Pero más de setenta años antes de que el alma de Charles se disolviera en la nada, otra alma surgió de ella. Y aunque el nacimiento duró menos de un segundo, Wells sintió cómo todo él era reconstruido paso a paso por una mano invisible, que en un instante atornilló sus dispersos huesos dando forma al bastidor de la osamenta, a la que anudó el sistema circulatorio y las guirnaldas de los nervios, para repartir luego un puñado de órganos a lo largo del improvisado armazón, y finalmente empaquetarlo todo con el papel de estraza de la carne. Con el barniz final de la piel, el escritor se sintió bruscamente golpeado por el frío, el cansancio, las náuseas y otros padecimientos propios del cuerpo con que cargaba desde siempre, que lo clavaron a la realidad como un ancla. Se descubrió entonces sumergido en un agua fangosa y pestilente, y al segundo siguiente expulsado por la fuerza de la corriente, lanzado por los aires sobre un lecho de agua quieta.
Una vez comprendió que ya no sería arrastrado a ninguna parte, Wells braceó para salir a la superficie. Cuando lo logró, boqueó repetidas veces, y miró a un lado y a otro desorientado, sin entender dónde estaba ni qué había sucedido. Poco a poco, a medida que la vista y la mente se le fueron aclarando, dedujo que lo había escupido al Támesis algún ramal de la cloaca, pero por mucho que escrutó a su alrededor no logró encontrar el menor rastro de sus compañeros. ¿Dónde demonios estaban? Esperó por si aparecían flotando en el río, pero hacía demasiado frío y se encontraba terriblemente mareado. Le sobrevino entonces el vómito y descargó con profusión sobre las aguas todo el contenido de su estómago. Eso le hizo desechar su papel de anfitrión del Támesis, y medio desfallecido y tembloroso, nadó con torpeza hacia el muelle más cercano, izándose como pudo. Al saberse en tierra firme, trató de serenarse. Había burlado a los marcianos, aunque aquello no era motivo de celebración alguna, pues sin duda se trataba de una escapada momentánea: en cualquier momento podían aparecer por algún lado para atraparlo definitivamente y abrirle la cabeza, como había prometido el Enviado.
Sentado en el muelle como un mendigo, jadeando por la fatiga y la excitación, paseó la mirada a su alrededor, y se sorprendió de no encontrar el menor signo de la devastación que habían producido los marcianos. ¿Dónde estaban los estragos causados por los trípodes?, se preguntó, estudiando con atención el perfil de Londres que podía ver desde el lugar donde se hallaba. Sin embargo, la ausencia de destrozos no era lo único extraño, había algo más. Estaba en Londres, sí, de eso no había duda, pero aquel no era su Londres. La mayoría de los edificios eran de dos o tres plantas, y no distinguía el Tower Bridge. No se trataba de que hubiese sido destruido, sencillamente parecía como si aún no hubiese sido… construido. Lleno de incredulidad, observó que tan solo un puñado de puentes —el de Waterloo, el de Westminster y algún otro— unían los márgenes del Támesis. Y atónito, reparó en que el nuevo puente de Londres todavía se estaba construyendo, a unos treinta metros al este del original. Wells se incorporó de un salto y contempló medio aturdido la antigua estructura angosta y decrépita que todavía estaba en uso, a la espera de su derribo. Por si eso fuera poco, el Támesis, que se hallaba surcado por una horda de ferris a remo, discurría ahora por playas de gravilla negruzca en las que menudeaban los pequeños astilleros ribereños, cotos privados de pesca y los embarcaderos de unas pocas casas de alcurnia. El escritor dejó escapar un hondo suspiro. Daba la sensación de que todo estaba… por hacer.
