Una observación. Al decir de algunos historiadores de costumbres, los primeros apellidos, aparecidos en Francia hacia el siglo XI, tuvieron su origen en una particularidad física o moral del individuo y con mayor frecuencia se inspiraron en su profesión. Esta teoría parece confirmarse por los apellidos que encontramos en Clochemerle. En 1922, el panadero se llamaba Farinard; el sastre, Futaine; el carnicero, Frissure; el salchichero, Lardon; el carrocero, Bafére; el carpintero, Billebois, y el tonelero, Boitavin. Estos apellidos atestiguan asimismo la fuerza de la tradición en Clochemerle, y que además las profesiones se han transmitido de padres a hijos, en las mismas familias, desde hace unos siglos. Una perseverancia tan señalada demuestra una gran dosis de terquedad, una propensión tenaz en practicar el bien o el mal hasta las últimas consecuencias.
Segunda observación. Casi todos los clochemerlinos pudientes viven agrupados en la parte alta del pueblo, encima de la iglesia. «Es de la parte baja», se dice en Clochemerle para calificar a las personas de condición modesta. «Clochemerlino de abajo», o simplemente «de abajo» es una especie de insulto. En efecto, es en la parte alta del pueblo donde viven Barthélemy Piéchut, el notario Girodot, el farmacéutico Poilphard, el doctor Mouraille, etc. Por poco que se reflexione sobre ello, la cosa se explica. En Clochemerle ha ocurrido, ni más ni menos, lo que en las grandes aglomeraciones urbanas en vías de crecimiento. Los más audaces, los de espíritu conquistador, se han asentado en los espacios nuevos, donde el sitio no estaba al alcance del más osado, mientras que los pusilánimes, condenados al estancamiento, continuaban amontonándose alrededor de las instalaciones del pasado, sin hacer el menor esfuerzo para ensanchar sus límites. En consecuencia, la parte alta del pueblo, entre la iglesia y el recodo de la carretera, es el barrio de los fuertes y de los poderosos.
Tercera observación. A excepción de los comerciantes, los artesanos, los funcionarios, la gendarmería mandada por el brigada Cudoine y una treintena de haraganes que se emplean en bajos menesteres, todos los habitantes del pueblo son viñadores, los más de ellos propietarios o descendientes de antiguos propietarios que cultivan la vid por cuenta de la baronesa de Courtebiche, del notario Girodot o de algunos forasteros o castellanos propietarios de tierras en los alrededores de Clochemerle. De ahí que los clochemerlinos sean orgullosos, incrédulos y amantes de la independencia.
Antes de abandonar la iglesia, digamos unas palabras acerca del cura Ponosse, provocador en cierta medida de los disturbios de Clochemerle. A decir verdad, sin haberlo querido, pues ese cura, tranquilo y sosegado, que ejerce su sacerdocio a la edad en que más le valiera la jubilación, es el primero en rehuir las luchas que sólo dejan en el alma un poso de amargura, sin contribuir, justo es decirlo, a la gloria de Dios.
Cuando el cura Ponosse se instaló, hace una treintena de años, en el pueblo de Clochemerle, había ya «debutado» como vicario en una ingrata parroquia del departamento de Ardèche. Su permanencia en aquella parroquia, apenas lo había desbastado. Seguía siendo un lugareño y no había podido zafarse de la torpeza del seminarista al enfrentarse con las vergonzosas desazones de la pubertad. Las confesiones de las mujeres de Clochemerle, lugar donde los hombres son particularmente activos, le aportaron revelaciones que le pusieron en más de un aprieto. Como en estas materias su experiencia personal era casi inexistente, las respuestas a las torpes preguntas que formulaba le iniciaron en las falsedades de la carne. La horrible luz que estas conversaciones encendieron en su alma le amargaron la soledad en que vivía, poblada siempre de lúbricas e infernales imágenes. De naturaleza sanguínea, Agustín Ponosse no se sentía en modo alguno inclinado al misticismo, tema, por lo general, de las almas atormentadas que suelen albergarse en cuerpos enfermizos. Por el contrario, Ponosse poseía un organismo de una perfecta regularidad, comía con buen apetito y las exigencias de su naturaleza las ocultaba púdicamente la sotana, aunque no por ello impedía que, de vez en cuando, se manifestaran.
