36

Charles despertó al día siguiente con la cara empapada sobre un charco de sangre. Dedujo que durante la noche había sufrido una hemorragia nasal por la gruesa costra de sangre que se le había formado sobre los labios y en el interior de la boca. Cuando intentó limpiarse con la manga de la chaqueta, dos de los pocos dientes que le quedaban se le desprendieron limpiamente de las encías. Se incorporó a duras penas, aterido y sofocado al mismo tiempo. El simple acto de respirar se había convertido en una tortura: sentía la garganta inflamada y los pulmones como rellenos de rescoldos candentes. No necesitó más pistas para comprender que le quedaba muy poco tiempo de vida, quizá menos del que había calculado.

Tras el desayuno, los marcianos les guiaron de nuevo a las profundidades de la pirámide. Todos los miembros de su partida mostraban los estragos de la exposición al fluido verde del día anterior. Sin apenas mirarse, quizá porque se avergonzaban de su deplorable estado, o puede que porque ninguno deseaba comprobar en los demás el aspecto de espantajos que ellos mismos tendrían, avanzaron por el largo túnel que ya conocían, aunque en cierto momento Charles creyó que tomaban una bifurcación diferente, un ramal que parecía descender más profundamente hacia las entrañas de la tierra. Se sentía terriblemente débil y mareado, pero sabía que estos síntomas se debían a algo más que a la pérdida de sangre, o a las punzadas que de cuando en cuando sacudían sus deshilachados pulmones. Había algo en el aire de la pirámide que no solo era venenoso para el cuerpo, sino también para el alma. Se le estaba secando, pudriendo. Si le hubieran quedado fuerzas para hilar un pensamiento poético, habría dicho que aquel aire era capaz de marchitar cualquier vestigio de felicidad que pudiera florecer en el mundo. Por fortuna para ustedes, que quizá no se sientan ahora con ánimos para la poesía, Charles debía emplear las escasas fuerzas que le quedaban en caminar y continuar engarzado a aquel rosario de hombres maltrechos que avanzaban arrastrando un tétrico sudario de silencio. ¿Adónde los llevaban?, se preguntó. ¿Qué nuevas atrocidades les esperaban? Después de la terrible visión de la jornada anterior, a Charles le costaba creer que sus ojos pudieran contemplar algo más espantoso. No, ni aunque viviera miles de años podría ver algo que reflejara una maldad más absoluta ni una crueldad más delirante. ¿Acaso no había contemplado el día anterior la auténtica catedral del caos, la cúspide del horror? ¿Qué podían mostrarle hoy los marcianos? ¿Qué nueva pesadilla, qué ocurrente aberración, qué repugnante monstruosidad podían concebir que todavía lograra afectar su vapuleada y entumecida alma? Nada, se dijo, absolutamente convencido de que no podía existir un horror mayor que la visión de aquellos recién nacidos macerándose en el olvido.

Como imaginarán, Charles se equivocaba.

Una vez llegaron a la sala que les esperaba al final del túnel, el resplandor verde que la inundaba les obligó a cerrar los ojos de nuevo. Cuando al fin pudieron volver a abrirlos, protegiéndose los doloridos párpados con las manos, contemplaron los tanques que revestían aquellas paredes. Los rodeaban del mismo modo que los que habían visto el día anterior, ascendían hacia la oscuridad de una bóveda inalcanzable y también contenían cuerpos, aunque no de recién nacidos. Fue entonces cuando Charles comprendió que el horror no tenía fondo, que siempre podía existir una pesadilla, una aberración, una repugnante monstruosidad mayor que aquella que había creído que establecía sus límites.

En el interior de los tanques, alineados unos encima de otros como si de ladrillos humanos se tratara, componiendo filas y columnas, flotaban los cuerpos de cientos de mujeres desnudas. Eran en su mayoría jóvenes, y estaban muy juntas, formando aquellos horribles estratos, con sus cabezas casi rozando los pies de las compañeras de la columna vecina. Todas parecían dormidas, atrapadas en una turbadora rigidez, con sus cabellos flotando como algas en el inmundo líquido, las carnes maceradas y pálidas, los ojos cerrados. Observó que tenían los labios ligeramente entreabiertos, pero no despedían ni una brizna de aliento que anunciara que la vida todavía las acunaba, por lo que Charles no supo si estaban muertas, pero desde luego comprendió que no estaban vivas.

La infamia mayor la descubrió, sin embargo, al reparar en los cables que surgían de entre sus piernas. Eran los mismos cables de cuero que había visto brotar de los ombligos de los recién nacidos y atravesar los desagües abiertos en el suelo de su pecera, ahora sabía que para aventurarse entre las piernas de aquellas mujeres y profanar su intimidad, hasta alcanzar sus aletargados vientres. Cientos y cientos de cables descendían de las alturas, ondulando en aquel océano infernal como espantosas serpientes marinas, hasta esconderse en el silencioso interior de aquellas vestales dormidas. «Dios, ¿por qué nos has abandonado?», musitó Charles, poseído por el espanto.

Con pasos temblorosos se acercó a la aterradora vitrina, se apoyó en el cristal o en lo que fuera el extraño material del que estaba hecha, y las observó flotar inmóviles, cuerpos estirados y blancuzcos, como dispuestos para ser embalsamados, dibujando sobre el fluido verde un pentagrama vacío. Sintió entonces cómo le fallaban las rodillas, e hizo un esfuerzo sobrehumano por reponerse, por luchar contra el desmayo que trataba de arrebatarle la consciencia. No iba a permitir que le enviaran al embudo, no hasta que terminara su diario, o al menos hasta que el alma le reventara, incapaz ya de acoger más horror. Consiguió ahuyentar el vértigo a duras penas, mientras escuchaba las órdenes que los guardias habían comenzado a repartir.

Según dedujo de las palabras que oyó entre su confusión, el trabajo que debían desempeñar allí era el mismo que el del día anterior: renovar el fluido de la pecera. Azuzados por los gritos de los marcianos, los prisioneros comenzaron a moverse lentamente, dirigiéndose al almacén donde se apilaban los toneles en una fila sin gracia, como si caminaran bajo el agua. Las horas se sucedieron entonces con irritante morosidad. Charles trabajó como un autómata, durante un tiempo que se le antojó eterno. Se encontraba tan exánime y aturdido que en más de una ocasión creyó contemplarse a sí mismo desde fuera, y en cierto momento tuvo un acceso de tos tan fuerte que sus ojos se nublaron e incluso pensó que perdería el conocimiento, desplomándose ante la mirada impasible de aquellos monstruos. Cuando logró reponerse, descubrió en el suelo, a sus pies, un gran charco de sangre verdusca en el que flotaban dos dientes más.

Uno de los centinelas le ordenó que volviera al trabajo con un brusco empellón que a punto estuvo de derribarlo. Cogió el tonel que estaba manipulando, y lo hizo rodar por el pasillo, pero el ataque de tos lo había dejado tan débil y febril que mientras lo empujaba empezaron a asaltarle pensamientos inconexos, destellos de recuerdos, hebras de sueños, imágenes absurdas que cruzaban su mente enardecida como ocurre durante la duermevela. Una de ellas le transportó, por algún capricho de su subconsciente, a la Feria Mundial de Chicago, a la que había asistido hacía siete años. En aquel evento se había decidido la que se conoció como la Guerra de las Corrientes, la batalla por la supremacía eléctrica entre la General Electric de Edison, que defendía la corriente continua, y la Westinghouse Electric, cuyo fundador creía apasionadamente en la superioridad de la corriente alterna ideada por Nikola Tesla. La Westinghouse presentó allí un presupuesto de iluminación por la mitad de lo que pedía la General Electric: Tesla tuvo entonces su gran oportunidad, y los miles de visitantes, entre los que se hallaba un joven y fascinado Charles, pudieron maravillarse ante los generadores, dínamos y motores de corriente alterna que alumbrarían el mundo, venciendo para siempre al imperio de las tinieblas.

La electricidad, se dijo Charles deteniéndose ante la pecera, otro de los grandes avances científicos que convertirían al hombre en el dueño absoluto de la Creación… Observó con tristeza los cables que, surgiendo de entre los muslos de aquellas pobres muchachas, subían hacía el techo, y se preguntó si, como parecía, se encontraban debajo de aquella otra sala donde se hallaba la pecera de los bebés. ¿Estaban las mujeres conectadas a sus hijos en alguna especie de demencial circuito eléctrico, transmitiendo partículas cargadas de energía de un polo a otro, como en una delirante dínamo humana múltiple? ¿Era eso lo que habían fabricado los marcianos, una inmensa pila humana que utilizaba la supuesta energía que una madre y un hijo se transmitían entre sí, la energía de sus mentes, del vínculo ancestral de la maternidad, para hacer funcionar sus máquinas? ¿Estaban usando como energía algo tan sagrado para la humanidad como el poderoso amor entre madre e hijo? Charles sintió cómo los sollozos le quebraban la garganta al comprender que aquello que había considerado en mitad de su delirio podía ser cierto, que aquellos parásitos estaban robándoles su más pura esencia: los marcianos obligaban a sus mujeres a concebir y a parir a sus bebés, para luego sumergirlos a ambos en aquel líquido verdusco, condenándolos a un flujo eterno de partículas que quizá radiaran al mundo el veneno de su desamor. Lloró entonces en silencio, mientras accionaba las palancas para el vaciado de los tanques, vaciándose también él. Lloró suavemente, sin fuerzas para la furia, componiendo un llanto manso, más allá del sufrimiento, más allá del horror. Lloró sin saber siquiera que lo que resbalaban por sus mejillas eran lágrimas verdes.

