Ofreciéndose a trabajar gratis durante la travesía, Wells no tuvo problemas para que lo aceptaran en la tripulación de un buque que partió hacia Estados Unidos con un cargamento de cuatro mil toneladas de madera maciza. El barco cruzó el Atlántico con el mismo esfuerzo que si estuviera tirado únicamente por un par de mulas, y como es comprensible, el escritor realizó el viaje en un notable estado de nervios, temiendo no llegar a tiempo y que todo aquel esfuerzo no sirviera para nada. Pero llegó, aunque el buque le depositó en Nueva York apenas unas horas antes de que zarpara el Annawan, por lo que tuvo que recurrir a toda su oratoria para convencer a su capitán, un energúmeno de mirada inclemente, que le permitiera sumarse a una tripulación que ya estaba completa: no era muy fuerte, pero sí muy trabajador, y solo aceptaría un «no» por respuesta si le aseguraba que las provisiones que atestaban la bodega habían sido calculadas en virtud de lo que veintisiete hombres podían tragar durante cuatro meses. Si no, una boca más no supondría ninguna diferencia. Además, él apenas comía. Si era necesario, podía incluso alimentarse de las ratas de la bodega. En cuanto al espacio que pudiera ocupar, ya podía ver que no era mucho. Para dormir le bastaba con cualquier rincón. Tenía que subir a ese barco y estaba dispuesto a realizar todo tipo de sacrificios. Al capitán debió de caerle en gracia, o puede que decidiera admitirlo para darle un escarmiento. Quizá pensaba deleitarse viendo cómo a aquel hombrecito enclenque lo derrotaban, nada más embarcar, las habituales penalidades cotidianas en alta mar, esas que le habían cincelado a él hasta convertirlo en el bregado marino que era. Así que, en menos de una hora, Wells se descubrió en un lugar que, de no ser por su misión, jamás se habría encontrado, es decir, apretado entre un grupo de marineros zafios y bravucones que apestaban a sudor y a ron y a vidas inútiles.
Y si han seguido mi relato con la debida atención, muchos de ustedes ya habrán adivinado que, con el único —y espero que disculpable— propósito de sorprenderles, no me equivoqué de principio cuando comencé a contarles esta historia, sino que empecé a narrársela directamente por su final. Como ya les dije, ¿acaso un principio no es siempre el final de otra historia? Por otro lado, quienes me han acompañado en otras narraciones ya deberían saber que hay historias que no pueden empezar por su principio, y posiblemente esta sea una de ellas. Así que ha llegado el momento de desvelarles que, como algunos ya sospechan, el escritor no se enroló en el buque con su verdadero nombre, sino con el de Griffin, el protagonista de su novela El hombre invisible. Y lo hizo porque esa iba a ser su única tarea: ser invisible. Para ello debía pasar lo más desapercibido posible, abortar todo intento de camaradería con la tripulación, y sobre todo, comportarse como un niño en un museo, evitando tocar nada, pues temía que un gesto suyo, por trivial que fuera, trastocara el tiempo alterando el orden natural de los acontecimientos.
Y así fue como el buque Annawan, un ballenero de pasado glorioso cuyo casco había sido reforzado con una doble capa de roble africano para hacer frente a los hielos del Polo Sur, zarpó de Nueva York llevando un tripulante más de lo previsto, un marinero tan enclenque como reservado que contemplaba el horizonte con una extraña inquietud, como si conociera el fatal destino que les aguardaba.
Pasar desapercibido y no tocar nada, esas eran sus prioridades en aquel viaje. Y las respetó a pesar de descubrir lleno de incredulidad que entre la morralla humana que atestaba el buque se hallaba al escritor Edgar Allan Poe. Por aquel entonces, Poe era un muchacho pálido que ni siquiera había escrito todavía Al Aaraaf. Al parecer, se había enrolado en el Annawan como sargento de artillería para huir de West Point, y aunque nada le hubiera gustado más a Wells que entretener la aburrida travesía departiendo tranquilamente con quien con el paso del tiempo sería uno de sus escritores favoritos, dejándose embrujar por cada palabra o gesto del artillero, se limitó a hablar con él solo lo imprescindible, pues cuanto menos lo hiciera más posibilidades tendría de no ser descubierto. Y si alguien en ese tosco rebaño podía descubrir que no pertenecía a aquella época, ese era sin duda Poe, el futuro autor de los cuentos deductivos del detective Auguste Dupin.
