Capítulo 1

Eran las cinco de la tarde de un día del mes de octubre de 1922. En el centro de la plaza Mayor de Clochemerle-en-Beaujolais, sobre la que esparcían su sombra copudos castaños, se elevaba un frondoso tilo que, al decir de la gente, fue plantado en 1518 para celebrar la llegada de Ana de Beaujeu a aquellos parajes. Dos hombres se paseaban juntos de un extremo a otro de la plaza con el andar cansino propio de los campesinos que parecen disponer de tiempo sobrado para todo. Cambiaban palabras tan sentenciosas que sólo las emitían después de previos y prolongados silencios, a razón de una frase cada veinte pasos. Con frecuencia, la frase se resumía en una sola palabra o en una exclamación. Sin embargo, para ambos interlocutores, que se conocían desde hacía muchos años, perseguían objetivos comunes y fijaban los jalones de una ambición largamente meditada, aquellas exclamaciones cobraban matices de expresión de una singular elocuencia. A la sazón, las preocupaciones de los dos hombres eran de orden político y, como tales, sujetas a controversia, lo que prestaba a su conversación un carácter de gravedad y prudencia.

Uno de los dos hombres, que había franqueado ya la cincuentena, alto, de tez encarnada y cabello rubio, era el tipo ejemplar de los descendientes de los burgundios que en pasados tiempos poblaron las márgenes del Ródano. Animaban su rostro, cuya epidermis aparecía agrietada por la acción del viento y del sol, unos ojuelos de color gris claro, rodeados de pequeñas arrugas, guiñaba constantemente, lo que le daba un aire de malicia, unas veces dura y otras cordial. Sin embargo, la boca, que habría podido proporcionar sobre su carácter indicaciones que la mirada se negaba a revelar, era apenas visible bajo los caídos mostachos a través de cuyas cerdas se introducía el mango de una negra y corta pipa, que más servía para mascar que para fumar y que olía a una mezcla de aguardiente y de tabaco. Aunque enjuto y anguloso, el hombre parecía fuerte. Las piernas eran largas y rectas. Quizás el vientre se notaba un poco abultado, pero esto era debido, no a un principio de obesidad, sino a la falta de ejercicio. A pesar de un cierto descuido en el vestir, los zapatos lustrosos y de buena calidad, la tela del traje y el cuello duro que llevaba en día laborable daban a entender que se trataba de un hombre prestigioso y acaudalado. Sus ademanes y su voz denotaban un aire de autoridad.

Se llamaba Barthélemy Piéchut. Alcalde del pueblo de Clochemerle, era el mayor propietario viticultor de la localidad y eran suyos los viñedos de más alta graduación. Era, además, presidente del sindicato agrícola y consejero del Departamento, lo que hacía de él uno de los más influyentes personajes en varias leguas a la redonda, tanto en Salles, como en Odenas, Arbuissonnas, Vaux y Perréon. Incluso se le atribuían ambiciones políticas de mayor alcance, pero Piéchut sonreía socarronamente cuando le hablaban de ello. Era, claro está, objeto de envidias, pero lo cierto es que todo el mundo se sentía halagado por su poderío. Llevaba echado hacia atrás, calado hasta la nuca, el sombrero flexible negro, con alas galoneadas, tan del gusto de los campesinos. Aquel día, tal vez para concentrarse mejor en sus pensamientos, sostenía sobre el pecho la chaqueta vuelta al revés y agachaba un poco la cabeza, actitud que solía adoptar cuando se trataba de asuntos importantes y que sus subordinados remedaban.

«Algo se trae entre manos», decían.