Y entonces, en una de las esquinas de la pecera, la vio. Los guardias se encontraban distraídos, así que pudo acercarse al cristal y contemplarla de cerca, separado de ella tan solo por el grosor de aquella pared transparente, contra la que su corazón repicaba ahora a un ritmo frenético. Era ella, no cabía duda. La reconoció a pesar de que su larga cabellera azabache flotaba alrededor de su rostro como jirones de noche. Contempló su delicado perfil de camafeo, y recordó el adorable mohín que solía adornarlo en vida, aquella expresión dulcemente arisca que le fruncía la nariz y le encrespaba los labios, aquella mueca un tanto huraña que le había hecho sentir un violento ramalazo de deseo hacia ella la primera vez que la vio, cuando su amiga Lucy se la presentó durante la segunda expedición al futuro, justo antes de que, excitados y alegres como niños, subieran al Cronotilus para presenciar la victoria del capitán Shackleton. Y la recordó como la última vez que la vio, en el sótano de su tío, con un vestido de exquisita seda verde que aún no sabía que sería también el color de su mortaja, abrazada al cuello de su marido, de puntillas, susurrándole al oído una despedida que quedaría entre ellos para siempre, las últimas palabras que se habían dicho… Y ahora estaba allí, unida al hijo que con algún desconocido había engendrado. No sabía si en aquella especie de letargo conservaría algún vestigio de conciencia, si sabría dónde se encontraba, si acaso soñaba con el niño que había al otro extremo del cordel, lejos de cualquier abrazo, o quizá con el capitán, con volver a verle algún día. Lo único que sabía era que los marcianos la habían convertido en una hermosa náyade cuyo eterno tormento hacia funcionar su máquina. Era evidente que en aquel estadio la muerte solo podía suponerle una liberación.

Esa noche, de regreso en su celda, Charles supo que no sobreviviría a otro día más en las entrañas de la pirámide. Por eso se obligó a escribir, a pesar de que las gotas de sangre, gotas que lanzaban suaves destellos verdes, salpicaban todas las páginas y jalonaban su apresurada caligrafía de sucias manchas ilegibles. Dudaba que nadie, en caso de encontrar aquel diario, pudiera sacar algo en claro de sus últimas páginas, pero aun así continuó escribiendo, intentando ignorar la pregunta que le atormentaba cada vez que hacía un alto para hurgar entre sus recuerdos: ¿Se lo diría? ¿Le diría al bravo capitán Shackleton que había encontrado a su Claire?

DIARIO DE CHARLES WINSLOW

17 de febrero de 1900

Durante varios minutos, los marcianos, con el hombre del alzacuello a la cabeza, nos condujeron a través de un sinfín de galerías hasta una suerte de cruce de pasillos. A uno de los lados había un portón cerrado, y el párroco se dirigió hacia él sin dejar de sonreírnos con dulzura. Abrió la puerta y nos invitó a pasar al interior, una amplia habitación amueblada como una especie de despacho acorde con la moda de nuestro planeta: en el centro, asentada sobre una mullida alfombra, había una pesada mesa de caoba, sepultada de carpetas y libros, entre los que brillaba un afilado abrecartas, colocado junto a un globo terráqueo de pedestal dorado y una lamparita; los muros estaban cubiertos de mapas de los continentes terráqueos, y repartidas aquí y allá por la estancia había algunas sillas de estilo jacobino, mesitas de distintos tamaños y estanterías cargadas de papeles.

—Tengan la bondad de esperar aquí, por favor —nos pidió cortésmente nuestro guía—. Él vendrá enseguida.

Tras decir aquello, depositó con increíble respeto su mirada en el escritor.

—Es un placer conocerle, señor Wells, aunque sea en estas circunstancias —dijo en tono educado—. Soy un gran admirador de su obra.

Aquel comentario nos sorprendió a todos casi tanto como al escritor, que en cuanto se repuso de la sorpresa, replicó con la mayor frialdad de la que fue capaz:

—Pues espero que cuando mi obra se extinga, junto con todo lo demás, le duela tanto como a mí.

El párroco vaciló unos instantes, mirándole confundido.

—Sí, esa será una de las cosas que más lamentaré, se lo aseguro —confesó al fin, sacudiendo la cabeza con pesar. Luego lo contempló con una sonrisa piadosa—. Llorar la pérdida de la belleza es una costumbre tan humana… ¿Sabe, señor Wells, que cuando una estrella muere, su luz sigue surcando el espacio durante miles y miles de años? El universo recuerda sus pérdidas durante mucho tiempo… pero no las llora. Las pérdidas también son necesarias. Aunque yo sí les lloraré a ustedes cuando desaparezcan. Sí, lloraré por toda la belleza que son capaces de generar, a veces inconscientemente… —Paseó una afligida mirada por el grupo—. Lo siento. Ojalá pudiera ofrecerles un consuelo mayor. El buen y justo consuelo de un pastor a su rebaño. Pero no puedo… no puedo. Todos estamos sometidos a las leyes del cosmos.

Nos dedicó una triste sonrisa de despedida y se marchó, cerrando la puerta con delicadeza, como si acabara de arroparnos en nuestras camitas. A través de ella, le oímos repartir varias órdenes, supusimos que encargándoles a algunos hombres que ejercieran de centinelas, aunque no supimos a cuántos.

—Imagino que nunca pensó que pudiera llegar a tener lectores tan universales —bromeó Murray cuando nos quedamos solos.

Wells no le rio la gracia; ninguno lo hicimos, a decir verdad. En vez de eso, igual que si lo hubiésemos ensayado previamente, todos aspiramos una prolongada bocanada de aire, como probando los límites de nuestra capacidad torácica, y luego la expulsamos al unísono, dándole forma de suspiro. Sin lugar a dudas, todos éramos conscientes de pronto de nuestra difícil situación. Y cualquier lector comprenderá fácilmente que lo diéramos todo por perdido: estábamos encerrados en una habitación esperando que apareciera el marciano que, según parecía, estaba dirigiendo la invasión y al que todos guardaban una especie de respeto reverencial. No sabíamos por qué quería vernos, pero era evidente que nos encontrábamos a su merced. ¿Cómo sería?, me pregunté, recordando la confusa descripción que mis compañeros me habían hecho de los marcianos. No obstante, enseguida comprendí que cualquier intento por imaginar su aspecto sería un ejercicio estéril, pues seguramente nos recibiría envainado en un cuerpo terrestre, sobre todo si su propósito era comunicarse con nosotros. Y quizá haya llegado el momento de confesar aquí que el hecho de que todos los marcianos fueran de un lado para otro con sus envolturas humanas me imposibilitaba enormemente profesarles el temor que sin duda merecían. Ocultos bajo la apariencia de cualquiera de nuestros vecinos, aquellas criaturas del espacio exterior me resultaban tan vulgares como el despacho desde el que al parecer se dirigía la invasión, donde imperaba un inocente aire burocrático. La flema que me embargaba tenía más que ver, pues, con mi falta de imaginación que con un exceso de valentía. Ansiaba ver un marciano tal cual era, por extraño que pueda sonarle al lector: necesitaba temerles.

—Así que aquí es donde se refugian los infiltrados del ataque que se está llevando a cabo en la superficie… —dijo entonces Wells—. ¡Por eso el marciano que cayó al callejón de Scotland Yard pudo desaparecer sin dejar rastro!

—Sí, se metió por la boca de la alcantarilla —dedujo Murray.

—¡Bien, ya estamos donde queríamos estar! —anunció de repente Clayton, que mientras Wells y Murray mantenían aquella conversación para mí incomprensible, se había dedicado a estudiar el despacho recorriéndolo con largas y obsesivas zancadas—. No podría existir un escenario mejor para nuestro plan.

—¿Plan? —exclamó Murray—. ¿Qué plan? Si la memoria no me falla, pensábamos huir de Londres, agente Clayton.

—Así era, señor Murray, así era —respondió el joven señalándole con el dedo, aparentemente satisfecho con la atención que el empresario había mostrado durante nuestra huida—. Pero los caminos no siempre nos llevan a donde queremos ir. A veces, nos llevan a donde debemos ir.

—Agente, ¿le importaría ir al grano? —dijo Wells antes de que todos perdiéramos la paciencia.

Clayton asintió con resignación, como si nuestras continuas demandas de explicaciones empezaran a cansarle.

