algunos tallos, verdes prados cubiertos de un vello de trigales en sazón, que hacían sentir a los clochemerlinos deseos de convertirse en potritos en libertad con las ancas inquietas, o en esos ternerillos que parecen haber robado cuatro estacas de una cerca para hacerse las patas con ellos. Clochemerle se hallaba presa en un remolino de tibios estremecimientos, en el concierto de resurrección de las invisibles miríadas animales. Todo era bautismo, primeros pasos, primeros vuelos, primeros gritos, Una vez más, el mundo no necesitaba ya de nodriza. Y el sol, decididamente indiscreto, se posaba en la espalda de las gentes, como si fuera la mano de un viejo compañero a quien se vuelve a encontrar.

—¡Buenos días! —decían los clochemerlinos—. ¡Hermoso día nos ha mandado Dios!

Y todos sentían el aguijón de los deseos viejos como el mundo y que constituyen la ley del mundo, por encima de las leyes y de las morales encogidas. Era el deseo ancestral de acosar a las muchachas en flor, de muslos inmensos como la eternidad y senos y pantorrillas de paraíso perdido, y lanzarse como semidioses victoriosos sobre aquellas vírgenes palpitantes, dolientes corzas de amor. Y en las mujeres renacía el deseo bíblico, siempre actual, de ser tentadoras, de mostrarse desnudas en las praderas, sintiendo en su vellón impaciente la caricia del viento, los saltos alrededor de las grandes fieras domesticadas que acuden a lamer el polen de sus cuerpos en flor, mientras ellas esperan la aparición del conquistador a quienes han consentido de antemano la derrota que es su hipócrita victoria. Instintos procedentes de los primeros tiempos se mezclaban en las cabezas de los clochemerlinos a los pensamientos que les había vagamente intuido la civilización, lo que conducía a un conjunto de ideas demasiado complicadas que les dejaba turbados. Era una primavera espléndida que se presentaba sin trastornos ni aspavientos y cuyo efecto sentían en el cerebro, en los omóplatos y en la médula. Estaban conmovidos y aturdidos.

Y aquel tiempo había de durar.

La primavera llegó a punto para la fiesta de la inauguración, fijada para dos días después, el 7 de abril, un sábado, lo que permitiría descansar el domingo.

Barthélemy Piéchut y Tafardel habían triunfado. Aunque disimulado bajo un cobertizo de tela, el urinario estaba ya construido, a la entrada del callejón de los Frailes, adosado a la pared de las «Galeries Beaujolaises». Bajo la inspiración del alcalde, siempre afanoso por traer a Clochemerle algunos personajes políticos, la municipalidad había acordado organizar en tal ocasión una fiesta simpática, sencilla y del gusto de los pueblerinos, que consagraría el progreso del urbanismo rural. Anuncióse la reunión bajo el título de «Fiesta del vino de Clochemerle», pero el verdadero motivo era el urinario. Podíase contar con la asistencia del subprefecto, del diputado Aristide Focart, de varios consejeros departamentales, varios alcaldes de los pueblos vecinos, algunos oficiales ministeriales, tres presidentes de sindicatos vinícolas, algunos eruditos regionalistas, y la presencia, además, del poeta Bernard Samothrace (que en realidad se llamaba Joseph Gamel), que acudiría de una localidad cercana provisto de una oda rústica y republicana compuesta expresamente para aquel acto. Y finalmente, también había prometido su asistencia el más célebre de todos los hijos de Clochemerle, el exministro Alexandre Bourdillat.

Todos los clochemerlinos que profesaban ideas avanzadas se congratulaban de aquella manifestación, y, por el contrario, todos los conservadores se disponían a manifestar su desagrado. La baronesa de Courtebiche, indirectamente invitada a asistir al acto, había respondido, con su acostumbrada impertinencia, que «no quería rozarse con chafallones[6]».

