Tuvieron que pasar diecisiete años para que aquel muchacho, convertido en escritor por su tozudo destino, publicara La guerra de los mundos. Cuando al fin tuvo la novela en sus manos, Wells pasó las páginas de aquel libro que tan bien conocía con la misma melancolía con que había pasado las de su vida, pues durante el tiempo transcurrido había visto crecer al muchacho del malecón, abandonar aliviado la pañería de Southsea para trabajar como ayudante de Byatt, conseguir una beca para ingresar en la Escuela Normal de Ciencias de Londres, casarse con su prima Isabel sabiendo que no tardaría en divorciarse para irse a vivir con Jane a Mornington Place, vomitar sangre en las escaleras de la estación de Charing Cross, publicar La máquina del tiempo, maldecir ante la puerta de Viajes Temporales Murray, mudarse a la casita con jardín de Woking… Y todo eso había ocurrido exactamente como debía ocurrir, sin que Wells hubiera percibido el menor cambio en los acontecimientos, y ahora, con la novela ante sí, al fin podía comprobar si la arriesgada conversación que había mantenido consigo mismo frente al malecón de Southsea había servido para algo.
Su novela era casi idéntica a la que él había escrito, pero le alegró constatar que difería de ella en dos cosas: los marcianos no arrasaban su planeta en aeronaves con forma de mantas rayas, sino en trípodes con aspecto de siniestras arañas, lo cual estremecería al lector con un terror mucho más cercano. Aquellas páginas incluso le hicieron revivir el miedo que había padecido mientras huía de los verdaderos trípodes, en una vida que, aunque a veces se le antojaba poco más que un terrible sueño, había dejado en su alma un poso lo suficientemente vívido como para que algunas noches lo torturasen las pesadillas.
Pero la sustitución de las aeronaves por los trípodes no dejaba de ser un detalle irrelevante. El motivo por el que Wells se había arriesgado a conversar con su yo de quince años era convencerlo para que cambiara el final, y le agradó comprobar que el muchacho había cumplido su promesa. Si en su versión los marcianos conquistaban el planeta, tomando como esclavos a los escasos supervivientes, en la novela escrita por su gemelo temporal, estos eran derrotados a los pocos días de su llegada, aunque no por el hombre. No, claro que no, ¿cómo podría hacerlo? Lo que derrotaba a los poderosos marcianos eran los organismos más humildes que Dios, en su infinita sabiduría, había puesto sobre la Tierra: las bacterias. Sí, después de que todas las armas de los hombres fracasaran, esas criaturas microscópicas, que habían estado cobrando su precio sobre la humanidad desde el inicio de los tiempos, que la habían diezmado sin piedad hasta que esta consiguió volverse inmune a su presencia, habían invadido el organismo de los marcianos en cuanto arribaron a nuestro planeta, imperceptibles, hacendosas y mortales. Dada la ausencia de gérmenes en Marte, los marcianos no habían podido desarrollar ninguna defensa contra ellas. Podía decirse que estaban condenados antes de poner sus pies sobre nuestro mundo.
Gratamente sorprendido, Wells tuvo que admitir que el muchacho del malecón había salido airoso del reto que le había propuesto, pues había encontrado un modo bastante original y sorprendente de derrotar a los marcianos, pese a sus poderosas máquinas. No había ninguna duda de que el lector cerraría aquella novela, al contrario que la suya, con una sonrisa de esperanza en los labios. La esperanza que Serviss había anhelado.
Por eso se alegró al comprobar que, dos meses después, cuando su gemelo acudió a almorzar con él a la taberna La Corona y el Ancla, los ojos del periodista estadounidense no mostraban el centelleo acerado de ningún reproche. En el mundo en el que ahora se encontraba, que no era el suyo aunque se le pareciera sospechosamente, La guerra de los mundos narraba una invasión marciana, inesperada y terrible, pero de la que el hombre era rescatado en el último momento por la mano de Dios, tan invisible como los gérmenes que había espolvoreado por el planeta. Era una crítica mucho más acertada y sutil al desmesurado colonialismo británico, debía reconocer, aunque el rayo de esperanza que había añadido al final no había impedido que Serviss escribiera Edison conquista Marte, como había hecho también en su realidad natal.
Como recordarán, la novelucha de Garrett P. Serviss pretendía ser la segunda parte de La guerra de los mundos, y en ella, el hombre, como una mujer despechada, surcaba el espacio hacia el hogar marciano clamando venganza, con el insufrible Edison a la cabeza. Para reprocharle aquel atrevimiento, además de destrozar su obra con la mayor crueldad posible, e incluso para expresarle lo que en verdad le parecía aquel sinvergüenza de Edison, había acudido su doble a la taberna. Y escondido tras su barba, su melena leonina y sus arrugas, el auténtico Wells observó desde una mesa arrinconada el encuentro entre los dos escritores. Un encuentro que su gemelo pretendía que fuera como el entrechocar de dos piedras para producir fuego, pero que finalmente se había desarrollado de un modo bien distinto, como todos ustedes saben.