Afortunadamente, cuando, con todo el ardor de la juventud, llegó a Clochemerle para ocupar el sitio de un sacerdote que murió a los cuarenta y dos años, víctima de una gripe complicada con pulmonía, Agustín Ponosse encontró en el presbiterio a Honorine, el prototipo del ama del cura. Ésta derramaba copiosas lágrimas en recuerdo del difunto, prueba de una respetable y piadosa fidelidad. Sin embargo, el aspecto vigoroso y lleno de bondad del nuevo cura pareció consolarla rápidamente. Honorine era una mujer de treinta y dos años para la cual la buena administración de un lugar sacerdotal no tenía secretos, una experimentada ama de casa que examinó severamente los andrajos de su nuevo patrón y le reprochó el desaliño de su indumentaria.
—¡Desgraciado! —exclamó—. ¡Qué mal cuidado está usted!
Le aconsejó para el verano el uso de calzoncillos cortos y unas bragas de alpaca que evitan la transpiración excesiva debajo de la sotana, le obligó a que se comprara ropa de franela y le instruyó sobre el modo de ir cómodamente vestido y ligero de ropa mientras estuviera en casa.
Al cura Ponosse le sentó como un bálsamo la consoladora dulzura de aquella vigilancia y dio gracias al Cielo por ello. Con todo, se sentía triste, atormentado por alucinaciones que le robaban el descanso y contra las cuales luchaba, congestionado, como san Antonio en el desierto.
Cada edad tiene sus exigencias y sus goces. Desde hacía diez años, Ponosse limitaba los suyos al tabaco en pipa, y, sobre todo, al excelente vino de Clochemerle, del que había aprendido a hacer uso sabiamente, ciencia que le recompensó poco a poco de su celo apostólico. Expliquémonos.
Cuando, treinta años antes, llegó a Clochemerle, el joven sacerdote Agustín Ponosse encontró la iglesia frecuentada aún por las mujeres, pero abandonada, salvo raras excepciones, por los hombres. Inflamado de ardor juvenil, afanoso de complacer al arzobispo, el nuevo cura, creyendo obrar mejor que el anterior, eterna presunción de la juventud, se propuso acrecentar el número de fieles masculinos y dedicarse a la conversión de las almas. Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que no conseguiría ningún ascendiente sobre los hombres mientras no se le conociera como buen catador de vino. El vino era, en Clochemerle, el único tema de conversación y se medía el grado de inteligencia de las personas según la finura de su paladar. Quien, después de tres tragos paseados varias veces en torno a las encías, no sabe decir: «Broilly, Fleurie, Morgon o Juliénas», es para aquellos fervientes viticultores un perfecto imbécil.
Agustín Ponosse era un profano. Durante toda su vida no había bebido más que las horrendas mixturas del seminario, o, en Ardèche, unos vasos de aguapié que no se prestaban a ningún análisis. Los primeros días, la suavidad del vino de Beaujolais lo dejó abrumado.
El sentimiento del deber sostuvo a Ponosse. Pensando sólo en su sagrado ministerio, se prometió a sí mismo dejar a un lado la continencia y asombrar con sus hazañas a los clochemerlinos. Animado por un celo evangélico, comenzó a frecuentar la posada Torbayon, a trincar con unos y con otros y a responder a una chanza con otra chanza, a pesar de que algunas, de tono subido, se referían a la vida privada de los sacerdotes. Con todo, Ponosse nunca se tomaba esto en serio, y los parroquianos de Torbayon llenaban sin parar su vaso, pues se habían jurado emborracharle algún día. Pero el ángel de la guarda de Ponosse velaba para hacerle conservar en el fondo del cerebro una decente lucidez, a fin de que su comportamiento fuera en todo momento compatible con la dignidad eclesiástica. Honorine ayudaba en su tarea a este ángel tutelar. Cuando la ausencia de Ponosse se prolongaba demasiado, ella salía del presbiterio situado en frente de la posada, cruzaba la calle y en el umbral del establecimiento aparecía una figura severa, comparable al remordimiento.
—Señor cura —decía—, en la iglesia preguntan por usted. Venga usted en seguida. Ponosse apuraba su vaso de un trago y se levantaba inmediatamente. Cediéndole el paso, Honorine cerraba luego la puerta, no sin dirigir una mirada terrible a los holgazanes y a los «bebe sin sed» que pervertían a su amo, abusando de su credulidad y de sus buenos sentimientos.
