43

Y el 1 de agosto, el día de la llegada de los marcianos, H. G. Wells acudió muy temprano a los pastos comunales de Horsell para contemplar el cilindro que supuestamente había caído del cielo la noche anterior. El carruaje le dejó ante el tumulto de coches y cabriolés que se apretaban al comienzo del prado, y tras pagar al cochero, caminó por los pastos sin prisas, dirigiéndose con absoluta tranquilidad hacia la multitud de curiosos que se adivinaba al fondo, ocultando el extraño artefacto. La primera vez, debido a que había acudido acompañado del agente Clayton, no había dispuesto de la suficiente calma para contemplar cada detalle como le habría gustado, pero ahora pensaba admirar hasta la última pincelada de aquel cuadro que él ya había pintado previamente en su novela. Con la sonrisa satisfecha de un paseante ocioso, Wells atravesó por entre las docenas de personas que atestaban el lugar, provenientes en su mayoría de Woking y Chertsey, se deleitó escuchando los extravagantes titulares de los periódicos, e incluso se permitió espantar el calor de la mañana con una cerveza de jengibre en uno de los muchos tenderetes que jalonaban el camino, antes de acercarse al cilindro marciano.

Cuando al fin llegó al sitio donde presuntamente se había estrellado, abriendo un enorme agujero en la arena, pudo comprobar que el trabajo de Murray era impresionante: había reproducido el cilindro de su novela con una fidelidad absoluta. Durante un buen rato, el escritor se dedicó a admirar el enorme y ceniciento artefacto, al que algunos niños arrojaban piedras tímidamente. Ahora solo faltaba descubrir qué habría escondido el empresario en su interior, pues si al final había decidido arrastrar hasta allí aquel trasto, aceptando así el reto de Emma, era porque tenía la intención de sorprenderla de algún modo. ¿Se olvidaría del marciano e intentaría hacerla reír, como él le había sugerido en su carta? Wells lo ignoraba, pero fuera lo que fuese lo que emergiera del cilindro, no pensaba perdérselo.

Aunque difícilmente podrían reconocerlo en el anciano en que los años lo habían convertido, el escritor permaneció algo apartado del tumulto, cerca de donde se habían situado los más temerosos, y desde allí paseó una mirada complacida por su alrededor. Entonces se descubrió con 33 años menos en la primera fila, junto al agente Clayton. El aquel momento, el agente señalaba el cilindro con su mano metálica, y su gemelo, vestido con un atrevido traje de cuadros, sacudía la cabeza con aire escéptico. Una docena de metros hacia la derecha, distinguió a Emma, protegida del gentío por la burbuja de su inaudita belleza. La muchacha americana, que al contrario que la primera vez que la vio ya no era una desconocida para él, se protegía del sol con una sombrillita y observaba el cilindro con seriedad, esforzándose por ocultar el disgusto que le producía que Murray no se hubiera dado por vencido y hubiera organizado todo aquello con el único fin de conquistarla. A quien Wells no vio por ningún lado fue al empresario, aunque supuso que estaría dirigiendo el espectáculo desde alguna parte, probablemente desde detrás de los árboles del fondo, esperando su momento para intervenir.