La expresión era de las que difícilmente se perdonan. Afortunadamente la actitud de su yerno, Oscar de Saint-Choul, la redimía un poco. Sin profesión conocida ni capacidad para dedicar a ningún orden de actividades, aquel gentilhombre preparaba eventualmente una candidatura política de significación aún imprecisa, pues la prudencia le aconsejaba no ponerse a malas inútilmente con ningún partido mientras no proclamara sus convicciones, lo que no haría más que en el último momento, con objeto de descartar, en su profesión de fe, toda posibilidad de error o de precipitación. Respondió muy cortésmente a los emisarios democráticos —ligeramente intimidados por el aplomo con que llevaba el monóculo y sus excesivas atenciones, que implicaban a un tiempo honor y menosprecio— que la baronesa era persona de otros tiempos, imbuida todavía de los prejuicios de su época. Él, en cambio, tenía un concepto más amplio de los deberes cívicos, por lo que ninguna iniciativa legítima («¡Fíjense bien, caballeros —subrayó con una fina sonrisa—, que no digo legitimista!») podría dejarlo indiferente. «Tengo en gran estima —añadió— a vuestro Barthélemy Piéchut. Bajo sus modales voluntariamente sencillos y verdaderamente simpáticos se oculta una gran inteligencia. Yo sería de los vuestros, pero habéis de comprender, mis queridos amigos, que en mi situación hereditaria no puedo ocupar un lugar destacado entre vosotros. ¡Ay, la nobleza obliga! Permitidme que haga una breve aparición, con la intención, sobre todo, de demostraros que existe en las filas monárquicas (mi bisabuelo materno compartió el destierro con Luis XVIII, y, claro, háganse cargo, caballeros, esto me impone algunos deberes), que existe en nuestras filas, repito, hombres que no se dejan cegar por la pasión y que están dispuestos a simpatizar con vuestros esfuerzos».

Para Barthélemy Piéchut el éxito se anunciaba, pues, completo, y aureolado, además, por ese desafío discreto que era en el fondo su intención. La respuesta ofensiva de la baronesa le garantizaba que él había maniobrado bien.

El memorable día amaneció espléndido y la temperatura fue eminentemente favorable a la brillantez de un alegre comicio. Un automóvil cerrado, conducido por el propio Arthur Torbayon, fue a recoger, en Villefranche, donde había pernoctado, a Alexandre Bourdillat. El coche regresó a las nueve, al mismo tiempo que otro vehículo del que se apeó el diputado Aristide Focart. Los dos personajes no mostraron gran entusiasmo al verse. Aristide Focart decía a quien quería escucharle que el exministro era «un zote integral, cuya presencia en nuestras filas proporciona armas a nuestros enemigos». Por su parte, Bourdillat clasificaba a Focart como «uno de esos pequeños logreros sin escrúpulos que son la hez del partido y que no hacen más que desprestigiarnos». Combatientes bajo la misma bandera, ni uno ni otro ignoraban la opinión que mutuamente se merecían. Pero la política enseña a los hombres a contemporizar. Echáronse uno en brazos del otro y cambiaron afectuosas palmaditas en la espalda, con ese patetismo de tribuna pública y esos cavernosos trémolos de garganta que son comunes a los políticos del género sentimental y a los actores que hacen llorar a las mujeres de los subprefectos.

Cautivados por la fraternidad que unía a sus dirigentes, los clochemerlinos, sobrecogidos de respeto, admiraban el augusto abrazo. Cuando éste se deshizo, Barthélemy Piéchut avanzó, y amistosas interpelaciones, de una deferencia perfectamente dosificada, surgieron de uno y otro lado.

—¡Bravo, Bourdillat!

—Nos sentimos orgullosos y agradecidos, señor ministro.

—Buenos días, Barthélemy.

—¡Oh, mi viejo y querido amigo! ¡Buenos días!

—¡Ha tenido usted una idea excelente!

—¡Qué día tan magnífico! —decía Bourdillat—. ¡Qué satisfacción encontrarme de nuevo aquí, en mi viejo Clochemerle! ¡A menudo pienso con verdadera emoción en vosotros, mis queridos amigos y conciudadanos! —añadió dirigiéndose a los que estaban a su alrededor.

—¿Hace mucho tiempo, señor ministro, que salió usted de Clochemerle? —preguntó el alcalde.

—¿Si hace mucho tiempo? ¡Caramba…! Pues hará más de cuarenta años. Aún debía de ser usted un niño de pecho, mi buen Barthélemy.

—¡Eh, señor ministro, ya dudaba entre los mocos y el bigote!

—¡Pero aún no había hecho su elección! —replicó Bourdillat con una fuerte y cordial risotada, demostración de vigor intelectual y físico de que hacía gala aquella mañana.

Los asistentes rubricaron con una halagadora acogida aquellas réplicas ocurrentes, exponentes de la tradición francesa que ha situado siempre en los negocios públicos a hombres de ingenio.