—Es evidente que me refería al plan que he improvisado mientras nos conducían hasta aquí esos adorables niñitos —explicó, invitándonos a acercarnos a él con un gesto, mientras espiaba la puerta con recelo. Cuando le rodeamos llenos de curiosidad, Clayton alzó su mano metálica, al tiempo que con la otra se bajaba un poco la manga de la chaqueta, como un ilusionista que quisiera demostrarnos que no llevaba ningún as escondido—. Observen. Esta mano posee un explosivo de alta potencia alojado en su interior. Me bastaría con pulsar una pequeña espoleta para devastar esta habitación.

Nos miramos unos a otros sobrecogidos, sin saber si el agente nos estaba proponiendo detonar la bomba en aquel momento, para evitarnos posibles sufrimientos.

—Oh, no teman. Mi plan no es matarles a ustedes —dijo para tranquilizarnos—. Mi mano también lleva incorporada en el dedo índice una pequeña cápsula de humo. Cuando el Enviado aparezca, la desenroscaré, y eso desencadenará una humareda que se extenderá por toda la habitación en cuestión de segundos. Deberán aprovechar entonces para huir. Solo cuando compruebe que todos hayan salido de aquí, detonaré el explosivo. Y ambos moriremos.

Un silencio atónito inundó entonces el despacho. Finalmente fue Murray quien lo rompió, resumiendo los confusos pensamientos de todos en una sola pregunta:

—¿Ha perdido el juicio, Clayton?

—Ni mucho menos, señor Murray —le contestó el agente, imperturbable.

Abierta la veda de los reproches, todos comenzamos a expresar nuestras dudas sobre aquel plan tan estrafalario.

—Por el amor de Dios…

—No está hablando en serio, ¿verdad, Bertie?

—¿Ha dicho que pretende provocar una… humareda?

—Por supuesto que no habla en serio, Jane… ¡No creo que sea momento para bromas, Clayton!

—Me temo que eso es lo que ha dicho exactamente, señor. Aunque en mi humilde opinión no creo que…

—¿Y va a sacrificarse para acabar con ese marciano?

—… eso sea lo más adecuado, pues el humo hará que nuestros ojos…

El agente alzó bruscamente las manos.

—¡Cállense de una vez! Ya han oído lo que he dicho. Detonaré el explosivo y el Enviado y yo moriremos al instante —respondió el agente con un escalofriante desapego hacia su propia vida.

—Pero… ¿y qué hacemos con los guardias del pasillo? —preguntó entonces el empresario, a quien el futuro sacrificio de Clayton no parecía afectarle demasiado.

Clayton se dirigió entonces a Shackleton.

—Usted podrá encargarse de ellos, ¿verdad, capitán? —le preguntó. Shackleton abrió la boca, pero no supo qué decir ante aquel desmesurado exceso de confianza—. Si sale lo suficientemente rápido, caerá sobre ellos sin que tengan tiempo de transformarse, por lo que podrá reducirlos con facilidad. Como humanos no son gran cosa, ya lo ha visto. Supongo que el señor Murray, el señor Winslow, el cochero… e incluso el señor Wells podrían ayudarle a reducirlos. Luego deberá conducir a todos afuera de las cloacas.

—¡Dios santo, Clayton! —intervino Wells, entre el enojo y la desesperación—. ¿Ha olvidado a su amigo de Scotland Yard? Allí fuera debe de haber cinco o seis de esos monstruos… quizá más. ¿Qué piensa que puede hacer contra ellos el capitán Shackleton, con o sin nuestra ayuda?

—Bueno, tendrán que ser rápidos —respondió el agente, encogiéndose de hombros, como si aquella parte del plan no le concerniera del todo y nos estuviera haciendo un favor especial al ocuparse de ella—. Piensen que la sorpresa jugará a su favor: los marcianos no se esperarán que salgan del despacho… les cogerán desprevenidos. En fin, dudo que la mayor o menor dificultad del plan estribe en esos detalles, ¿no creen?, sobre todo teniendo en cuenta la parte que a mí me corresponde —concluyó, ligeramente molesto.

Wells, Murray y Shackleton resoplaron al unísono. Harold sacudió la cabeza, tan decepcionado como si el agente hubiera equivocado el traje para una recepción. Las damas parecían al borde del llanto o de la carcajada histérica. Yo me limité a observar al agente, desconcertado. Una parte de mí quería confiar en él: ¿Acaso no era eso lo que tanto había deseado, lo que había intentado defender frente al escepticismo de los demás desde el momento en que hallé al capitán en el sótano de mi tío: un plan para terminar con la invasión? Sí, ahí lo tenía. Nos encontrábamos ante la cristalización, al fin, de nuestro destino… Sin embargo, otra parte de mí, mi parte presuntamente racional e inteligente, me gritaba que aquel no podía ser el plan que tanto ansiaba, que si hacíamos caso a Clayton estaríamos poniéndonos en manos de un demente.

—Discúlpeme, agente… —intervine, intentando aportar algo de lucidez, rogando para que aquel plan solo pareciera una locura en su superficie, que bastara con escarbar un poco para tropezarnos con los pilares de genialidad que lo sustentaban—, pero ¿de qué nos servirá destruir a unos cuantos marcianos en los túneles, si fuera hay un poderoso ejército, que quizá se esté extendiendo en estos momentos por todo el planeta?

—No serán tan solo unos cuantos marcianos, señor Winslow. Entre ellos estará el Enviado. Oh, por favor… ¿No escucharon lo que dijeron los niños? ¿Es que ninguno de ustedes les prestó atención? Todos ellos han estado esperándole, durante generaciones… La invasión no comenzó hasta que él llegó a nuestro planeta. O quizá hasta que… despertó —dijo en un tono enigmático—. Pero eso no importa ahora. Lo que debe importarnos es que su presencia es primordial para la invasión. Por lo tanto, debemos suponer que tras su muerte el ejército marciano se hallará lo suficientemente desorientado como para que cualquier rebelión que usted lidere, capitán Shackleton, acabe con él. —Tras decir aquello, el agente se volvió hacia mí exhibiendo una sonrisa que se me antojó propia de un desequilibrado—. Ese será el modo en que derrotaremos a los marcianos, señor Winslow. Y ambos sabemos que mi plan tendrá éxito, sencillamente porque ya lo ha tenido.

Le contemplé aturdido. ¿Qué podía contestarle, si mis propias palabras y argumentos parecían los delirios de un loco en su boca?

—Agente Clayton —terció entonces Wells, dirigiéndose a él con infinita suavidad—, su espíritu de sacrificio es sin duda encomiable. Sin embargo, no creo que debamos permitirle que dé su vida por las nuestras. Estoy seguro de que si estudiamos la situación con detenimiento, encontraremos otro modo de…

—Señor Wells —le interrumpió Clayton con la misma delicadeza—, cuando hicimos noche en mi refugio pude haber escogido cualquiera de mis prótesis. Como recordará, dispongo de casi una docena diferente, todas ellas con distintas prestaciones. Pero escogí precisamente esta, una mano explosiva que mandé fabricar hace un par de años, con la suficiente experiencia a mis espaldas como para comprender que tarde o temprano alguno de mis enemigos me pondría en una situación en la que mi propia inmolación sería preferible a caer en sus garras. Sin embargo, ahora veo con claridad por qué la mandé fabricar, y por qué he decidido estrenarla justo hoy. Todos nuestros actos tienen un sentido, nada es azaroso, como el señor Winslow ha comprendido tan acertadamente —dijo, señalándome con ambas manos, como si yo fuera un fenómeno de feria—. En realidad, él es el único de todos nosotros que ha sabido ver, desde el principio, cuál era nuestro destino. Es a usted a quien debo toda mi inspiración, señor Winslow. —Yo me removí inquieto, ante la mirada acusadora de todos—. El hecho de que todos nosotros estemos aquí no puede ser casual. Ignoro qué les corresponde hacer a cada uno de ustedes. Tendrán que descubrirlo por sí mismos. Pero sí sé lo que me corresponde hacer a mí: es evidente que debo aniquilar al Enviado. Y como en el ajedrez, la partida terminará con la muerte del rey. Si no lo hago, la invasión continuará, y me temo que entonces nadie podrá detenerla. Pueden verlo ustedes mismos.

Dijo esto último señalando una de las paredes del despacho, donde había dos mapas colgados. Confundidos, todos nos acercamos a examinarlos. Uno de ellos era de la ciudad de Londres y reflejaba, mediante numerosas cruces rojas, los avances de los trípodes. Aquel papel nos permitió confirmar lo que ya habíamos vislumbrado desde Primrose Hill: nuestra metrópoli ya les pertenecía. Pero el otro mapa nos aterró todavía más porque era un mapa del mundo. Como una viruela roja, las cruces se extendían por todo el planeta. Australia, India, Canadá y África, pero también otros países en los que no había colonias del Imperio Británico, donde nunca se ponía el sol, estaban siendo tomados por los marcianos. En unas semanas, nuestro mundo les pertenecería por completo. Y entonces, como acababa de decir Clayton, ya nadie podría pararlos. Todos observamos aquellos mapas en silencio, sobrecogidos por el horror. Los marcianos estaban invadiendo nuestro planeta… Y creo que fue en aquel momento cuando realmente fui consciente de ello. A pesar de todo lo que había pasado, a pesar de haber visto a los poderosos trípodes lanzando sus rayos a apenas unos metros de mí, destruyendo edificios y buques y personas con ridícula facilidad, nada me abrió tanto los ojos respecto a lo que estaba ocurriendo como aquel simple trozo de papel: íbamos a desaparecer, íbamos a ser erradicados del planeta Tierra. Sí, la raza humana se desvanecería como si nunca hubiese existido.