Ese sistema no llevó al redil ninguna oveja descarriada, pero Ponosse adquirió una verdadera competencia en materia de vinos y en consecuencia se granjeó el afecto de los viñadores de Clochemerle, que lo conceptuaban un hombre modesto, que no les atiborraba la cabeza con sermones y que, además, estaba siempre dispuesto a beber un vaso con ellos. En quince años, la nariz de Ponosse floreció magníficamente y llegó a ser una enorme nariz «beaujolaise», cuyo color iba del violeta al púrpura. Aquella nariz inspiraba confianza en toda la comarca.
Nadie puede ser competente en una materia si no tiene afición por ella y la afición trae aparejada la necesidad. Y esto fue lo que le ocurrió a Ponosse. Su consumo cotidiano se elevaba a dos litros de vino, de los que no habría podido prescindir sin grandes sufrimientos. Esta cantidad no le enturbiaba el cerebro, pero lo mantenía en un estado de beatitud un poco artificial que se le hizo progresivamente necesario para soportar los deberes de su ministerio, agravados por las desazones domésticas a causa de Honorine.
A medida que iba envejeciendo, el ama cambió mucho. Cosa curiosa: cuando Ponosse se encerró en una rigurosa reserva, el comportamiento de Honorine no fue tan atento y respetuoso como antes y en pocos días su antigua devoción se esfumó por completo. Sustituyó las oraciones por el rapé que, al parecer, le procuraba goces superiores. Más adelante, metiendo mano en las reservas de viejas botellas acumuladas en la bodega, inestimable riqueza procedente de los dones de las personas piadosas, se puso a beber con tal falta de discernimiento que a veces se daba de narices en la fregadera. Su carácter se agrió, descuidó el servicio y empezó a debilitársele la vista. En la soledad de la cocina, donde Ponosse ya no se atrevía a entrar, fraguaba extrañas maquinaciones y se expresaba en tono amenazador. Las sotanas estaban llenas de manchas, la ropa sin botones y los alzacuellos mal planchados. Ponosse vivía desasosegado. Si en otro tiempo Honorine le había procurado momentos agradables y prestado estimables servicios, le ocasionaba, en su vejez, no pocas molestias. Así se comprende que el preciso aroma de un buen vino fuera más que nunca un consuelo indispensable para el cura de Clochemerle.
Otra clase de consuelos le fue proporcionada por la baronesa de Courtebiche, cuando, en 1917, se instaló definitivamente en Clochemerle. Dos veces al mes, por lo menos, comía en el castillo, invitado por la baronesa. Se le trataba con las atenciones que merecía, no tanto él, personalmente, como los «principios» de los cuales era el rústico representante. («Un poco “torpe”, decía de él la baronesa»). Pero Ponosse no se daba cuenta del matiz, y las atenciones, un poco burdas, que le dispensaban, por el prurito principesco de tratar a las personas de acuerdo con su categoría social, despertaban en él emocionados sentimientos de gratitud. Las estancias en casa de la baronesa, cuando en su edad madura ya no podía esperar nuevos placeres, le revelaron lo que podía ser una comida verdaderamente exquisita servida por camareros adiestrados y con una ostentación de servilletas, cristalería y vajilla de plata adornada con escudos de armas cuyo uso le embarazaba y le encantaba al mismo tiempo.
Así, a los cincuenta y cinco años, conoció Ponosse las pompas del orden social que había servido oscuramente enseñando la cristiana virtud de la resignación, tan favorable al florecimiento de las grandes fortunas. Y admiraba ingenuamente la bondad de aquel orden que, funcionando bajo la fiscalización de la Providencia, permitía honrar magníficamente a un pobre cura aldeano que predicaba la virtud a la medida de sus débiles fuerzas.
El caso es que desde que frecuentaba la casa de la baronesa, el cura Ponosse se había formado del cielo una imagen más sublime. Se lo figuraba decorado y amueblado hasta el infinito como el interior del castillo de Courtebiche, la más deslumbrante morada que conociera. Los goces de la eternidad eran allí los mismos, pero justo es decir que gran parte de su calidad incomparable la debía a la belleza del marco, a la distinción del ambiente y a la numerosa, angelical y silenciosa servidumbre. En cuanto a los anfitriones y a los invitados no eran, ciertamente, de baja estirpe, sino marqueses, princesas, de una gracia sutil, que sabían dar libre curso a las exquisiteces de una conversación espiritual salpicada de incursiones voluptuosas que aplicaban seráficamente a las personas de los bienaventurados, sin que a éstos se les arrebolasen las mejillas ni tuvieran que reprimir su satisfacción. Poder explayarse a sus anchas… Coartado por los escrúpulos y los encantos chabacanos de Honorine, que olía más a lejía que a perfumes de tocador, Ponosse había ignorado hasta entonces en este mundo los deleites de aquella plenitud.