Con todo, respetuosas sonrisas señalaron la presencia de un desconocido de aventajada estatura que se abrió paso hasta colocarse al lado del exministro. Llevaba una holgada levita de amplios faldones, que debió de heredar, pues su corte evidenciaba a las claras que se trataba de una prenda del siglo pasado. Las puntas del cuello de pajarita que le agarrotaban despiadadamente la tráquea, le obligaban a levantar la cabeza. ¡Y qué cabeza! Le sobrecogía a uno. La cubría un sombrero de fieltro de anchas alas que se balanceaba al menor movimiento, y el cogote aparecía resguardado por una larga melena, como las que se ven en los grabados que representan a san Juan Bautista, a Vercingétorix, a Renan y los ancianos vagabundos a quienes las autoridades municipales prohíben quedarse en el pueblo. Aquel Absalón vestido de negro tenía en las manos, calzadas con guantes negros, un precioso rollo de papel, y sus funciones revelaban la distracción superior de los pensadores. Una enorme chalina y la cinta de la Legión de Honor completaban el severo conjunto. El desconocido hizo una reverencia y al mismo tiempo se quitó el sombrero con ampuloso ademán, lo que reveló que en cuanto a la totalidad de su sistema capilar no podía uno fiarse de la aparente sobreabundancia de su nuca.

—Señor ministro —dijo Barthélemy Piéchut—, ¿me permite usted presentarle al señor Bernard Samothrace, el célebre poeta?

—¡Cómo no, mi querido Barthélemy! Con mucho gusto, con muchísimo gusto… Además, este nombre de Samothrace me recuerda algo. Seguramente he conocido a algunos Samothrace. Pero ¿dónde y cuándo…? Debe usted perdonarme, señor —dijo cortésmente al poeta—, pero veo a tanta gente… Me es imposible recordar todas las fisonomías y todas las circunstancias.

Tafardel, que estaba cerca, daba desesperados resoplidos.

—¡Por Dios, la victoria! ¡La victoria de Samothrace! ¡Pero si es historia griega! Isla, isla, isla del archipiélago…

Pero Bourdillat no le oía. Estrechaba la mano del recién llegado, que esperaba sin duda una demostración de aprecio más personal. El político así lo comprendió.

—¿Con que es usted poeta, señor? Está muy bien eso de ser poeta. Cuando en este ramo se da uno a conocer puede llegarse muy lejos. Víctor Hugo murió millonario… Tuve un amigo que escribía algunas cosillas. El pobre murió en Lariboisiere. No digo esto para desanimarle… ¿Y cuántos pies tienen los versos que hace?

—Los hago de todas dimensiones, señor ministro.

—¡Oh, es usted un hombre hábil! ¿Y qué género cultiva de preferencia? ¿Triste, alegre, festivo? ¿Versos para canciones, tal vez? Parece que esto da mucho dinero.

—Cultivo todos los géneros, señor ministro.

—¡Mejor que mejor! En suma, que es usted un verdadero poeta, como los académicos. ¡Bien, hombre, bien! Pero le diré a usted que, a mí, los versos…

Por segunda vez desde su llegada a Clochemerle, el exministro tuvo una de esas ocurrencia que tanto contribuyen a la popularidad de un político, y esbozó aquella modesta sonrisa que se dibujaba en su rostro cada vez que quería dar a entender que era hijo de sus obras.

—En materia de versos —dijo— no conozco otros que los «vers de tierra». Hágase usted cargo[7], querido señor Samothrace, que mi verdadero fuerte es la agricultura.

Desgraciadamente, esta delicada alusión de Bourdillat a sus antiguos quehaceres no fue captada por todos los presentes. Pero los que supieron interpretarla la celebraron ruidosamente, y la agudeza, que fue divulgada, creó en el pueblo una gran corriente de simpatía. Para los clochemerlinos constituía una prueba de que los honores no se le habían subido a la cabeza a su ilustre conciudadano, que sabía encontrar la fraseología sencilla tan del gusto de las multitudes.

