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Aunque ¿cómo podía saber a qué año había ido a parar si lo que le rodeaba no era más que una infinita extensión de nieve, idéntica a la que había abandonado, purgada de cualquier vestigio de civilización? Podía haber saltado tanto al pasado como al futuro. Pero eso no importaba demasiado: estuviera donde estuviese, se encontraba en las mismas condiciones que en el presente por cuyos bordes se había escurrido, a merced del frío y el cansancio, aunque además estaba solo. Cuando se repuso del mareo, Wells se incorporó y paseó una desconsolada mirada a su alrededor, certificando que su soledad era absoluta: no había rastro del Annawan, ni de los pedazos del monstruo, ni de sus compañeros. No había rastro de nada. ¿Y qué podía deducir de eso? No demasiado, ciertamente. La ausencia del buque podía significar que se hallaba en el pasado, en un año anterior a 1830. Aunque también podía encontrarse en un futuro lo suficientemente remoto como para que los restos del Annawan se hubiesen desintegrado. Fuera como fuese, era un hombre solo en mitad de un pedazo de hielo de la Antártida, expuesto a la crueldad de los elementos, sin recursos, sin esperanza, sin la menor opción de sobrevivir. Ese pensamiento le inundó de pánico, y durante unos minutos Wells desaguó su furia gritando en la nada. No podría encontrar un lugar mejor, pues gritar allí era como no gritar. Al poco, algo más sereno y dulcemente acunado por el agotamiento, se encontró al fin preparado para asumir sin aspavientos dramáticos que moriría allí, congelado o por inanición, eso era lo de menos. Sería, en cualquier caso, una muerte horrible. Su único consuelo era que había acabado con el Enviado, aunque no había modo alguno de comprobar si también había abortado la invasión. Quiso pensar que sí, que como el propio Enviado le había dicho, sin su intervención, sus hermanos acabarían extinguiéndose, envenenados lentamente por el aire de su planeta. Sí, quiso morir creyendo que había devuelto la paz al tiempo del que provenía.

Echó a andar sin ningún motivo, simplemente porque el frío resultaba mucho más fácil de soportar si se mantenía en movimiento. Caminó a la deriva, sin molestarse en orientarse —dudaba que pudiera conseguirlo o que eso sirviera de algo—, envuelto en aquella penumbra triste que sumía el paisaje, arrastrando con cada uno de sus pasos el peso del desamparo. Nada de lo que había vivido en su vida le había hecho sentir más miedo que el que le producía la situación en la que se hallaba ahora, pues lo esperaba una muerte lenta, agónica y solitaria, tal vez poblada de alucinaciones y desvaríos, y nadie merecía morir así, a espaldas del mundo, ignorado por todos. Moriría sin dignidad ni público, como si su muerte fuera una deprimente función a la que nadie quería asistir. Moriría solo para sí mismo. Moriría incluso sin saber cuándo, ignorando qué año completaría la fecha de su hipotética lápida. Y morir así era como no morir.

Se levantó entonces una tormenta de nieve, que empezó a azotarlo violentamente. En cuestión de segundos, Wells apenas veía nada a su alrededor. Y el acto de respirar se convirtió de pronto en algo semejante a tragar cuchillas afiladas que le desgarraban la garganta en su ruta hacia los pulmones. La nieve comenzó a depositarse sobre sus ropas, redoblando su peso y dificultando su errático caminar, hasta que el agotamiento, y sobre todo la inutilidad de todo aquello, le hicieron caer de nuevo de rodillas. El frío resultaba cada vez más insoportable, y comprendió que iba a morir congelado, experimentando en su propio cuerpo el terrible proceso de la congelación. Según había estudiado, se le formarían pequeños cristalitos primeramente en los dedos de pies y manos, donde la sangre tendría difícil acceso debido a la vasoconstricción, provocándole una agonía de dolores absolutamente insufribles en las extremidades, las cuales, poco a poco, dejarían de responder a sus órdenes. Después llegarían las arritmias, lo vencería una insensibilidad absoluta que le impediría notar cualquier parte de su cuerpo, hasta el punto de orinar y defecar sin autocontrol, y luego se sucederían las paradas respiratorias, que le llevarían al borde de la asfixia, se le paralizarían la glotis y la laringe, y finalmente, tras varias horas sumido en un desagradable adormecimiento, perdería la consciencia y terminaría muriendo sin ni siquiera darse cuenta.

