37

Aunque el amanecer le sorprendió todavía vivo, Charles había bajado a las entrañas de la pirámide con el diario escondido en sus pantalones, convencido de que ese sería su último día sobre la faz de aquella Tierra que cada vez le costaba más reconocer. Había pasado toda la noche enfebrecido, tiritando en su jergón, sacudido por unas convulsiones tan violentas que creyó que lo desarmarían, y en ese estado se había visto obligado a afrontar su jornada de trabajo, soportando las miradas curiosas de los marcianos, que debían de estar esperando a que se desplomara de un momento a otro. Pero para su sorpresa, había logrado mantenerse en pie, acarreando las barricas mientras se esforzaba en seguir cohesionado, en no deshacerse como una nube deshilachada por el viento, y recordándose de vez en cuando que debía reservar algunas energías para ocultar el diario.

Cuando al atardecer emergió de nuevo a la superficie, más muerto que vivo, se dirigió con paso vacilante hacia las máquinas de alimentación, donde ya esperaba un grupo de prisioneros para recibir su segunda ración del día, antes de retirarse al fin a sus celdas. Charles las ignoró, y siguió caminando, apartándose de la vista de todos hasta detenerse a unos pocos metros de donde calculaba que se hallaba la raya invisible que conectaba los grilletes. Escarbó entonces en la tierra con pulso tembloroso y, tras asegurarse de que nadie le prestaba atención, escondió allí el diario.

Le hubiese gustado entregárselo a una paloma mensajera que lo transportara, en un alarde de resistencia, a algún país de la vieja Europa en el que todavía quedaran humanos libres, pero dado que no tenía ninguna a mano ni sabía dónde había hombres que aún no hubiesen caído en las garras de los marcianos, tuvo que contentarse con enterrarlo en los límites del campo. Luego lo cubrió con varias piedras y permaneció unos minutos observando el diminuto montículo. No sabía para quién lo estaba dejando allí. Tal vez nadie lo encontrara nunca, y el tiempo acabara por desmigar sus páginas antes de que alguien las leyera. O quizá algún marciano tropezara con él por azar unos días después y lo quemara directamente, un destino preferible, después de todo, a que lo leyera en voz alta rodeado de sus compañeros, riéndose de su pobre prosa, de sus intrascendentes reflexiones sobre el amor o de los baldíos esfuerzos de su grupo por escapar de lo inevitable.

Pero poco importaba que el diario fuera encontrado o no, se dijo, pues ahora se avergonzaba del propósito con el que lo había escrito. No lo había hecho para que la historia de amor de Gilliam y Emma perviviera en el tiempo, ni para dejar escrito lo que había descubierto sobre los marcianos, como había confesado en el propio cuaderno. No, lo había escrito, reconoció en un rapto de sinceridad, impulsado por el mismo egoísmo que siempre había inspirado sus actos: para que la mejor versión de sí mismo no pasara desapercibida al mundo, para dejar constancia del único modo que tenía a su alcance de que, si bien había dilapidado su existencia equivocadamente, al menos en sus últimos días había logrado afinarse y sonar como cualquier ser humano digno debía sonar.

Bien, si había sido por eso, ya había cumplido; ahora podía tumbarse a morir. Eso era lo que su cuerpo le pedía: el descanso absoluto, reparador e interrumpido que ofrecía la muerte. Charles sonrió al atardecer exhibiendo sus desnudas encías de viejo, donde no sobrevivía ya ningún diente. Sí, eso haría. Regresaría a su celda, se echaría en su camastro y esperaría a la muerte, que no tardaría mucho en llamar a su puerta. Y por la mañana, cuando amaneciera, el grillete desbarataría su sueño eterno y le regalaría un póstumo paseo por el campo, pues aún debía completar su destino: convertirse en alimento para quienes seguían vivos. Ese sería el final de Charles Winslow.