Permaneció un buen rato contemplando aquel Londres incompleto sumido en un lánguido estado de estupor, hasta que comprobó que la visión no tenía intención de desvanecerse, demostrándole que no era más que un producto de su mente exhausta. Y entonces, poco a poco, las últimas palabras que había intercambiado con Clayton regresaron a su memoria, todavía barajadas entre el desorden de recuerdos de las últimas horas: la huida desesperada por las cloacas, la muerte de Gilliam y Emma, la espantosa caída por los túneles… ¿Qué le había gritado Clayton antes de que ambos cayeran al vacío? Movido por un presentimiento tan repentino como fugaz, Wells se acercó a una papelera y de entre la inmundicia rescató un periódico para consultar su fecha: era del 23 de septiembre de 1829. Aquel descubrimiento lo dejó perplejo. ¡Se hallaba en el Londres de 1829!, se dijo. Sacudió la cabeza, entre el pánico y el delirio. Todavía faltaban ocho años para que el rey Guillermo IV muriera y el arzobispo de Canterbury se presentara en el palacio de Kensington para comunicarle a su sobrina Victoria, de apenas dieciocho años recién cumplidos, que acababa de heredar el trono del país más poderoso del mundo. Dios… ¡todavía faltaban 37 años para que él naciera! ¿Cómo era posible…?
Había viajado en el tiempo… ¡Dios, había viajado en el tiempo!
Como el inventor de su novela, aunque sin necesidad de cargar con una engorrosa máquina. Al parecer, lo había hecho usando su mente, tal y como Clayton se lo había anunciado en el sótano de su casa hacía tan solo unas horas… Bueno, en realidad todavía faltaban 69 años para que el agente le hiciera aquella sorprendente revelación, mientras los marcianos destruían Londres sobre sus cabezas. Un Londres que no era aquel, un Londres del futuro. Entonces, como tímidas estrellas fugaces, las últimas palabras que había intercambiado con Clayton, mientras colgaba en el vacío sujeto únicamente con su mano sana, comenzaron a surcar la noche de su mente, iluminándola con lentitud. En aquel momento, aterrado por la posibilidad de caer y de ser succionado por el furioso remolino que le aguardaba varios metros por debajo de sus pies, Wells apenas había prestado atención al agente, todo hay que decirlo. Pero ahora volvió a escuchar sus palabras, y con sorprendente claridad, como si el agente estuviera de nuevo a su lado, gritándoselas por encima del estruendo del agua, a pesar de que aún faltaban varios años para que Clayton naciera en aquel mundo incomprensible, dispuesto a perder una mano en su afán por comprenderlo:
—¡Wells! —le había gritado mientras él pataleaba ansiosamente en el aire, como si pretendiera escalar por su aterradora blandura—. ¡Escúcheme! ¡Usted es la solución! ¿Me oye? ¡Usted es la solución!
—¿Qué? —había replicado él, desconcertado.
—¿Recuerda lo que dijo el Enviado? —continuó aullando el agente, mientras él comenzaba a sentir, lleno de angustia, cómo sus manos se escurrían de la mano de Clayton.
Intentó agarrarse mejor, pero la humedad se lo impedía. Estaba resbalando, inevitablemente. Oyó entonces la voz de Charles, pero no se atrevió a girarse para buscarle ante la precariedad de su asidero. De todas formas, su grito había sonado demasiado lejos: no llegaría a tiempo de sujetarle…
—¡Clayton, haga algo! ¡Me estoy resbalando! —le gritó aterrorizado.
Pero el agente insistía en su absurdo discurso.
—¡Escúcheme, maldita sea, y salvará la vida! ¡Salvará su vida y la de todos! —le replicó—. El Enviado ha confesado que le tiene miedo… ¡Estoy seguro que es por lo que le dije en mi sótano!
—¡No me suelte, Clayton!
—¿No lo entiende, Wells? —continuó el agente—. ¡Lo que tiene en su cabeza: esa es la solución! ¡El Enviado le teme porque presiente que usted es el único capaz de evitar la invasión… impidiendo que comience! ¡Eso es lo que tiene que hacer, Wells! ¡Impedirla antes de que comience!
Clayton apenas le sujetaba ahora por las puntas de sus dedos. De soslayo, le pareció ver al capitán acercándose por el otro lado, agarrándose a la barandilla.