Así era, moral y físicamente, el cura Ponosse en 1922. Debemos añadir que el peso de los años lo había encorvado. Su talla, que había alcanzado un metro sesenta y ocho cuando se presentó al servicio militar, había quedado reducida a un metro sesenta y dos. Pero el diámetro de su cintura se había triplicado. Su salud era bastante buena, excepto frecuentes ahogos, hemorragias por la nariz, ataques de reuma en invierno y agudas molestias, todo el año, en la región hepática. El buen hombre soportaba animosamente estas miserias, que ofrecía a Dios como expiación, y envejecía en paz al amparo de una reputación sin mácula, nunca empañada por el escándalo.
Prosigamos ahora nuestro paseo como si, al salir de la iglesia, torciéramos a la derecha. El primer edificio que encontramos, en la esquina del callejón de los Frailes, es el de las «Galeries Beaujolaises», el establecimiento más importante de Clochemerle, el más acreditado y concurrido. En él se encuentran las últimas novedades, tejidos, sombreros, confección, mercería y calcetería, ultramarinos de las mejores marcas, licores de calidad, juguetes y utensilios para la limpieza. Previo encargo, sirven también cualquier artículo que no suele encontrarse en las tiendas locales. La prosperidad y el atractivo de tan magnífico establecimiento se debía a la sazón a una sola persona.
En el umbral de las «Galeries Beaujolaises», emergiendo del fuego, peinada con rayos de luz hurtados a los astros, podía admirarse a Judith Toumignon, con sus llameantes vellones. El vulgo la denominaba rubia por un afán estúpido de simplificar las cosas, y pelirroja por despecho. Hay que saber distinguir. Existen rubias deslucidas y rubias de color de ladrillo, de un rubio desagradable, opaco, que parecen impregnadas de un sudor acre. Por el contrario, el cabello de Judith Toumignon era de un rojizo color aurífero, del tono de las ciruelas expuestas largo tiempo al sol. En una palabra, era una mujer con miel en las axilas, de un color rubio en el deslumbrante apogeo, una alucinante apoteosis de los tonos más brillantes, exactamente el rubio que se ha convenido en llamar veneciano. El resplandeciente turbante con que se adornaba la cabeza y que descendía sobre la nuca, como en un desmayo sugeridor de infinitas dulzuras, atraía todas las miradas, que quedaban prendidas en ella, corriéndola desde los pies a la cabeza. En cualquier parte de su cuerpo en que se detuvieran, los hombres encontraban motivo para un incomparable deleite, que saboreaban secretamente sin lograr siempre disimular los efluvios a sus mujeres a quienes un íntimo presentimiento les señalaba la ultrajante usurpadora.
Al margen de la escala social, de la educación, de la fortuna y de toda suerte de contingencias, la naturaleza se complace a veces en crear maravillas. Y esta creación de su soberana fantasía toma cuerpo donde a ella se le antoja: una vez es una pastora, otra vez una trapecista, y por esa especie de retos, presta un nuevo impulso a las gravitaciones sociales y prepara nuevas cópulas, nuevos injertos, nuevas componendas entre el deseo y la concupiscencia. Judith Toumignon era una de esas maravillas cuya perfección raras veces se produce. El destino, malicioso, la había situado en el centro del pueblo en funciones de comerciante pronta a mostrarse amable con todo el mundo. Sin embargo, esto no era más que mera apariencia, pues su principal papel, oculto pero profundamente humano, era el de incitadora a los transportes amorosos. Aunque, por su cuenta, no se mantuviera inactiva y no gastara muchos remilgos, su participación en el volumen de efusiones clochemerlinas es escasa en comparación con la misión alegórica y sugestiva que asumía en toda la comarca. Aquella mujer radiante y ardorosa era al mismo tiempo antorcha, vestal opulenta y predicadora ejemplar, encargada por una divinidad pagana de mantener encendida en Clochemerle la llama genésica.
