Capítulo 4

A unos treinta metros de las «Galeries Beaujolaises» se encuentra la oficina de Correos, regentada por la señorita Voujon, y diez metros más allá, el estanco de la señora Fouache. Ya tendremos ocasión de volver a hablar de esta mujer. Cerca del estanco, la casa del doctor Mouraille destacaba con su gran placa de cobre y la puerta metálica de un garaje en la planta baja, todavía único en Clochemerle.

El doctor Mouraille era un hombre como la mayor parte de los mortales. A los cincuenta y tres años era robusto, de tez encarnada, chillón, librepensador y, según decían los enfermos, un bruto. Ejercía la medicina con un fatalismo que dejaba a la naturaleza la iniciativa y el desenlace de las enfermedades. Decidióse a adoptar este método después de quince años de experiencias y estadísticas. Médico joven, el doctor Mouraille cometió, respecto a la salud del cuerpo, el mismo error que cometiera de joven el cura Ponosse en lo concerniente a la salvación de las almas: un exceso de celo. El doctor Mouraille combatió las enfermedades a base de diagnósticos atrevidos, producto de su imaginación, y de violentas contraofensivas terapéuticas. Este sistema le deparó un veintitrés por ciento de defunciones en los casos graves, porcentaje que se redujo rápidamente al nueve por ciento cuando optó por someterse a los dictados de la medicina oficial, como generalmente hacían sus colegas de las regiones vecinas.

El doctor Mouraille, conceptuado como buen bebedor, era considerado un técnico, rara distinción en Clochemerle en lo referente a los aperitivos, costumbre que adquirió en la época de sus estudios, que habían sido bastante prolongados y consagrados por partes iguales a las cervecerías, a las carreras de caballos, a las mesas de póquer, a las casas de mala nota, a las excursiones al campo y a la Facultad. De todos modos, los clochemerlinos sentían un gran respeto por su médico porque pensaban que un día u otro caerían en sus manos, con lo que tendría ocasión de vengarse de un agravio recibido con un tajo equivocado del bisturí en un absceso o una extracción hecha de mala gana. En efecto, el doctor entraba a saco en las mandíbulas de Clochemerle, es decir, que practicaba las extracciones utilizando un instrumental rudimentario y terrorífico que manejaba, sin soltar prenda, con una energía indomable. Conceptuaba el empaste como cosa de charlatanes y la anestesia como una complicación inútil. Opinaba que el dolor es por sí mismo su antídoto y que la sorpresa constituye por sí un excelente auxiliar. Llevando a la práctica sus observaciones, empleaba una técnica operatoria rápida y generalmente eficaz. Sin previo aviso, asestaba un formidable puñetazo en las mejillas del paciente, deformadas por la fluxión, que dejaba a este casi sin sentido. En la boca abierta por los arrebatos del dolor, introducía las tenazas hasta el maxilar y empezaba a dar tirones, hasta la extirpación completa y con absoluto desprecio a las periostitis, aflujos de pus y horrísonos aullidos. El paciente se levantaba tan desatinado que pagaba inmediatamente, gesto absolutamente inusitado en Clochemerle.

Procedimientos tan vigorosos obligaban a la gente a mostrarse circunspecta. Nadie en el pueblo hubiera osado manifestarse contra el doctor Mouraille. Pero este escogía de por sí a sus enemigos entre los que se contaba el cura Ponosse, sólo porque en una ocasión se metió en cosas que no le importaban a propósito del vientre de Sidonie Sauvy. Merece la pena contarlo. Pero hay que oírlo de labios de Babette Manopoux, una de las lenguas más elocuentes de Clochemerle, especializada en relatos de este género. Escuchémosla:

»—A Sidonie Sauvy empezó a abultársele el vientre. A su edad, por supuesto, no cabe pensar en que haya tenido un desliz. No faltan, sin embargo, chismosas que aseguran que Sidonie, cuando era joven, daba asilo bajo sus faldas al mismísimo diablo. Pero todo eso son historias que no han podido comprobarse y que, por otra parte, se remontan a muchos años atrás. De una mujer que ha pasado ya los sesenta, nadie se acuerda de lo que haya podido hacer en su juventud. A decir verdad, que haya obrado bien o mal no tiene importancia porque ahora le está vedado tal género de pecados. Pero a Sidonie le iba aumentando el vientre de volumen, como una calabaza al sol en verano. Y debido a esa hinchazón, parece ser que no podía hacer sus necesidades. Le producía una fluxión intestinal…

»—¿Quiere usted decir una oclusión intestinal, señora Manopoux?

»—Las mismas palabras, como ha dicho usted muy bien, ha pronunciado el señor doctor. Yo hablaba de fluxión porque se trata también de una hinchazón. Mas, al parecer, a la hinchazón del vientre no se le da el mismo nombre que a la de la mejilla. El vientre de Sidonie era, pues, motivo de gran preocupación para sus hijos, especialmente para Alfred. Aquella misma tarde Alfred se decidió a preguntarle:

»—¿No te encuentras bien, madre? ¿No te sientes algo así como un poco acalorada?

»No dijo más. Sidonie no respondió ni sí ni no, porque no sabía lo que ocurría en su vientre. Pero he aquí que la Sidonie pilla una fiebre violenta y se pasa la noche revolviéndose ruidosamente en la cama. Al día siguiente, sus hijos esperaron hasta las nueve, para tener la seguridad de que no podía sanar sin ayuda ajena, porque no hay que despilfarrar, sin necesidad, el dinero que cuesta una visita. Finalmente, Alfred sentenció que no había de tenerse en cuenta la economía y que sería más cristiano mandar a buscar al doctor.