Espantado ante aquella perspectiva, Wells se ovilló sobre la nieve, maldiciendo, llorando, riendo, deseando no haber estudiado en los libros lo que estaba a punto de experimentar en su carne. El tiempo transcurrió por pura inercia, aunque quizá no lo hiciera, pues nada había allí que señalara su paso, y el frío se intensificó tanto que trascendió su propio significado, convirtiéndose en otra cosa, hasta que el escritor no supo dónde acababa el frío y empezaba él, pues todo parecía ser la misma cosa. Él era el frío, y por mucho que se esforzaba en sentir los límites de su propio cuerpo, no encontraba ninguna frontera de carne que lo delimitara. El entumecimiento era tal que temió haber muerto en algún momento del proceso, sin que su cuerpo pudiera notificárselo. Pero pensaba, podía forjar pensamientos, podía evocar la sonrisa de Jane, y eso significaba que aún no había muerto, aunque no tardaría en hacerlo, apagándose con la lentitud de una hoguera que nadie aviva.

Entonces lo embargó el pánico, y pudo sentir cómo, en algún rincón de su mente también escarchada por el frío, brotaba un vértigo familiar, una sensación de mareo que se fue extendiendo con rapidez por su cabeza. Y de repente, el frío que lo torturaba desapareció, porque también desapareció todo él. Wells sintió un inmenso y gozoso alivio, pero al segundo siguiente, volvió a encontrarse encerrado dentro de sí mismo, atrapado de nuevo en el sarcófago helado y adormecido que era su cuerpo. Algo caliente, tal vez su alma medio disuelta, le trepó hasta la garganta y tuvo que vomitarla sobre la nieve. Pero aquello no hizo que el mareo remitiera. Al contrario, Wells notó cómo volvía a intensificarse, y de nuevo se sintió arrancado de su carne, extraviado en el aire pero eximido de todo sufrimiento, para regresar al dolor y al frío al segundo siguiente. Mareado, vomitó sobre la nieve, dos, tres, infinitas veces, mientras una parte de su mente comprendía que estaba viajando en el tiempo, viajando una y otra vez, trotando a ciegas por los años, quizá por los siglos, desperdigando sus pasos borrachos por la eternidad. Su cuerpo quería escapar de la muerte, de aquel abotargamiento atroz e interminable que lo embargaba, que amenazaba con helarle las entrañas. Pero de nada le servía huir en el tiempo si no podía escapar del espacio, si siempre le daba la bienvenida el mismo paisaje inhóspito, aquella llanura de hielo empeñada en ser su tumba, a veces sumida en una profunda oscuridad, otras apenas iluminada por un sol mortecino que brillaba en el cielo como una gota de mercurio. No podía escapar de un lugar que parecía más antiguo que el tiempo.

Al rato, medio desmayado por el esfuerzo, reparó en que al fin había dejado de vomitar, y que el mareo había remitido. Ahora una luz desvaída hacía resplandecer suavemente la nieve, y el frío no era tan acerado. Quizá habría unos tres o cuatro grados de temperatura, que Wells, extenuado como se encontraba, apenas pudo agradecer con un amago de sonrisa. Esperó un tiempo tirado en el suelo, aguardando el próximo viaje, pero no hubo ningún otro. ¿Había forzado tanto la extraña maquinaria de su mente que había acabado quemándola?, se preguntó, al borde de la inconsciencia. Como había hecho el Annawan en el hielo, su cuerpo había encallado finalmente en un año desconocido, del que solo sabía que iba a ser el año de su muerte.

Entonces vio el rostro de Dios.

Era un rostro de piel amarillo oscuro y pómulos prominentes, adornado por unos ojos oblicuos que albergaban una inteligente simpleza. Estuvo un rato contemplándolo con atención, como si intentara reconocerlo de entre su rebaño, y tal vez por cómo había enmendando su error, salvando su planeta, Dios consideró que debía vivir. Lo alzó, pues, con sus pequeñas manos y lo depositó sobre un trineo. Con los restos de consciencia que le quedaban, Wells sintió entonces cómo algo lo cubría, abrigándolo, y luego oyó un susurro afilado, una suerte de roce que con el transcurso de los minutos comprendió que debía de causarlo su trineo al deslizarse sobre la nieve. Dios lo estaba transportando a alguna parte, y al rato, no supo cuánto tiempo después, si días u horas o siglos, escuchó voces, un enjambre de palabras en diferentes tonos cuyo significado no logró entender, y sintió manos que lo palpaban y lo desnudaban, hasta que finalmente el mundo dejó de girar, deteniéndose en una tibia sensación de bienestar. Y aunque desde las brumas de la inconsciencia Wells no lograba comprender con claridad lo que estaba sucediendo, reparó en que el frío había desaparecido. Ya no sentía su salvaje mordedura, y poco a poco, volvió a ser consciente de su cuerpo, de sus olvidadas dimensiones: sintió sus pies contra lo que parecía una manta, su espalda sobre algo agradablemente muelle, su cabeza sumergida en un nido de blanduras. Se estaba dibujando de nuevo con mano firme sobre el mundo.