Pero aunque todo estaba en orden, aunque cada cosa parecía estar justo donde la recordaba, Wells sintió una molesta sensación de inquietud jugueteando con sus tripas. De pronto, tuvo la desagradable impresión de que había algo incorrecto en todo aquello, un detalle fuera de lugar, pero no supo cuál. Volvió a estudiarlo todo, esta vez con mayor atención, intentando descubrir la anomalía: la gente se agolpaba ante el cilindro, Emma lo observaba haciendo girar nerviosamente su sombrillita desde la distancia, el agente Clayton atravesaba en aquellos instantes entre la multitud para hablar con el capitán de policía que estaba al mando, tal y como Wells recordaba que había hecho la primera vez, y su gemelo permanecía obediente en su sitio, sonriendo con ironía ante el cilindro marciano, con su traje de cuadros refulgiendo a la luz de la mañana… ¡Un momento!, se dijo de repente con un ramalazo de pavor. ¡Eso era! ¡Eso era lo que no encajaba: el traje, el traje de cuadros que vestía su gemelo! Con un escalofrío, Wells recordó que había visto aquel traje en el escaparate de la sastrería donde solía comprar, y que, tras pensárselo mucho, tratando de discernir si aquel atrevido estampado resultaba elegante o ridículo, había decidido jugar sobre seguro y adquirir un terno marrón oscuro similar a los que solía vestir, que no alteraría la armoniosa convivencia que reinaba dentro de su armario, y que había estrenado precisamente aquel día… Sin embargo, su gemelo lo había comprado, revelándose más osado que el original, y había tenido la desfachatez de acudir con aquella indumentaria a ver la máquina marciana.

Wells lo observó, desconcertado ante el pequeño acto de rebeldía de su doble, que se había permitido improvisar en vez de ceñirse a su papel, y se preguntó cómo había podido hacer tal cosa sin que el universo estallara en mil pedazos, o como mínimo sufriera algún tipo de temblor, similar al que causaría una piedra al impactar en la superficie de un estanque. El escritor se acordó entonces de la cicatriz que adornaba su mandíbula, otra anomalía a la que en principio no había dado importancia. Y aquellos cambios nimios, pese a no modificar nada esencial, le resultaron de algún modo sobrecogedores, pues anunciaban que aquella no era su realidad. No, no lo era. Se le parecía enormemente, pero difería de ella en algunos detalles. Acababa de descubrir un par de ellos, pero seguramente habría muchos más. Mientras se espiaba a sí mismo, había estado tan atento a los hechos cruciales que no se había preocupado de los detalles que, como la cicatriz de su barbilla y el vistoso traje de cuadros, parecían susurrarle al oído que no se hallaba en su universo.

Pero ¿cómo era posible que no se encontrara en él? Wells había viajado en el tiempo hasta 1829, había realizado un cambio lo suficientemente trascendente como para alterar el futuro, y luego había saltado hasta 1865, un año antes de su nacimiento, para encontrarse con el mundo que él mismo había modificado. Así pues, los únicos cambios que debía haber a su alrededor debían ser, sin la menor duda, los derivados de la aniquilación del monstruo, y le costaba creer que el hecho de que su gemelo se hubiese comprado un traje de cuadros fuese uno de ellos. Eso solo podía significar que, por alguna razón que no lograba entender, no había regresado a la línea temporal de la que había partido. No, había regresado a otra realidad, parecida pero no idéntica.

Wells sacudió la cabeza, mientras contemplaba al agente Clayton, que regresaba junto a su gemelo. Sus propias conclusiones le habían sorprendido. Pero quizá estuviese en lo cierto, después de todo. ¿Y si los saltos en el tiempo no se realizaban a lo largo de la misma línea temporal? ¿Y si lo que él llamaba universos paralelos no germinaban con cada cambio efectuado, sino que ya estaban allí, creados de antemano? El escritor imaginó un universo de infinitas realidades superpuestas como capas de hojaldre, un catálogo de todo cuanto podía suceder o imaginarse, cuyos estratos, dependiendo de la proximidad, se diferenciaban de los vecinos en detalles tan insignificantes como un traje de cuadros o tan trascendentes como la aniquilación de una criatura del espacio. Sí, habría mundos donde todavía no se habría inventado la máquina de vapor, o no se habría abolido la esclavitud, o no habría habido ninguna epidemia de cólera, o los osos polares y los esquimales vivirían en el Polo Norte y no en el Polo Sur, o Shelley no habría muerto al naufragar el Don Juan y Darwin se habría ahogado al hundirse el Beagle, o simplemente Jack el Destripador no habría asesinado a Mary Kelly la noche del 7 de noviembre, sino dos días después. Las posibilidades eran infinitas. Y en todos esos mundos él tendría un gemelo, existiría un Wells: habría un Wells casi idéntico a él, pero alérgico a las ostras, y un Wells que no habría sido escritor, sino profesor, y un Wells que habría escrito las insufribles novelas de Henry James, y también, naturalmente, un Wells que no podría viajar en el tiempo… Habría cientos, miles, infinitos Wells repartidos por un universo también infinito. Y él era capaz de saltar de una realidad a otra, poseía… ¿ese talento?, ¿esa enfermedad? ¿O quizá era más exacto decir esa maldición? No importaba. Lo llamara como lo llamase, lo cierto era que le permitía saltar de un mundo a otro, por lo que no había viajado a su pasado, sino a otro pasado, el pasado de otro universo. Pero a un pasado en el que el Enviado también se había estrellado en la Antártida con su aeronave, y en el que el Annawan también había encallado en la nieve —porque existían miles de realidades donde esos sucesos no habían ocurrido—, un pasado, en definitiva, idéntico al suyo salvo en algún detalle tan nimio que no le había permitido darse cuenta de que se había traspapelado a otra realidad. Y luego, tras aniquilar al Enviado, había viajado a otro futuro paralelo, al futuro de un universo en el que su gemelo vestía con una osadía que él jamás había mostrado.

