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H. G. Wells llegó a Londres un año antes de su nacimiento. Durante la larga travesía, contemplando el iridiscente y vasto océano desde la cubierta del buque, había dispuesto de tiempo más que suficiente para hacer planes: se forjaría una nueva vida bajo la falsa identidad de Griffin, y tal vez se dejaría crecer la barba y el cabello para que nadie pudiera reconocerlo, aunque eso quizá no hiciera falta, pues cuando el verdadero Wells —¿por qué no podía evitar referirse al otro como el auténtico?— tuviera su edad, él ya sería un venerable anciano cuyas arrugas suplirían cualquier disfraz. Había asuntos más importantes de los que preocuparse, se dijo, como por ejemplo escoger el sitio donde iniciar aquella planeada nueva vida. Tras considerar varias opciones, eligió Weybridge, no solo porque era uno de los pueblecitos de las afueras de Londres que más habían sufrido durante la invasión marciana, sino porque se hallaba tan cerca de la metrópoli como de Woking y Worcester Park, los pueblos donde el otro Wells establecería su residencia. Porque una cosa tenía clara: él se construiría una nueva vida —sí, qué otra alternativa tenía—, pero esa vida sería lo más parecido a existir por pura inercia, porque nunca podría considerarla suya. Sería una vida reducida a lo esencial, podada de todo cuanto no fuera el acto de comer o de respirar. Su vida, la verdadera, aquella que le daría las obligadas satisfacciones y quebrantos, la estaría viviendo el otro Wells, y solo permaneciendo lo más cerca posible de él, manteniéndose al calor de su lumbre, su nueva existencia de desahuciado tendría algún sentido. Sí, únicamente así, ejerciendo de testigo de los acontecimientos más importantes de la vida de su doble —de los que ya había vivido y de los que ya no viviría—, podría ser feliz, y sus días le resultarían soportables. Para eso había regresado a Inglaterra, después de todo. Lo que pasara con su vida, en realidad, le importaba muy poco. Le bastaba con que fuese lo más tranquila y discreta posible, lejos de cualquier tensión o angustia que pudiera hacerle saltar de nuevo en el tiempo. Y a ello se aplicó lo mejor que pudo: se estableció en Weybridge, encontró trabajo en una botica, y dejó que sus días transcurrieran todos iguales, discurriendo como un riachuelo en el que no tenía el menor interés de lanzar su caña. Se resignó a vivir, en fin, en una especie de épico aburrimiento lindante con el letargo.

Y de vez en cuando, tomaba un carruaje e iba a verse vivir de verdad: se vio nacer en la casita de Bromley, donde sus padres tenían una pequeña tienda de porcelanas. Se vio escurriéndose a los siete años de las manos del hijo del tabernero, y fracturándose la tibia al golpearse contra una de las clavijas que sujetaban los vientos del tenderete de las cervezas. Se vio leyendo con la pierna en alto La narración de Arthur Gordon Pym, de Edgar Allan Poe. Se vio deslumbrando con su vivaz inteligencia al señor Morley, que dirigía la academia de Bromley. Se vio marchitándose en la pañería de Rodgers & Deyner, en Windsor, donde su madre lo había mandado a trabajar, y luego, se vio destacando con facilidad entre el alumnado de la Escuela Secundaria de Midhurst, de la que fue arrancado de nuevo, con apenas quince años, para formarse como aprendiz en el Emporio de Pañerías del señor Edwin Hyde, en Southsea.

Todo eso lo observó Wells desde una prudente distancia, oscilando entre la emoción y la nostalgia, mientras ponía el mayor cuidado para evitar alterar el ordenado desfile de los acontecimientos. Debía dejar que su gemelo hiciera punto por punto todo lo que él había hecho.