Un día, no supo cuánto tiempo después, despertó en el camastro de un camarote cálido y confortable. Se encontraba en lo que parecía ser una estación ballenera, vivo y aparentemente intacto, aunque tenía la mano derecha vendada. Por el mobiliario y la vestimenta de los individuos que entraban de cuando en cuando en el camarote, no pudo deducir en qué época se hallaba, así que anunció su despertar preguntando, para extrañeza de todos, en qué año se encontraba. Le respondieron que en el año de gracia de 1865. Y Wells asintió con una débil sonrisa. No había huido demasiado lejos. Probablemente había realizado saltos más largos mientras agonizaba en el hielo, pero lo cierto era que no podía saberlo. Ahora se hallaba treinta y cinco años después del día que había clavado el arpón en el monstruoso cuerpo del Enviado, y apenas un año antes de que en Bromley, en una modesta vivienda atestada de cucarachas, naciera un hombre que sería en todo idéntico a él.

Cuando, un par de días después, el cirujano de la estación le quitó el vendaje de la mano, descubrió que le habían amputado el pulgar y el índice, pero aquello le pareció un precio insignificante por haber sorteado la congelación y seguir conservando la vida. Pasó al menos una semana en aquel tosco aunque confortable camastro, reponiendo fuerzas mientras saboreaba en silencio su increíble victoria sobre el Enviado, repasando día a día la infernal expedición, sus dudas, sus miedos, los últimos y dramáticos instantes en los que llegó a creer que fracasaría y todo habría sido en vano. Aquella gesta, en fin, que ahora le parecía imposible haber protagonizado.

Fue también durante aquellos días cuando ató algunos cabos sueltos que habían estado cosquilleándole en la mente, ocupada antes en asuntos más importantes, y así recordó que en algún sitio, quizá en uno de los muchos artículos que existían sobre el escritor de Baltimore, había leído que Edgar Allan Poe sobrevivió, junto con el explorador Jeremiah Reynolds, a una extraña expedición que había acabado en motín, y que hasta aquel momento no se le había ocurrido relacionar con el viaje del Annawan. Estaba claro que aquellos dos se las habían ingeniado para enterrar al Enviado en el hielo —¿corriendo en algún momento, tras una repentina inspiración, hacia la parte trasera del buque, allí donde el hielo era mucho más fino?— y regresar a la civilización de algún modo, donde habían decidido mentir sobre lo que les había ocurrido en el Polo Sur. Pero ahora Wells había visto lo que había sucedido de verdad. Y no les culpó por haber mentido al mundo. ¿Acaso este los hubiera tomado por algo distinto a un par de locos? Sí, había sido mejor inventarse un motín y cruzar los dedos para que el asunto se olvidara con el tiempo, pudiendo así retomar su vida donde la habían dejado. Wells no recordaba qué había sido de Reynolds, pero Poe se había convertido en uno de los mejores escritores del mundo. Él mismo lo consideraba uno de sus preferidos, tal y como hemos señalado, y había leído con devoción toda su obra, incluida La narración de Arthur Gordon Pym, aquella novela malsana, recorrida por un terror subterráneo que acababa de descubrir de dónde provenía.

Una vez recuperado, Wells embarcó hacia Nueva York y desde allí hacia Londres, con una serena sonrisa en los labios. Ahora sí podría empezar una nueva vida sin remordimientos. Se la había ganado. Y aunque habría podido establecerse en cualquier lugar de América, había preferido volver a su país. Quería recorrer Londres de nuevo, comprobar in situ que todo estaba bien, en orden. Pero sobre todo —debía reconocerlo—, necesitaba estar cerca del Wells que nacería al año siguiente, verlo vivir desde la distancia, tal vez velarlo. Sí, necesitaba ver cómo sería la vida que él ya no podía vivir, pues debía fabricarse otra existencia, y la ausencia del pulgar y el índice en su mano derecha, los dos dedos con los que sostenía la pluma, le insinuaba que debía resignarse a una vida corriente. A ser, simplemente, uno más.