Un universo, se dio cuenta de repente, en el que tal vez nadie había aniquilado al Enviado. Sintiendo un estremecimiento de pavor, Wells contempló el cilindro, preguntándose si, después de todo, lo que se alojaba en su interior no sería un auténtico marciano.

En ese instante, la tapa del artefacto comenzó a descorrerse, y la multitud se sumió en un silencio unánime y reverente. Allí delante, en la primera fila, su gemelo y el agente interrumpieron la conversación que estaban manteniendo, y ambos clavaron sus ojos en el cilindro. Si no recordaba mal, Clayton debía de estar informando a su gemelo de que en menos de una hora el ejército tendría rodeado al cilindro, y este estaría intentando convencerle de que tal despliegue era innecesario. Pero tal vez no lo fuera, como tampoco lo fue entonces, se dijo Wells, recordando el rayo que había brotado del artilugio aquella primera vez, acertando de lleno a cuatro o cinco individuos que en cuestión de segundos se encontraron envueltos en llamas, y convirtiendo el prado en un matadero. ¿Era eso lo que iba a volver a pasar? ¿No había servido de nada que aniquilara al Enviado? Wells contempló cómo la tapa caía al fin a un lado, provocando cierto estruendo. Y sintiendo cómo el corazón se le desbocaba, se preparó para morir fulminado por el rayo calórico.

Durante unos segundos no ocurrió nada. Y entonces, del interior del cilindro surgió una especie de bengala, que ascendió súbitamente hacia el cielo de la mañana para estallar en las alturas con un suave estampido, dibujando en el aire una resplandeciente flor rojiza. Casi de inmediato, a aquel disparo le siguió otro, y luego otro más, y otro, de modo que el cielo se convirtió en un jardín de palmeras luminiscentes, rosas refulgentes y enredaderas brillantes. Wells lo contempló desconcertado, pero apenas dispuso de tiempo para comprender que el cilindro marciano estaba lanzando fuegos artificiales, pues de su interior escapaba ahora una bandada de pájaros exóticos, una riada de color que enseguida se dispersó en todas direcciones, volando sobre los sombreros de la maravillada concurrencia como en un Pentecostés pagano. Se oyó a continuación una música festiva, que al principio todos creyeron que provenía también del interior del cilindro, hasta que la melodía se intensificó, obligándoles a girar sus cabezas al unísono hacia el conjunto de árboles cercanos, de donde vieron aparecer una banda de música. Los músicos, ataviados con chaquetas de vistosos colores, avanzaron por el prado con zancada de desfile, agitando el aire con las alegres notas de sus trompetas, tambores y platillos. Y tras ellos, para asombro de todos, surgieron en tropel una docena de caballos sobre cuyas grupas hacían equilibrio bellas bailarinas. En ese instante, sin dar tregua a los espectadores, el vientre del cilindro liberó un puñado de faquires que comenzaron a escupir al aire bolas de fuego.