Acerca de Judith Toumignon puede hablarse francamente como de una obra maestra. Bajo la turbadora cabellera, el rostro, un poco ancho aunque bien delineado, de poderosas mandíbulas, dientes irreprochables de persona que come con buen apetito y labios carnosos constantemente humedecidos por la lengua, aparecía animado por unos ojos negros que, por contraste, acusaban aún más su resplandor. Séanos permitido entrar en detalles acerca de aquel cuerpo, tal vez demasiado apetitoso. Las curvas habían sido calculadas de acuerdo con una infalible circunvalación visual. En él, parecían haber colaborado Fídias, Rafael y Rubens. Los volúmenes habían sido modelados con una maestría tan perfecta que no sólo no presentaban ningún signo de insuficiencia, sino que, hábilmente moldeados en la plenitud del conjunto, ofrecían al deseo evidentes puntos de apoyo. Los senos formaban dos promontorios adorables y por doquier había montículos, trampolines, atractivos estuarios, hoyuelos seductores, montes y suaves calveros, donde los peregrinos se hubieran detenido a orar o a apagar sus ardores en los refrigerantes manantiales. Pero el paso por aquellos campos ubérrimos estaba prohibido para quien no estuviera provisto de un salvoconducto de difícil obtención. Con la mirada podía uno recorrerlos, sorprender a veces alguna porción umbrosa, deleitarse en la contemplación de alguna prominencia, pero no estaba permitido aventurarse por ellos físicamente. En cuanto a la piel, era de una sedosa y lechosa blancura cuya sola contemplación hacía enronquecer a los hombres de Clochemerle incitándoles de paso a cometer actos insensatos.
Empeñadas en encontrarle imperfecciones o defectos, las mujeres se rompían uñas y dientes contra aquella perfecta coraza de belleza, bajo cuya protección, Judith Toumignon sabía ser indulgente. Generosas sonrisas florecían en sus hermosos labios, que penetraban como puñales en la carne escasamente disputada de las envidiosas.
Las mujeres de Clochemerle, por lo menos las que podían vanagloriarse de reunir las condiciones necesarias para una competición amorosa, odiaban secretamente a Judith Toumignon. Odio injusto e ingrato, pues no había una de esas mujeres despechadas que no le fuera deudora, con el favor de una oscuridad propicia a las sustituciones, de homenajes desviados de su destino ideal que se esforzaban en conseguirlo por medios de fortuna.
Las «Galeries Beaujolaises» estaban de tal modo situadas en el centro del pueblo que los moradores de Clochemerle pasaban por delante del establecimiento casi todos los días, y casi todos los días, sin recatarse o a hurtadillas, cínicamente o hipócritamente, según su temperamento, su reputación o el cargo que ejercían, contemplaban a la Olímpica. Estimulados por aquellas formas incitantes, en cuanto llegaban a sus casas se sentían más animosos para consumir el insípido condumio de los actos legítimos. En la vieja olla del puchero casero, la imagen de Judith era pimienta y especias exóticas. En el cielo nocturno de Clochemerle su irradiación era una refulgente constelación de Venus, una orientadora estrella polar para los desdichados perdidos en regiones desiertas con una mujer hosca y fría por única compañía y para los mozos atosigados por la sed en medio de las sofocantes soledades de la timidez. Desde el ángelus de la tarde al ángelus de la mañana, todo Clochemerle descansaba, soñaba y trabajaba bajo el signo de Judith, sonriente diosa de las cópulas satisfechas y de los deberes recompensados, y dispensadora de remuneradoras ilusiones a los hombres de buena voluntad que se esforzaran con buen ánimo. Gracias al virtuoso poder de aquella sacerdotisa milagrosa, ningún clochemerlino se entregaba al sueño con las manos vacías. La radiante Judith enfervorizaba incluso a los aquietados ancianos. No ocultándoles ninguna de las opulencias de su cuerpo, Ruth generosamente inclinada sobre aquellos viejos Booz, friolentos, desdentados y temblorosos, aún obtenía de ellos débiles estremecimientos que los regocijaban un poco antes de sumirse en el frío de la tumba.
¿Puede describirse mejor la hermosa comerciante en la época de su máximo esplendor e influencia? Léase lo que nos ha contado de ella el guardabosque Cyprien Beausoleil que, por escrúpulos profesionales, según asegura, ha mostrado siempre un especial interés por las mujeres de Clochemerle.
—Mientras las mujeres se mantienen tranquilas, todo marcha bien. Pero para que se mantengan tranquilas, los hombres no deben mostrarse holgazanes.