Su interlocutor era, por el contrario, un hombre esmirriado, de una edad difícil de precisar, con una perilla que ocultaba un desagradable defecto del maxilar junto al mentón, y que llevaba, como estaba de moda hace muchos años, montados sobre un prominente cartílago que servía de armazón a dos conductos sonoros que matizaban con consonancias nasales cuanto decía, unos lentes de enmohecido hierro, sostenidos por una cadenilla que a su vez tenía su punto de apoyo en la oreja. Detrás de los cristales, reveladores de una acentuada miopía, las pupilas mostraban el reflejo glauco que descubre a los espíritus quiméricos, empeñados en llevar a la práctica un ideal irrealizable. Cubría su cabeza en forma de melón un sombrero de paja de los llamados panamá, que, debido a la acción del sol en verano y a los meses transcurridos en invierno en un armario, había adquirido el color de las mazorcas que ponen a secar en Bresse bajo los pórticos de las granjas y crujía como aquéllas. Sus zapatos con corchetes de cobre, respecto a cuya conservación el remendón había extremado su ingenio de una manera harto visible, estaban dando las últimas boqueadas, pues era muy poco probable que con una nueva compostura se lograra salvar el empeine definitivamente desahuciado. Con gran parsimonia, el hombre chupaba un cigarrillo en que había más cantidad de papel que tabaco.

Este segundo personaje se llamaba Ernest Tafardel, maestro de escuela, secretario del Ayuntamiento y, en consecuencia, lugarteniente de Barthélemy Piéchut, confidente suyo en determinados momentos y en cierta medida, pues el alcalde no solía mostrarse muy comunicativo, sobre todo cuando los asuntos estaban aún pendientes de resolución, y, finalmente, su consejero siempre que se trataba de ciertos documentos administrativos que exigían fórmulas complicadas.

Respecto a los pequeños pormenores de la vida material, Ernest Tafardel manifestaba el noble desinterés de los verdaderos intelectuales: «Una inteligencia despierta —decía— puede prescindir de unos zapatos lustrosos». Con esta metáfora quería expresar que la fastuosidad o la mediocridad del indumento nada añaden ni restan a la inteligencia de un hombre. Con ello daba asimismo a entender que en Clochemerle existía al menos un hombre inteligente, capaz de grandes empresas —vegetando desgraciadamente en una misión subalterna—, en quien podía reconocerse al profesor por sus zapatos deslucidos. La vanidad de Ernest Tafardel consistía en creerse un pensador profundo, algo así como un filósofo campesino, ascético e incomprendido.

Todo cuanto el profesor decía cobraba un matiz pedagógico y sentencioso, subrayado con frecuencia por el ademán que la imaginación popular atribuía antaño a los componentes del cuerpo de enseñanza: el índice vertical sobresaliendo del puño cerrado y colocado a la altura del rostro. Cuando Ernest Tafardel hacía una afirmación apoyaba el índice en su nariz con tanta fuerza que le ladeaba la punta. No es de extrañar, pues, que al cabo de veinte años de ejercer una profesión que exige constantemente el asentimiento tuviera la punta de su nariz ladeada hacia la izquierda.

Por último, y a fin de que la descripción de este personaje sea lo más completa posible, debemos añadir que las hermosas máximas del profesor se malograban a causa de la fetidez de su aliento, por cuyo motivo la gente de Clochemerle desconfiaba de la sabiduría que Ernest Tafardel se empeñaba en insuflar a sus oyentes desde demasiado cerca. Como él era la única persona del pueblo que no se daba cuenta de su defecto, atribuía a la ignorancia y al ruin materialismo de los clochemerlinos la prisa que tenían en apartarse de él y sobre todo en poner punto final a una conversación confidencial o una discusión apasionada. Todo el mundo procuraba eludir su presencia, y cuando esto no era posible le daban la razón en todo sin expresar ninguna opinión contra sus argumentos. «Me desprecian», pensaba Tafardel. El convencimiento de que era objeto de la animadversión general se debía, pues, a un equívoco. Ello le hacía sufrir. De índole expansiva y ciertamente instruido, le hubiera gustado hacer gala de su erudición. Del aislamiento en que se encontraba sacó la conclusión de que aquella raza de fuertes viñadores había sido embrutecida por quince siglos de opresión religiosa y feudal. Y se vengaba sintiendo por el cura Ponosse un odio, platónico y meramente doctrinario, que todos los habitantes de Clochemerle conocían.