Un hombre, empero, no compartió el entusiasmo general: el propio poeta que, como muchos de su especie, tenía una tendencia enfermiza a creerse perseguido. Inscribió esta palabra en la cuenta de agravios que su genio había tenido que sufrir. Confundido entre la muchedumbre, pensaba con amargura en la manera como, dos siglos antes, hubiera sido tratado en Versalles. Pensaba en Rabelais, en Racine, en Corneille, en Moliere, en La Fontaine, en Voltaire y en Jean-Jacques Rousseau, protegidos de los reyes y amigos de las princesas. A no ser porque tenía en la mano su poema, una obra maestra de ciento veinte versos, fruto de las noches de cinco semanas y de una fiebre lírica, sazonada con aguardiente de Beaujolais, que le había dejado exhausto, se habría marchado. Iba a leer su obra ante dos mil personas, entre las cuales quizá se encontraban dos o tres verdaderos entendidos. Era aquella una ocasión que rara vez se le presenta a un poeta en una sociedad en que las selecciones son prácticamente desconocidas.

Entretanto, el cortejo se encaminaba hacia la plaza de Clochemerle, donde se había levantado un estrado. Los clochemerlinos, a quienes el desayuno compuesto de suculentos embutidos rociados con tragos copiosos, había puesto de buen humor, se congregaron alrededor de la tribuna. Aprovechando la esplendidez del tiempo, los hombres iban a cuerpo y, por primera vez aquel año, las mujeres exhibían considerables superficies de piel mate, más blanca por haber estado resguardada todo el invierno. La contemplación de los atrevidos escotes, los hombros turgentes, las axilas donde brillaban gotitas de rocío y los apretados muslos, cuyos contornos se adivinaban bajo las ropas ligeras, regocijaban todos los corazones. La gente estaba dispuesta a aplaudir a quienquiera que fuese, por el simple placer de hacer ruido y sentirse revivir. Celestiales coristas preludiaban, con alados arabescos y desafinados gorjeos, porque aún carecían de práctica, los majestuosos solos de la elocuencia oficial. El sol era el jefe de protocolo y lo regía todo a la buena de Dios.

Comenzó la tanda de discursos con unas palabras de bienvenida y de agradecimiento de Barthélemy Piéchut, pronunciadas con discreción y modestia, sin hacer la menor alusión a la pugna de partidos. Dijo lo estrictamente necesario y atribuyó el mérito de las mejoras de Clochemerle a la municipalidad entera, gran cuerpo indivisible que debía su existencia al sufragio libremente expresado de sus conciudadanos. Luego se apresuró a ceder la palabra a Bernard Samothrace, que había de recitar su poesía de bienvenida a Bourdillat. El poeta desenrolló su legajo y dio comienzo a su lectura con voz fuerte y entonación expresiva y acentuando las intenciones del texto:

¡Oh vos, gran Bourdillat, de muy humilde cuna,

con vuestras facultades e incansable trabajo

lograsteis la conquista de los altos poderes

y honrar habéis sabido de Clochemerle el nombre!

Vos, que cumplir supisteis vuestra misión, y gloria

a este pueblo al que ahora regresáis habéis dado,

vos, cuyo nombre inscrito ya en la Historia se encuentra

recibid el saludo de un corazón sincero.

Que a Bourdillat François, Emmanuel Alexandre,

el más esplendoroso y amado de sus hijos

a quien siempre ha esperado Clochemerle, el pueblo

os dedica orgulloso, triunfante, emocionado.

Repantigado en su poltrona, Bourdillat escuchaba estos elogios moviendo de vez en cuando su cabeza gris, que mantenía inclinada sobre el pecho.

—Dígame, Barthélemy —preguntó a Piéchut—, ¿cómo llama usted a esta clase de versos?

Tafardel, que, sentado detrás, no se separaba un momento del alcalde, respondió sin ser interpelado:

—Alejandrinos, señor ministro.

—¿Alejandrinos? —dijo Bourdillat—. ¡Ah, qué delicadeza! Sabe ir por el mundo este muchacho. Muy bien, muy agradecido. Lee como un actor de la Comedia Francesa.

El exministro pensaba que habían escogido los alejandrinos a modo de delicada atención, porque él se llamaba Alejandro.