Su única distracción durante la travesía consistió, pues, en beber ron y en esforzarse en reír las vulgares bromas de sus compañeros, y una vez sobrepasaron las islas Kerguelen con más de un mes de retraso sobre el calendario previsto, en contemplar con una mirada piadosa los denodados esfuerzos del capitán MacReady para que el buque no encallara en el hielo, sabiendo que terminaría haciéndolo.
Cuando el viejo ballenero finalmente quedó atrapado en las fauces de la nieve, Wells asintió para sí, como un director de teatro satisfecho con la labor de los actores. La tripulación pareció encajar aquella contrariedad que podía llevarlos a la muerte con serena resignación. Se trataba de esperar hasta el deshielo sin agotar los víveres ni dejarse ganar por la locura. Poco más se podía hacer, dadas las circunstancias, aunque Reynolds, el responsable de aquella excéntrica expedición, no dejara de recordarle al capitán que debían explorar el terreno en busca del acceso al centro de la Tierra, pues estaba convencido de que esta estaba hueca. Y eso que Verne todavía no había escrito su famosa novela.
Pero Wells no esperaba nada de eso, naturalmente. Lo único que esperaba era ver lo que una semana después, cuando ya empezaba a creer que no iba a suceder nada, cayó al fin del cielo. Cuando apareció, tuvo la extraña sensación de haber sido él quien había encargado aquel espectáculo aéreo para dar una sorpresa a los demás. Contempló a la aeronave surcar el cielo y estrellarse cerca de las montañas con la misma mueca de perplejidad que sus compañeros, pues, después de todo, Wells nunca la había visto volar. Y comprendió que a partir de entonces todo sucedería tal y como ya había sucedido, sobre todo si él lograba mantenerse lo suficientemente al margen para preservar los acontecimientos. La irrupción de la aeronave en aquel paisaje desolado provocó el desconcierto en la tripulación, y el escritor no pudo evitar sonreír divertido cuando algunos aseguraron que era un meteorito. Él sabía perfectamente qué era. Sabía incluso quién la pilotaba y desde dónde venía. Con británica puntualidad, el Enviado había acudido a la cita que ambos tenían en aquel islote de hielo alejado del mundo.
Pero no teman, no voy a aburrirles relatándoles de nuevo unos sucesos que ya conocen sobradamente, aunque sí me gustaría compartir con ustedes algunos de los sentimientos y zozobras que sacudieron durante la expedición al otrora esquivo y callado marinero Griffin, ahora que ya todos pueden identificarlo como el escritor H. G. Wells. Estoy seguro de que, conociéndole tan bien como le conocen, no dejará de resultarles interesante la manera en que su pulcra y remilgada mentalidad tuvo que hacer frente a las diversas vicisitudes que marcaron aquellos escalofriantes días a bordo del Annawan. Como cuando, durante el viaje de exploración hacia la aeronave, se vio obligado a improvisar una delirante historia para justificar ante Reynolds su insistencia en embarcar en el Annawan, tan inconsistente y absurda que casi pensó que le expulsarían por incompetente del gremio de los escritores. O como cuando tuvo que explorar los alrededores de la aeronave en busca de su presunto tripulante, sabiendo ya de lo que era capaz. Y cómo describirles la mezcla de desaliento y frustración que le fue embargando mientras aguardaban en el Annawan el ataque de la criatura que había despedazado a un oso polar en el hielo, sabiéndose el único de toda la tripulación capaz de sospechar que el llamado monstruo de las estrellas tal vez ya estuviese encerrado allí con ellos, convertido en uno de los marineros.
¡Pobre Wells, qué gran responsabilidad había caído sobre sus hombros! ¡Y qué solo y ridículo se sentía dentro de aquel barco condenado, sin saber qué debía hacer exactamente para impedir lo inevitable! El tiempo devanaba su madeja de horas sin que ningún plan de los que su mente hilaba con desesperación se le antojara mejor que aquella locura improvisada por Clayton en las alcantarillas. El que juzgó menos disparatado —y que les dará una idea de cómo eran los desechados— se le ocurrió en una de sus minuciosas exploraciones por el barco, en busca de cualquier cosa que pudiera usar contra el Enviado, ya que sabía de primera mano que las balas no le causaban el menor daño. Encontró varias cajas rebosantes de cartuchos de dinamita en la santabárbara, y de inmediato comprendió que aquello era lo único que habría en el Annawan capaz de matarle. Wells nunca había manipulado dinamita, pero no creía que resultara complicado, aunque dudaba que el Enviado se estuviera quieto para que él pudiera arrojarle un cartucho a los pies manteniendo la suficiente distancia para no morir también en la explosión. Y esperar sentado tranquilamente en alguna parte a que el monstruo fuera por él, como había hecho Murray en las cloacas londinenses setenta años después, no era algo que le apeteciera demasiado. Sobre todo teniendo en cuenta que en el buque no había ninguna bella muchacha que pudiera abrazarlo durante el desagradable trance. De ser así, tal vez se lo hubiese pensado. Fue entonces cuando su vista se posó en uno de los muchos arpones que había en la armería, y se le ocurrió que, si le ataba un par de cartuchos y lo lanzaba con la suficiente fuerza y puntería sobre el Enviado, tendría una posibilidad entre un millón de conseguir ensartarlo, lo cual era mejor que nada.