Terriblemente mareado, se dirigió a su celda. No le quedaban fuerzas para nada más, se dijo, y eso le descargaba de algún modo de la responsabilidad que el cuerpo desnudo de Claire flotando en la pecera había depositado sobre sus hombros: ¿Debía decirle al capitán Shackleton que su esposa estaba muerta, o quizá algo aún peor, arrebatándole así sus esperanzas de volver a verla? Sabía que si lo hacía acabaría con lo único que sospechaba que le mantenía vivo. Pero ¿acaso no se merecía descansar también el capitán? Por supuesto que sí, y Charles podía otorgarle, con unas pocas palabras, el derecho a rendirse, a postrar armas. ¿Por qué no hacerlo, entonces?

Aquellas dudas le habían roído la conciencia durante toda la noche, y finalmente el amanecer lo había sorprendido sin que hubiera tomado ninguna decisión. Sin embargo, por mucho que ahora intentara convencerse a sí mismo de que las escasas fuerzas que le quedaban no le permitirían llegar hasta su celda, aquella excusa se revelaba muy pobre a la hora de espantar sus remordimientos. Por muy débil que se sintiera, estaba seguro de que podría llegar hasta donde se hallaba el capitán y contarle lo que había visto, evitando así que continuara viviendo aquel inútil tormento. Probablemente, en cuanto se enterase de que Claire se encontraba en el interior de la pirámide, el capitán intentaría bajar allí y el grillete se apresuraría a asfixiarlo, quizá incluso lo matara si él persistía en su intento. Pero qué importaba ya. Era evidente que jamás habría ninguna rebelión, reconoció Charles con amargura; los marcianos serían los dueños y señores de la Tierra hasta el final de sus tiempos. Aquel presente ya había llegado demasiado lejos como para que alguien pudiera enderezarlo. Ya no era necesaria la presencia de ningún héroe en aquel planeta condenado. Así que Charles decidió que había llegado la hora de concederle al valeroso capitán Shackleton la libertad, la única libertad a la que el hombre podía aspirar ahora: la de decidir si quería continuar viviendo. E investido de aquella resolución, se volvió y dirigió sus vacilantes pasos hacia el barracón que había al otro extremo del campo, donde se encontraba la celda de su amigo.

Pese a todo, calculó mal sus fuerzas. El capitán tuvo que interrumpir los ejercicios que estaba realizando a la entrada de su celda al ver que Charles se desplomaba a unos metros del barracón. Bajó rápidamente las escaleras, se echó su exánime cuerpo sobre los hombros, lo llevó hasta su celda y lo tendió en su jergón con un cuidado de embalsamador. Le posó entonces una mano en la frente, que le ardía como el lomo de una caldera, y comprendió que ya era tarde para hacer cualquier otra cosa por él: Charles iba a morir en cuestión de minutos. Se sentó a su lado y le tomó la mano mientras el joven parecía volver en sí trabajosamente, emitiendo débiles gemidos. Sus ojos intentaron enfocarlo.

—Me muero, capitán… —balbució—. Mi pobre cuerpo ya no resiste más.

El capitán dibujó una mueca de condolencia y apretó aún más su mano, pero no dijo nada. ¿Qué podía decirle, salvo que estaba en lo cierto? Aunque Charles sí podía decirle algo a él antes de que la muerte se lo llevara. No podría empeñar su último aliento en nada mejor, así que se desatascó la garganta con un gruñido agónico y comenzó por la disculpa que llevaba tanto tiempo queriendo ofrecerle.

—Siento haberle apartado de Claire aquella tarde, capitán —articuló con sumo esfuerzo—. Lamento enormemente que fuese para nada. Debería haberles dejado pasar sus últimos momentos juntos. Aquellas horas les pertenecían, y yo se las arrebaté. Lo siento mucho, capitán, no sabe cuánto. Pero le aseguro que no lo hice ni por maldad ni por capricho. Estaba absolutamente convencido de que su destino era derrotar a los marcianos. El futuro lo decía, ¿recuerda? —Trató de sonreír ante su propia broma, pero solo consiguió esbozar una triste mueca de dolor—. Y todavía hoy sigo sin entender por qué demonios no ha sido así, por qué el futuro del que usted proviene ya no va a producirse, a pesar de que ambos lo hayamos visto.

Shackleton se removió incómodo en su silla, pero no rompió su silencio.