Pero llegados al tramo de su vida en el que su doble debía ingresar como aprendiz en el Emporio de Pañerías de Southsea, Wells decidió que era el momento de dejarse ver: había algo de su existencia que quería modificar desde hacía tiempo. Lo había pensado mucho, estudiando todas las posibles consecuencias que su intervención podía acarrear, hasta concluir que tal vez no era lo suficientemente significativa como para provocar un cambio importante. Viajó entonces a Southsea y, plantado ante el edificio de la pañería, en cuyo interior languidecía su gemelo, Wells se dejó inundar por los recuerdos. Recordó la infelicidad que le provocaba no comprender por qué su madre se empeñaba en que su vida discurriera apartada de la escuela pública y de la universidad, por qué debía aprender el maldito oficio de mercero, y ejercerlo hasta el fin de sus días, como si no existiera en el mundo una ocupación más digna. Y aunque ahora no podía verse a sí mismo a menos que se arriesgara a entrar allí o a espiarse a través de algún escaparate, Wells se imaginó alisando la mercancía una vez mostrada a los clientes, desdoblando y volviendo a doblar cortinas de encaje, comprobando lo difícil que era enrollar alemanisco o arrastrando maniquíes de un lado a otro, según los inescrutables designios del señor Hyde, y se imaginó haciendo todo eso con un libro despuntando del bolsillo de su uniforme, ganándose a pulso la etiqueta de trabajador distraído y desganado.

Entre aquellos recuerdos naufragaba Wells cuando en ese instante, exactamente a la hora que recordaba, se vio salir del edificio y dirigirse, con andares cansados y expresión abatida, al malecón de Southsea. Siguió al muchacho que había sido durante su paseo con discreción, hasta que lo observó detenerse frente a las oscuras aguas, donde solía consumir casi una hora, acariciando la posibilidad del suicidio. Si esa iba a ser su vida, prefería no tener ninguna, imaginó Wells que su gemelo estaría pensando. Y sintió pena de aquel muchacho enclenque y macilento estafado por la vida. En realidad, si no recordaba mal, nunca había creído que el suicidio fuera una salida honrosa, pero el frío abrazo de las aguas, en comparación con el ingrato destino que lo aguardaba, no le parecía una alternativa demasiado horrenda. Si la vida no es lo suficientemente buena, casi se oyó pensar, ¿por qué vivirla? Vivir no era obligatorio, solo un acto voluntario.

Wells sacudió la cabeza ante el padecimiento del muchacho, que había sido el suyo. Sabía que las cosas afortunadamente cambiarían para él en cuestión de unos pocos meses, cuando se decidiera al fin a rebelarse contra su madre, escribiera a Horace Byatt solicitándole ayuda, y este le ofreciera un puesto de ayudante en su escuela de Midhurst por veinte libras anuales. Pero el muchacho que ahora observaba las aguas atenazado por la angustia aún no sabía que lograría huir de aquella triste vida de pañero y construirse una existencia tranquila y satisfactoria como escritor. Wells caminó hacia él por el malecón, preparándose para irrumpir en su adolescencia, para hablar consigo mismo. Esperaba que los cincuenta años que le historiaban el rostro de arrugas evitaran que el muchacho lo reconociera, pero sobre todo esperaba que su calculada intervención en el fluir de los acontecimientos no produjera ningún corrimiento de tierra más importante que el que él pretendía llevar a cabo.

—El suicidio es algo que siempre está a nuestra disposición —dijo con voz suave, llamando la atención de su gemelo—, por lo que es recomendable apurar otras opciones primero.

El muchacho se volvió, sorprendido, y le observó con recelo. Y durante los segundos que duró su escrutinio, Wells pudo estudiarse también a sí mismo. Así que ese era su aspecto a los quince años, se dijo, asombrado por aquellos ojos faltos de experiencia, por aquellos labios en los que todavía no anidaba el rictus irónico que exhibiría luego, por aquellos ademanes exageradamente trágicos. Se encontró terriblemente frágil y expuesto, por mucho que el muchacho, investido del absurdo coraje de la juventud, se considerase de algún modo invencible.