Discípulo de Epicteto y de Jean-Jacques Rousseau, el maestro se creía un hombre virtuoso, pues empleaba sus ratos de ocio en leer los documentos municipales y en escribir unas notas que enviaba a El despertar vinícola, de Belleville-sur-Saone. Viudo desde hacía muchos años, llevaba una vida de castidad. Procedente de un departamento austero, el Lozére, Tafardel no había podido acostumbrarse a las bromas subidas de tono de los impenitentes bebedores de vino. «Esos bárbaros —pensaba— se burlan en mis barbas de la ciencia y el progreso».

Cabe decir que manifestaba un gran respeto y devoción a Barthélemy Piéchut, que le había atestiguado siempre simpatía y confianza. Pero el alcalde era un hombre habilidoso que sabía sacar provecho de todo y de todos. Cuando asuntos importantes requerían la opinión o el asenso del maestro se lo llevaba consigo a dar un paseo: de esta manera tenía a su interlocutor de perfil. Debe añadirse que la distancia que separa a un maestro de un acaudalado propietario implicaba entre ellos un foso de deferencia que ponía al alcalde a cubierto de las emanaciones que Tafardel prodigaba cuando hablaba cara a cara con el vulgo. En suma, Piéchut, como político experimentado y ducho, utilizaba en provecho propio la virulencia verbal de su secretario. Si deseaba obtener, para un asunto difícil, la aquiescencia de ciertos consejeros municipales de la oposición, el notario Girodot, o los viticultores Lamolire y Maniguant, pretextaba una indisposición y les enviaba a domicilio a Tafardel con sus legajos y su apestosa elocuencia. Y para cerrar la boca al profesor, los ediles daban su conformidad. El desgraciado Tafardel se figuraba estar en posesión de unas dotes dialécticas poco comunes. Esta convicción le consolaba de sus sinsabores en la sociedad de Clochemerle, que atribuía a la envidia que la superioridad suscita siempre en las gentes mediocres. Enorgullecíase de cuantas misiones llevaba a cabo. Barthélemy Piéchut sonreía socarronamente y se pasaba la mano por el rollizo y rubicundo cogote, ademán revelador de que se sumía en profundas reflexiones o le embargaba una gran alegría. Y decía al maestro:

—¡Qué buen diplomático hubiera sido usted, Tafardel! En cuanto abre la boca, ya estamos de acuerdo.

—Ésas son las ventajas de la instrucción, señor alcalde —respondía Tafardel—. Existe un modo de exponer las cosas que escapa a la percepción de los ignorantes, pero que acaba siempre por persuadir.

En el momento en que empieza esta historia, Barthélemy Piéchut pronunciaba estas palabras:

—Tenemos que encontrar algo, Tafardel, que demuestre la superioridad de un municipio como el nuestro.

—De acuerdo, señor Piéchut, pero me permito observarle que contamos ya con un monumento a los caídos.

—A no tardar, todos los pueblos lo tendrán, sean cuales fueren los ediles que lo administren. Esto no tiene importancia. Debemos encontrar algo más original, y, sobre todo, acorde con el programa del partido. ¿No es esta su opinión?

—¡Claro, señor Piéchut! ¡No faltaba más! Hay que hacer llegar el progreso al campo, combatir sin descanso al oscurantismo. Y esta tarea la hemos de asumir nosotros, los hombres de izquierda.

Alcalde y secretario guardaron silencio, y después de atravesar la plaza, setenta metros de un extremo a otro, se detuvieron al final de la misma, en una especie de terraza que discurría sobre un valle, seguido por otros valles formados por los declives de las pequeñas montañas que se suceden cada vez más bajas hasta confundirse con la llanura del Saona que, azulada y relumbrante, se divisaba en la lejanía. El calor del mes de octubre daba más fuerza al olor del vino nuevo que se esparcía por los campos.

—¿Se le ha ocurrido alguna idea, Tafardel? —preguntó el alcalde.