—Por fortuna, ya no me queda demasiado tiempo para continuar preguntándome por qué las cosas no han sido como tendrían que haber sido, y creo haber pagado con creces por todo lo malo o equivocado que haya podido hacer en este mundo. Estoy tan cansado, Derek… Lo único que quiero ahora es descansar… —Charles lo buscó con ojos extraviados, como si entre ambos hubiera surgido una densa bruma que ocultara al capitán—. Y tú también deberías hacerlo, Derek… Sí, ríndete, capitán. Ya no tienes por qué seguir luchando, amigo mío. Ya no. Escúchame… Tengo algo que contarte…

Un repentino ataque de tos le desgarró entonces los pulmones. Charles se sacudió sobre el jergón, mientras varias bocanadas de sangre se le derramaban lánguidamente por la barbilla y el cuello, dejando sobre su piel un aceitoso rastro verdusco. El capitán se apresuró a incorporarlo para evitar que se atragantara con su propia sangre, y lo sostuvo erguido mientras el ataque remitía, observándolo con una mueca de infinita piedad. Cuando se repuso, Charles cerró los ojos, exhausto, y Shackleton volvió a recostarlo sobre el camastro con exquisito cuidado. Su respiración era tan débil que por un momento creyó que había muerto, pero al acercar su cara a los ensangrentados labios de su amigo, pudo sentirla, aunque rápida y superficial como el reflejo de una libélula en un lago. La vida se le acababa. Shackleton lo observó durante unos segundos con gravedad, y sacudió la cabeza lentamente. Luego se levantó y se dirigió hacia la mesa que había en el otro extremo de su celda.

—¡Capitán Shackleton! ¡Derek! —lo llamó de repente Charles, que había abierto los ojos y lo buscaba aterrorizado por la habitación, entre las tinieblas que ya habían comenzado a asediar su mente—. ¿Dónde estás, Derek? No veo, no veo nada… Todo está borroso… ¡Derek!

El capitán permaneció un segundo de espaldas a Charles, inmóvil, con los hombros encogidos, como si soportaran un inmenso peso. De repente, tomó algo que había sobre la mesa, volvió al camastro, se arrodilló junto al moribundo y comenzó a hablarle, mientras sus fuertes manos manipulaban aquel objeto.

—Escúchame, Charles. Yo también tengo algo que contarte —dijo con gravedad—. Estos tres días en los que no nos hemos visto han pasado muchas cosas. Mientras tú estabas dentro de la pirámide, yo he estado en el pabellón de las mujeres… y tengo noticias. Grandes noticias.

—Derek, tengo que contarte algo… —trató de interrumpirle Charles con un hilo de voz.

—¡Calla, amigo mío! No hables, no desperdicies tus fuerzas, y escúchame —le ordenó el capitán con vehemencia—. Han traído un nuevo cargamento de mujeres al campo, vienen del continente. Y he podido hablar con algunas de ellas, Charles. Me han contado que allí los marcianos tienen problemas, graves problemas. En Alemania, en Italia, en Francia y en varios países más se han organizado grupos de resistencia. Al parecer, en todas partes se habla de un ejército de soldados muy extraño, que cuenta con armas poderosas. Sí, Charles, con armas jamás vistas antes de la llegada de los marcianos, armas de una tecnología tal que casi se puede comparar con la de ellos. Y ese ejército se mueve de campo en campo. Ya ha asaltado varios: liberan a sus prisioneros, les dan armas, los entrenan… El ejército es cada vez mayor y más poderoso. Se oyen rumores de que pronto llegarán a Inglaterra… ¿Y sabes, amigo mío? Dicen que están buscando a su capitán, que han venido a rescatarlo… desde el futuro.

—¿Desde el futuro? Oh, Dios, capitán… Pero ¿cómo es posible? —logró preguntar Charles, lleno de incredulidad, temeroso de abandonarse a aquel milagro, a aquella loca alegría que empezaba a inundarlo, amenazando con arrastrar lejos el dolor que embargaba su cuerpo.