»¿Conoce usted al doctor Mouraille? Es un hombre muy entendido en fracturas de miembros. Esto nadie lo pone en duda. Él curó la pierna de Henri Brodequin cuando cayó de la escalera al varear los nogales, y el brazo de Antoine Patrigot cuando se lo dislocó al darle a la manivela de un camión. Pero en cuanto a las enfermedades internas, el doctor Mouraille no es tan entendido como en las fracturas. Helo aquí, pues, en casa de los Sauvy. Levanta las ropas de la cama donde yace la Sidonie. En seguida ve de qué se trata».

»—¿Qué hace?

»—No hace nada en absoluto —responde Alfred.

»Cuando el doctor terminó de palpar el vientre de la Sidonie, duro y casi tan voluminoso como un tonel, dijo a los hijos:».

»—¡Vamos fuera!

»Cuando estuvieron todos en el patio, el doctor Mouraille dijo a Alfred:

»—Tal como está, es lo mismo que si estuviera muerta.

»—¿A causa del vientre? —preguntó Alfred—. ¿Qué tiene dentro?

»—Gases —repuso el doctor Mouraille—. O le hacen estallar el vientre en mil pedazos o la asfixian. Tanto en un caso como en otro, lo irreparable puede sobrevenir hoy mismo o mañana.

»Y tras estas palabras, el doctor Mouraille se marchó, con el aire de quien está en posesión de la verdad. ¡Es una vergüenza pensar que por estas palabras se le pagan a un médico veinte francos, sólo porque dispone de un automóvil para pronunciarlas a domicilio! Sobre todo cuando se trata de mentiras, como éste es el caso, y voy a demostrárselo.

»—¿Malas noticias? —preguntó Sidonie a Alfred, cuando éste volvió del patio.

»—Sí, malas noticias —contestó Alfred.

»De las palabras de Alfred dedujo Sidonie que las cosas iban de mal en peor, hasta el punto de que no irían ya a ninguna parte. Cabe decir que la Sidonie era una mujer dotada de un gran espíritu de resignación, sobre todo desde que había franqueado la edad de la menopausia. Así, pues, cuando se dio cuenta de que en cualquier momento podía dar las buenas noches a la compañía solicitó la visita del sacerdote, que era ya nuestro cura Ponosse, a quien ustedes conocen.

»Cuando se interesan en una casa por la presencia del cura es señal de que las cosas no marchan como es debido. Ponosse acudió, pues, y con ademanes suaves y buenas palabras preguntó si ocurría algo anormal. Le pusieron al corriente del estado en que se hallaba el vientre de la Sidonie, que se resistía a funcionar, y de la opinión del doctor Mouraille que no daba un ochavo por su pellejo. Ponosse solicitó entonces que levantaran las ropas de la cama y le dejaran ver el vientre de la Sidonie, lo que en principio dejó a todos estupefactos. Pero Alfred pensó en seguida que en el estado en que la pobre mujer se encontraba no era ciertamente la curiosidad el incentivo del cura. Ponosse palpó repetidas veces el vientre de la Sidonie, del mismo modo que hiciera antes el doctor Mouraille. Pero, por lo visto, Ponosse se traía algo en la mollera.

»—Ya está —dijo—. Conseguiré que obre. ¿Tiene usted aceite puro de oliva? —preguntó a Alfred.

»Alfred trajo una botella llena. Ponosse dio a beber a la Sidonie dos vasos llenos. Y le recomendó, además que dijera varios rosarios, tantos como pudiera, para que Dios coadyuvara también el bienestar de que gozaría después de sus deposiciones. Luego Ponosse se marchó tranquilamente, no sin insistir cerca de los familiares de la Sidonie diciéndoles que no se preocuparan demasiado.

»Sidonie, en efecto, se soltó las tripas como había dicho el cura, pero con tal frecuencia que apenas podía contenerse y, como pueden ustedes figurarse, despedía continuamente los gases que tenía almacenados, que si por un lado apestaban, por otro le ensordecían a uno… Sentíase en las calles el mismo hedor de los días en que vacían las letrinas. Todo el mundo lo notaba y la gente decía:

»—¡Es el vientre de la Sidonie, que se descarga!

»Se descargó de tal modo que al cabo de dos días la mujer se puso una chambra[2] y, vivaracha como una jovencita, comenzó a contar por las calles de Clochemerle que el doctor Mouraille había querido asesinarla y que el cura Ponosse había obrado un milagro en su vientre sólo con aceite bendito.

»Y, créame usted, esta historia del vientre de Sidonie, curada milagrosamente con aceite y el rezo de rosarios, causó gran sensación en Clochemerle y echó una mano a los negocios divinos. Lo cierto es que desde entonces la gente procura estar a partir un piñón con el cura Ponosse, incluso los que no van a la iglesia. Y no pocas veces, en caso de enfermedad, acuden a él antes que al doctor Mouraille, que se portó como un perfecto idiota en el asunto de la Sidonie. De ahí la ojeriza que siente por Ponosse. Desde aquel día no se miran con buenos ojos. Y no es que sea culpa del cura, que en cierto sentido es un buen hombre, modesto y, según los viñadores, un buen catador del vino del Beaujolais».