Una vez terminada la lectura de la poesía, y mientras los clochemerlistas aplaudían y gritaban «¡Viva Bourdillat!», Bernard Samothrace, después de haber arrollado y vuelto a atar el papel, lo ofreció al exministro, que abrazó estrechamente al poeta. Un par de dedos índice detuvieron en el borde de los párpados unas lágrimas de excelente efecto. Entonces se levantó Aristide Focart. Recientemente elegido, militaba en la extrema izquierda del partido. Le animaba la fogosidad de la juventud que tiene que ganarlo todo y el afán de las ambiciones insatisfechas. Para ascender más de prisa, quería licenciar a los viejos políticos que, sin otra apetencia que ir tirando, se resistían a que se procediera al menor cambio. En ciertos medios comenzaba a hablarse de Aristide Focart como de un hombre del mañana. El político se daba cuenta de ello y también de la necesidad de sazonar cada uno de sus discursos con frases agresivas destinadas a lisonjear la fanática clientela en la cual se apoyaba. En Clochemerle, a pesar del ambiente de concordia que reinaba, no se privó de pronunciar palabras que apuntaban a Bourdillat:

—Las generaciones se suceden como las olas que se estrellan contra los acantilados y que por su repetición, poco a poco los van royendo. No debemos cesar en nuestra arremetida contra los viejos errores, los egoísmos, los privilegios escandalosos, los abusos y las desigualdades que vuelven a surgir. Hombres de méritos probados pudieron ser en tiempos pasados buenos servidores de la República. Hoy se ven laureados, y esto es justo. Yo soy el primero en celebrarlo. Pero en Roma los cónsules, cuando se les ceñía la frente con el lauro del triunfo, entregaban el mando a los jóvenes generales más activos, y esta medida, acertada y noble, contribuía a la grandeza de la patria. La democracia no puede nunca mantenerse estática. Los antiguos regímenes han perecido por inercia y por cobarde complacencia hacia los corruptores. Republicanos, nosotros no caeremos en este error. Seremos fuertes. Avanzaremos hacia el porvenir con firmeza de ánimo, animados por la generosidad, la justicia y la audacia que nos inspira nuestro ideal de elevar la Humanidad a un grado de dignidad y de fraternidad cada vez más perfectas. Por esto, Alexandre Bourdillat, mi querido Bourdillat, a vos, con la frente nimbada de la gloria más pura bajo los arcos de triunfo levantados en este hermoso pueblo de Clochemerle, que es el vuestro —lo acaban de expresar en términos distinguidos—, a vos, que nos habéis mostrado el ejemplo y que estáis en el apogeo de una magnífica carrera, permitidme que os diga: «No tengáis inquietud alguna. Esta República que tanto habéis amado y a la que tan provechosamente habéis servido, conservará, con nuestro esfuerzo, su juventud, su esplendor y su belleza».

Esta magnífica tirada despertó el entusiasmo general. Al propio tiempo Alexandre Bourdillat dio la señal para los aplausos y exclamó, extendiendo las manos:

—¡Oh, bravo! ¡Muy bien, Focart!

Luego, cambiando la expresión, retrepado en su poltrona, dijo en voz baja al alcalde de Clochemerle, que estaba sentado a su izquierda:

—Ese Focart es un granuja, un sinvergüenza con todas las de la ley. Está tratando de desbancarme por todos los medios y de abrirse paso a codazos. ¡Y he sido yo quien he hecho de él un político; yo, que hace tres años inscribí en la lista a ese canalla! Llegará lejos, con sus dientes afilados. Y la República, créalo usted, le importa un bledo.

A Barthélemy Piéchut no le cupo la menor duda de que con más razón que los abrazos y los lauros que mutuamente se prodigaban aquellos caballeros, las palabras que acababan de pronunciarse revelaban bien a las claras la expresión de una sinceridad absoluta. De ello dedujo que, por una falta de información, había cometido una torpeza al invitar simultáneamente a Bourdillat y a Focart, a pesar de que este último pasaba a veces por discípulo del primero. Sin embargo, no desperdició la ocasión de informarse y de arrimar el ascua a su sardina.

—¿Tiene Focart influencia en el partido? —preguntó.

—¿Qué influencia quiere usted que tenga? No hace más que ruido y procura atraerse a los descontentos. Pero esto no cuenta.

—En suma, que no puede uno fiar en sus promesas…

Bourdillat, desconfiado y preocupado, se volvió a Piéchut.

—¿Le ha hecho alguna? ¿A propósito de qué?

—¡Oh, nada, cosillas sin importancia…! Pura casualidad… Así que será mejor no confiar mucho en él, ¿verdad?

—En absoluto, Barthélemy. Cuando necesite usted alguna cosa, diríjase directamente a mí.