—¿Una idea, señor Piéchut? Una idea…

Reanudaron su paseo. El profesor movía la cabeza. Estaba sumido en profundas meditaciones. Quitóse el sombrero que de puro viejo se había encogido y le apretaba las sienes. No cabía duda que aquella presión constituía un obstáculo para el funcionamiento de su cerebro. Luego, con ceremonioso ademán, volvió a cubrirse la cabeza.

—Sí, una idea, Tafardel. ¿Acaso tiene alguna? —dijo el alcalde al cabo de un rato.

—Es decir, señor Piéchut… El otro día se me ocurrió algo que me propuse someter a su consideración. El cementerio es propiedad del municipio, ¿verdad? Al fin y al cabo es un edificio público…

—Claro, Tafardel.

—Siendo así, ¿por qué razón es la única propiedad del municipio de Clochemerle que no ostenta la divisa republicana: Liberté, Egalité, Fraternité? ¿No debe achacarse esta omisión a una negligencia que hace el juego a los reaccionarios y al cura? ¿Acaso la República consiente en dejar cesar su intervención en el umbral del eterno reposo? ¿No es eso reconocer que los muertos escapan a la jurisdicción de los partidos de izquierda? La fuerza de los curas, señor Piéchut, consiste en apropiarse de los muertos. Sería conveniente demostrar que también nosotros tenemos derechos sobre ellos.

Hubo un grave silencio, consagrado al examen de esta sugestión. Luego, con un mesurado desparpajo, el alcalde respondió:

—¿Quiere usted saber mi opinión, Tafardel? Los muertos son los muertos. Dejémoslos tranquilos.

—No se trata de molestarlos, sino de protegerlos contra la reacción. Porque, a fin de cuentas, la separación de la Iglesia y del Estado…

—¡No siga, por Dios! Créame usted, Tafardel; no nos metamos en camisa de once varas. Lo que usted sugiere no interesa a nadie, y, además, causaría mal efecto. No podemos impedir que el cura vaya al cementerio, ¿verdad? Ni tampoco que lo visite con más frecuencia que los demás. En este caso, todas las inscripciones con que pudiéramos adornar los muros… Y por otra parte, están los muertos, Tafardel. Esto pertenece al pasado. Hemos de situarnos cara al futuro. Lo que yo le pido es una idea para el día de mañana.

—Siendo así, señor Piéchut, insisto una vez más en mi proposición de instituir una biblioteca municipal. Con un lote escogido de libros podríamos iluminar el espíritu de nuestros conciudadanos y asestar un golpe mortal al fanatismo que todavía subsiste.

—No perdamos el tiempo con este asunto de la biblioteca. Le he dicho una y mil veces que los clochemerlinos no leerán libros. Les basta y les sobra con el periódico. ¿Acaso se figura usted que yo leo mucho? Ese proyecto de la biblioteca nos acarrearía muchos quebraderos de cabeza y el resultado sería muy poco brillante. Necesitamos algo que produzca un gran efecto, algo que corresponda a una época de progreso como la actual… ¿No se le ocurre nada?

—Reflexionaré sobre ello, señor alcalde… ¿Sería indiscreto preguntarle si usted…?

—Sí, Tafardel, he pensado que… Hace mucho tiempo que tengo una idea metida en la mollera.

—¡Magnífico! —exclamó el profesor.

Pero no formuló ninguna pregunta, porque el hacerlo haría perder las ganas de hablar a cualquier clochemerlino. Ni siquiera manifestó Tafardel el menor síntoma de curiosidad. Limitóse a expresar su aprobación.

—Ya que tiene usted una idea, ¿para qué devanarse los sesos?

Barthélemy Piéchut hizo alto en el centro de la plaza, junto al tilo, y echó una ojeada hacia la calle Mayor para asegurarse de que no venía nadie en dirección a ellos. Luego se puso la mano en la nuca y levantó el ala posterior del sombrero hasta que la delantera le tapó casi los ojos. Permaneció unos momentos inmóvil acariciándose el cogote. Y por último se decidió:

—Quiero hacerle partícipe de mi idea, Tafardel… Tengo el propósito de levantar un edificio a expensas de los fondos del municipio.