Dos días después, mientras Wells todavía seguía tratando de encontrar un plan mejor que el del arpón y la dinamita, el doctor Walker fue salvajemente despedazado por el monstruo de las estrellas. Le atacó en la enfermería, cuando se disponía a amputarle el pie derecho al marinero Carson, por lo que el escritor no necesitó más pistas para comprender no solo que el Enviado rondaba por el buque, sino también bajo qué aspecto. Todos se alarmaron y, a una orden de un cada vez más desconcertado MacReady, inspeccionaron el barco de arriba abajo en busca del agujero por el que sin duda habría entrado el monstruo, pero no encontraron nada, naturalmente. Concluyeron que, de algún modo misterioso, el monstruo podía entrar y salir del Annawan sin llamar la atención, como el demonio que era. Pero Wells no creía en demonios. Es más, el escritor incluso consideró la posibilidad de delatar a Carson. En realidad, consideró una a una el abanico de posibilidades que se abría ante él, aunque ninguna de las opciones llegó a entusiasmarle lo suficiente como para llevarla a cabo. Avisar a todos sus compañeros de que aquel hombre no era Carson, sino un marciano que había adoptado su forma, o intentar asesinarle a sangre fría en cuanto tuviera oportunidad, quizá dejándole un cartucho de dinamita en el calzón mientras dormía, y esgrimir dicho argumento como defensa en el juicio al que sin duda le someterían cuando descubrieran su crimen, le parecieron las formas más fáciles de acabar encerrado por loco, por asesino, o por ambas cosas a la vez. Estaba claro que debía continuar esperando, manteniéndose al margen de los acontecimientos. Ya le llegaría el momento de intervenir. Así que Wells intentó tranquilizarse y se limitó a espiar los movimientos de Carson con el mayor disimulo posible, preguntándose dónde estaría el cadáver del verdadero marinero. Probablemente allí fuera, en alguna parte, tirado en el hielo. Mientras le vigilaba, le resultaba curioso que el Enviado no lo reconociera, que no lo espigara del trigal de sus compañeros con una mirada de sorpresa, dado que ya habían hablado en las alcantarillas de Londres… Continuamente tenía que recordarse que nada de eso había sucedido todavía, por muchos recuerdos que tuviera de ello.
Comprendió que el desenlace no tardaría en producirse cuando, el día en el que montaba guardia a estribor, vio llegar a Reynolds de la nieve, gritando que Carson había muerto, que había tropezado con su cadáver cerca de la aeronave. Al descubrir que el difunto Carson se hallaba haciendo guardia en el barco en aquel mismo instante, Reynolds se había dirigido hacia él como un sonámbulo, mientras Wells lo seguía con la mirada. Fue entonces, al observarles conversar brevemente mientras los perros ladraban enloquecidos, cuando comprendió que el Enviado, quizá al sospecharse descubierto, dejaría de fingir y adoptaría su verdadero aspecto. Tras la charla, el explorador se dirigió a su camarote sin ni siquiera mirarlo, por lo que no le costó deducir que, por alguna extraña razón que no podía entender, aquel estúpido había decidido guardarse para sí mismo su descubrimiento. ¿Lo habría citado en su camarote para proponerle algún trato? No lo sabía, pero poco importaba la estrategia que Reynolds pensara seguir. Todo apuntaba a que la masacre estaba a punto de comenzar, pues el explorador estaba jugando con una bomba que iba a estallarle en las narices. Y así fue, como todos ustedes saben.