Clayton nos contempló entonces con severidad, como retándonos a que pusiéramos nuevas trabas a su plan, o quizá a que le ofreciéramos uno mejor, pero todos nos limitamos a devolverle una mirada desolada. En parte, tenía razón. Su plan era un despropósito, sí, pero ¿qué otra cosa podíamos hacer?

El agente llamó entonces nuestra atención sobre un extraño aparato que había al otro lado del despacho, y todos nos acercamos a él, intrigados. Sobre una mesita de nogal descansaba un artilugio rectangular del tamaño aproximado de un libro, del cual surgía, como el humo de una hoguera, una neblina azulada que pintaba en el aire una especie de huevo vaporoso. Observamos desconcertados aquella elipse temblorosa de tonos púrpura y añil por cuyo interior deambulaban puntos de luz y extraños garabatos fosforescentes, sin saber qué demonios estábamos admirando.

—¿Qué se supone que es esto? —pregunté.

—Si no me equivoco, se trata de un mapa del universo —dijo Clayton, todavía inmerso en aquel rapto de inspiración que le había embargado al entrar en el despacho.

Observamos al agente con asombro y luego volvimos a examinar el trémulo dibujo. Descubrir que lo que teníamos delante no era solo una figura de humo tan bella como caprichosa, sino una réplica del cosmos, nos maravilló a todos. Cada uno de los granos de luz que poblaban aquella bruma violácea era una galaxia con sus miles de millones de estrellas, que flotaban en hileras o racimos. Tenían la forma de hermosos remolinos de fulgor, de rutilantes rosas malvas, de luminosas caracolas marinas, e incluso de sombrero o de cigarro. Hechizado, Wells acarició el aparato, y el indeciso roce de sus dedos sirvió para aumentar la escala de aquel mapa gaseoso. De repente, el firmamento nos envolvió como un tul resplandeciente. Nos contemplamos unos a otros, extasiados, con los hombros escarchados de constelaciones, mientras nos dejábamos atravesar por las flechas mansas de los cometas. Observé a Emma sostener sobre su mano la mariposa refulgente de una nebulosa, a Jane con cúmulos estelares enredados en el cabello, a Murray con la chaqueta manchada por las Perseidas. Como un niño curioso, Wells movió la mano en la dirección contraria y el mapa encogió de pronto, cerrándose sobre sí mismo como un capullo asustadizo, hasta que quedó fijado en un tamaño medio que nos permitió admirar el cosmos en todo su esplendor y detalle. Reparé en nuestro sistema solar, con sus coloridos planetas orbitando alrededor del sol, reducido a unas motas de polvo que danzaban en un haz de luz. Y en la tercera mota más cercana al sol nos encontrábamos nosotros, como arrumbados en una esquina del universo, creyéndonos los amos de algo cuyo tamaño y límites sobrepasaban nuestra imaginación. He de confesar que me sentí repentinamente insignificante al constatar la vastedad del firmamento, el amplísimo jardín que se extendía más allá de mi ventana. Pero entonces, tras otro roce de Wells, que parecía incapaz de estarse quieto, surgió sobre la bruma una línea rojiza que, como un lujoso hilo escarlata, fue enhebrando planetas, que enrojecían y se desmigaban ante nuestros ojos justo cuando el hilo saltaba para enlazar el siguiente. Comprendimos que aquella línea trazaba el periplo que la raza que nos estaba invadiendo había llevado a cabo a través del espacio, conquistando y consumiendo planetas en lo que parecía una mudanza sin fin. Un éxodo cósmico que, para nuestro espanto, terminaba en un pequeño planeta azulado del sistema solar.

Debo hacer un alto aquí para aclarar a los lectores que fue entonces cuando todos comprendimos que nuestros invasores no venían de Marte, a juzgar por el largo periplo que habían recorrido en la noche eterna del espacio exterior, sino de algún lugar mucho más lejano e inimaginable. Aun así, todos continuamos llamándoles marcianos todavía hoy, quizá por la costumbre, puede que porque negarle a nuestros conquistadores la grandeza que les corresponde de ese modo tan infantil constituye el último acto de rebeldía al que podemos aspirar, o sencillamente porque el hombre es incapaz de comprender el horror a menos que le ponga límites cercanos y familiares. Sea como sea, la palabra marciano representa para nosotros todo lo que ahora tememos y odiamos, y por eso desde el comienzo de este diario la he empleado para referirme a ellos.

Pero volvamos a aquel despacho en cuyo centro palpitaba el universo. Al ver cómo el hilo escarlata alcanzaba la Tierra y la teñía de rojo, no pude evitar sentir una mezcla de miedo y melancolía. Pero para ser sincero, lo que realmente estremeció mi alma fue algo similar a un sentimiento de humillación, imagino que provocado por lo que solo puedo calificar como el ninguneo cósmico que padecíamos. Allí estábamos nosotros en nuestro insignificante planeta, ensimismados en nuestras guerras, orgullosos de nuestros logros, y absolutamente ajenos tanto a la majestuosidad del cosmos como a los conflictos que lo sacudían.

—Este es el verdadero mapa del cielo… —dijo entonces Emma—. Creo que mi bisabuelo se hubiera sentido muy decepcionado…

—Nadie podría haberlo imaginado así, Emma —se apresuró a consolarla Murray—. Excepto el señor Wells, por supuesto.

El empresario se volvió hacia el escritor y le dedicó una sonrisa divertida.

—Solo tú imaginaste un universo así, George —le dijo con un ligero tono de sorna—. ¿Recuerdas la discusión que tuvimos hace dos años cuando te pedí ayuda para publicar mi novela? Me dijiste que el futuro que yo había descrito jamás sería real porque no era verosímil. Me costó mucho asimilar tus palabras, pues nada deseaba más que poder imaginar la realidad con varios años de antelación. Sí, quería ser un visionario. Como tú lo eras para mí, George. Pero ahora puedo decirte que no envidio tu don…

—Daría cualquier cosa por haberme equivocado, Gilliam —contestó el escritor con frialdad.

—Y yo daría cualquier cosa por poder decirles que la imaginación del hombre está considerada una de las piedras preciosas del universo —lo imitó una voz a nuestras espaldas—, pero estaría mintiéndoles.

Todos nos volvimos hacia la puerta, contra la que se recortaba una silueta oscura. Al verla, mis compañeros se agitaron con un temblor unánime, como un arbusto acariciado por la brisa, pues todos comprendimos que solo podía tratarse del Enviado, que se había presentado en la habitación oculto tras un cuerpo de innegable filiación homínida, tal y como yo sospechaba que haría.

—Me temo que únicamente ustedes la consideran así —continuó sin moverse de donde estaba—, lo cual es lógico, debido a que solo se tienen a ustedes mismos como referentes. Pero el universo es un lugar habitado por numerosas razas, con toda suerte de bondades, la mayoría inconcebibles para ustedes, y les aseguro que, comparándola con ellas, la imaginación del hombre no es un bien tan preciado como para lamentar su pérdida. Deberían viajar más.

Guardamos silencio, sin saber qué responder a eso, o si el Enviado esperaba alguna respuesta de nuestra parte. Y aunque se mantenía todavía a resguardo de las sombras, observé que la apariencia que había escogido para caminar sobre la Tierra pertenecía a un hombre poco robusto; podría decirse que incluso terriblemente escuchimizado. Un alfeñique, para dejarnos de rodeos. No obstante, había algo que me inquietaba: su voz me resultaba en extremo familiar.

—Aunque debo reconocer que usted tiene una imaginación muy superior a la media de los hombres, señor Wells —dijo el Enviado, dirigiéndose ahora al escritor. Se adelantó entonces un paso, exponiéndose al fin a la luz de la lámpara, y todos pudimos ver su rostro—. O debería decir «tenemos».

Llenos de estupefacción, contemplamos la apariencia del Enviado, que no era otra que la del señor Wells. De pronto, al verlo de pie ante nosotros, con las manos en los bolsillos y sonriéndonos con la misma sonrisa jovialmente escéptica que solía esgrimir el escritor, nos sentimos confusos. Aunque nuestra confusión no era comparable a la del auténtico Wells, por supuesto. El escritor observaba a su réplica en silencio, inmóvil como una estatua, con el rostro desencajado y pálido. Su vértigo estaba del todo justificado, como el lector comprenderá, pues estaba viéndose a sí mismo sin la mediación de ningún espejo y desde ángulos que estos no le permitirían verse. Estaba viéndose ocupar un espacio, realizar unos gestos, incluso hablar. Estaba viéndose, por primera vez en su vida, desde fuera, exactamente como lo veían los demás. Estaba viéndose, en definitiva, como nadie tiene nunca el privilegio de verse.