—No lo sé, Charles. También yo me lo pregunto. —Shackleton soltó una tremenda carcajada, sin dejar de amasar misteriosamente aquello que tenía entre sus manos—. Pero está claro que son mis hombres, Charles. Han venido a salvarme, a salvarnos. Desconozco cómo han podido enterarse de lo que estaba sucediendo en el pasado… Ya te dije que en el futuro es posible viajar en el tiempo con máquinas distintas al Cronotilus. La que yo usé se destruyó, pero quién sabe, quizá hubiese otras que yo desconocía, y tal vez otros viajeros vieron el principio de la invasión y regresaron al futuro para dar la voz de alarma…

—Pero si eso es cierto —musitó Charles haciendo un gran esfuerzo para que el capitán le oyera—, ¿por qué han tardado tanto? ¿Y por qué han aparecido en el continente y no aquí…?

Shackleton guardó silencio durante unos segundos, pensativo.

—No lo sé, amigo mío —dijo de pronto, recuperando su entusiasmo—. ¡Pero te aseguro que será lo primero que les pregunte a mis valientes soldados cuando les vea! ¡Oh, sí, puedes jurarlo, Charles! Les diré: «¿Puede saberse qué demonios estabais haciendo mientras vuestro capitán se pudría aquí dentro, macacos irlandeses, malditos hijos de perra cruzada con el mismísimo diablo? ¿Practicando la sodomía entre vosotros? ¿Dejando preñadas a vuestras propias madres? ¿Acaso creíais que nos estábamos divirtiendo aquí, puercos bastardos?». Oh, sí, eso les diré. Ya casi oigo sus carcajadas. —El capitán rio estrepitosamente, mientras Charles notaba cómo sus labios sonreían a medida que empezaba a dar crédito a aquella increíble noticia, exhibiendo patéticamente sus encías de bebé.

—Pero… ¿estás seguro, amigo? —preguntó—. ¿Te fías de esas mujeres?

—Por supuesto, Charles. Mira esto… —respondió Shackleton, colocando en las manos de su amigo el misterioso objeto que había estado manoseando. Charles lo palpó a ciegas, dejando que el capitán guiara sus dedos—. Me lo dio una de las mujeres. Es un aparato de mi tiempo, un… Bueno, nosotros lo llamábamos «buscador». Lo reconocí en cuanto me lo entregó.

—¿Y qué es? —La voz de Charles apenas resultaba audible para el capitán.

—Lo utilizábamos para encontrar a los supervivientes entre las ruinas, después de la batalla. Todos llevábamos uno colgado del cuello. Yo me quité el mío antes de viajar hasta aquí, para no despertar sospechas entre la gente de la época. Pero ahora he conseguido este, gracias a esa valerosa mujer. Muchas de las que habían logrado escapar de los campos están dejándose apresar de nuevo, llevando varios de estos buscadores ocultos en sus ropas, con la misión de encontrarme y entregármelo. Y ahora voy a activarlo y a ocultarlo en mi ropa, Charles. Esto atraerá a mi ejército con mayor rapidez, en cuanto desembarquen en Inglaterra. Vendrán directamente a buscarme. Es cuestión de meses, amigo mío, quizá de semanas. Pero llegarán, Charles, llegarán. Y será el fin de los marcianos. Vamos a derrotarles, amigo mío.

—A derrotarles… —repitió Charles en una especie de gemido.

—Sí, Charles, sí, les derrotaremos… —El capitán acarició el ralo cabello del moribundo, que se le había apelmazado sobre la frente; y después le quitó con delicadeza aquel objeto de sus manos, las cuales cayeron exangües a los costados de su cuerpo. La respiración de Charles ahora era tan solo un ronquido tenue y breve—. Tú tenías razón, amigo mío. Siempre la tuviste. Les derrotaremos porque ya les hemos derrotado.

«Porque ya les hemos derrotado», escuchó Charles mientras traspasaba el brumoso umbral de la inconsciencia. Sí, iban a reconquistar la Tierra, pensó febrilmente. Él había tenido razón desde el principio, eso acababa de decirle el capitán. Sí, claro que la había tenido, ¿cómo había podido dudarlo alguna vez? Él había visto el futuro, había visto el año 2000, y el bravo capitán Shackleton estaba en él, victorioso sobre el rey de los autómatas, sin marcianos por ninguna parte, sin… Claire.