Poilphard, el farmacéutico, era un hombre extraño, enjuto de carnes, incoloro y mustio. Exactamente en el sitio donde se tonsuran los sacerdotes, tenía una lupia del tamaño de una ciruela Claudia, y la preocupación de disimular aquella protuberancia le hacía cubrirse la cabeza con un gorro rematado con una borla que le daba un aspecto de alquimista triste. La vida había sido para él pródiga en sinsabores, pero no era menos cierto que sentía vocación por la tristeza. La desesperación era en él un estado congénito. No recordaba haber visto nunca reír a su madre y no había conocido a su padre, que murió muy joven, posiblemente de aburrimiento, o para emanciparse de una esposa irreprochable cuya sola presencia le incitaba a marcharse a otra parte, aunque fuera al purgatorio. Poilphard había heredado de su madre la facultad de segregar una abrumadora melancolía y la vida, que no rehúsa a esa especie de don la ocasión de ejercitarse, le proporcionó ya de joven motivos de perdurables lamentaciones. He aquí, en dos palabras, su historia:

Antes de establecerse en Clochemerle, Dieudonné Poilphard pidió la mano de una hermosa muchacha, huérfana, a la que la pobreza y los buenos consejos de unos tutores que tenían gran interés en casarla no le permitían rechazar una oferta honorable. Esta muchacha había recibido una educación religiosa en un colegio de monjas. En el último momento, después de haber encendido una vela en la iglesia, quiso decidir su futuro a cara o cruz con una moneda. Si salía cara, entraba en el convento; si salía cruz, se casaba con Poilphard. Después de las amenazas de sus tutores, no se le presentaban más que estas dos salidas y ambas le eran indiferentes. Salió cruz. La muchacha pensó que tal era la voluntad divina. Se casó con Poilphard, que la abrumó y la aburrió de tal modo que la pobre murió lo más pronto que le fue posible. Dejó una hija que se le parecía mucho y que era motivo de constantes remordimientos para el viudo porque le recordaba a su esposa.

Después de la muerte de su mujer, Poilphard tomó toda clase de disposiciones para poder llorar a sus anchas. Mandó a su hija a una pensión y puso un sustituto al frente de la farmacia, cuyos ingresos regulares estaban asegurados mediante un acuerdo con el doctor Mouraille, que percibía un porcentaje sobre las recetas. Desocupado como estaba, el farmacéutico hacía frecuentes viajes a Lyon, impelido por necesidades de orden sentimental y sexual de carácter particular. Cerraba tratos con busconas, de las que solicitaba singulares servicios, como por ejemplo, tenderse desnudas, envueltas en una sábana a modo de mortaja, con una rigidez cadavérica, los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre un pequeño crucifijo que él llevaba siempre consigo. Después se arrodillaba al pie de la cama y rompía en sollozos. Cuando abandonaba, con el rostro lívido, a las hermosas resucitadas, se dirigía al cementerio atraído por un interés de coleccionista. Iba en busca de los epitafios raros y los anotaba en su carnet a fin de enriquecer una colección que le proporcionaba, en las veladas de Clochemerle, abundantes temas para sus lúgubres sueños.

Tafardel tenía en gran estima a Poilphard, cuyo aire sombrío concordaba muy bien con su continente solemne. Iba con frecuencia a la farmacia donde se empeñaba en descifrar las sabias inscripciones de los botes. Poilphard era también objeto de una tierna simpatía por parte de ciertas señoritas de Clochemerle que habían llegado al límite de esa edad en que una solterona puede aún contraer matrimonio con un viudo sin grandes atractivos, cuyos sentimientos están ya en reposo, las rarezas bien determinadas y que tiene sobre todo necesidad de una compañera para el cuidado de su ropa, la aplicación de cataplasmas y el alivio de las dolencias y achaques.

Las solteronas determinaban por sí mismas los últimos plazos de su ya otoñal y abnegada seducción y, aprovechándose de esta prerrogativa, algunas los prorrogaban excesivamente. Sin embargo, la presencia de las solteronas no era motivo de gozo para el náufrago en su isla desierta, ni tema de turbación para el solitario en su ascético retiro. Eran clientes asiduas, portadoras de frascos de orina y de pequeñas incomodidades íntimas, que acudían en solicitud de consultas benignas con la esperanza de que el nostálgico farmacéutico acabaría un día por abrir los ojos, aunque para ello tuvieran que sacrificar en aras de su caritativa misión los tesoros de un pudor inmaculado.

Pero Poilphard limitaba sus investigaciones al objeto de la consulta sin hacerse enseñar más carne que la estrictamente necesaria. Descubría con indiferencia las dermatosis, las señales de albúmina, de artritismo y de diabetes, las consecuencias de un resfriado, el escrofulismo o las apetencias nerviosas de la esterilidad. Y la comprobación de tales miserias físicas le daba motivos para agudizar aún más su continuo estado de desesperación. La escrupulosidad con que, después de haber establecido contacto con aquellos cuerpos ardorosos, se enjabonaba las manos al lavarse era cruelmente desalentadora. Y luego sus conclusiones se inspiraban en el más negro pesimismo:

—¡Incurable! —decía.

Pero al mismo tiempo entregaba un frasco a la enferma.

—Pruebe esto —añadía—. Es lo más apropiado en estos casos. Hay un diez por ciento de probabilidades de éxito.

Entonces las mujeres, con un guiño, le decían:

—Me hará usted una pequeña rebaja, ¿verdad, señor Poilphard? Porque yo…

El farmacéutico observaba, sorprendido, los ridículos visajes de la mujer, su extravagante sombrero y sus viejos faralaes. Y se informaba:

—¿Está usted inscrita en la lista municipal de indigentes?