La reacción del escritor hizo reír a su reflejo.

—Imagino que no esperaban que me presentara ante ustedes con el aspecto del señor Wells, dado que todavía está vivo. —El Enviado observó nuestra turbación con una mueca burlona—. También para mí ha sido una sorpresa enterarme de que el hombre cuya apariencia he tomado prestada deseaba verme, y había venido hasta aquí, hasta nuestro modesto refugio en las alcantarillas de Londres. —El Enviado se mesó el bigotito, como a veces hacía el auténtico Wells, mientras sonreía satisfecho—. Aunque no quisiera quitarle mérito tildando de modesto refugio a esta red de túneles paralelos a las auténticas alcantarillas, construidos por nuestros hermanos infiltrados entre los ingenieros y trabajadores de la época. Un mundo oculto, escondido tras el otro mundo subterráneo que yace bajo los pies de Londres. Como si vuestra adorable Alicia hubiera seguido al conejo dos veces… Un espejo detrás de otro espejo, ¿no les parece? Creo que ustedes, los humanos, son muy dados a encontrar hermoso este tipo de ideas e imágenes.

Wells continuaba mirándole con la cara desencajada, como si estuviera a punto de desmayarse.

—¿Cómo? —logró articular.

Su pregunta pareció conmover a su doble.

—Oh, disculpe mi descortesía, señor Wells. Supongo que estará deseoso de saber cómo he llegado a duplicarle —dijo, volviendo a atusarse el bigotito—. Bien. Permítame que les ilustre. Imagino que a estas alturas ya habrán deducido que somos capaces de adoptar distintas formas de seres vivos. Gracias a esa habilidad, mis hermanos han podido vivir ocultos entre ustedes todo este tiempo. Aparte del nacimiento, por supuesto, solo la muerte puede mostrarnos tal como somos. Sí, la muerte nos despoja de nuestro disfraz, por eso nuestros antepasados decidieron construir un cementerio privado aquí abajo. Y para realizar la transformación necesitamos únicamente una gota de su sangre. Con eso nos basta. Tras obtenerla acostumbramos a deshacernos del donante. Somos escrupulosos en eso. No queremos delatarnos provocando de repente un sospechoso brote de gemelos.

—Dios mío… —musitó Emma—. ¿Y los niños, también son…?

—Por supuesto, señorita —le respondió educadamente el Enviado—. No es la forma más adecuada para nosotros, ni la elegida como primera opción: un cuerpo infantil no ofrece muchas ventajas, pero a veces no hemos tenido otras alternativas y nos hemos visto obligados a duplicar niños. Y sí, los auténticos están muertos, por supuesto. Aunque sus padres nunca lloraron su pérdida, pues siempre la ignoraron. Tan solo les pareció que sus hijos se habían vuelto más inteligentes de repente, o más difíciles de controlar… —El Enviado rio con la familiar risa del escritor, aunque en una versión mucho más tétrica—. Sin embargo, el señor Wells me dio su sangre sin habérsela pedido, y sin que pudiera matarle luego. Por eso ahora hay dos H. G. Wells en este lugar tan indigno de él.

—¿Se la dio? —preguntó Murray, ante la incapacidad de reacción del escritor, que permanecía demudado—. ¿Cómo demonios hizo eso?

—Por esa palabra que solo usa su raza: por casualidad —respondió el Enviado, observando al empresario con desdén. Luego volvió su atención al escritor—. Pero, como acabo de explicar, la casualidad es un concepto inexistente en el resto del universo. Así que, desde un punto de vista más elevado, podríamos decir que usted me la dio, señor Wells, porque debía dármela. Porque estaba escrito, por recurrir a una de sus expresiones más populares.

—Déjese de filosofías y dígame cómo lo hice —exigió Wells con brusquedad, despertando de su ensimismamiento.

—¿No lo sabe? —Su reflejo suspiró y sacudió la cabeza, entre decepcionado y divertido—. Claro que no. Tal vez le ayude saber que llegué a su planeta hace casi setenta años, aunque los últimos dieciocho los he pasado en un incómodo ataúd en el Museo de Historia Natural.

Aquellas palabras volvieron a aturdir a Wells, pero no a Clayton.

—¡Lo sabía! ¡No estaba muerto! —exclamó el agente, aprovechando para colocarse frente al Enviado—. Nuestros científicos se equivocaron. Pero ¿cómo lo hizo? ¿Cómo despertó?

El Enviado alzó las cejas, sorprendido ante su arrebato, pero enseguida restauró su displicente sonrisita.

—Es lo que me disponía a contarles —respondió, mientras Clayton ocultaba su mano metálica a su espalda, para evitar que reparase en ella—. Evidentemente yo no estaba muerto, aunque lo pareciera, como nuestro sagaz agente acaba de deducir. Me encontraba en un estadio similar a lo que ustedes conocen como hibernación. Me trajeron a Londres en un bloque de hielo desde la Antártida, donde me estrellé accidentalmente con mi aeronave, y me dieron por muerto, pero solo necesitaba un poco de sangre para despertar de nuevo a la vida. Y el señor Wells se ofreció a dármela. Casualmente, por supuesto. Imagino que debió de tocarme con alguna herida abierta… Fuera como fuese, resultó más que suficiente. Así pude dar comienzo a la invasión que ya conocen. Una invasión que, de no ser por mi inoportuno accidente, habría empezado mucho antes. —Contempló al escritor con burlona piedad—. Sí, señor Wells, gracias a usted pude continuar con la misión que me había traído a su planeta, pero no soy yo el único que debe agradecérselo. Todo mi pueblo debe estarle agradecido, especialmente los hermanos que han convivido con ustedes todos estos siglos. Desde el siglo XVI, para ser exactos, cuando los primeros voluntarios llegaron con la misión de custodiar la Tierra y valorarla como futuro refugio para nuestra raza. Una misión sacrificada, y muy mal pagada a veces, como es el caso, pues mis hermanos se mueren. —Compuso un gesto de teatral aflicción—. Sí, el exceso de oxígeno de su atmósfera resulta pernicioso para nuestra raza, por eso la Tierra nunca fue considerada como un posible hogar para nosotros. Pero ya no quedan planetas óptimos y tenemos que contentarnos con colonizar aquellos mundos susceptibles de ser habilitados. Con los arreglos adecuados, su planeta servirá de refugio a varias generaciones. Por eso he venido, para organizar la conquista de la Tierra y prepararla para la llegada de nuestra raza. De no ser por su desinteresado gesto, señor Wells, yo no habría despertado a tiempo y la colonia infiltrada en su planeta habría acabado por extinguirse, quizá en una o dos generaciones más. Ya ve. La Tierra habría sobrevivido, al menos hasta su propia autodestrucción.

Las palabras del Enviado aplastaron a Wells de un modo casi físico, pues el escritor pareció encorvarse, repentinamente lívido y tembloroso. Se dejó abrazar por Jane, mientras el resto lo contemplábamos, más asombrados que juzgándolo.

—¡Pero no se aflija, señor Wells! —Oí cómo le consolaba el Enviado, mientras veía al agente Clayton preparándose para desenroscar el índice—. Usted no tiene la culpa, al menos no en el sentido que los humanos le dan a esa palabra. Sencillamente, a pesar de que ustedes son una raza muy inferior, algunas mentes se hallan por delante de las otras, como es el caso de la suya, señor Wells. Por decirlo en términos que pueda entender, usted posee una mente capaz de establecer una comunicación con el universo, de sintonizar con algo que podríamos calificar como una conciencia superior, cuya naturaleza desde luego escapa a su comprensión. Algo absolutamente imposible para el resto de sus congéneres, salvo algunas excepciones muy puntuales. Aunque ni usted mismo sabe cómo lo hace, por supuesto. —Lo contempló con una sonrisa de ternura—. Sé que se pregunta continuamente por qué le ocurren a usted ciertas cosas, o por qué suceden por culpa suya. Pero, señor Wells, las cosas no le pasan a usted, ni ocurren por usted. Para que pueda entenderme… las cosas pasan a través de usted.

—¿Y qué demonios significa eso? —inquirió Murray, que también debía de haber visto las intenciones de Clayton—. ¿Está insinuando que todos los que estamos aquí y no tenemos el aspecto de H. G. Wells somos una raza inferior? ¿Acaso piensa que no podemos entender su cháchara? Creo que todos estamos comprendiéndole perfectamente.

—¿Eso cree? —El falso Wells sonrió al empresario con suficiencia, visiblemente molesto por su interrupción—. Si ahora pueden entenderme es porque estoy poniéndome a su altura, manejando conceptos elementales para ustedes. Podría decirse que estoy conversando con ustedes dormido, o borracho, si lo prefieren.

—¿Y a qué debo el honor de que quiera hablar conmigo, aunque yo no haya bebido? —preguntó Wells en un patético intento por resultar insolente.