—Eso he pensado siempre hacer, pero temía molestarle…

—¡Vamos, Barthélemy, por Dios, qué cosas dice usted! ¡Dos viejos amigos como nosotros! Conocí a tu padre, el viejo Piéchut. ¿Te acuerdas de tu padre…? Ya hablaremos de tus asuntos. Entre los dos lo arreglaremos todo.

Contando, pues, con el apoyo de Bourdillat, Piéchut no pensó en otra cosa que en asegurarse el de Focart, insinuándole las promesas que le había hecho Bourdillat y preguntándose si era en verdad hombre de palabra y poderoso en el seno del partido. Las cosas iban entrando por buen camino. Recordó las palabras del viejo Piéchut, su padre, que Bourdillat acababa de evocar: «Si necesitas un carricoche y te ofrecen una carretilla, escoge lo más fácil. Acepta la carretilla y cuando llegue el carricoche, tendrás las dos cosas». Carricoche o carretilla, Bourdillat o Focart, no era posible saber… «El buen sentido de los ancianos suele acertar», pensó Piéchut. Había alcanzado la edad en que, rechazada por los más jóvenes su propia sabiduría, seguía los consejos que antes había rechazado. Se daba cuenta de que el buen sentido no es cosa que cambie de una generación a otra, sino de una edad a otra, en el curso de las generaciones sucesivas.

Le llegó el turno a Bourdillat, el último en hacer uso de la palabra. Se puso los lentes, sacó unas cuartillas y se puso a leer con aplicación. Decir que no era orador sería insuficiente. Tartajeaba lastimosamente al hablar. Sin embargo, los clochemerlinos se empeñaban en mostrar su contento, en parte a causa de la espléndida temperatura y en parte porque no abundaban las ocasiones de ver reunidos en la plaza Mayor a tantos prometedores Mesías. Igual que los que le precedieron, Bourdillat anunció un futuro de paz y prosperidad, en términos vagos, pero grandilocuentes, que no diferían sensiblemente de los empleados por los anteriores oradores. Todo el mundo se mostraba atento y respetuoso, salvo quizás el subprefecto, que no disimulaba que su atención era por encargo. Aquel hombre joven, distinguido, reflexivo, vestido de uniforme negro y plata, parecía un diplomático que se hubiera extraviado en una «kermesse[8]» lugareña. Cuando apartaba la vista de la tribuna, sus facciones adquirían una expresión que correspondía exactamente a esta observación: «¡Qué papeles me obligan a desempeñar!». Había oído centenares de discursos parecidos, pronunciados por los prometedores de la luna del régimen. Y se aburría soberanamente.

De pronto, el final de una frase cobró una resonancia extraordinaria, que no obedecía a su contenido, sino a la forma en que fue pronunciada.

—… ¡Todos aquellos que han sido verdaderos republicanos!

Al terminar la parrafada, Bourdillat, con un gran sentido de la oportunidad, hizo una pausa para que la frase produjera el efecto deseado en los iniciados.

—«¡Magnífico! ¡Bourdillat está en su mejor forma!» —se dijo el subprefecto tapándose la boca con la mano, como haría quien sintiera subírsele del estómago una pequeña inconveniencia que es decente reprimir. Y en el acto cesó su aburrimiento.

—¡Errare humanum est! —dijo Tafardel en tono doctoral—. Un lapsus, un simple lapsus, pero que no altera la belleza de las ideas.

—Lo sorprendente —susurró el notario a su vecino— es que ellos no lo hayan metido en Instrucción Pública.

No lejos se encontraba Oscar de Saint-Choul, cuyos botines, pantalones, guantes y sombrero componían una rara armonía de tonos café con leche. Con el estupor, se le distendieron los párpados y se le desprendió el monóculo. Al ajustárselo de nuevo, el gentilhombre, asombrado, exclamó:

—¡Por los manes de mi bisabuelo muerto en el destierro, nunca había oído tan extraña retórica!

Al mismo tiempo, un ruido extraño se produjo en aquella hermosa mañana. El farmacéutico Poilphard, al tratar de reprimir una sonora carcajada, emitió un sollozo que pareció un rebuzno.