Para cuando terminaron de almorzar, el incesante desfile de jarras de cerveza ya había hecho su trabajo, hermanándolos hasta tal punto que parecían compadres. Wells los siguió cuando, dando tumbos y profiriendo risotadas, abandonaron la taberna. Pero una vez fuera, al contrario de lo que él recordaba, no tomaron ningún carruaje para dirigirse a toda prisa al museo. Se limitaron a despedirse calurosamente, y cada uno siguió su camino.
Desde la puerta de la taberna, Wells sonrió, henchido de un inmenso alivio. Todos aquellos años, Wells había vivido preguntándose si habría cambiado el futuro, y ahora, al fin, comprobaba que sí: no habían ido al museo porque no había ningún marciano allí. Él lo había aniquilado en un duelo a muerte en los remotos hielos de la Antártida. Lo había hecho pedazos, lo había borrado del mapa. Tal vez su aeronave se hacinara entre los cientos de trastos que atestaban la Cámara de las Maravillas, pero resultaba evidente que a Serviss no le había parecido tan digna de mostrársela a su gemelo como el marciano, propiciando todo lo que sucedió después. Bien, ahí terminaban sus recuerdos. A partir de ahora, se dijo Wells, dirigiéndose a la estación más cercana para tomar un tren hacia Weybridge con andares satisfechos, todo lo que le ocurriera a su gemelo sería una sorpresa también para él.
En el tren, el escritor se preguntó si, al acabar con el Enviado, habría salvado también a sus compañeros. Era evidente que su acción había salvado a la Jane de aquella realidad, pues a veces la seguía por las calles de Londres, mientras visitaba las tiendas que le gustaban o recorría los alrededores de Worcester Park en su bicicleta, para verla regresar siempre a casa y abandonarse en los brazos de su gemelo sin poder evitar sentir una extraña mezcla de celos y satisfacción. Él la había salvado para que su otro yo la disfrutara, y más de una vez tenía que recordarse que aquel Wells también era él, y que debía alegrarse tanto de que la tratara de aquel modo como sin duda le apenaría si con el tiempo dejaba de amarla, algo que podía suceder por mucho que él se hubiera jugado la vida para pasar el resto de su existencia a su lado.
También había salvado al Charles de aquella realidad, con el que gustaba hacerse el encontradizo a la entrada de los teatros simplemente para ver al elegante y adinerado joven sonreír a sus conocidos con su inmaculada sonrisa de dientes resplandecientes, e incluso oír al pasar a su lado alguna de sus divertidas ironías sobre la marcha del país o sobre algún otro asunto de actualidad, como si con aquello quisiera borrar la última imagen que tenía de él y dejar de verlo al fin corriendo sucio y despeinado por las alcantarillas de Londres, mientras lo perseguían horribles monstruos.
Y también había salvado a Murray y a Emma y al capitán Shackleton y a su querida Claire y al agente Clayton y a aquel cochero cuyo nombre no recordaba… Sí, estuvieran donde estuviesen, fueran felices o desgraciados, ninguno de ellos tendría que padecer ahora ninguna invasión marciana. Podrían seguir con sus vidas sin que nada las trastocara, como, por otro lado, estarían haciendo. Pero ¿qué sería de los otros, de sus respectivos gemelos de la otra realidad? ¿Los habría salvado también?, se preguntó. ¿Habría desaparecido aquel mundo, se habría borrado cuando él aniquiló al Enviado en la Antártida, o su gesto solo había creado un desvío, otra rama en el frondoso árbol del tiempo? ¿Estarían sus compañeros, en alguna otra veta del universo, padeciendo las consecuencias de la invasión marciana, cualesquiera que estas fuesen? ¿Serían prisioneros de los extraterrestres? Wells prefería pensar que no, naturalmente. Prefería pensar que al acabar con el Enviado había provocado también que aquella línea de tiempo se desvaneciera en la nada. Que si apoyaba el oído contra las paredes del universo no escucharía al otro lado los gritos de dolor de quienes habían quedado atrapados en el infierno vecino. Que nada de eso había sucedido nunca, en definitiva.