Estos errores de apreciación le habían creado, sin que él se diera cuenta, buen número de enemigas pertenecientes a la especie más perseverante y activa: la de las incomprendidas burladas. Aquellas indignadas celadoras insinuaban que las maquinaciones de Poilphard no eran todas del orden farmacéutico. Aquel viudo llorón pretendía ocultar su juego, pero no pocos se habían dado cuenta de la clase de mujeres que pasaban a la trastienda: lugareñas de carnosas posaderas, impúdicas comadres, descocadas mujeres que no llevaban pantalones, más dispuestas a dejarse manosear por los hombres que a hacer la señal de la cruz. Todo el mundo las conocía y también sabían de qué pie cojeaba Poilphard. A aquel hombre lúgubre y malhumorado le hacían falta, para desarrugarle un poco el ceño, las rollizas protuberancias de alguna muchacha frescachona y metida en carnes. Sin embargo, aquellas habladurías no gozaban de gran crédito en Clochemerle, donde el farmacéutico inspiraba un respetuoso temor. Si Mouraille manejaba el bisturí y Ponosse la extremaunción. Poilphard manipulaba el arsénico y el cianuro. Su continente lúgubre le daba un aire de envenenador y era prudente estar con él en buena armonía.

Al lado de la farmacia, con sus escaparates llenos de polvo donde unos eczematosos (producto del arte publicitario) se rascaban furiosamente, llamaba la atención de los transeúntes un establecimiento muy distinto. Níqueles rutilantes, escudos, fotografías, telegramas deportivos fijados en los cristales y en el sitio de honor una máquina espléndida que toda la juventud viril de Clochemerle deseaba: una bicicleta de la renombrada marca Supéras, tipo «Tour de France», exactamente igual, según decían los catálogos, a las máquinas de los más famosos corredores.

Este almacén era el del comerciante en bicicletas Eugene Fadet, personaje notable por su habilidad en sentarse en el sillín en todas las formas imaginables y el modo como movía las caderas al ir en bicicleta, conceptuado como el último grito de la elegancia velocipédica, Eugene ejercía una gran influencia sobre los muchachos de Clochemerle, que se honraban con su amistad. Y esto por varias razones. En primer lugar, por la manera especial con que se arrugaba artísticamente la boina, de «entoldarse», como solía decir, y en segundo término, por su peinado, con los cabellos recogidos en la nuca, un peinado imitado, pero nunca igualado, que el peluquero de Clochemerle sólo podía lograr en la cabeza de Fadet, especialmente formada para aquella elegancia de chulapería. Además, Fadet había sido en sus tiempos corredor ciclista y mecánico de aviación, lo que le permitía, en sus relatos legendarios y siempre perfeccionados cuando los repetía, tratar a los grandes ases de las carreteras y del aire con una fraternal libertad de lenguaje. Pero contaba sobre todo su gran hazaña, «la vez que llegué en segundo lugar, a una rueda de Ellegard, el campeón del mundo de entonces, te hablo del 1911, en el Velódromo de Invierno». Seguía una descripción del velódromo, con los espectadores poseídos de un entusiasmo frenético y las palabras de Ellegard dictadas por la sorpresa: «He tenido que emplearme a fondo». Los jóvenes clochemerlinos no se cansaban nunca de oír aquella historia que les daba una idea de la gloria. Y la solicitaban en todo momento.

—Explica, Eugene, lo que pasó el día en que te clasificaste en segundo lugar, a una rueda de Ellegard… Ganaste a muchos señoritos, ¿verdad?

—¡Menuda paliza les di! —exclamaba Fadet con el sencillo desdén de los hombres fuertes.

Explicaba una vez más todos los apasionantes detalles y acababa siempre más o menos con estas palabras:

—¡Eh, muchachos! ¿Quién de vosotros paga una copa?

Siempre había un hombrecito de diecisiete años, afanoso por granjearse la consideración de Eugene, que hurgaba en el bolsillo y encontraba el dinero necesario. Entonces, Fadet, antes de cerrar la puerta del establecimiento, gritaba:

—¡Tine! Me voy a un recado.

Y se apresuraba a salir. No lo suficientemente de prisa, a veces, para que no le alcanzara la voz de una mujer acrimoniosa, la suya, Léontine Fadet, que le reconvenía:

—¿Otra vez a beber con los muchachos? ¿Y tu trabajo?

Un personaje que había frecuentado los velódromos y los campos de aviación y que enseñaba a toda una juventud la manera de «domar a las muchachas». («A tus pies deben postrarse implorantes las mujeres para que puedas presumir de ser un hombre»), un personaje de esta calidad, no podía permitir que se menoscabara públicamente su prestigio.

—¡No aceleres, Tine! —respondía el gentleman con calzones de ciclista, haciendo gala de su jerga más pintoresca—. ¡No conduzcas el grueso del pelotón! Frena un poco, o vas a despistarte en un viraje. ¡Guarda tus energías para el sprint final!

Esas metáforas eran muy celebradas por un auditorio de muchachos entre los cuales era fácil despertar admiración. Pero hay que decir que Fadet, cuando estaba a solas más tarde con Léontine, apenas se atrevía a levantar la voz, porque la señora Fadet, mujer ordenada y metódica, recordaba claramente a su marido las ineludibles exigencias de los acreedores y de la máquina registradora. Ella asumía la dirección financiera de la casa Fadet, lo que era una sana medida, pues todo el brío de Eugene no hubiera podido sacar adelante el establecimiento cuando a fin de mes comparecían, con la cartera debajo del brazo, los graves caballeros que iban a cobrar las letras. Afortunadamente, la juventud de Clochemerle ignoraba esos pequeños pormenores de administración interior. Crédula por temperamento, la señora Fadet estaba muy lejos de sospechar que al exconfidente de Navarre y de Guynemer, al antiguo rival de Ellegard, se le consideraba en la vida privada por un «pobre imbécil» y, cosa increíble, que él lo aceptaba sin molestarse. De todos modos, Fadet tomaba toda clase de precauciones para ocultar a su mujer las actividades que llevaba a cabo al margen del establecimiento.