Aproveché para echar un disimulado vistazo a los avances de Clayton, y el corazón amenazó con perforarme el pecho. El agente había empezado a desenroscarse el falso índice y se había separado un poco de nosotros con imperceptibles pasitos de ratón, colocándose algo más cerca del Enviado. ¡Maldita sea, Clayton, hazlo ya!, quise gritarle, incapaz de seguir conteniendo mi nerviosismo.

—A la curiosidad —oí que el Enviado respondía a Wells, mientras el agente comenzaba a subir con disimulo su mano mecánica—. Su mente no se parece a ninguna de las de mis anfitriones anteriores, y no me refiero solamente a que usted sea más inteligente o más imaginativo que otros hombres. Me refiero a que su mente posee… ¿Cómo definirlo? Un mecanismo único. Y quiero saber para qué sirve. Aunque por su expresión deduzco que ni usted mismo lo sabe.

Clayton detuvo el gesto al escuchar aquellas palabras, y le dedicó a Wells una mirada significativa que no pude comprender. Este se la sostuvo durante un tiempo que me pareció infinito, y entonces se volvió hacia el Enviado.

—¿Y por qué siente tanto interés? —le dijo—. No estaría aquí si no temiera lo que yo pudiera hacer con eso.

El Enviado compuso una mueca de sorpresa, que enseguida enterró bajo una sonrisa de divertida admiración.

—Es usted un humano excepcionalmente inteligente, señor Wells. Y tiene toda la razón. No estamos hablando ahora porque sienta curiosidad por usted. No, por supuesto que no. Estamos hablando porque siento… miedo.

Todos miramos a Wells, sorprendidos, pero el escritor no dijo nada. Se limitó a contemplar al Enviado con gravedad, y por un instante, ambos parecieron reflejos.

—Sí, señor Wells —prosiguió el Enviado—. Usted tiene el privilegio de producirme miedo, de provocar temor en un ser infinitamente superior al hombre en todos los aspectos. ¿Y quiere saber por qué? Porque yo no solo imito la apariencia de cualquiera al que robe su sangre. También imito su mente y todo lo que ese cofrecito contiene: sus recuerdos, sus habilidades, sus sueños, sus deseos… Replico exactamente el original. Por eso ahora me basta con husmear entre los pliegues de su cerebro para conocer su infancia mejor que usted mismo, para descubrir el chato sentimiento que disfraza de amor ante su esposa, para tropezarme con sus deseos más inconfesables, para razonar como usted e incluso para escribir del mismo modo… Porque yo soy usted, con todo lo que es, con todas sus grandezas y todas sus miserias. Y el cerebro que se aloja bajo mi cráneo, que es idéntico al suyo, también dispone del mecanismo del que le he hablado. Y no sé para qué sirve, lo cual me aterra. ¿Cómo podría explicárselo? Imagine que al diseccionar una vulgar cucaracha, encontrara en su pequeño interior algo desconocido e incomprensible. ¿Acaso no sentiría pavor, un inmenso pavor?

—No sé si tomarme eso como un insulto o como un cumplido —bromeó el escritor con gélida calma.

El Enviado esbozó una sonrisa triste.

—Ese mecanismo puede servir para que los tomates de su huerta crezcan más rápido, o para destruir a nuestra raza, no lo sé —dijo con un suspiro de cansancio—. Pero no es eso lo que me inquieta, señor Wells, sino lo que todo esto significa. Usted tiene en su cabeza algo que ninguna otra especie posee en todo el universo. Algo desconocido para nosotros, que creíamos conocerlo todo. Eso quiere decir que el universo no es tal y como creemos que es, que aún hay secretos que nuestra raza desconoce… secretos que quizá puedan destruirnos. No sé si un humano es capaz de comprender lo que eso significa, dado lo diferente que es su posición en el universo con respecto a la nuestra… —El Enviado guardó silencio durante unos segundos, abstraído en sus propias reflexiones, y finalmente se encogió de hombros, con una mueca resignada—. Pero tal vez esté siendo demasiado alarmista. Ahora que he descubierto que no ha perecido en la invasión sino que está vivo, todo se solucionará. En cuanto nuestra raza llegue a la Tierra, nuestros científicos procederán a diseccionar su mente, y podremos resolver el misterio. Sabremos lo que esconde en su cabeza, señor Wells, y quizá dejemos de tenerle miedo.

Mientras Wells palidecía, el Enviado nos miró entonces uno a uno, como un general pasando revista a su tropa.

—En cuanto a ustedes, me alegra comprobar que son especímenes fuertes y saludables, ya que necesitaremos esclavos que nos ayuden a construir un nuevo mundo sobre las cenizas del anterior.

—Lamento tener que arruinar sus planes —dijo de repente Clayton.

Comprendimos entonces, con un estremecimiento de pavor, que, lo quisiéramos o no, nuestro estrafalario plan de huida iba a comenzar, y todos nos tensamos, preparados para llevar a cabo nuestra parte lo mejor posible. El agente alzó su mano metálica, como si pretendiera detener una locomotora en marcha, y un segundo después, expulsó un chorro de humo directamente sobre el rostro del Enviado, que desapareció tras el telón de niebla que cayó entonces entre él y nosotros.

—¡Rápido, abandonen la habitación! —ordenó Clayton, gritándonos por encima del hombro.

Como si portáramos un ariete invisible, todos nos abalanzamos hacia la puerta, con Shackleton a la cabeza, seguido por Murray, que con su corpachón de oso protegía a las mujeres, y tras ellas el escritor, Harold y yo, relegados a un segundo plano en aquel contraataque sorpresa, cada uno por distintos motivos: el primero por su ínfima constitución, el segundo por su avanzada edad y yo por mi exacerbado instinto de supervivencia, que siempre me había llevado a evitar el roce físico fuera de mis clases de esgrima.

Desgraciadamente, cometí el error de mirar hacia atrás, y a través de la mampara de humo atisbé la transformación del Enviado. La visión me paralizó, como si hubiera caído preso de un hechizo. Entre sobrecogido y fascinado, contemplé cómo la silueta del falso Wells crecía y se deformaba bruscamente, al compás de pequeñas convulsiones. En apenas unos segundos se convirtió en una monstruosa bestia cuadrúpeda del tamaño de un elefante, dotada de lo que parecía una larga y gruesa cola. Un bramido atronador me demostró que también poseía una poderosa garganta. Y de repente, cuando todavía estaba abstraído en la grotesca metamorfosis, de entre la cortina de niebla, que empezaba a extenderse por la habitación, surgió la cola de la criatura, verdosa y gruesa y sembrada de púas, para ondear en el aire como un látigo. Buscando a ciegas algo a lo que asirse, la cola golpeó a Clayton, arrojándolo al suelo, y luego serpenteó hacia mí. Hipnotizado como estaba, ni siquiera pude reaccionar. El flagelo se enroscó velozmente en mi cuello y, sin comprender del todo lo que estaba sucediendo, sentí cómo mis pies se separaban del suelo. La presión del tentáculo alrededor de mi garganta me dificultó la respiración y noté que mi visión se emborronaba. Pataleando en el aire, luché por liberarme de aquel lazo corredizo, pero mis esfuerzos enseguida se me revelaron inútiles. Aterrorizado, comprendí que no tardaría en morir asfixiado. Pero antes de que eso sucediera, Harold apareció en mi ángulo de visión enarbolando el cortaplumas que poco antes descansaba en la mesa del despacho. Con un golpe certero que debió de requerirle todas sus energías, lo clavó en la cola de la criatura. Acto seguido, el apéndice me liberó y se agitó en el aire, mientras yo me derrumbaba en el suelo como un saco de harina, jadeante y mareado, pero con el aliento suficiente para ver cómo se enroscaba alrededor del cuello del cochero. La presión hizo que el cortaplumas resbalara de su mano. Traté de incorporarme para cogerlo y emular su hazaña, pero me encontraba demasiado mareado. Lo único que pude hacer, medio arrodillado en el suelo, fue contemplar cómo Harold era arrastrado por la cola de la criatura hacia el interior de la niebla. De la bruma me llegó entonces un macabro crujir de huesos, seguido de un gemido ahogado, y no pude sino lanzar una maldición. Aquel hombre estaba muriendo por mí, por alguien que a todas luces no merecía su sacrificio. Miré a mi alrededor, pero a causa de la humareda que había provocado el agente, no pude ver dónde había caído al ser derribado por la cola del monstruo, así que me resultó imposible saber si estaba inconsciente y por lo tanto todos seguíamos a merced del marciano, o si, por el contrario, en cualquier instante un brote de luz iluminaría el interior de aquella bruma, como la llama de un farolillo de seda chino, avisándome de que el agente había llevado a cabo su plan y que todos saltaríamos por los aires en cuestión de segundos. Fuera lo que fuese, decidí no quedarme a averiguarlo.