—¡Aguanten un poco más! —La voz de Charles sonó mucho más cercana.
Aguantar, sí. En un titánico esfuerzo de abstracción, Wells luchó por desentenderse del estruendo del agua, del dolor de su cuerpo, de la angustia que empezaba a embargarlo al no ver a Jane por ningún lado, y sobre todo de los histéricos gritos del agente, e intentó concentrarse únicamente en sus manos, en sus dos delgadas y frágiles y pálidas manos de escritor, cuyo hábitat natural era la dentadura de teclas de su máquina de escribir, el feudo delicado e inofensivo de las plumas, los tinteros y la piel gastada del lomo de sus libros, y que ahora estaban involucradas en una absurda tarea física para la que no habían sido adiestradas, tratando de sujetarse a la mano sana del agente, luchando contra el inexorable deslizamiento, pugnando por no caer, por seguir uniéndole a la vida, por aguantar…
—¡Tiene que viajar en el tiempo, Wells! ¿Lo entiende? ¡Tiene que viajar a un tiempo anterior a lo inevitable! ¡Intente recordar qué soñaba en la granja, la pesadilla que desencadenó el viaje del que yo fui testigo! —gritó Clayton con el rostro enrojecido—. ¡Recuérdela… e intente… viajar… de nuevo!
Wells levantó entonces su cara de pájaro y miró al agente, quien, con los gruesos tendones de su cuello estirados al límite de su resistencia, le sostuvo la mirada durante un segundo eterno, un segundo en el que Wells supo que iba a caer, que Clayton iba a soltarle, porque lo que vio en sus ojos era una despedida y una silenciosa disculpa.
—¡Hágalo! ¡Le aseguro que puede hacerlo, confíe en mí! ¡Solo usted puede salvarnos! —le gritó por última vez.
Cerca de ellos, resonó la voz de Charles, y Wells incluso acertó a ver que un brazo entraba en su campo de visión, acercándose a sus manos.
—¡Deme la mano, Wells!
Pero no tuvo tiempo. El agente miró a Charles, sonriendo, y en ese mismo instante Wells sintió cómo los dedos de Clayton se aflojaban, liberándole, permitiendo que cayera al vacío, hacia las aguas turbias. Y mientras arañaba el aire, tratando de aferrarse desesperadamente a la nada, Wells debió de recordar la pesadilla, o quizá lo hizo después, una vez sintió en los huesos el brutal impacto del agua y la succión del remolino, que lo arrastraba hacia el Támesis, o tal vez hacia aquella tierra de nadie que había entre el presente y el pasado llamada la cuarta dimensión. No lo recordaba. Todo había sucedido de un modo demasiado confuso, demasiado vertiginoso, demasiado… irreal. Pero sí recordaba la pesadilla que le había asaltado en la granja. Era la misma que solía atormentarle con frecuencia en los últimos años, una pesadilla en la que él caía y caía en un vacío sin fondo, en una caída eterna, pero en la que lo embargaba la extraña sensación de que al caer no se desplazaba en el espacio… Aquella sensación siempre lo había desconcertado. Pero ya no volvería a hacerlo, se dijo, porque por fin había comprendido que se debía a que su cuerpo se movía únicamente en el tiempo. Caía a través del tiempo.
Sacudió la cabeza, sonriendo para sí al recordar cómo se había resistido a creer que podía viajar en el tiempo, pese a que al anunciárselo Clayton le había asegurado que él mismo lo había visto desplazarse durante cuatro horas por el hilo temporal. Pero ahora no tenía más remedio que aceptarlo: él, H. G. Wells, autor de La máquina del tiempo, podía viajar en la corriente temporal gracias a la clavija que Clayton le había asegurado que poseía su mente, el mismo mecanismo al que se había referido también el Enviado, un dispositivo que debió de activar a causa de la tensión acumulada, al igual que había hecho mientras dormía en la granja. Pero si aquella vez había viajado durante cuatro insignificantes horas, ahora debía de haber pulsado el botón con la fuerza de un coloso, pues lo había despeñado hasta casi setenta años atrás por la pendiente temporal.