Quizá se pregunten ahora si en algún momento de la orgía de tiros, explosiones, sangre y monstruosas transformaciones que se desencadenó a continuación, a Wells se le pasó por la cabeza desentenderse del destino de la humanidad, de todos aquellos a los que amaba pero aún no habían nacido, e intentar salvar únicamente su propio pellejo. Por increíble que pueda parecerles, la respuesta es no, y es algo que puedo asegurarles sin problemas, pues nada resulta más fácil para mí que leer en el alma de los personajes que pueblan esta historia. Sin embargo, para serles absolutamente sincero, también he de decirles que no lo hizo movido por su sentido del deber o por altruismo, sino porque, desde que el Apocalipsis se había desencadenado en aquel olvidado pedazo de hielo, Wells había sido incapaz de concentrarse en otra cosa que no fuera evitar por todos los medios que el secreto mecanismo que anidaba en su mente volviera a activarse, despeñándolo de nuevo por los acantilados del tiempo, Dios sabía hacia dónde. Y quizá fuera la atención casi obsesiva que puso en ello, tratando de impedir en todo momento que el corazón se le desbocara, lo que también le ayudó a sortear el pánico, permitiéndole enfrentar con una serena frialdad el horror que le rodeaba. De ese modo pudo colocar su pistola en la sien del fiero capitán para obligarle a hacer caso a Reynolds, dirigirse más tarde hacia la armería moviéndose por el infierno en el que las explosiones habían convertido el buque con inquietante tranquilidad, como si dispusiera de un salvoconducto sellado por el mismísimo diablo, y atar los cartuchos de dinamita al arpón cuidadosamente, para emerger luego a cubierta y saltar al hielo sin perder la calma en ningún momento, ni siquiera cuando contempló cómo la última detonación reducía el Annawan a un retorcido amasijo de hierros en mitad de un campo sembrado de cadáveres mutilados, y comprendió que, lograra o no completar su misión, sus escasas esperanzas de volver a la civilización acababan de desvanecerse.
Imagínenlo ahora tirado en el hielo, disimulado entre las víctimas de la explosión, desorientado y dolorido. La detonación que había destrozado el Annawan había sido tan terrible que le había obstruido los oídos, y el paisaje se le antojaba como arropado por un silencio ancestral, el silencio congénito en el que el mundo había reposado antes de que el Hombre lo mancillara con sus ruidos artificiales. Las llamas que envolvían los restos del buque empezaron a extinguirse lentamente, como la memoria de los viejos. Wells recordó entonces que el Enviado había tenido que sobrevivir a la explosión, pues había acabado enterrado en el hielo, así que estudió con atención los despojos que alfombraban la nieve, hasta que sus ojos se clavaron con pavor en un bulto que se agitaba levemente. Se hallaba a unos treinta metros de él, pero a pesar de la distancia, cuando la silueta comenzó a levantarse, Wells pudo comprobar que aquel superviviente no era humano. Las llamas prendían el extraño hábito que lo cubría, convirtiéndolo en una especie de antorcha, aunque eso no parecía producirle el menor dolor. Temiendo que lo descubriera, Wells apoyó la cabeza en la nieve y se mantuvo inmóvil, como un despojo más, espiando sus evoluciones. Suspiró aliviado al observar al monstruoso insecto caminar en dirección contraria y, frunciendo el ceño, distinguió dos siluetas más levantándose con urgencia de la nieve. Le pareció que eran Allan y Reynolds, que en aquel instante corría hacia la jaula de los perros, y sonrió para sí. Cuando Reynolds abrió la puerta de la jaula, una jauría enloquecida enfiló hacia el Enviado, que replegó su coraza, dejando libre sus afilados aguijones, y de un golpe brutal, partió en dos al primero de los perros que saltó sobre él. Enseguida quedó claro que los animales apenas le supondrían una pequeña molestia. Tras destripar al último de ellos con visible desdén, Wells lo contempló mientras caminaba sin ninguna prisa, saboreando su victoria, hacia sus compañeros, que al parecer habían resuelto dejar de correr. Para qué retrasar lo inevitable. Y cuando la espantosa criatura se detuvo a unos cinco metros de ellos, lanzando un bramido triunfal, Wells supo que no dispondría de un momento mejor para intentar ensartarle con el arpón. Si no hacía nada, el Enviado acabaría congelado en el hielo, por mucho que no se le ocurriera cómo iban a conseguir eso Allan y Reynolds. Aunque a la larga aquello no impediría la invasión, como él bien sabía. Debía acabar con el marciano para siempre, no momentáneamente. Para eso estaba él allí. Para eso había cruzado el tiempo y el espacio.