—¿Con el dinero del Ayuntamiento? —exclamó el profesor, sorprendido, porque sabía muy bien la impopularidad que entraña meter mano en los bolsillos de los ciudadanos que pagan los impuestos.

Sin embargo, no preguntó qué clase de edificio se proponía construir el alcalde ni qué cantidad sería necesaria para ello. Sabía que el alcalde era un hombre de buen sentido, hábil y prudente.

—Lo dicho, un edificio —completó con entusiasmo el alcalde—. Un edificio que será de gran utilidad, tanto para la higiene como para las buenas costumbres… Vamos a ver si es usted un poco sagaz, Tafardel. Adivine…

Describiendo un arco con las dos manos, Ernest Tafardel dio a entender que el campo de las suposiciones era inmenso y que sería un desatino exponer cualesquiera conjeturas. Luego, Piéchut dio otro golpecito al ala posterior de su sombrero hasta el punto que la parte superior de su rostro quedó envuelta en la sombra, guiñó los ojos, un poco más el derecho que el izquierdo para juzgar acerca de la impresión que la idea que iba a exponer le causaría a su interlocutor, y descubrió la incógnita:

—Quiero hacer construir un urinario, Tafardel.

—¿Un urinario? —exclamó sobrecogido el maestro, alarmado ante la importancia del proyecto.

El alcalde se equivocó sobre el alcance de la exclamación de Tafardel.

—En fin, un meadero.

—Sí, sí. Lo había comprendido, señor Piéchut.

—¿Y qué opina usted?

Así, de improviso, cuando se recaba una opinión sobre una cuestión de tanta trascendencia, no se tiene generalmente formado un criterio. Tanto más en Clochemerle, donde el apresuramiento al formular una opinión resta a esta todo su valor. Por lo tanto, para alcanzar sus ideas, Tafardel desarzonó de un papirotazo sus lentes de su narizota y los impregnó con su aliento de un vaho fétido para suministrarles, frotándolos después con su pañuelo, una nueva transparencia. Después de haberse asegurado que no quedaba en los cristales ningún vestigio de polvo, se los colocó de nuevo con la solemnidad que exigía el alcance excepcional de la entrevista. A Piéchut le complacían sobremanera tales precauciones, porque le daban a entender que sus confidencias calaban hondo en el ánimo de su interlocutor.

Al amparo de su huesuda mano, moteada de manchas de tinta, Tafardel expectoró dos o tres ¡ejem!

—¡No cabe duda que es una idea, señor alcalde! —dijo—. Una idea auténticamente republicana. Y en todos los casos, de acuerdo con la ortodoxia del partido. Una medida que alcanza los más altos límites de la igualdad, y, además, higiénica, como muy justamente afirmaba usted. ¡Cuando uno piensa que durante el reinado de Luis XIV, los grandes señores meaban en las escaleras de palacio…! ¡Al fin y al cabo, era una cosa natural en tiempos de la realeza! Mas, para el bienestar y el progreso de los pueblos, un urinario es algo muy distinto de una procesión del cura Ponosse.

—Y en cuanto a Girodot, Lamolire, Maniguant y todos los de su pandilla —inquirió el alcalde—, ¿cree usted que los meteremos en cintura?

Tafardel dejó oír un breve sonido metálico, parecido al chirriar de una sierra. Era su modo de reír, manifestación raramente expresada por aquel hombre triste y solitario cuya alegría se había enmohecido debido a que sólo hacía uso de ella en las grandes ocasiones, cuando se trataba de servir a la buena causa: los triunfos conseguidos sobre el desolador oscurantismo que se cierne todavía sobre el campo francés. Aunque, dicho sea de paso, estas victorias son escasas.

—No cabe duda, señor Piéchut, que su proyecto los desprestigiará enormemente ante la opinión pública.

—¿Y Saint-Choul? ¿Y la baronesa de Courtebiche?

—Podría ser su muerte civil. Constituirá una magnífica victoria democrática, una nueva afirmación de los principios inmortales. ¿Ha hablado de ello al Comité?