Wells contempló todo aquello preso de una maravillada estupefacción, mientras una inmensa y regocijante sensación de alivio le recorría el cuerpo. Al parecer, no iba a morir. Ninguno de los que se encontraban allí iba a morir. Había ido a parar a un universo distinto del que había partido, pero era evidente que en aquel universo el Enviado no había llegado a caer nunca en la Antártida; quizá se había estrellado en algún otro planeta, o quizá continuaba congelado en el hielo, donde todavía no había sido encontrado, o tal vez algún otro gemelo suyo procedente de otra realidad había terminado con él de la misma manera que él lo hiciera en el otro mundo. Fuera como fuese, el cilindro que tenía delante era obra exclusivamente de Murray. Los auténticos cilindros marcianos, si habían llegado a existir alguna vez en el mundo en el que ahora estaba, debían de permanecer enterrados bajo tierra, en alguna parte, y allí continuarían hasta que el óxido y la eternidad acabaran descomponiéndolos.

Con una sonrisa eufórica, se olvidó del asunto y trató de disfrutar del espectáculo que se desbordaba a su alrededor, aunque no sabía hacia dónde mirar, pues de cualquier parte imaginable, en una frenética sucesión de maravillas, surgían tragasables, malabaristas, hombres encaramados a extraños triciclos, perritos amaestrados que bailaban sobre la hierba, payasos que daban volteretas y se lanzaban tartas, e ilusionistas que sacaban palomas de sus chisteras. Y entonces, cuando ya no podía dar ningún miedo, el marciano salió del interior del cilindro. Su aparición provocó una hilaridad absoluta, pues no era otra cosa que una grotesca marioneta, que enseguida comenzó a moverse con divertida torpeza al ritmo de la desenfadada música. Lo que realmente sorprendió a los espectadores fue el cartel que sujetaba entre sus tentáculos de trapo y que, en floridas letras escarlata, rezaba: ¿QUIERES CASARTE CONMIGO, EMMA? Entre risas y aplausos, los allí congregados se miraron divertidos unos a otros, intentando adivinar quién sería la tal Emma a quien iba dirigido el cartel, la mujer para quien aquel misterioso pretendiente había organizado todo aquel jolgorio. Pero solo Wells contempló a la muchachita de la sombrilla, que algo apartada del bullicio, observaba aquel espectáculo en su honor llena de incredulidad.

Y en ese instante, la melodía dio paso a un emocionante redoble de tambores. Todos pasearon una mirada de expectación a su alrededor, contemplando el cilindro, los árboles del fondo, incluso mirándose desconcertados unos a otros, buscando aquello que los tambores anunciaban cada vez con mayor entusiasmo. Pero nadie acertó a mirar en la dirección correcta, pues de repente, una enorme sombra, similar a la que produciría una revoltosa nube pasando por delante del sol, se derramó sobre el prado como un adelanto de la noche. Todos levantaron la vista, incluido Wells, y descubrieron con sorpresa un gran globo aerostático flotando sobre sus cabezas. Todavía se hallaba demasiado alto para distinguir quién ocupaba su cesta, de la cual solo se apreciaba la base, pero su inmensa esfera, pintada de vistosos verdes, amarillos y turquesas, lucía una pomposa «G» dorada, con relieves de brillante pedrería. Apenas unos segundos después, el globo comenzó a descender, desencadenando el clamor del público. Cuando se halló a una docena de metros del suelo, de la cesta cayó un manojo de cuerdas de colores, por las que varios saltimbanquis vestidos de lacayos con librea se apresuraron a descolgarse ejecutando vertiginosas cabriolas en el aire, hasta que tocaron tierra. Entonces comenzaron a preparar el aterrizaje del inmenso globo, rodeados por un grupo de zancudos que brincaban de un modo teatral, surgidos de Dios sabía dónde.