—Cuando hay gente delante, la Tine fanfarronea un poco. Pero ya sé de qué pie cojea. Y sé también la manera de ponerle las peras a cuarto. Eso sí, con todos los respetos…

Guiñaba el ojo izquierdo de una manera canalla y desvergonzada y ello le dispensaba de revelar los misteriosos procedimientos que empleaba en ausencia de testigos. De ahí su poderosa influencia sobre el grupo de jóvenes clochemerlinos deportivos que frecuentaban cada noche su establecimiento. Sin embargo, la fría mirada de la señora Fadet acababa por ahuyentar a los más intrépidos. Se llevaban a Fadet e iban todos a refugiarse cerca de la plaza Mayor, en el «Café de l’Alouette» —en casa de la Josette, una mujer de mala reputación—, donde armaban tal alboroto que los clochemerlinos del barrio decían:

—Es la pandilla de Fadet.

Ya tendremos ocasión de ver en acción a esa cuadrilla.

En un recodo de la carretera, desde donde se descubre la perspectiva de los valles que se extienden hasta el Saona, se encuentra la más hermosa casa burguesa de Clochemerle, en cuyos muros circundantes se levantan, a media altura, unas elegantes verjas. La casa tiene una puerta de hierro forjado, y, al exterior, una avenida cubierta de gravilla de tonos claros, cuadros de flores, árboles que esparcen toda clase de aromas y un jardín inglés en el que pueden verse un seto vallado, un estanque, rocas, confortables sillones, una pista de croquet, una estera de cristal suspendida en la que se refleja el pueblo al revés y, finalmente, una suntuosa escalinata cubierta por una marquesina dotada de un caprichoso festón. En este lugar, lo atractivo deja de lado lo práctico, lo que indica una abundancia de medios que permite el lujoso despilfarro de un terreno que podría dedicarse al cultivo de la vid.

Era la residencia del notario Girodot, que vivía en compañía de su mujer y de su hija Hortense, una muchacha de dieciocho años. Un hijo comenzaba su segundo año de retórica en los jesuitas de Villefranche, después de dos abrumadores fracasos en el bachillerato, vergüenza que se ocultaba a los clochemerlinos. Por demás perezoso, se mostraba derrochador y terriblemente caprichoso, inclinaciones deplorables para un muchacho destinado a ser notario. Digamos, empero, que cuando nadie lo sospechaba el joven Raoul Girodot había tomado una doble resolución: no ser notario en su vida y vivir tranquilamente de la fortuna acumulada por varias generaciones de previsores Girodot, fortuna que estaba en camino de alcanzar proporciones inmorales si un miembro de la estirpe, instrumento de las alternancias humanas, no hubiera aparecido al punto para proceder a la redistribución de esas riquezas, que serían muy bien recibidas en otros sitios, de conformidad con el espíritu de justicia que preside oscuramente el equilibrio del mundo.

Raoul Girodot no sentía la menor necesidad de trabajar; sin duda el gran abuso que de esa facultad habían hecho sus ascendientes impidió que llegara hasta él la menor partícula. A partir de los quince años, consagrando a profundas e intuitivas meditaciones sobre la vida los ocios que le procuraba su holgazanería, se dedicó a dos objetivos, los únicos, a su juicio, verdaderamente dignos de un hijo de familia: poseer un automóvil de carreras y una amante rubia, más bien regordeta (ese gusto por la opulencia carnal era una reacción contra la proverbial delgadez de las mujeres Girodot, pues aquel hijo díscolo soñaba con emanciparse de todas las tutelas y romper con las tradiciones de la raza). Todo el mundo se engañaba, pues, sobre la capacidad de carácter de aquel indolente colegial, que disponía de una energía a toda prueba ante cualesquiera dificultades. Jamás acabó el bachillerato por el que no sentía gran afición, pero dispuso siempre de dinero para sus gastos, y tuvo más tarde el automóvil y la amante rubia que, llevando el uno a la otra, le sirvieron para contraer rápidamente una deuda de doscientos cincuenta mil francos, aunque, hay que decirlo, con la ayuda del póquer.

En cuanto a la joven Hortense siguió también un mal camino, y por su culpa, pues no le faltaron en ningún momento buenos consejos. Pero Hortense estaba dotada de un temperamento peligrosamente romántico, hasta el punto de leer mucho y sobre todo poetas, lo que la impulsó a enamorarse de un muchacho pobre, pasión que constituye el supremo castigo de las muchachas que hacen oídos sordos a los consejos de los padres. De todos modos, esto es una anticipación que nos aparta de nuestro relato.

Los Girodot, muy ricos y notarios de padres a hijos desde cuatro generaciones, eran una familia muy curiosa. El bisabuelo había sido un hombre apuesto, franco en el hablar y dotado de un buen sentido. Pero los descendientes, a fuerza de casarse más con fortunas que con mujeres, bastardearon la estirpe. Una frase de Cyprien Beausoleil ilustra esta evolución.