Dado que todavía estaba vivo, afiancé mis piernas sobre el suelo, tratando de sobreponerme al mareo, y abandoné la habitación a trompicones, entre hilachas de humo que lo difuminaban todo. Y fue como llegar al teatro en mitad de una representación: en aquel momento, el capitán Shackleton tumbaba de un fuerte puñetazo a uno de los dos marcianos que vigilaban la entrada. A unos metros de él, Murray se hallaba tendido sobre el segundo, aplastándolo con todo su peso. Debía de habérsele echado encima por sorpresa, siguiendo la recomendación de Clayton, y ahora ambos forcejaban desesperadamente, propinándose manotazos sin gracia. Pero justo en ese instante, el empresario logró asir la cabeza del marciano antes de que tuviera tiempo de transformarse y la hizo girar con brusquedad. El crujido de su cuello resonó entre los muros. Murray se levantó entonces, dándonos la espalda, resoplando y tambaleándose a causa del esfuerzo. Resguardados contra una de las paredes, Wells y las dos mujeres contemplaban la escena, terriblemente pálidos, estremecidos por aquel espeluznante despliegue de violencia. Una mirada rápida me informó de que ya no había más centinelas, y no pude más que dar gracias al cielo por la inmensa suerte de que el hombre del alzacuello hubiera considerado suficiente dejar tan solo a dos marcianos en la puerta.

—¡Rápido! —les grité, corriendo hacia ellos—. Tenemos que salir de aquí.

Todos, con Shackleton de nuevo a la cabeza, nos apresuramos a correr hacia el túnel por el que nos habían llevado hasta allí, temiendo oír en cualquier momento a nuestras espaldas la terrible explosión que nos arrancaría los pies del suelo y nos lanzaría como muñecos de trapo contra los muros de piedra. Pero en vez de eso, lo que oímos fue un bramido animal, atronador, impregnado de un odio salvaje e inquietantemente cercano. Al volver la cabeza hacia la derecha, alcancé a ver cómo la monstruosa figura del Enviado atravesaba la puerta del despacho. Aunque la escasa iluminación y el humo lo emborronaban todo, comprobé que su verdadero aspecto era realmente escalofriante. La poderosa criatura que venía a por nosotros parecía emparentada con los dragones de los bestiarios medievales: tenía la piel verdosa e iridiscente, el lomo sembrado de púas y unas mandíbulas atiborradas de enormes colmillos, de los que colgaban sanguinolentos jirones de sangre.

—¡Corred! ¡Corred! —grité enloquecido, mientras miraba de nuevo al frente.

—¡Corred! —repitió como un eco Clayton, quien para mi sorpresa me adelantaba en ese instante por la izquierda.

—¡Qué demonios…! —jadeé boquiabierto a su espalda, mientras tomábamos la bifurcación por la que se habían internado los demás—. ¡Agente Clayton! ¿Y su plan de detonar el explosivo?

—¡Se me ha ocurrido un plan mucho mejor, señor Winslow! ¡Un plan que lo solucionará todo! ¡Pero necesito la colaboración del señor Wells, y dudo que pudiera pedírsela si moría allí dentro, a menos que lo hiciese mediante una ouija!

Wells y Murray, que corrían por el túnel ante nosotros, giraron sus cabezas para observar atónitos al agente.

—¿Mi colaboración? —farfulló a duras penas el escritor, que lucía dos enormes manchas rojas en las mejillas y jadeaba trabajosamente—. ¿Y cree que este es el mejor momento para explicármelo?

—¡Lamento que no se me haya ocurrido antes, señor Wells! —contestó el agente mientras corría muy estirado, moviendo sus largas piernas ordenadamente y casi sin esfuerzo.

—¡Pues me temo que tendrá que esperar, agente: como comprenderá, ahora no podemos detenernos! —gritó al aire Murray, quien corría de un modo más extraño aún, algo encorvado y aferrándose el vientre con las manos—. ¡Rápido! ¡Rápido! —apremió a las mujeres, que iban unos metros por delante—. ¡Corred y no miréis atrás!

Bastó con que el empresario dijese eso para que yo girase la cabeza automáticamente. La criatura avanzaba a unos treinta metros a nuestras espaldas dando enormes brincos, seguida por uno de los centinelas que vigilaban la puerta del despacho, que había comenzado también a transformarse en aquella especie de dragón monstruoso. Era una lástima que a la hora de dejarlo fuera de combate, Shackleton no hubiera sido tan drástico como Murray. La situación se me antojó complicada, por decirlo con delicadeza, pues era evidente que aquellas criaturas no tardarían en alcanzarnos. ¿Íbamos a morir todos despedazados por sus garras y colmillos, como le había sucedido a Harold? Lo cierto es que no podía concebir una muerte más atroz. Tras un recodo, llegamos a un punto en el que el túnel se bifurcaba en cuatro ramales. Nos detuvimos, indecisos y resoplando, e interrogamos al capitán con la mirada, esperando que nos indicara cuál debíamos tomar, pero Shackleton parecía tan confundido como nosotros.

—¡Por aquí! —dijo de pronto una voz.

Surgiendo de la oscuridad de uno de los túneles, distinguimos al hombre del alzacuello haciéndonos señas. Nos miramos unos a otros durante un par de segundos, sin saber si debíamos confiar en él o si pretendía conducirnos a una trampa. Pero ¿qué trampa podía haber más terrible que el destino que nos aguardaba si el Enviado lograba alcanzarnos? Por otro lado, tampoco disponíamos de demasiado tiempo para debatir la cuestión: los saltos de nuestros perseguidores resonaban cada vez más cerca, y sus monstruosas sombras se proyectaban ya sobre uno de los muros, inmensas y deformadas, anunciándonos que muy pronto aparecerían tras el recodo.

—¡Seguidme! —gritó entonces Shackleton, introduciéndose a la carrera en el túnel que señalaba el párroco.

Todos le imitamos, corriendo tras él. Fuera o no una trampa, fuimos hacia ella.

—Sigan recto por este túnel —oí decir al párroco al pasar a su lado—. ¡Vamos, no hay tiempo que perder! ¡Este canal les conducirá directamente al río y no se encontrarán con nadie, lo he comprobado! Yo les entretendré mientras ustedes huyen —musitó, mirando hacia el recodo.

—¿Por qué hace esto? —le pregunté atónito, deteniéndome a su lado.

Sin mirarme, y con el rostro iluminado en una especie de rapto espiritual, el hombre del alzacuello murmuró:

—Soy el padre Gerome Brenner, no recuerdo haber sido otra cosa nunca. Ya era viejo cuando nací, y aún soy más viejo ahora para cambiar… Ve en paz, hijo. Ve en paz. —Avanzó unos pasos, se colocó en mitad de la entrada del túnel, dándome la espalda, y proyectando la voz con fuerza, comenzó a recitar—: «El ladrón no viene más que a robar, matar y destruir. Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas».

Clayton me agarró del brazo mientras gritaba un escueto «Gracias, padre», y a continuación me arrastró con él. Mientras corría tras el agente, contemplé al anciano plantado allí como un arbolito frágil, intentando que sus salmos se oyeran por encima del fragor de pasos que provenía del otro túnel. Abrió entonces los brazos con serena parsimonia, y sus manos mudaron en afiladas garras, como un preludio de la metamorfosis que enseguida empezó a sufrir el resto de su cuerpo. Tras él surgieron del túnel las dos enormes moles que eran sus hermanos, dando poderosos brincos. No quise ver más. Volví entonces la cabeza y seguí a mis compañeros, chapoteando en el agua que encharcaba el corredor. A nuestras espaldas, unos rugidos ensordecedores e inhumanos, que reverberaron siniestramente a lo largo del pasadizo, anunciaron el comienzo del combate mortal entre aquellos monstruos del espacio. Corrimos como locos durante unos minutos, mientras los sonidos de la lucha, cada vez más lejanos, se iban extinguiendo. No había forma de saber qué estaba sucediendo, aunque imagino que ninguno de nosotros apostaba por el párroco.

Entonces el empresario pareció tropezar, y se detuvo indeciso, mientras se apoyaba en uno de los muros. Todos nos volvimos hacia él.

—¿Qué sucede, Gilliam? —preguntó Wells entre jadeos.

—Sigan, sigan corriendo… ahora les alcanzaré… Solo necesito descansar unos segundos —nos pidió el empresario, que se encontraba terriblemente pálido aunque intentaba sonreír con los labios apretados mientras se sujetaba el vientre, casi doblado en dos.

—¿Estás loco, Gilliam? ¿Cómo vamos a seguir sin ti? —le preguntó Emma, alarmada—. ¿Qué te ocurre?

—Nada, Emma. Estoy bien. Solo necesito descansar unos… —comenzó a explicar, pero de pronto perdió las fuerzas y cayó de rodillas, todavía con las manos sobre el vientre.

Nos miró desde esa posición, como pidiéndonos disculpas, y ante nuestras miradas de sorpresa, procedió a abrirse la chaqueta. Todos pudimos ver entonces el brutal zarpazo que le cruzaba el vientre, mientras el empresario nos sonreía con la mueca avergonzada de quien se ha manchado el chaleco con el vino. Emma se llevó las manos a la boca, reprimiendo un grito. Por la espantosa herida asomaban unos bultos ensangrentados que tan solo podían ser parte de sus intestinos. La sangre manaba del tremendo corte con profusión, empapándole los pantalones. ¿Cómo había podido correr durante tantos minutos en aquellas condiciones?, me pregunté. Solo alguien que ansiara con todas sus fuerzas conservar su vida sería capaz de hacer algo así.