Sin terminar de creerlo, Wells arrojó el periódico de nuevo a la papelera, y como un fantasma desconcertado, comenzó a deambular por aquella ciudad inacabada, tratando de asimilar que se hallaba en el pasado, más de medio siglo antes del día que le pertenecía ocupar. Caminó por Londres casi sin voluntad, sintiendo el mismo fascinado estupor que debían de experimentar los turistas temporales que Murray enviaba al año 2000. Envuelto en una extraña confusión no exenta de cierta inquietud, Wells miraba a su alrededor con expresión maravillada, asombrado de encontrarse en un Londres que solo conocía por los libros de historia y por los periódicos del pasado, y aquel embrujo se veía aumentado porque sabía en lo que aquella ciudad llegaría a convertirse con el transcurso de los años, algo que ignoraban todas las personas con las que se cruzaba por las calles, empedradas por cierto con adoquines de granito escocés o con losetas de barro cocido, y donde el transporte público estaba pobremente representado por un puñado de omnibuses tirados por mulas. Wells estuvo vagando durante lo que le parecieron horas, sin poder detenerse, resistiéndose a aceptar la situación. Sabía que cuando lo hiciera, la leve inquietud que lo rondaba alcanzaría su pleamar y se convertiría en pavor, pues por mucho que lo sedujera aquel escenario tan extraño como familiar, no podía olvidar que se encontraba varado en una época del pasado, donde las cosas eran muy diferentes a las de su tiempo. Londres se hallaba reducida a la City y a un puñado de barrios como Pimlico, Mayfair, el Soho, o Bloomsbury, con Lambeth y Southwark al otro lado del río. Comprobó que apenas había edificaciones al oeste de Hyde Park, o al sur de los jardines de Vauxhall. Chelsea era poco más que un pueblo unido a la capital por la King’s Road y, como una marea verde, la campiña se introducía hasta Islington, Finsbury Fields y Whitechapel, llegando hasta los mismos pies de la muralla romana. Desde Knightsbridge hasta Piccadilly encontró vestigios de un Londres rural que todavía tardaría en desaparecer: por todos lados había alquerías, huertas, lecherías, establos e incluso molinos. No existían las casas del Parlamento, ni el Museo Británico, tampoco la columna de Nelson se elevaba airosa en Trafalgar Square, que no era más que un espacio sin urbanizar ocupado por las cocheras reales.
Agotado por el largo paseo, Wells se sentó en un banco e intentó asimilar de una vez por todas que estaba allí, que aquello no era un decorado falso, sino el auténtico 1829, donde acababa el tiempo, pues al otro lado se abría un profundo acantilado. Por increíble que resultara, el mañana del que él provenía aún no había llegado. Ahora se encontraba extraviado en una época que no era la suya, donde ninguno de sus conocidos había nacido todavía, esa era la realidad, y sin saber cómo volver a su año, o si tal cosa era siquiera posible. Había viajado a causa de la tensión, que parecía ser el carbón que ponía en funcionamiento la extraña maquinaria alojada en su cabeza, pero no estaba seguro de poder reproducirla de un modo artificial, recurriendo a la sugestión. Aunque, en el caso de que tal cosa fuera factible, ¿de qué iba a servirle si no podía escoger el destino de su salto? Viajaría a ciegas, y quizá retrocediera aún más en el tiempo, lo cual era algo que le espantaba, pues cuanto más ahondara en el pasado, más irreconocible y hostil le resultaría el mundo en el que debería desenvolverse. Era mejor aguardar allí, en aquella época, a la espera de que sucediera algo, aunque no sabía qué. Pero ¿cómo iba a arreglárselas para sobrevivir? ¿A quién podría pedir ayuda? Dudaba de que alguien pudiera creer su historia, a menos que tuviera una mente amplia, quizá algún escritor, un colega. Hizo memoria, tratando de desempolvar sus conocimientos literarios de la época. Si no recordaba mal, Byron había muerto unos años antes, Carroll no había nacido todavía, Coleridge debía de encontrarse viviendo ya en casa del doctor Gillman, curándose de su adicción al opio, y un jovencito e inédito Charles Dickens acababa de empezar a trabajar en un despacho de procuradores, donde de momento se limitaba a dejar que sus sueños de escritor borbotearan en la marmita de su cabeza. Sí, quizá el futuro autor de Oliver Twist pudiera ayudarlo… Suspiró hondo, sorprendido de la rapidez con que había aceptado que tendría que vivir allí.