La gente afirma que, en este sentido, Beausoleil fue un trabajador caritativo, compasivo y fraternal, siempre dispuesto a echar una mano a los amedrentados clochemerlinos cuyas mujeres se manifestaban demasiado arrogantes y chillonas. De todos modos, el guardabosque guardaba el secreto de los pequeños favores que prestaba a sus amigos. He aquí con qué sencillez se expresa:
—Esa Judith Toumignon, señor, cuando reía, dejaba ver todo el interior de su boca, húmedo de saliva, con los dientes perfectamente alineados, y, en medio, su hermosa lengua, ancha y sosegada, que parecía una golosina. Con su sonrisa dulce y mojada, a veces semejaba un bostezo, Judith, señor, le hacía a uno pensar en muchas cosas. Pero la sonrisa no era todo. Había algo más que prometía… Yo diría, señor, que esa condenada criatura ha puesto enfermos a todos los hombres de Clochemerle.
—¿Enfermos, señor Beausoleil?
—Sí, señor, le repito que se les ha trastornado la mollera. Enfermos se han puesto a fuerza de retener la mano que porfiaba en posarse en determinados parajes, como no he visto semejantes en ninguna otra mujer, y que Judith parecía poner al alcance de uno. ¡Cuántas veces, señor, le he dicho desde el fondo de mí mismo que no era más que una zorra! Después de haberla visto y de pensar demasiado en ella, me vengaba de mis torturas y la insultaba, aunque, debo decirlo, en términos cariñosos. Porque después de verla, era casi imposible ahuyentarla del pensamiento. Y le hervía a uno la sangre al contemplar todo el muestrario que exhibía, como quien no se da cuenta, pero ¡ay!, insinuando las morbideces de sus opulentas caderas bajo el ceñido vestido y provocando con sus senos descarados, aprovechándose de que el idiota de Toumignon estaba cerca de ella y que, ¡claro!, no podía uno cortejarla, la maldita bribona. Y cuando Judith pasaba dejando husmear sus provisiones de hermosas carnes, blancas y suaves, sin que uno pudiera arrimarse a ellas, ¡voto a cien mil diablos!, se sentía uno como sino hubiera comido en diez días… Finalmente, resolví no acercarme más por su casa. Ver a aquella mujer me producía calambres. Y la cabeza se me iba, como cuando cogí una insolación. Fue el año anterior a la guerra, un año caluroso por demás. Hay que decir que aquel amago de insolación se debió en gran parte a que llevaba puesto el quepis, que impide que el aire circule por la cabeza. En los días en que el calor aprieta, como suele ocurrir en los años de sequía, si tiene uno que exponerse al sol no debe beber vino que pase de diez grados. Y aquel día, en casa de Lamolire, bebí un mosto que debía de tener entre los trece y los catorce, dos viejas botellas que sacó de su bodega para obsequiarme por un servicio que le había prestado. Como uno es guardabosque, tiene ocasión de hacer favores, lo que le da a uno categoría y la posibilidad de estar a buenas con todo el mundo o de fastidiar a quien sea, de acuerdo con las conveniencias de uno, según sea en un sentido o en otro, y si le interesa a uno que las cosas sean de un modo o de otro…
Pero ya es tiempo de que volvamos a Judith Toumignon, emperatriz de Clochemerle, a quien todos los hombres rendían tributo de admiración y deseo, y blanco, para todas las mujeres, de un odio contenido, alimentado cada día por el ansia de que úlceras y erupciones malignas arruinaran aquel cuerpo insolente.
De todas las difamadoras de Judith Toumignon la más encarnizada era su vecina inmediata Justine Putet, coronela de las virtuosas mujeres de Clochemerle, que podía desde su ventana vigilar la parte trasera de las «Galeries Beaujolaises». De todas las malquerencias que la comerciante tenía que sufrir, la de la solterona era la más constante y la más eficaz, porque sacaba esforzados ánimos de la piedad y también, sin duda, de una virginidad irremediable con la que contribuía a la mayor gloria de la Iglesia. Atrincherada en la ciudadela de su inexpugnable virtud, Justine Putet censuraba acerbamente las costumbres del lugar y, en particular, las de Judith Toumignon, cuya popularidad, argentino timbre de voz y frescas risotadas constituían para ella una cotidiana y desgarradora afrenta. La hermosa comerciante era feliz y lo dejaba ver, cosa difícil de perdonar.
El título de poseedor oficial de la espléndida Judith pertenecía a François Toumignon, el marido. Pero su poseedor activo y correspondido con la misma moneda era Hippolyte Foncimagne, oficial del juzgado, muchacho apuesto, moreno, de cabellos abundantes y ligeramente ondulados, que llevaba aún entre semana, puños en la camisa y corbatas originales, por lo menos en Clochemerle, y que, siendo soltero, vivía a pensión en la fonda Torbayon. Es hora ya de decir cómo incurrió Judith Toumignon en aquellos amores culpables que le proporcionaban, dicho sea de paso, intensos y frecuentes goces, eminentemente favorables a su tez y a su humor. De ello se beneficiaba el ciego François Toumignon, a cuyo deshonor debía la envidiable paz de que gozaba en el hogar. En el desbarajuste de las relaciones humanas, esas conexiones inmorales son, ¡ay!, demasiado frecuentes.