Y el diputado Focart, que, sentado a la izquierda de Barthélemy Piéchut, daba furiosos resoplidos, no le ocultó al alcalde de Clochemerle su modo de pensar:

—¡Qué zopenco es ese Bourdillat, mi querido Piéchut! No tiene parangón, es un diplodocus de la «zopenquería». ¡Y pensar que se ha podido hacer de eso un ministro! ¿No conoce usted la historia? ¿De veras no la conoce usted? Pero, mi querido amigo, si en el Parlamento nadie la ignora… Le aseguro que no violaré ningún secreto al contársela.

Y a renglón seguido relató la carrera de Alexandre Bourdillat, hombre ilustre de Clochemerle y exministro de Agricultura.

Bourdillat llegó muy joven a París y trabajó como camarero en un café. Más tarde se casó con la hija de un cafetero y se estableció por su cuenta en Aubervilliers. Durante veinte años, su establecimiento fue un centro activísimo de propaganda electoral, la sede de varias agrupaciones políticas. A los cuarenta y cinco años, Bourdillat se entrevistó un día con un miembro influyente del partido.

—¡Por los clavos de Cristo —exclamó—, que hace ya mucho tiempo que envío diputados al Parlamento dando de beber gratis a todo el mundo! ¿Es que no va a llegar mi turno? ¡Yo quiero ser diputado!

Estas razones fueron consideradas lógicas, tanto más cuanto el cafetero disponía sobradamente de dinero para correr con los gastos de la elección. En 1904, a los cuarenta y siete años, fue elegido diputado por primera vez. El método que tan brillantemente le deparó el acta de diputado, lo empleó de nuevo para obtener la cartera de ministro. Durante unos años, no cesó de repetir:

—¿Es que se olvidan de mí? ¿Acaso soy más zote que los demás? ¡He contribuido más yo al auge del partido con mis aperitivos que cualquiera de esos señores con sus discursos!

Finalmente, en 1917, se presentó la ocasión. Clemenceau se disponía a formar Gobierno. En el piso entresuelo de la calle Franklin, recibió al jefe del partido.

—¿Qué hombres me propone usted? —dijo.

El nombre de Bourdillat, entre otros, surgió en primer lugar.

—¿Es un asno ese Bourdillat? —dijo Clemenceau.

—Por Dios, señor presidente —le contestaron—. Sin ser una notabilidad, Bourdillat, como político, pertenece a una honrada medianía…

—Precisamente eso quería decir —repuso el hombre de Estado dando un manotazo al aire con el que daba a entender que no era necesario prolongar la conversación.

Reflexionó un instante y, de pronto, dijo:

—No hablemos más, me quedo con ese Bourdillat. ¡Cuantos más imbéciles me rodeen, más fácil será que me dejen en paz!

—¿No le parece divertida la historia? —insistió Focart—. Clemenceau llamaba a la estupidez «el imperio de Alexandre» y a los imbéciles «los fieles súbditos de Alexandre, emperador de los zoquetes». ¿Ha oído hablar del discurso de Toulouse, la obra maestra de Bourdillat…?

Aristide Focart no interrumpía sus confidencias más que para aplaudir y dar calurosas muestras de aprobación. Sin embargo, Bourdillat seguía en sus trece, barajando unas con otras fórmulas ya experimentadas en el transcurso de cuarenta años de reuniones políticas. Dio lectura finalmente a las últimas líneas de la última cuartilla y el delirio de los clochemerlinos llegó a su punto álgido. Los elementos oficiales se levantaron y, seguidos de la multitud, se dirigieron por la calle Mayor hacia el centro de la población. Se iba a proceder a la feliz inauguración del pequeño edificio que los clochemerlinos llamaban ya «la pizarra de Piéchut».

Fueron requeridos los servicios de los bomberos de Clochemerle para retirar el toldo que cubría el edificio. Y apareció el monumento con toda su útil y alentadora sobriedad. Alguien propuso celebrar el acontecimiento con vino de Clochemerle, rompiendo el gollete de una botella contra la valla protectora. Mas para oficiar en tal sacrificio se necesitaba un sacerdote de prestigio. Y fue una sacerdotisa.

El subprefecto fue a buscar entre la multitud una persona cuya presencia no le había pasado inadvertida y de la que no quitaba ojo: Judith Toumignon. Judith avanzó hacia donde estaban todas las personalidades oficiales, contoneando sus muslos de diosa con una gracia sencilla y displicente, que levantó un murmullo de homenajes de admiración. Fue ella, pues, quien bautizó, riendo, el urinario. Para agradecer su intervención, el viejo Bourdillat la besó en las mejillas. Focart y algunos otros quisieron seguir el ejemplo, pero Judith se les escurrió.