—Yo no estoy pensando en… —oyó que empezaba a decir con aquellos labios sin bigote, para callar luego de golpe, y entre desconcertado y desafiante, añadir—: ¿Cómo lo sabe?

Wells le sonrió lo más afablemente que pudo, esperando que aquel manso gesto propiciara un fluido diálogo entre ellos.

—Oh, no es difícil de deducir —respondió con despreocupada jovialidad—, sobre todo para alguien que durante su juventud también pensaba lo mismo mirando estas aguas, con la misma ansiedad y tristeza con que tú lo haces ahora. Creía que el suicidio era la mejor solución para mis problemas. —Sacudió exageradamente la cabeza, manifestando cuánto le dolía recordarlo ahora—. Pero antes de eso, hay que luchar, probar otras opciones. Si tu vida no te gusta, muchacho, trata de cambiarla. No te sientas derrotado todavía. La derrota no es definitiva hasta la muerte, que es el final de todo.

El muchacho lo contempló en silencio durante unos segundos, todavía con cierta suspicacia. ¿Qué pretendía aquel desconocido? ¿Por qué se había acercado hasta él y le hablaba de aquel modo?

—Gracias por el consejo, quienquiera que sea… —respondió con frialdad.

—Oh, no soy nadie. —Wells se encogió de hombros, fingiéndose distraído por el suave ondular de las aguas—. Solo un desconocido que te ha visto venir aquí demasiadas veces. Trabajas en la pañería del señor Hyde, ¿verdad?

—Sí —respondió el muchacho, visiblemente incómodo de saberse espiado por un extraño cuyas intenciones no lograba comprender.

—Y sin duda piensas que mereces un destino mejor que el de un simple pañero —continuó Wells procurando que su tono sonara lo más amigable posible—. No te sientas culpable por ello. Yo también pensaba lo mismo a tu edad, muchacho, cuando me veía obligado a desempeñar un trabajo igual de ingrato, un trabajo que ni me gustaba ni me satisfacía. Yo quería ser escritor, ¿sabes?

El muchacho le observó con cierto interés, aunque Wells sabía que a esa edad él aún no había decidido ser escritor. Le gustaba la lectura, sí, pero todavía desconocía su potencial para emular a los escritores que más le gustaban. Hasta que ingresara en la Escuela Normal de Ciencias de Londres, donde ejercía el profesor Huxley, no empezaría a esbozar sus primeros relatos, con aquella escritura torpe y sin gracia que luego perfeccionaría en la Academia Holt, de Wrexham. De momento, las clases a Horace Byatt, a las que había asistido durante los meses que había pasado en Midhurst, habían despertado en aquel Wells adolescente una vaga fascinación por la figura del educador, que aportaba a la sociedad un bien incomparable al de los escritores.

—¿Y lo consiguió? —inquirió de repente, sacando a Wells de su momentáneo ensimismamiento.

—¿Cómo?

—Ser escritor, ¿lo logró?

Wells lo contempló en silencio durante unos segundos, barajando su respuesta.

—No, solo soy un modesto boticario —se lamentó al fin—. Llevo una vida corriente. Por eso me he permitido darte este consejo, muchacho, porque sé que no hay nada más terrible que vivir una vida que no nos gusta. Si crees que tienes algo que aportar al mundo, lucha por ello con todas tus fuerzas. O acabarás convertido en un boticario triste y amargado que no deja de soñar despierto, inventando historias que nunca escribirá.

—Lo siento por usted —dijo el muchacho, sin molestarse en fingirse apenado. Luego dejó transcurrir unos segundos, y con cierto pudor, añadió—: ¿Puedo preguntarle por qué no se suicidó entonces?

La pregunta sorprendió a Wells, aunque no debería haberlo hecho, pues no era más que una temprana muestra de su propio pragmatismo: era evidente que había agotado todas las opciones, ¿por qué arrastraba entonces aquella existencia tan insatisfactoria?

—Oh, bueno… los libros me mantienen vivo —improvisó.

—¿Los libros?