Poco a poco, la multitud pudo vislumbrar al único ocupante que quedaba en la cesta, el cual saludó a la concurrencia con una amplia sonrisa a medida que el globo se posaba en el suelo con la aparatosa flema de un elefante sentándose. A continuación, el hombre bajó de la cesta con ademanes majestuosos, ayudado por los lacayos saltimbanquis. Era un hombre impresionantemente alto, y delgado como Wells no lo había visto nunca, y el escritor tuvo que reconocer que, con tantos kilos menos y con la cuidada barba que le emboscaba el rostro, nadie podría identificarlo como el Dueño del Tiempo, trágicamente fallecido en la cuarta dimensión un par de años antes. Para rematar aquel delirante cuadro, Murray había escogido un traje de un malva brillante, una pajarita amarilla que algún mecanismo oculto hacía girar obsesivamente en su cuello y un largo sombrero de copa azul que exhalaba una humareda de chimenea, un humo teñido de naranja que se estiraba sobre el aire como una oruga imposible. Tras un último y dramático redoble de tambores, se hizo el silencio. El desconocido pareció entonces buscar a alguien entre el gentío. Cuando la encontró, se quitó el sombrero y le dedicó una exagerada reverencia. La multitud comprendió y se apartó, fabricando un túnel que partía del desconocido y desembocaba en una muchachita tan asombrada como hermosa, que observaba a su pretendiente sin saber qué hacer. Expectante, Murray sonreía, mientras su pajarita seguía girando y su sombrero escupía aquel humo fabuloso. Transcurrieron varios angustiosos segundos, durante los cuales todos aguardaron la reacción de la muchacha, hasta que al fin Wells distinguió una sonrisa asomando a sus labios, una sonrisa que, si bien al principio Emma intentó reprimir, no tardó en eclosionar, iluminando su rostro, y todos los allí presentes pudieron oír la carcajada más hermosa y cristalina que habían escuchado nunca. O eso quiso pensar románticamente Wells, que a pesar de que no pudo oírla a causa del bullicio, la recordaba a la perfección de la granja de Addlestone. Y mientras la banda celebraba el gesto de la muchacha atacando con ímpetu otra alegre melodía, Emma comenzó a avanzar con una sonrisa resuelta hacia el hombre que la esperaba junto al inmenso globo de colores, el hombre más grande, más estrafalario y más enamorado que había visto nunca.

A medida que ella andaba, la entusiasmada multitud iba cerrando el pasillo a su espalda, sumergiendo a la pareja en un apretado mar de aplausos y vítores, ocultándola a la vista de Wells, aunque el escritor ya no necesitaba ver más. Él conocía el final de aquella historia mejor incluso que sus propios protagonistas: la muchacha acabaría enamorándose de Murray, lo quisiera o no. Wells no tenía la menor duda al respecto, pues la había visto acomodarse entre los brazos del empresario, como un gorrión en su nido, para morir junto a él, exhibiendo un amor que hasta aquel momento creía que solo existía en la mente de los escritores románticos y en la de las jovencitas que los leían. Pero existía. Y un amor así estaba destinado a eclosionar en todos los universos, aunque su número fuera infinito. No podía ser de otro modo. Le resultaba imposible creer que existiera en alguna parte una realidad donde algo tan milagroso, un sentimiento tan grande e inevitable, no hubiera surgido entre ellos.