De origen humilde, Judith comenzó muy joven a ganarse el sustento. Avispada y bien parecida, ello le fue fácil. A los dieciséis años salió de Clochemerle para Villefranche, donde vivió con una tía suya, y fue sucesivamente camarera de café o de hotel y vendedora en diferentes establecimientos. Por doquier dejó huellas profundas y por doquier su paso provocó graves trastornos, hasta el punto que la mayoría de sus patronos le ofrecieron abandonar su negocio y su mujer y partir con ella llevándose cuanto dinero tuvieran en el Banco. Judith rechazó orgullosa los ofrecimientos de aquellos hombres importantes, pero lamentablemente barrigudos. Ella anhelaba el amor en su estado de pureza, bajo los rasgos de un garboso muchacho y al margen de las contingencias del dinero, con las que físicamente se resistía a confundirlo. Esos escrúpulos le dictaron el camino a seguir. Ambicionaba, ante todo, ser amada, muy amada, pero de una manera que no fuese ni paternal ni excesivamente sentimental. Ardían en ella imperiosas necesidades y, más que la fortuna, prefería el olvido total de sus abandonos sinceros. Todos los días de su vida le depararon agradables satisfacciones que culminaron, por otra parte, en abrumadores pesares. En aquel momento contaba en su haber con algunos amantes y varios caprichos.
En 1913, a los veintidós años, en el apogeo de sus progresos físicos, regresó a su pueblo, donde sorbió los sesos a todos los habitantes del lugar. Un clochemerlino se emanoró perdidamente de ella: François Toumignon, el hijo de las «Galeries Beaujolaises», heredero indiscutible de un bien cimentado establecimiento y en vísperas de casarse con otra hermosa muchacha, Adèle Machicourt. La abandonó para cortejar y suplicar a Judith, y ésta, aún bajo los efectos de un reciente desengaño, animada quizá por la idea de arrebatar aquel joven a una rival, o impulsada por el deseo de instalarse definitivamente, dio su asentimiento. Esta afrenta, Adèle Machicourt, que se convirtió diez meses más tarde en Adèle Torbayon, no se la perdonaría nunca. No porque la desairada echara de menos a su primer novio, pues Arthur Torbayon era a todas luces mejor parecido que François Toumignon, pero la ofensa inferida, además de ser de esa clase de ofensas que una mujer no olvida, constituía un sabroso tema para ocupar los ocios de una vida pueblerina. La proximidad de la fonda y de las «Galeries Beaujolaises», situadas en la misma calle, una enfrente de la otra, alentaba aquel resentimiento. Varias veces al día, desde la puerta de sus casas respectivas, las dos mujeres se examinaban mutuamente, inspeccionando una la belleza de la otra, con la esperanza de descubrir alguna grieta o resquebrajadura. El rencor de Adèle provocaba el desprecio de Judith. Las dos adoptaban, al verse, un aspecto de inefable dicha, muy halagador para los maridos. Rivalizaban, en suma, en felicidades secretas.
El mismo año de la boda de Judith y Toumignon falleció la madre del marido y Judith se encontró dueña absoluta de las «Galeries Beaujolaises». Dotada de un innato sentido comercial, Judith dio un gran auge al establecimiento. Podía dedicar al negocio gran parte de su tiempo, porque François Toumignon apenas le daba qué hacer. En todas las cosas había demostrado tener muy pocos alcances. El desdichado, además de torpe, tenía una prontitud de pájaro, verdaderamente decepcionante. Judith adquirió la costumbre de ir una vez por semana para asuntos de la tienda, según decía, a Villefranche o a Lyon. La guerra acabó de anular a Toumignon y, además, hizo de él un borracho.