La respiración de Charles se aceleró todavía más. Claire, recordó. Claire estaba en las entrañas de la pirámide. Sí, estaba allí, muerta o algo peor. En aquel repugnante fluido verde. Él la había visto. Y tenía que contárselo a Shackleton; para eso había acudido a su celda, para otorgarle el descanso… ¡Pero ahora no podía contárselo!, se dijo, presa de la confusión… Si el capitán descubría que su esposa estaba muerta, se derrumbaría. No le importaría ni su ejército, ni la salvación de la humanidad… ¡No le importaría nada! Charles sabía que sería así, lo había visto antes: frente al amor por su mujer, el héroe dejaba paso al hombre, y ese hombre no querría seguir viviendo en un mundo sin su amada. Se quitaría la vida, encontraría el modo de hacerlo, y su ejército no llegaría a tiempo de salvarlo… ¿Qué pasaría entonces? ¿Continuaría la revolución sin Shackleton? ¿Salvaría aquel ejército a la Tierra sin su bravo capitán, sin el hombre que había salvado al mundo en el futuro del que ellos provenían? No lo sabía, pero no podía arriesgarse a que eso sucediera. ¿Y si su acción lo cambiaba todo, provocando un desgarrón en el tejido del tiempo, aquello que tanto temía Murray? ¿Podría ocurrir algo así? Charles intentó bucear en las aguas cada vez más oscuras que anegaban su mente en busca de una respuesta, pero los pensamientos se le enredaban unos con otros, formando una confusa madeja: el futuro, que él ya había visto, por lo que bien podía considerarse pasado, y el presente, en el que vivía, no seguían su orden natural y habían adquirido una disposición que se le antojaba insólita, aunque lo cierto era que tampoco estaba seguro de eso. ¿Podría el mismo capitán que debía vencer a Salomón morir en las entrañas de la pirámide sin que el entramado del universo saltara por lo aires? Demasiado confundido, Charles resolvió que lo mejor era guardar silencio, por temor a estropearlo todo. El capitán debía conservar la esperanza de encontrar a Claire algún día, debía luchar alentado por esa esperanza. Sí, debía salvar la Tierra ahora, preservando así el futuro, aquel futuro donde vería por primera vez —otra vez— a Claire, y desde el que viajaría a su época para estar con ella, para enamorarse una y otra vez de ella, para perderla también una y otra vez, y para buscarla siempre, sin que le arrebataran jamás la esperanza de encontrarla, porque la humanidad le necesitaba así, solitario, triste, soñando eternamente con encontrar a su Claire.

Charles movió la cabeza en la dirección donde intuía borrosamente que se hallaba el capitán, y forjó un par de grotescas muecas antes de lograr componer la sonrisa con la que quería acompañar su broma:

—Porque lo dice el futuro… —logró articular, olvidándose para siempre del cuerpo desnudo de Claire Haggerty, que nadie rescataría ya de las entrañas de la pirámide.

Y mientras lo hacía, Charles comprendió que su papel en aquella obra no era otro que el del mentiroso, el del rey de las mentiras, del embaucador, del hombre que debía ocultar la verdad al héroe para que este continuara siéndolo. Sí, a él le había correspondido interpretar al hombre que con su mentira preservaba el futuro. Y abrazando el mezquino papel que el destino le había reservado, Charles Winslow dejó que la oscuridad entrara dentro de él y que su alma se disolviera en la nada.