—Los Girodot son una casta de hombres que hacen el amor en la raja de las alcancías.

El dinero puede proporcionarlo todo, excepto una buena salud. Y practicando tal sistema, los Girodot se tornaron progresivamente amarillentos y encogidos como los viejos pergaminos de sus archivos. Ejemplo sobresaliente de esa degeneración física era Hyacinthe Girodot, con su tez malsana, sus delgadas piernas y sus hombros estrechos.

Si había que dar crédito a las palabras de Tony Byard, Girodot no había sido más que un roñoso malvado y tristón, un usurero y un «trota-bidets», cultivador de los vicios más asquerosos, un hombre que jamás daba un consejo desinteresado y que embrollaba en provecho propio los intereses de las familias. Cierto que Tony Byard, gran mutilado de guerra, inútil cien por cien, podía conocer a fondo a Girodot porque antes del 14 había sido pasante suyo durante diez años. Sin embargo, a causa de un altercado, desde hacía algunos años los dos hombres apenas se saludaban, por lo que cabe poner en tela de juicio las declaraciones de Tony Byard. El mutilado pretendía tener graves motivos de queja contra su patrón, y tal estado de espíritu implica sin duda algunas exageraciones en sus juicios. Por escrúpulo de historiador, expondremos seguidamente el origen de esos pretendidos agravios.

Cuando Tony Byard, lisiado, reapareció en Clochemerle en 1918, fue a visitar a Girodot. El notario le dispensó una acogida por demás cordial, le habló de su magnífico valor, le llamó «héroe» y le aseguró el reconocimiento de todo el país y la gloria que llevaban aparejadas sus heridas. Incluso le ofreció un puesto en la notaría, a base, por supuesto, de un nuevo salario, teniendo en cuenta la mengua de rendimiento que suponía su parcial invalidez. Byard respondió que contaba con una pensión en concepto de mutilado de guerra. Finalmente, después de una media hora de cordial conversación, Girodot acabó por decir a su antiguo pasante:

—En suma, las cosas no le han ido del todo mal…

Y con estas consoladoras palabras, lo acompañó hasta la puerta y le deslizó una moneda de diez francos en la palma de la mano. Estas palabras, los diez francos y el ofrecimiento de un empleo con el sueldo rebajado, constituían las quejas de Tony Byard.

¿Tenía razón Tony Byard de sentirse agraviado? Cuando se dirigía a él, Girodot pensaba cómo siempre en el dinero, mientras que Tony Byard, al escucharle, pensaba en otras cosas. Desde el punto de vista de Girodot, nadie osaría decir que anduviera equivocado: ganar, en el momento de la declaración de guerra, ciento cuarenta y cinco francos al mes, con la única perspectiva de llegar a doscientos veinticinco francos a los cincuenta años, y volver cuatro años después al país con dieciocho mil francos de renta, no cabe duda de que, en términos financieros, es un buen asunto. Las conclusiones a que llegaba Girodot eran de orden financiero, pero Tony Byard, egoísta como era, sólo pensaba en que había partido con cuatro miembros y que a los treinta y tres años volvía sólo con dos. (Había sufrido la amputación del brazo izquierdo a la altura del antebrazo y de la pierna derecha hasta más arriba de la rodilla). Se juzgaba mermado, lo que era a todas luces evidente, pero en cambio se negaba a considerar que dieciocho mil francos al año por el antebrazo y la pierna de un humilde pasante pueblerino era un buen precio, casi excesivo. Obcecado como estaba, no se daba cuenta de lo que costaría al país. En cambio, Girodot lo había calculado, más lúcido, porque había logrado conservar su integridad física y, además, porque durante toda su vida había dedicado su inteligencia a los problemas económicos. Y al notario se le ocurrió esta idea: «Si se declara inútiles totales a hombres que sólo han perdido dos miembros, ya tenemos la puerta abierta a todos los absurdos». Veía en ello un atentado a la lógica matemática más elemental que provocaba su ira. Y se dijo: «He aquí un muchacho que puede vivir más de veinte años. En el supuesto de que haya cien mil como él, ¿qué costaría?». El resultado del cálculo lo dejó aterrado.

18.000 X 20 = 360.000 X 100.000 = 36.000.000.000

¡Treinta y seis mil millones! Y entonces, ¿qué? «Los boches[3] pagarán». ¡Ah, esto se dice pronto! ¿Y la pensión para las viudas de guerra, y la reconstrucción de las regiones devastadas? ¿De dónde saldrá este dinero? ¿De dónde? Calculó que se había suscrito a diferentes empréstitos por un total de quinientos setenta y cinco mil francos. El notario Girodot era muy prudente en sus operaciones financieras y sólo adquiría valores extranjeros cuando los emitía un país que no tuviera que pagar millares de piernas y de brazos amputados. Escribió en su agenda, con un triple subrayado, la palabra «Empréstito». Otra forma de razonamiento requirió su atención. «Supongamos —la suposición es infundada, pero, en fin—, supongamos que yo, Girodot, he perdido un brazo y una pierna en la guerra. Me darían solamente dieciocho mil francos». Este sistema de pensiones era, a su juicio, básicamente equivocado. Sí, no cabía duda, porque la cotización de los miembros era en todos los casos la misma, o sea que se pagaba un brazo de notario a la misma tarifa que el de un pasante o el de un peón. ¡Inconcebible! ¡A qué absurdos conduce la política de adulación y halago! «Esta gente nos lleva a la ruina», exclamó trágicamente Girodot en el silencio de su despacho. Pensó un buen rato en los hombres políticos que habían aprobado tales leyes, una especie de toque de agonía que anunciaba la bancarrota de la época contemporánea, la destrucción de los sublimes sentimientos que durante tanto tiempo han sostenido la civilización: «La guerra, que debería ser la escuela del sacrificio, ¿sería, pues, en definitiva, un estímulo para la holgazanería?».