Tocándose el sombrero con la mano, Wells se despidió de los enamorados. Luego se dio la vuelta y, apartándose de la algarabía, se dirigió hacia el lugar donde estaban estacionados los coches, esperando poder coger alguno que le llevara de vuelta a Weybridge. Ya había visto todo lo que quería ver. Con sus pasos de anciano, atravesó la riada de personas que acudían al lugar donde había aterrizado el cilindro, sorprendidas por la música festiva que provenía de allí, sonriendo satisfecho ante cómo había acabado todo; al menos en aquel universo donde sus pobres huesos, cansados de errar entre mundos, habían encontrado al fin una amable madriguera en la que descansar, un nido que parecía dispuesto a adoptarle sin preguntas, como al polluelo del cuco. Y debía reconocer que se trataba de uno de los mejores universos imaginables. Tan solo esperaba poder quedarse allí hasta el final de sus días, que ya no debían de ser muchos, disfrutando en su impuesto aislamiento de la tenue brisa de felicidad con que aquella última escena había acariciado su corazón, sin que su maldito don le obligara a un último e intempestivo viaje, arruinándole con ello el tramo final de su azarosa y estrafalaria vida. Y es que, cuando reparaba en el barniz de irrealidad que el Creador había aplicado a su existencia, sus labios forjaban una mueca de divertida suspicacia. Parecía como si en aquel otro universo donde él había comenzado sus días, todas las cosas pasaran alrededor de él, afectándole de alguna forma. O por utilizar las palabras que el Enviado había usado en las alcantarillas de Londres: pasaran «a través de él». ¿Estaría todo aquello relacionado de algún modo misterioso con su condición de escritor? Quizá en la realidad de la que provenía, en el universo en el que había nacido, los escritores fuesen algo semejante a médiums que segregaban por sus plumas la recóndita verdad del mundo: no solo aquello que nadie veía, sino también aquello que todavía no había ocurrido. Individuos cuyo inconsciente estaría secretamente conectado al universo, a cada una de sus partes, por lo que eran capaces de mirar detrás de la cortina. Individuos que se dedicarían a dibujar borradores del mundo en la soledad de sus despachos, porque nada existía, nada era, hasta que la palabra lo nombraba. ¿Habría, entre el manojo de mundos posibles, uno donde se hicieran realidad las novelas de Verne? Probablemente, aunque, por fortuna, Wells no habitaba ninguna realidad que se fuera transformando según los dictados del irritante gabacho. Sin embargo, le consolaba saber que, por esa misma razón, habría también otros universos donde los escritores tan solo serían criaturas normales que llevarían vidas normales. Y al menos un mundo, si no muchos, al que el Enviado nunca habría llegado, un mundo donde no habría extraterrestres infiltrados entre la población, un mundo donde el hombre tal vez sospechara que existía vida inteligente en otros planetas del cosmos, pero en el que no tuviera ninguna prueba de ello excepto un puñado de testimonios difíciles de creer que acabarían alimentando las revistas sensacionalistas. Un mundo, en definitiva, en el que las únicas invasiones sucederían en las novelas imaginadas por los escritores mientras contemplaban el firmamento tratando de descubrir los secretos que guardaba.

Wells se detuvo unos segundos para que descansaran sus viejas piernas, soñando con aquel mundo agradable y considerado en el que no existirían esas misteriosas fuerzas centrípetas que se empeñaban en arrastrarlo siempre al vórtice de los acontecimientos que él mismo profetizaba. Quizá hubiera muchos como aquel, habitados por gemelos suyos que disfrutaban de vidas tranquilas, desbrozadas de tantas y cósmicas responsabilidades. Se alegró profundamente por ellos, no sin cierta envidia, pero al mismo tiempo también se entristeció por todos los Wells que habitarían universos similares a su universo original, aquejados por lo tanto de su misma enfermedad, arrastrando su misma maldición. ¿Cuántos de ellos se encontrarían en aquel momento como él, exiliados de su realidad, extranjeros en otros mundos, convertidos en holandeses errantes que jamás regresarían al lugar del que habían partido, condenados a vagar para siempre por los océanos del tiempo múltiple? Sin duda muchos. De hecho, casi le costaba precisar de dónde venía él exactamente, pues ya en el primer viaje que había realizado en la granja de Addlestone debía de haber saltado a un universo diferente, regresando luego al pasado, pero al pasado de un tercer mundo, un mundo que otro de sus gemelos acababa de abandonar dejándole la cama caliente.