Más calmado, se preguntó entonces por el destino de sus compañeros. ¿Qué habría sido de ellos? ¿Qué habría sido de Jane? Supuso que les habrían atrapado los marcianos. Y de pronto, se sintió como si los hubiera dejado en la estacada, como si los hubiera traicionado deliberadamente… Aquel pensamiento lo abatió aún más. Él debía estar allí, setenta años después, sufriendo a su lado, compartiendo el mismo destino que ellos. Pero no lo estaba, y desgraciadamente no podía alegrarse por ello.
Durante un rato, Wells se limitó a contemplar el ir y venir de la gente, sintiendo que una sonrisa de melancolía le teñía los labios. Todas aquellas personas caminaban de un lado a otro, creyendo que estaban construyendo el futuro con las piedras de sus actos, ignorando que el futuro ya estaba terminado y que él, el hombrecillo tembloroso que estaba sentado en aquel banco, lo había visto. Y se trataba de un futuro, además, que ninguno de aquellos individuos podría imaginar jamás. Por suerte, ninguno de ellos viviría lo suficiente para verlo.
Entonces, mientras paseaba su benévola mirada por la multitud, recordó con un repentino escalofrío de pavor que los marcianos llevaban infiltrados entre ellos un largo tiempo. ¿Desde cuándo estaban en la Tierra? Según les había revelado el Enviado, los marcianos habían llegado a su planeta en el siglo XVI. Desde entonces estaban allí, fingiéndose humanos, vigilando la Tierra, aguardando la llegada del Enviado para que diera comienzo la invasión de aquel planeta azulado que llevaban años velando. ¿Sería alguno de aquellos individuos que ahora pasaban ante él un marciano? Naturalmente, era imposible saberlo, por lo que Wells enseguida desbarató la mirada escrutadora que había adoptado casi sin darse cuenta. Recordó entonces con una mueca de amargura que él era el culpable de todo lo que sucedería setenta años después. Ojalá no hubiese revivido al Enviado con su sangre, dejando así que sus hermanos muriesen uno tras otro, envenenados por el aire terráqueo. Pero lo había hecho. O lo iba a hacer, dado que ahora se hallaba en 1829. Sí, el Wells que nacería en 1866 haría todo lo que él había hecho, punto por punto: escribiría todo lo que él había escrito, sufriría todo lo que él había sufrido, se enamoraría las mismas veces que él y de las mismas mujeres, y llegado el momento, dejaría la ofrenda de su sangre sobre el cuerpo del Enviado, condenando a su planeta para siempre. Pero eso no había sucedido aún, lo cual quería decir que podía evitarse, se dijo de pronto, excitado ante la posibilidad de enmendar su error. Para ello solo tenía que hablar consigo mismo y prohibirse la visita a la Cámara de las Maravillas con Serviss, o impedírselo por la fuerza si no lograba convencerse. Pero para eso faltaban todavía sesenta y nueve años, y él, que ahora tenía treinta y dos, no creía que pudiera llegar a los cien, por muy en forma que se mantuviese.