A fines de 1919, Hippolyte Foncimagne apareció en Clochemerle. Sentó sus reales en la posada e inició la búsqueda de un suplemento de indispensables comodidades que la estrecha vigilancia de Arthur Torbayon le impedía encontrar en su patrona, lo que hubiera simplificado las cosas. Comenzó a frecuentar las «Galeries Beaujolaises» donde efectuaba pequeñas compras cuya repetición les hacía tomar un matiz madrigalesco. Procediendo por unidades, se proveyó de dieciocho botones mecánicos, objetos de los cuales los solteros hacen gran uso por no tener quien cuide de ellos, lo que impelía a las personas caritativas a decir: «Lo que a usted le hace falta es una mujer», y a los muchachos avisados a contestar en tono apasionado: «Una mujer como usted…». Los ojos del apuesto escribano tenían una dulce languidez oriental y produjeron a Judith una profunda impresión y le devolvieron sus ímpetus juveniles, enriquecidos con la experiencia que sólo puede dar la madurez.
Pronto se observó que el jueves, día en que Judith tomaba el autobús para Villefranche, Foncimagne partía invariablemente con su moto y pasaba el día fuera del pueblo. Se advirtió también que a la hermosa comerciante le gustaba practicar el deporte del ciclismo. Por higiene, se decía, pero este afán higiénico la impelía siempre hacia la carretera que conduce directamente al bosque de Fond-Moussu, refugio de los enamorados de Clochemerle. Justine Putet reveló que mientras Toumignon se hallaba en la taberna, Foncimagne se adentraba, de noche, en el callejón de los Frailes hasta la puerta que daba acceso al patio de las «Galeries Beaujolaises». Por último, otras personas afirmaron haber encontrado al escribano y a la comerciante en una calle de Lyon en la que abundan los hoteles. Y a partir de aquel momento nadie puso en duda la desgracia de Toumignon.
Tres años después, en el otoño de 1922, el interés que había provocado aquel descarado manejo se había ya esfumado por completo. Durante mucho tiempo la opinión pública había esperado un escándalo, quizás un drama, pero luego, al darse cuenta de que los culpables se movían a sus anchas y hacían caso omiso de la situación ilegal en que se encontraban, se desinteresó de ellos por completo. En toda la comarca, Toumignon era el único que no se había enterado de nada. Había intimado con Foncimagne, lo invitaba constantemente a ir a su casa y se mostraba orgulloso de ser el marido de Judith. Las cosas llegaron a tal extremo que ésta juzgó necesario dar a entender que Foncimagne frecuentaba demasiado la casa y que ello daría motivo a que la gente murmurase.
—¿Murmurar de quién? ¿Murmurar de qué? —preguntó Toumignon.
—De Foncimagne y de mí… La gente es mala. Estoy segura que Putet debe de andar por ahí diciendo que nos acostamos juntos…
Toumignon estalló en una risotada. Tenía la impresión de conocer a su Judith mejor que nadie, y si una mujer había que se mostrara remisa para el amor, esa mujer era la suya. Siempre había dicho, y no ciertamente ahora, que la fastidiaba meterse en la cama… Toumignon la emprendió, iracundo, contra los malignos murmuradores.
—Si alguien te dice alguna cosa que no sea católica, no tienes más que enviármelo. ¿Me oyes? Y te aseguro que sabrá cómo me llamo.
Como el azar hace bien las cosas, en aquel momento entró Foncimagne. Toumignon lo acogió gozoso.
—Voy a contarle una cosa, señor Hippolyte —dijo—. Parece que usted y Judith se acuestan juntos.
—Que yo… —balbució el escribiente.
—¡Vamos, François, no digas tonterías! —exclamó apresuradamente Judith enrojeciendo asimismo como bajo los efectos de un sentimiento de pudor y deseosa de aclarar aquel quid pro quo[1].
—¡Deja que lo diga, por Dios! —insistió Toumignon—. No son frecuentes las ocasiones de reír en este pueblo de imbéciles, Parece que la gente dice que se entiende usted con Judith… ¿No le hace a usted reír?
—¡Cállate, François! —repitió la adúltera.
Pero Toumignon estaba ya lanzado y no se anduvo por las ramas.
—¿A usted qué le parece, señor Hippolyte? ¿Verdad que Judith es una mujer apetitosa? Pues bien, yo le digo que no es una mujer, sino un témpano de hielo. Si usted lograra deshelarla, le pagaría bien el servicio prestado. No tenga usted reparos. Por de pronto, le dejo con ella. Tengo que ir a casa de Piéchut. Aproveche la ocasión, señor Hippolyte. A ver si es usted más listo que yo.
Y antes de cerrar la puerta recomendó una vez más:
—Si alguien te ofende, Judith, me lo envías en seguida… ¿Has comprendido?
Nunca el apuesto escribano había sido tan ardorosamente amado por la hermosa comerciante. Y este arreglo bajo el signo de la confianza, hizo perdurable la felicidad de tres seres.