—Aún no… Hay rencillas en el Comité… Cuento un poco con su elocuencia, Tafardel, para que el asunto salga adelante. ¡Es usted muy hábil para cerrar el pico a los quisquillosos!

—Cuente usted conmigo, señor alcalde.

—Entonces, ni una palabra más. Fijaremos el día. Por el momento, motus. Creo que, por una vez, vamos a divertirnos.

—Ésta es mi opinión, señor alcalde.

Visiblemente regocijado, el alcalde hacía girar el sombrero sobre su cabeza. No sintiéndose aún suficientemente halagado, y con el fin de que le regalaran aún más los oídos, dirigía al profesor continuos: «¿Eh?», y «¡Diga, diga!», con su cazurrería de lugareño, sin dejar un momento de rascarse el cogote, sede de sus grandes y originales ideas.

Y Tafardel no escatimaba los elogios.

Era un hermoso atardecer de otoño. Una inmensa serenidad descendía del cielo. Los últimos pájaros rasgaban el aire con sus trinos estridentes. El azul pálido iba tornándose lentamente en el color rosáceo anunciador de los magníficos crepúsculos. El sol iba ocultándose detrás de las montanas del Azergues, iluminando tan sólo algunas crestas que emergían aún de un mar de dulzura campestre y de algunos puntos de la confusa llanura del Saona donde los últimos rayos formaban lagunas de luz. La cosecha había sido óptima y el vino prometía ser excelente. En aquel rincón del Beaujolais no faltaban, pues, motivos de regocijo.

Clochemerle bullía en ruidos de pipas y toneles trasvasados. Mientras los castaños se estremecían al soplo de la brisa nordeste, tufaradas frescas, un poco agrias, procedentes de las bodegas, saturaban el aire tibio de la plaza. Veíanse por doquier las salpicaduras de los racimos prensados y alambiques destilando ya el aguardiente.

Junto a la terraza, los dos hombres contemplaban aquel apaciguador ocaso. Aquella apoteosis otoñal les parecía un feliz presagio. De pronto, Tafardel, no sin cierto énfasis, preguntó:

—A propósito, señor alcalde, ¿ha pensado usted en el emplazamiento de nuestro modesto edículo?

El alcalde esbozó una sonrisa de inteligencia en la que participaron todas las arrugas de su rostro peligrosamente jovial. En aquella sonrisa, uno hubiera podido admirar una ilustración de la famosa máxima política: «gobernar es prever». También hubiera podido leerse la satisfacción que experimentaba Barthélemy Piéchut de sentirse poderoso, envidiado, temido, propietario de grandes bienes inmuebles expuestos a la acción benéfica del sol y de bodegas que encerraban los mejores vinos que producen los ribazos, entre las gargantas del Oeste y las avanzadas de Brouilly. Con esa sonrisa, consecuencia de fructíferas realidades, tenía a su merced al febril Tafardel, un desgraciado que no poseía un pedazo de tierra de labor ni un acre de viñedo, manifestándose, empero, con la piedad que los hombres de acción sienten hacia los escritorzuelos y los necios que sólo piensan en estúpidas pampiroladas. Afortunadamente para Tafardel, su virtuoso fervor y su fe ciega en las misiones emancipadoras, le ponían a salvo de los zarpazos de la ironía. Nada hería tanto su amor propio como la inexplicable abdicación de un interlocutor ante la avalancha de sus corrosivos aforismos. Así que la presencia del alcalde inundaba su corazón de un sentimiento humano, alimentando el fuego sagrado de su propia estimación.

En aquel momento, esperaba la respuesta de quien los clochemerlinos decían: «Cuando Piéchut suelta la lengua, algo hay en puertas». Y, en efecto, la soltó:

—Vamos a ver el sitio, Tafardel —dijo simplemente, dirigiéndose hacia la calle Mayor.

Palabras sublimes. Palabras del hombre que todo lo ha dispuesto de antemano. Palabras que pueden parangonarse a las de Napoleón atravesando los campos de Austerlitz: «Aquí libraré una batalla».