—Sí, leer es lo único que me produce placer, y hay tantos libros que leer todavía… Solo por eso merece la pena seguir vivo. Los libros me hacen feliz, me ayudan a evadirme de la realidad. —Wells contempló las aguas en silencio, sonriendo apenas—. Los escritores realizan un trabajo extremadamente valioso: hacen soñar a los demás, a quienes no pueden soñar por sí mismos. Y todo el mundo necesita soñar. ¿Existe acaso un trabajo más importante que ese?

Tras decir aquello, Wells guardó silencio, un tanto avergonzado por el tono reivindicativo con el que había impregnado sus palabras, las cuales, por otro lado, no parecían haber impresionado demasiado al muchacho. Por la mueca ligeramente desdeñosa que había asomado a sus labios, dedujo que se le ocurrían un sinfín de cosas mucho más importantes para la sociedad que los libros, aunque el joven no se vio con fuerzas ni con ánimos para rebatírselo. Tal vez le resultaba indiferente lo que pensara aquel desconocido, y se limitaba a compadecerlo en silencio. Luego se volvió, cogió una pequeña piedra del suelo y la arrojó a las aguas, como si quisiera darle a entender a Wells que por lo que a él concernía aquella extraña conversación ya podía concluir. El escritor reparó entonces en que el muchacho lucía un pequeño vendaje en el lado de la barbilla que hasta entonces no había podido ver con claridad.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó, señalándose su propia mandíbula.

—Oh, esta mañana me he caído por las escaleras mientras transportaba varias piezas de cretona. A veces intento cargar más de lo debido, para acabar cuanto antes mis tareas, pero esta vez me he excedido —respondió el muchacho algo ausente—. Me temo que me quedará una cicatriz horrible.

Wells guardó silencio durante unos segundos, tratando de localizar en el baúl de su memoria aquel accidente, pero no lo encontró. De todos modos, estaba claro que no iba a quedarle ninguna cicatriz, por la sencilla razón de que bajo su espesa barba no escondía ninguna.

—Yo no me preocuparía por eso, muchacho —lo tranquilizó—. Seguro que parece más grave de lo que es.

El muchacho sonrió con indiferencia, como si en el fondo le diera lo mismo, y Wells decidió entonces que había llegado el momento de conducir la conversación hacia el verdadero motivo que le había llevado a hablar consigo mismo.

—¿Quieres saber cuál es la última historia que he inventado? —preguntó en tono despreocupado.

El muchacho se encogió de hombros con displicencia, como si aquello tampoco le interesara demasiado, y el escritor tuvo que hacer un gran esfuerzo para tragarse su indignación. Trató de parecer despreocupado cuando dijo, señalando la noche estrellada que pendía sobre sus cabezas:

—Observa este cielo, muchacho. ¿Has pensado alguna vez en la posibilidad de que en algunos de los millones de mundos que pueblan el universo exista vida?

—No… Sí… No lo sé… —se atropelló el muchacho.

—Yo sí. En Marte, nuestro planeta vecino, sin ir más lejos. ¿Sabías que Schiaparelli, el astrónomo italiano, ha descubierto una compleja red de canales sobre la superficie marciana, de innegable construcción artificial?

Wells sabía que el muchacho lo sabía, por lo que no le sorprendió que asintiera, vagamente intrigado.

—Pues bien, imagina que los marcianos existen y que poseen una ciencia muy superior a la nuestra. Imagina también que su planeta está agonizando, pues a lo largo de su larga existencia, los marcianos han ido agotando sus recursos. Eso les ha situado en una encrucijada: deben mudarse a otro planeta cuanto antes o su raza morirá. Y la Tierra es el planeta cuyas condiciones les resultan más favorables, así que deciden conquistarla.

—Resulta aterrador… —dijo el muchacho, con sincero interés—. Continúe.