Serían cientos, miles, y Wells se estremeció al pensar en cuántos de ellos habrían realizado algún cambio en los universos en los que habían desembarcado, convencido de que no todas aquellas alteraciones resultarían tan positivas como las que él había realizado en aquel otro mundo, y que, para ser justos, debía atribuir más a la suerte que a su particular destreza. Él lo había conseguido, sí, aunque solo Dios sabía cómo. Pero en otros mundos no lo habría logrado, o lo habría empeorado todo… ¡En muchos de ellos incluso habría desencadenado una hecatombe! Tal vez, reflexionó consternado, de ahí provenía su viejo y obsesivo temor por el destino de la humanidad, aquella certeza que le había acompañado desde siempre, desde antes incluso de vivir una invasión marciana, sobre la inevitable y forzosa extinción del hombre. Quizá, reflexionó el escritor, a pesar de no conocer a ningún otro gemelo suyo —excepto el Wells oriundo de aquella realidad, con el que había hablado en el malecón de Southsea cuando era un muchacho—, todos compartían una especie de conciencia común, de conocimiento plural e inconsciente, casi intuitivo, que les llevaba a temer o a llorar hechos vistos por los ojos de los otros. ¿Cuántos de sus gemelos habrían asistido a la aniquilación del hombre?, se preguntó con un escalofrío. Al menos conocía a uno que debería de estar asistiendo a tal apocalíptico suceso, de no haberse fugado de su realidad: él mismo. Aunque esperaba con toda su alma haber expiado aquella culpa, haber compensado su torpeza regalándole a aquel otro mundo donde había destruido al Enviado la oportunidad de seguir existiendo en paz, ganándose de ese modo el perdón universal o lo que fuera que pudiera redimirlo, pero… ¿En cuántos mundos habría sido la torpeza o la ineficacia del escritor H. G. Wells la culpable de la extinción del hombre? Y todas esas veces, ¿habría conseguido salvar otro mundo en compensación? ¿Estaría la balanza a su favor?

Pero el horror no terminaba ahí, pensó, pues no podía cometer el atrevimiento de creerse único, ni siquiera en su maldición… Clayton ya le había adelantado que él mismo había conocido a otros viajeros temporales. Por lo tanto, debía de haber muchas otras personas infectadas también por aquella extraña enfermedad, más viajeros desconocidos escondidos entre las ramas de aquel frondoso árbol de universos. ¿Estarían en aquel momento saltando de mundo en mundo, quizá con peores y más aviesas intenciones que las suyas? Wells sacudió la cabeza despacio, reconociendo a través de la bruma del terror aquel viejo y añorado cosquilleo en la yema de sus dedos: allí había material para una buena novela. Oh, sí, para una de las grandes. Pero él ya no era escritor, se dijo con melancolía, mientras reanudaba lentamente su marcha hacia los carruajes. Ni le quedaban fuerzas, ni muchos años más de vida, para escribir una novela, ni para salvar o destruir otro mundo, o varios, o incluso talar todo el árbol universal. Él, aunque la humanidad todavía no lo hiciera, iba a extinguirse en breve, y quizá el resto de sus gemelos sintieran su marcha como la caricia de una pluma de cuervo por su espalda.

Todo era posible en un universo infinito, concluyó, mientras se volvía para contemplar por última vez desde la distancia el globo y el alegre bullicio que lo rodeaba. Y al distinguir a los enamorados, rodeados por la multitud, Wells volvió a sonreír. Ojalá fuera cierto lo que había pensado momentos antes, cuando vio florecer una sonrisa en los labios de la muchacha. Ojalá el amor de Murray y de Emma fuera lo único que permaneciera inalterable en el cambiante paisaje del universo. Ojalá no pudiera ser borrado nunca de ninguna de las infinitas realidades posibles. Ojalá no les quedara otra opción que la de enamorarse en cada universo, en cada realidad, en cada uno de los mundos en los que sus miradas se cruzaran.

Collado Villalba,

mayo 2010 - julio 2011