El capitán Shackleton lo contempló durante unos instantes, y después alargó su mano y le cerró los párpados cuidadosamente, para que su amigo descansara al fin, con el castigado semblante envuelto en una paz merecida e infinita. Recogió entonces los restos de la vela que había estado amasando entre sus dedos mientras hablaba con él, hasta darle la forma de algo que, en su delirio, Charles pudiera confundir con el medallón que demostraba la existencia de aquel ejército del futuro que venía a buscarlo. Lo colocó luego sobre la mesa, preguntándose si Ashton podría conseguirle otro cabo de vela al día siguiente, y si el collar de Charles tardaría mucho en activarse y conducirlo al embudo, o si tendría que depositar su cadáver en el suelo para acostarse en su camastro. Necesitaba dormir. En cuanto amaneciera volverían a llevarlo al pabellón de mujeres, y quería estar lo más descansado posible porque, quién sabía, quizá mañana fuera el día en el que por fin encontrara a Claire…

Por supuesto, el capitán no encontró a Claire al día siguiente, ni al otro, ni ninguno de los muchos días que se fueron sucediendo, apilándose silenciosamente hasta convertirse en otro año más. Aunque esa es otra historia y espero que sepan disculpar que ahora no pueda contársela, pues nuestra narración nos lleva por otros derroteros. Quizá tenga la oportunidad de hacerlo en otra ocasión, lo cual haré con el mayor placer. Sin embargo, antes de que abandonemos al bravo capitán Shackleton en su celda, soñando con su amada Claire, permítanme el atrevimiento de pedirles que no piensen mal de él, pese a la escena que acabo de relatarles. Estoy seguro de que durante el transcurso de esta historia, al igual que Charles, muchos de ustedes no habrán sabido qué opinar sobre el capitán Shackleton. ¿Es este hombre el verdadero capitán, el hombre que en el año 2000 salvará al mundo, o por el contrario se trata de un estafador, de un oportunista que se ha hecho pasar por el capitán para enamorar a una bella y pudiente muchacha a la que, de otro modo, no habría podido aspirar?, se habrán preguntado más de una vez, tal vez influidos por las incesantes dudas de Charles. ¿Estamos ante un hombre que viajó desde el futuro por amor, o ante un hombre que por amor se inventó un pasado? ¿Se trata del auténtico capitán, y decidió inventar esa mentira para que Charles muriera feliz, o de un impostor que también se apiadó de él en el último momento? ¿Es ese hombre un estafador o un héroe? Sin embargo, aun a riesgo de ganarme su antipatía, me tomaré la licencia de no contestarles, aunque tenga la respuesta a esa pregunta, y a cualquier otra que se les pueda ocurrir, pues recuerden que yo todo lo veo y todo lo oigo, aunque no quiera… Como les he dicho, quizá algún día pueda contarles la sorprendente historia del capitán y las extraordinarias aventuras que todavía le aguardan, y si eso ocurre, prometo desvelarles el misterio de su identidad.

De momento, solo les diré que, independientemente de si es o no un farsante, lo que está claro es que ese hombre que ahora suspira en su celda, imaginando que quizá al día siguiente encuentre a su amada, es un auténtico héroe. Y no porque en el futuro haya decapitado, o vaya a decapitar, al malvado Salomón con su espada, salvando así a la humanidad. Hay otras maneras, si bien menos vistosas, de convertirse en un héroe. ¿Acaso no merecería ese calificativo alguien que fuese capaz de hacer soñar a un moribundo con un mundo mejor, como él acaba de hacer con el pobre Charles? En mi humilde opinión, sí. Y nada me gustaría más que ustedes también lo creyeran así. Charles Winslow murió vislumbrando por entre las rendijas de la muerte un planeta victorioso, reconstruido por el capitán y sus hombres, un mundo aún más hermoso que el que había conocido… ¿No deberíamos considerar un héroe a alguien que logra crear un mundo perfecto, aunque tan solo sea por un instante y para un solo hombre? ¿Acaso no fue también un héroe Gilliam Murray, por conseguir que su amada Emma muriera sonriendo? Sí, como también lo fueron Adams Locke y tantos otros que, usando su imaginación, salvaron cientos de vidas. ¿O acaso no fue eso lo que hicieron al lograr que a una gran parte de la humanidad le resultara un poco más hermoso el siempre triste ejercicio de vivir? Sí, y entre todos esos héroes merece ser incluido también el falso o verdadero capitán Shackleton, que decidió regalarle a Charles en su último instante de vida su propio mapa del cielo, un cielo donde el ocaso tendría al fin los añorados colores de su infancia.