Pero había algo que hacía que aquella teoría hiciera aguas: sus recuerdos, los recuerdos de la invasión que atesoraba en su cabeza. ¿Cómo podía conservar recuerdos de algo que nunca había sucedido? Wells siempre había fantaseado con la posible existencia de lo que había llamado universos paralelos, mundos que brotaban de cada elección que tomaba el hombre, por muy insignificante que fuera. Si hoy almuerzo en casa no me sucederá nada, pero si decido almorzar en la taberna Colaridges, sufriré una indigestión al comer algo en mal estado, y esa pequeña decisión hará que mi vida se bifurque en, al menos, dos realidades diferentes, dos realidades que existirán a la vez, discurriendo paralelas, aunque yo solo pueda ver una de ellas. Pero ahora no tenía ninguna duda de que los mundos paralelos existían: si no hubiese aniquilado al Enviado, el planeta habría sufrido una invasión marciana; pero al acabar con él, esta nunca se había producido. Aunque… ¿significaba eso que esa realidad había dejado de existir? No, era demasiado pretencioso pensar que algo no existía tan solo porque uno no podía verlo. La realidad donde había sucedido la invasión había existido —tenía sobradas pruebas de ello—, por lo que era lógico suponer que seguía existiendo en alguna parte, al otro lado de la realidad que habitaba ahora. Por lo tanto, por mucho que intentara consolarse pensando que su gesto había salvado a sus compañeros, en el fondo de sí mismo sabía que eso solo era un modo de verlo, una perspectiva tan sesgada como exculpatoria del asunto. Para quienes habían continuado en las cloacas tras su desaparición, él simplemente se había desvanecido de forma misteriosa, o tal vez se había ahogado en la poza y el Támesis lo había arrastrado lejos. Ninguno de sus compañeros sabría de su gesta, porque no tendría el menor efecto sobre ellos…
Esa parecía ser la triste realidad, y debía aprender a vivir con ella. Wells intentó consolarse diciéndose que al menos había logrado construir un mundo donde la invasión nunca se produciría. Entrecerró los ojos y, una vez más, como venía haciendo desde que viajara en el tiempo, se abandonó a repasar los recuerdos de la invasión que almacenaba en su mente, como quien saca brillo a la plata. Con una sonrisa afable abrigándole los labios, Wells se acordó del empresario, de cómo la opinión que tenía de él había ido mudando poco a poco durante la invasión. Resultaba increíble, pero su odio, merced a la alquimia marciana, se había transformado lentamente en algo que no podía calificar más que de aprecio. Y cayó en la cuenta de que, dentro de un par de días, su gemelo encontraría en su buzón una carta de Murray. La abriría con los dedos temblorosos, como en el pasado había hecho con sus invitaciones para viajar al futuro, mientras intentaba adivinar el motivo de aquella misiva. Pero jamás podría sospecharlo, pues no era otro que el amor, como él ya sabía. Aunque también sabía que ese desconcertante descubrimiento no supondría ninguna diferencia para su gemelo, pues seguiría indignándole la desfachatez con la que Murray solicitaba su ayuda para reproducir la invasión marciana que él describía en su novela. Atónito, leería la carta varias veces, sin acabar de creerlo, pero nunca la respondería. Se limitaría a guardarla entre las páginas de su novela y se olvidaría de ella. Odiaba demasiado a Murray para prestarle cualquier clase de ayuda, por muy enamorado que dijera estar. Pero él ya no lo odiaba. No, después de lo que habían pasado juntos, no le guardaba ningún rencor. El amor había cambiado al empresario, despojándolo de su egoísmo, convirtiéndolo en alguien capaz de sacrificarse por ellos. Y al despedirse de él en las alcantarillas de Londres, Wells le había pedido disculpas por no haber respondido a su carta. «Si me llegara ahora, no dudaría en responderla», le había dicho. Y eso era exactamente lo que iba a ocurrir dos días después: iba a recibirla de nuevo. Así que, al llegar a su casa, dispuso una hoja de papel sobre su mesa, colocó sobre ella su estilográfica, y contempló la azarosa composición mientras meditaba una respuesta. Era evidente que no podía ayudarlo a reproducir la invasión marciana, aquello excedía sus recursos, aunque tampoco creía que hiciera falta. Recordaba que, mientras huían de los marcianos, la señorita Harlow sentía un afecto cada vez mayor por el empresario; y sobre todo recordaba su risa, aquella franca carcajada que había escapado de sus labios mientras Murray trataba de ordeñar la vaca en la granja donde se habían detenido de camino a Londres. Eso era lo que tenía que hacer el empresario, simplemente. Se inclinó sobre el papel y, con aquella caligrafía torcida y un tanto infantil que había desarrollado tras años de práctica con su mano izquierda, tan diferente a su antigua letra diestra, nerviosa y apresurada, de ondulantes mesetas y sobresaltados picos, comenzó a garabatear una de las páginas que, de entre todas las escritas en cualquiera de sus dos existencias, más satisfacción le produciría:
Querido Gilliam:
Por extraño que te resulte, saberte enamorado me llena de dicha. Sin embargo, poco es lo que yo puedo hacer para ayudarte, salvo aconsejarte que no te esfuerces en reproducir la invasión marciana. Hazla reír. Sí, consigue que esa muchacha ría, que su risa se vuelque en el aire como una bolsa de monedas de plata. Y entonces será tuya para siempre.
Un abrazo muy fuerte de tu amigo,
GEORGE
Luego la guardó en un sobre y, tres días después, la echó al correo, con la dirección de Viajes Temporales Murray escrita en el dorso. De regreso a su casa, Wells no pudo evitar sonreír al imaginar la mueca de estupefacción que torcería el rostro de Murray al leerla. Supuso que al empresario le costaría entender el tono amable de la misiva, y el trato de amigo que le había dado al final, pero no había querido privarse de ello. Tal vez incluso sirviera para hacerle comprender que, si bien encontrar el amor verdadero era una de las cosas más hermosas que podían pasarte en la vida, encontrar un amigo era igual de bonito.