—¡No es a mí a quien inauguran, señores! —dijo.

—¡Qué lástima! —exclamaron, con unánime pesar, los galantes caballeros.

De pronto, alguien gritó:

—¡Eh, Bourdillat, demuestra que eres un hombre de Clochemerle! ¡Mea tú el primero!

Y la muchedumbre repitió:

—¡Sí, mea…! ¡Mea, Bourdillat!

La demanda puso en un aprieto al exministro que desde hacía unos años no se llevaba bien con su próstata. Sin embargo, se prestó al simulacro. Cuando estuvo al otro lado de la valla, una ovación estruendosa retumbó por los cielos de Clochemerle y las mujeres rompieron en estruendosas risotadas, como si les hicieran cosquillas, pensando probablemente en lo que Bourdillat tenía simbólicamente en la mano y en lo que aquellas matronas regordetas pensaban tal vez con más frecuencia de lo que es correcto confesar.

Encontrábanse allí muchos clochemerlinos que, después de tanto tiempo de sostenida atención, sentían una gran necesidad de evacuar. El desfile comenzó en el callejón de los Frailes. Lo encabezó el guardabosque Beausoleil, hombre de mucha iniciativa que comunicó sus impresiones:

—Esa agua que cae le hace a uno entrar ganas.

—Es muy resbaladiza esa pizarra de Piéchut —confirmó Tonin Machavoine.

Estos rústicos regocijos continuaron hasta la hora de comer. En la posada Torbayon se celebró un gran banquete que, con sus acumulaciones políticas y pantagruélicas de truchas, piernas de carnero, aves de corral, caza menor, vino de marca, aguardiente de la región, brindis y nuevos discursos, duró cosa de cinco horas. Luego acompañaron a sus respectivos coches a Bourdillat, a Focart, al subprefecto y a algunos notables cuyas actividades estaban determinadas de antemano, porque aún tenía en reserva otros discursos y otras promesas y, con un mes de anticipación, trazados los itinerarios de las inauguraciones y ágapes en los que era requerida la presencia de tan abnegados servidores del país.

Para los clochemerlinos, la jornada, desde todos los puntos de vista, resultó verdaderamente memorable. Pero fue única para uno de ellos, Ernest Tafardel, a quien el alcalde, con autorización del ministro, había concedido las palmas académicas. Este emblema demostrativo de su mérito sobresaliente remozó al maestro. Se le vio retozar como un colegial y beber de un modo desacostumbrado hasta que cerró sus puertas el establecimiento. Entonces, después de haber abrumado a sus conciudadanos con una verborrea que atestiguaba la admirable elevación de sus pensamientos, aunque desgraciadamente a partir de las nueve de la noche por alusiones obscenas, Tafardel, una vez solo, se puso a mear majestuosamente en medio de la calle Mayor, lanzando a los cuatro vientos, con voz fuerte, esta extraña profesión de fe:

«¡Al inspector de la Academia, yo le…! ¡Perfectamente, yo le…! No me importa decirle a ese Juan Lanas… Pues, sí, le diría: Señor inspector, soy su más humilde servidor, y su más humilde servidor le… a pie, a caballo y en coche. ¿Me ha comprendido bien, señor? ¡Fuera de aquí! Es usted un grosero y un ignorante. ¡Fuera de aquí, saltimbanqui, marica asqueroso! ¡Y descúbrase usted ante el ilustre Tafardel!».

Terminado este monólogo dirigido a un cielo tachonado de estrellas, el maestro tarareó un estribillo obsceno y, después de cerciorarse del paralelismo existente entre una y otra acera de la calle Mayor, inició la caminata hacia las alturas donde estaba situado el Ayuntamiento. Esta expedición, además de durar mucho tiempo, le costó un cristal de sus lentes, accidente que sobrevino a consecuencia de una serie de infortunadas caídas. Sin embargo, consiguió dar con la escuela y, completamente bebido, se echó vestido en la cama y se quedó dormido.

A aquella hora tardía no brillaba en Clochemerle más que una sola luz. Era la del farmacéutico Poilphard que lloraba de satisfacción. El espectáculo de la alegría de los demás era siempre para él un maravilloso estimulante lacrimal.