Resuelto a acabar con el monstruo, Wells se levantó de un salto, con el arpón bien sujeto, y fue entonces cuando lo sintió. Miró a su alrededor durante unos segundos, un tanto aturdido, con la sensación de que algo no iba bien, pero sin saber qué era. Todo seguía igual que hacía un momento: el buque carbonizado, los cadáveres desperdigados por la nieve, el monstruo a punto de despedazar a sus compañeros, pero todo parecía al mismo tiempo tan lejano… Quizá no las distancias, que seguían siendo las mismas, pero sí todo lo demás: la macilenta luz del crepúsculo todavía era más tenue, el frío resultaba mucho menos acerado, la nieve no parecía humedecer sus ropas, el aire ya no transportaba ningún olor —ni el de la madera quemada, ni el de la carne chamuscada, ni siquiera el de su propio sudor—. Faltaba intensidad, realidad, brillo, no sabía qué, aquello que hacía que las cosas existieran. Daba la sensación de que todo se había alejado de allí, sin alejarse de allí. Como si estuviese en el recuerdo de aquel sitio, en el momento ya pasado de aquel sitio, en lugar de estar en aquel sitio… Y Wells comprendió, de repente, con una dolorosa e insobornable certidumbre, que iba a sucederle de nuevo, que iba a saltar en el tiempo otra vez. Se apresuró a prender las mechas de los cartuchos con manos temblorosas, rogando porque su cuerpo resistiera todavía unos segundos más en aquel presente. Ignoraba la antelación con la que aquellos síntomas, aquella sutil decoloración de la realidad, anunciaban el salto, pues ni dormido ni en la poza había sido consciente de ello, pero esperaba que al menos le quedase el tiempo suficiente para lanzar el arpón. Contempló tensarse al cuerpo del monstruo, preparándose para el inminente ataque. Aguanta, se ordenó Wells a sí mismo, no saltes, maldita sea, todavía no. Y tomando un poco de carrera, echó el brazo hacia atrás y lanzó el arpón hacia la silueta del Enviado, convencido de que fallaría, de que quizá incluso ensartaría a Allan o a Reynolds. Pero para su sorpresa, lo vio hundirse en la espalda de la criatura, quebrando fácilmente aquella especie de caparazón cartilaginoso que la cubría. El Enviado profirió un terrible quejido, e intentó arrancárselo torpemente, mientras se retorcía de dolor y su apariencia comenzaba a cambiar, mostrándole a Wells la colección de cuerpos que había adoptado hasta entonces en una alocada sucesión de metamorfosis. Hasta que finalmente estalló en mil pedazos, emitiendo un ruido sordo que al escritor le pareció tan lejano como las montañas del horizonte. Sin tiempo para esquivarlo, Wells recibió un baño de sangre verdusca y fue apedreado por una granizada de trozos de carne y huesos, que lo hicieron relucir vagamente cuando, agotado, se clavó de rodillas sobre la nieve. El humo de la explosión se disolvió, permitiéndole distinguir a Reynolds y a Allan sentados sobre el hielo, observándole con una mezcla de estupor y agradecimiento, sanos y salvos, aunque extrañamente incorpóreos, como si estuvieran pintados en una sábana tendida a contraluz.
Comprendiendo que lo había conseguido, Wells se entregó al fin a aquella extraña sensación. Había vencido, se dijo, mientras la fatiga y la tensión acumulada se transformaban en una sensación de vértigo cada vez más intensa. Sintió entonces cómo era despojado de su propio peso, arrancado de su propia carne, y con ello de la dolorosa fatiga que lo embargaba e incluso parecía mantenerlo cohesionado. Pero aquella sensación solo duró un segundo. Al instante siguiente, Wells volvió a sentirse encajonado en sí mismo, doblegado por el yugo de su propio peso. Un vómito repentino le subió a la garganta, escapándosele por la boca y trazando sobre la nieve un garabato de inmundicia. Tosió, una, dos, tres veces, tratando de sobreponerse al mareo. Cuando la vista se le aclaró, comprobó que seguía arrodillado en el mismo sitio, sobre la misma nieve, que parecía haber recuperado de nuevo toda su consistencia, volviendo a enfriarle y a mojarle como desde siempre ha hecho la nieve. Pero al no ver ante sí ni a Allan ni a Reynolds, comprendió que ya no seguía en el mismo tiempo.