Wells sonrió, satisfecho de haber atrapado su atención. Sabía que al muchacho que era a los quince años, incluso al anciano que llegaría a ser, le fascinaría una historia así. Tras leer cientos de novelas de todas las clases, había descubierto que solo aquellas que escondían entre sus páginas algún elemento fantástico eran capaces de estremecer su mente con un chispazo de placer inexplicable, una suerte de resplandor solo equiparable al que le provocaba el orgasmo. Ignoraba el motivo por el cual el resto de las historias no lograban producirle aquella sensación, y no comprendía que hubiera personas inmunes a ella. Todo eso le había llevado a pensar que aquella querencia suya por lo fantástico debía de tener una causa biológica, pero la ciencia de su tiempo no estaba lo suficientemente avanzada aún para permitirse perder el tiempo hurgando en el cerebro del hombre, tratando de encontrar el secreto de sus pasiones.

—Imagina que los marcianos llegaran a la Tierra —prosiguió, al reparar en la expectación del muchacho—, cruzando los sesenta millones de kilómetros de insondable oscuridad que nos separan de ellos, en unos cilindros disparados desde su planeta por algún poderoso cañón, y que una vez aquí, fabricaran las máquinas de combate con las que arrasarían nuestras ciudades. Imagínate unos siniestros trípodes de largas y finas patas de unos veinte metros de altura o más, que al avanzar aplastaran pinos, casas y todo lo que encontraran a su paso, mientras desde la estructura superior disparasen una suerte de rayo calórico con el que vencerían fácilmente a cualquier ejército terráqueo. Con unas máquinas así, los marcianos nos conquistarían en cuestión de semanas, puede que solo de días.

—Me gustaría leer esa historia —reconoció el muchacho, entre sobrecogido y fascinado.

—Pues te regalo la idea —dijo alegremente Wells—. Puedes escribirla cuando quieras. Y así yo también podré leerla.

El muchacho sacudió la cabeza, sonriendo con timidez.

—Me temo que no me gusta escribir —se disculpó.

—Quizá te guste con el tiempo —dijo Wells—. Nunca se sabe. Tal vez ese sea tu destino, muchacho: convertirte en escritor. ¿Cómo te llamas?

—Herbert George Wells —respondió el muchacho—, un nombre muy largo para cualquier escritor.

—Siempre puedes acortarlo. —Wells sonrió con simpatía, y luego le tendió la mano—. Encantado de conocerte, George.

—Igualmente —dijo el muchacho, tendiéndole la suya.

Y junto a las negras aguas del malecón de Southsea, un hombre se estrechó la mano a sí mismo, sin que el universo estallara o pareciera acusar de algún modo la anomalía. Tras ello, Wells, sintiendo la tibieza de su propia mano en la suya, se despidió de sí mismo con una inclinación de cabeza, y comenzó a caminar hacia la salida del malecón. Pero apenas había dado un par de pasos, cuando se volvió de nuevo hacia el muchacho.

—Por cierto, una última cosa… —le dijo con una sonrisa, fingiendo que había olvidado lo más importante que tenía que decirle—. Si algún día escribes esa historia, no permitas que ganen los marcianos, por mucho que quieras criticar el colonialismo británico.

—Pero yo no voy a… —trató de decir su gemelo.

—Escribe un final donde los marcianos sean derrotados, por favor. No les quites la esperanza a los lectores.

El muchacho dejó escapar una risita escéptica.

—Bueno, lo haré. Si algún día llego a escribirla, le prometo que lo haré. Pero… —dudó—. ¿Qué podría vencer a esas poderosas máquinas marcianas?

Wells se encogió de hombros.

—No tengo la menor idea, pero seguro que se te ocurre algo, muchacho. Desde ahora hasta que la escribas, tienes tiempo de sobra.

El muchacho asintió, divertido ante el encargo del desconocido. Wells se llevó la mano al sombrero, a modo de despedida, y se fue por donde había venido, sin dejar por ello de estar todavía allí, frente a las negras y susurrantes aguas del malecón, sonriendo con un rictus irónico que visitaba por primera vez sus labios.