Nos hemos extendido en estos pormenores para mostrar la grandeza de miras del notario Girodot, cuyas especulaciones, si le interesaban a veces personalmente, se elevaban siempre a un plano nacional y se proyectaban para un futuro en forma de previsiones útiles.

En cambio, ¿qué pensaba Tony Byard? Hay que reconocer que sus puntos de vista eran muy limitados. Porque había perdido un brazo y una pierna en la guerra, aquel desgraciado se figuraba que el accidente que había sufrido, al fin y al cabo de un alcance limitado, debiera haber merecido la solicitud de sus contemporáneos, como si las personas que nada habían perdido tuvieran que crearse obligaciones con respecto a él. El pobre Tony Byard se creía con derecho a todo. Se embolsaba bonitamente dieciocho mil francos al año y no tenía que agradecérselo a nadie. Y cuando un hombre respetable, honorable, que debido a su buena posición hubiera podido prescindir de hacer gala de sus buenos sentimientos, le ofrecía diez francos y se congratulaba de la suerte que era tener, a los treinta y tres años, dieciocho mil francos de renta, he aquí que Tony Byard cogía una rabieta. ¿Acaso tenía razón? Anotemos, dicho sea de paso, que Tony Byard había merecido un trato de favor. Pues cuando Jean-Louis Galapin volvió, con un brazo amputado, a Clochemerle, un año antes que Tony Byard, Girodot se limitó a decirle cuando se encontró con él en la calle:

—¡Es una cosa muy triste, muchacho! Procuraré ayudarte…

Y le dio una moneda de cinco francos, sin ofrecerle ningún empleo.

Como justamente hacía observar el notario, uno no ve sino sus propias miserias. También él había experimentado las consecuencias de la guerra, debido a la moratoria que le obligó a suspender una parte de sus transacciones. Había adquirido bonos del emprésito por un total de quinientos setenta y cinco mil francos. Fue una operación atrevida, pues comportaba sus riesgos. Dejándose arrastrar por un sentimiento de exaltación patriótica, subsiguiente a la lectura de un intrépido artículo de M. Marcel Hutin, entregó al Tesoro —contra rembolso, claro está— la tercera parte de los luises que poseía, o sea sesenta mil francos en dicha moneda. «Que cada cual cumpla con su deber. ¡Arriba los corazones, amigos míos!», había repetido constantemente Girodot, durante los años terribles, dando él mismo, con gran firmeza de ánimo, el ejemplo en la realización de los sacrificios necesarios. Desde que empezó la guerra, en agosto de 1914, hasta mediado el año siguiente, Girodot donó veinte francos a los combatientes que volvían a Clochemerle después de haber sido hospitalizados. Después, tuvo que reducir sus donativos porque la guerra se prolongaba más tiempo del previsto y aumentaba considerablemente el número de heridos y de viudas. Con todo, nunca había dejado de hacer algo.

En 1921, Girodot, que era un hombre ordenado y dejaba constancia de todo, tuvo la curiosidad de saber a cuánto ascendían los gastos excepcionales de guerra que había efectuado. Comprendían éstos los donativos a personas y la aportación a las colectas. Examinó meticulosamente sus viejos cuadernos de apuntes y llegó a la suma de novecientos veintitrés francos con quince céntimos en el período comprendido de agosto de 1914 a fines de 1918, cantidad de la que no se hubiera desprendido a no ser por la guerra, y sin que ello significara disminución alguna en sus habituales limosnas y dádivas a la Iglesia. Hay que decir que esta generosidad se veía compensada por la plusvalía que se extendía a todos sus bienes. En aquella ocasión, procedió al cálculo de su fortuna. Valorando a la cotización actual sus viñedos de Clochemerle, su casa y su despacho, sus propiedades de los Dombes y del Charollais, sus bosques y sus títulos de renta, estimó que su fortuna se elevaba a cuatro millones seiscientos cincuenta mil francos (contra una valoración de unos dos millones doscientos mil francos en 1914), a pesar de una pérdida de sesenta mil francos en valores rusos. Sintiéndose aquel día con vocación para las estadísticas, cogió de un cajón de la mesa escritorio una pequeña agenda en la que figuraba la inscripción: «Caridades secretas,». El total ascendía, para los años de guerra, a treinta y tres mil francos. Digamos, de paso, que las caridades del notario Girodot coincidían con las fechas de sus viajes a Lyon y habían sido distribuidas, principalmente en el barrio de los Archers, entre personas muy dignas de interés por la prontitud con que se desnudaban y el trato familiar que dispensaban a los hombres respetables.

Reflexionando a propósito de esas cifras fijó los ojos en el apartado de los novecientos veintitrés francos con quince céntimos, y se dijo: «Creía haber dado más», y respecto a los treinta mil: «No creía haber ido tan lejos…». Sobre esta última partida, llegó a la conclusión de que los preliminares, con las comidas, el champaña, los paseos en coche y a veces los regalos, le habían resultado más caros que los téte-a-téte. Sin embargo, estos preparativos eran indispensables para que luego se sintiera el ánimo solazado. «Después de todo —concluyó—, siempre estoy encerrado aquí y apenas me distraigo». Y murmuró sonriendo: «¡Ah, las encantadoras bribonas…!». Luego, comparando las tres cifras —cuatro millones seiscientos cincuenta mil, treinta y tres mil, y novecientos veintitrés con quince—, se hizo a sí mismo esta observación: «Hubiera podido hacer un poco más… Verdad es que tenía disponibilidades para ello».