Pero entonces, ¿de qué le servía haber retrocedido en el tiempo, hasta aquel absurdo 1829, si no podía evitar la invasión? La respuesta le sobrevino con tal brusquedad que le hizo torcer el gesto. Súbitamente había recordado que 1830 era el año en que el Enviado había llegado a la Tierra. Y como él mismo les había dicho, su aeronave había sufrido una avería que lo había apartado de su misión, provocando que se estrellara en la Antártida. Wells palideció, repentinamente mareado. Al parecer, de un modo inconsciente, su cerebro había aprisionado aquel dato concreto, guardándolo en algún oscuro rincón de su mente, y cuando Clayton le había gritado que debía viajar «a un tiempo anterior a lo inevitable», su memoria había regurgitado aquella fecha. ¿Por eso había rodado hasta allí y no a ningún otro año? ¿Había logrado, de algún modo, dirigir su viaje, errando en tan solo unos meses? Aunque Clayton le había dado a entender que aquello era imposible, era justamente lo que él parecía haber hecho: escoger el destino del salto, aunque lo hubiese hecho de un modo casi inconsciente.
Wells se levantó del banco, entre estupefacto y estremecido. Si eso era así, si realmente había llegado hasta allí de algún modo que no podía achacarse al simple azar, solo podía ser para intentar evitar la invasión antes de que se produjera, antes de que el Enviado llegara a Londres dentro de un bloque de hielo y el Wells que nacería en 1866 le devolviera a la vida con su sangre. Y aquello solo podía hacerlo de un modo: embarcando en el Annawan y matando al Enviado. En los cuadernos y recortes que había ojeado apresuradamente durante su incursión en la Cámara de las Maravillas, había leído que aquel era el nombre del buque que había sido encontrado carbonizado y rodeado de cadáveres en un islote de la Antártida, muy cerca de la aeronave y del cuerpo congelado del extraterrestre. Wells no sabía lo que había ocurrido en aquella trágica expedición, nadie lo sabía, pero todo apuntaba a que habían recibido la visita del Enviado. Así que, si quería encontrarlo, estaba claro que debía embarcar en aquel buque que había partido de Nueva York el 15 de octubre de 1829, es decir, dentro de tres semanas. Sí, aquel sería el mejor modo de enmendar su error, y el más factible que se le ocurría, aunque también, desde luego, el que más pavor le producía.
Durante unos instantes, Wells jugueteó tímidamente con la idea de olvidarse de aquel plan tan descabellado y de quedarse en Londres. Allí podía empezar una nueva vida, una vida que aunque la presintiera llena de remordimientos e insatisfacciones, sería al menos una vida segura, pues sabía que moriría de muerte natural mucho antes de que comenzara la invasión. Resultaba una opción tentadora, pero la descartó antes de planteársela en serio, pues en su fuero interno sabía que si no lo hacía, si evitaba su responsabilidad, si no embarcaba en aquel barco maldito, los remordimientos no le permitirían empezar una nueva vida. Por el contrario, si se enrolaba en el Annawan y acababa con el Enviado, salvaría al planeta impidiendo la invasión. Todos sus compañeros habían cumplido con su papel en aquella función, y ahora todo parecía depender de que él cumpliera con el suyo. Así que lo haría, se dijo. Y debía darse prisa, pues tenía el tiempo justo para embarcarse en algún buque que fuera a Estados Unidos y sumarse a la tripulación del Annawan en cuanto llegara.
Wells se mesó nerviosamente su bigotillo durante varios segundos, un gesto que había visto hacer al Enviado, mientras su mirada se perdía en el infinito. Imaginó que la expresión de su rostro mostraría ese aire resignadamente melancólico propio de los héroes que deben asumir su sacrificado destino en favor de la humanidad, aunque lo cierto era que parecía más bien un hombre que hubiera descubierto desconcertado que durante la noche le había crecido bigote. Pero fuera como fuese, una tímida sonrisa de satisfacción comenzó a derramarse por sus labios. Estaba seguro de que Jane, allí donde estuviera, se sentiría orgullosa de que él abrazara su destino con aquella épica sumisión, y eso le hizo encontrar dentro de sí, si no el valor que necesitaba, sí algo que se le parecía lo suficiente como para engañar al miedo. El escritor sacudió entonces la cabeza con resolución y, con decididas zancadas, se dirigió al puerto a cumplir con su deber. No, su don, aquello que cargaba en la cabeza, no servía para que los tomates de su huerta crecieran más rápidamente. Definitivamente servía para otras cosas.