Por lo que acabamos de decir, se ve claramente que el notario Girodot era un hombre irreprochable, y resulta evidente que las insinuaciones de Tony Byard, además de calumniosas, estaban dictadas por el resentimiento. Afortunadamente, Girodot no era juzgado en Clochemerle por los pocos que prestaban oídos a las invectivas de Tony Byard. Era un hombre que gozaba de gran reputación. La expresión es tal vez poco concreta y está sujeta siempre a matices de tipo local. De una manera general, puede afirmarse que presupone la fortuna (a nadie se le ocurriría aplicarla a un hombre pobre, porque la mente se resiste, naturalmente, a la asociación de estos dos términos: reputación y pobreza), pero, eso sí, una fortuna de la que se hace un uso moderado, una fortuna discretamente generosa, que permite una armoniosa concordancia entre las convicciones y los actos de su poseedor. Éste era el caso, como hemos visto, del notario Girodot.

Girodot era, en Clochemerle, el primer representante de la burguesía, pues lo habían precedido en la dignidad burguesa varias generaciones de ricos Girodot. Con excepción del notario, apenas había en el pueblo una preclara representación burguesa, puesto que los clochemerlinos eran todos propietarios de viñedos, es decir, simples cultivadores enriquecidos. La situación de Girodot era, pues, especial, algo así como el intermediario entre el clan aristocrático de los Courtebiche y el resto de la población. Siguiendo el ejemplo de los moradores del castillo, sentaba en su mesa al cura Ponosse, y su máxima ambición hubiera sido tener por huéspeda a la baronesa; pero la noble señora se negaba a ello. La baronesa había transferido al cuidado de Girodot una parte de los bienes que atendían sus notarios de París y Lyon, pero lo trataba como a un simple intendente de su hacienda. Lo invitaba de vez en cuando a su casa, del mismo modo que si se tratara de una audiencia real, pero no iba a la de Girodot, como tampoco frecuentaba la casa rectoral. Y en cuanto al modo de mantener su rango, se basaba en unas normas concretas, de una eficacia probada. Porque es una cosa cierta: cuando las clases sociales se mezclan más de la cuenta, las diferencias se van reduciendo y las superioridades acaban por desaparecer. La supremacía de la baronesa residía en la parquedad con que manifestaba sus simpatías. Respecto al notario, cuyos intereses iban viento en popa en tanto que los suyos declinaban, se mostraba intratable.

—Os aseguro —decía— que si iba a comer sus guisados no tardaría en verme protegida por ese tabelión[4] provinciano.

Girodot se sentía profundamente dolido por los desaires de la baronesa, hasta el punto de que reducía sus legítimos beneficios sobre las operaciones que efectuaba por cuenta de su cliente con la esperanza de que aquella rebaja influiría en el ánimo de la baronesa y la haría mostrarse menos desdeñosa. En esto estribaba, precisamente, la diferencia de sus razas. La orgullosa baronesa no podía soportar a un hombre que consagraba su tiempo a mezquinas componendas. En cambio, Girodot gozaba cerca de los clochemerlinos de una consideración especial. Éstos sentían por el notario un temeroso respeto, y lo mismo le ocurría a Ponosse, dispensador de los privilegios celestiales, y a Mouraille, protector de la vida terrenal. Pero los problemas de vida o muerte se presentan muy raras veces, y una sola vez en toda la existencia el de la eternidad, en el último momento, cuando la partida terrenal está definitivamente jugada.

En cambio, las cuestiones de dinero se plantean en todo momento, de la mañana a la noche, desde la infancia a la vejez. La idea del lucro latía en el cerebro de los clochemerlinos al mismo ritmo que la sangre en sus arterias, y a ello se debía que el ministerio de Girodot adquiriera mayor prestigio que el de Ponosse y el de Mouraille. Esta prioridad aureolaba al notario de un gran prestigio. Era él, sin duda, quien penetraba más profundamente en las almas de Clochemerle, pues si había en el pueblo individuos que gozaban de buena salud y otros a quienes la eternidad les importaba un comino, no se hallaba ni uno solo que no tuviera preocupaciones económicas y necesidad de consejos para colocar su dinero.

Girodot iba a misa, celebraba las Pascuas y sólo leía la buena prensa. Solía decir: «En nuestra profesión, debemos inspirar confianza». (Con todo, esta última palabra, colocada aquí por azar, no tiene probablemente relación directa con su verdadero modo de pensar). En cuanto a la salud, Hyacinthe Girodot estaba predispuesto a las caries, forúnculos, tumores y, en general, a toda clase de males que producen supuraciones. Además, desde los cuarenta y tres años, sufría ataques de reuma de origen microbiano. El microbio había revelado su presencia en el organismo de Girodot cuatro días después de una de sus «caridades secretas». Se le combatió sin lograrse su destrucción completa, porque el bacilo encontraba en los tejidos artríticos del notario un terreno sumamente apropiado para las emboscadas. Estos ataques, frecuentes y dolorosos, que exigían un diagnóstico compatible con la tranquilidad moral de la señora Girodot y la buena reputación del notario, ponían a éste a merced del doctor Mouraille, cuya discreción agradecía reservándole las mejores hipotecas de su gabinete.