—Desgraciadamente, el marciano al que maté tuvo tiempo de transformar al menos una de sus manos —se disculpó, posando su desfallecida mirada sobre la muchacha—. No quise mirar la herida antes; temía descubrir que fuese grave… Y no quería dejarte sola, Emma, lo siento.

Emma cayó de rodillas a su lado, horrorizada, con los ojos clavados en el brutal zarpazo de Murray, resistiéndose a creer que fuera real. Sus manos revolotearon indecisas sobre aquel inoportuno desgarrón que dejaba al descubierto las entrañas del empresario, y luego se posaron sobre la herida para intentar taponarla, como si creyese que aquel sencillo gesto bastaría para que Murray desistiera de su estúpida idea de morirse. Pero la vida del empresario comenzó a escaparse en forma de rojos hilillos entre sus dedos. Emma profirió un gemido animal de dolor, pero también de rabia e impotencia. Lo abrazó entonces con desesperación, como nunca he visto abrazar a nadie.

—No, Gilliam, no te mueras… ¡No puedes morirte…! —sollozó, golpeándole el pecho con furia. Lo habría matado si con eso hubiese podido devolverle la vida.

De pronto se oyó a lo lejos un bramido de triunfo tan atronador que nos hizo alzar las cabezas, mientras la sangre se nos cuajaba en las venas. Apenas unos segundos después, llegó hasta nosotros un ensordecedor fragor de pisadas, el sonido de enormes criaturas que se acercaban a la carrera por el túnel. No había que ser muy inteligente para saber quién había vencido en el combate de la entrada del túnel. De todos modos, en cuestión de minutos, los vencedores llegarían hasta nosotros. Y parecían ser más, muchos más de dos. Creo que todos nos supimos muertos en manos de aquella jauría enloquecida.

—Agente Clayton… —balbució con esfuerzo Murray, mientras los hilillos de sangre que se le escapaban por las comisuras de la boca manchaban el cabello de Emma, que seguía aferrada a él—. No sé cuál es ese nuevo plan que ha ideado, pero solo hay una manera de llevarlo a cabo con el tiempo suficiente. Me quedaré aquí, y cuando los marcianos me alcancen, detonaré su maldita mano… Eso les librará de algunos de ellos, y supongo que de paso también derrumbaré el túnel, por lo que no podrán seguirles usando este camino. Así tendrán una oportunidad de escapar…

—¡No, Gilliam, no! —protestó la muchacha.

—Emma… —farfulló penosamente Murray—. Sabes que me encanta discutir contigo, amor mío, pero este no es un buen momento. Vete, vete con ellos, por favor…

—No iré a ninguna parte, Gilliam. Me quedo contigo —decidió la muchacha.

—No, Emma, sálvate, tienes que…

—Tú lo has dicho: este no es un buen momento para discutir… y no voy a hacerlo —repuso ella sollozando—. Me quedo contigo. Y nada de lo que digas me hará cambiar de opinión…

Murray le acarició el cabello con una mano errática, cada vez más acolchada por la escarcha de la muerte.

—¿Soy el hombre más irritante del planeta para sobrevivir junto a mí a una invasión marciana, pero no para morir conmigo?

—Mi educación no me permite contestarle a eso, señor Gilmore, ni mi moral mentirle. Saque usted sus propias conclusiones —respondió ella con la voz quebrada.

Murray le sonrió con infinita ternura y ambos fundieron sus labios, mientras las manazas del empresario resbalaban por la colina de su espalda, ya sin fuerzas para abrazarla. Todos apartamos pudorosamente las miradas, conmovidos por la escena. Por desgracia no había tiempo para nada más: los atronadores brincos de los monstruos se oían cada vez más cerca. Esta vez no serían ni el célebre escritor H. G. Wells ni el agente especial Clayton quienes les interrumpieran.

—Agente Clayton —oímos decir a Murray cuando separó sus labios de los de la muchacha. Su voz era apenas un siseo ronco, angustioso, mientras Emma sollozaba abrazada a él—. No me malinterprete, pero voy a pedirle su mano.

El agente sonrió por primera vez desde que lo conocía. Se desenroscó la prótesis con rapidez, y se la entregó al empresario.

—Pulse aquí cuando lo considere oportuno —explicó, señalando una clavija de su interior.

—Así lo haré, agente —aseguró Murray con forzado entusiasmo, y se despidió de nosotros paseando por el grupo una mirada febril, que terminó deteniéndose en Shackleton—. Cuídelos, capitán. Confío en usted. Se que los sacará de aquí sanos y salvos.

Shackleton asintió con afligida entereza.

—Siento no haber respondido a tu carta, Gilliam —se disculpó entonces Wells—. Si me llegara ahora, te aseguro que lo haría.

—Gracias, George —le sonrió sorprendido el empresario.

Wells se adelantó entonces un paso hacia él y le tendió la mano con una brusquedad que nos sobresaltó.

—Ha sido un placer conocerte, Gilliam —le dijo, pronunciando aquellas palabras en el tono apresurado de quien se siente ridículo demostrando sus afectos.

Gilliam se la estrechó, agradeciendo quizá que su apesadumbrada expresión le permitiera disimular lo mucho que le había conmovido aquella inesperada muestra de simpatía por parte de Wells. Luego se volvió hacia Emma, y casi sin fuerzas, en un último intento por convencerla, le rogó de nuevo:

—Ahora vete, amor mío, por favor. Vive…

—No pienso vivir sin ti… —contestó con atormentada firmeza la muchacha.

—No tendrás que hacerlo, Emma —le aseguró Murray, acariciándole el cabello con una mano errabunda que ya guiaban los cordeles de la muerte—. Te juro que no estarás sola porque pienso volver de algún modo. No sé cómo, pero te juro que volveré. Ya lo hice una vez, y volveré a hacerlo, amor mío. Volveré a tu lado. Sentirás cómo te abrazo, cómo te sonrío, cómo cuido de ti cada segundo de tus días…

Pero esas palabras solo lograron que Emma se aferrase aún más al moribundo empresario. Murray nos dedicó entonces una mirada implorante. Lo había intentado, pero no había logrado convencerla, quizá porque nada podía persuadirla de que huyera con nosotros. Nos miramos unos a otros, sin que ninguno se atreviera a dar un paso para desclavarla de los brazos del empresario recurriendo a la fuerza. Clayton observó el fondo del túnel, por donde se acercaban los monstruos. Supongo que calculó que todavía disponíamos de al menos dos o tres minutos. Para nuestra sorpresa, se arrodilló junto a ellos.

—Señorita Harlow —le dijo con voz suave—, permítame decirle que ese juramento no es únicamente una metáfora. Como sabe, mi departamento se ocupa de todo aquello que la razón no puede comprender, así que debe creerme si le digo que, en algunos casos, lo que afirma el señor Murray es cierto. Hay amores tan grandes que son más fuertes que la muerte.

Emma volvió el rostro, y observó al agente en silencio.

—Si se hubiese enamorado alguna vez, sabría que eso no puede producirme ningún consuelo, agente —dijo con una leve irritación—. Así que, con todos mis respetos, váyase al infierno.

Clayton la miró durante unos segundos con una expresión entre triste y dolida, una expresión casi humana que jamás pensé que alguien como él pudiese componer. No supe si había dicho la verdad, si sabía por experiencia que hay amores capaces de traspasar las fronteras de la muerte, o si simplemente había dicho lo único que se le había ocurrido para convencer a la muchacha de que huyera con nosotros, una hermosa mentira para intentar salvarle la vida. Fuera como fuese, resultaba evidente que a Emma no le había impresionado en absoluto. Al final, el agente se levantó y contempló a Murray, como pidiéndole permiso para usar la fuerza con ella, agotada ya cualquier otra estrategia. Pero el empresario negó con la cabeza y, con una sonrisa de resignada renuncia, abrazó a la muchacha con las pocas fuerzas que le quedaban. Con eso estaba todo dicho.

Entonces, como si nosotros ya no estuviésemos allí, Murray comenzó a susurrar algo al oído de su amada, imponiéndole a su voz la cadencia de una canción de cuna, y aunque ninguno de nosotros consiguió escuchar sus palabras con claridad, todos pudimos ver cómo los sollozos de la muchacha cesaban de repente. Sin levantar la cabeza de su pecho, Emma sonrió con complicidad mientras Murray continuaba susurrándole, acurrucada en el nido que componían sus brazos, tranquila y ensimismada, ajena a la proximidad de la muerte que avanzaba a brincos hacia nosotros, como una niña que sonreía feliz escuchando un cuento infantil. Porque, a juzgar por los retales que oí, lo que Murray le estaba contando era eso, un cuento infantil, uno que a mí nunca me habían contado, uno que hablaba de globos de colores que surcaban galaxias hechas de algodón de azúcar, que hablaban de garzas anaranjadas y de hombrecillos con colas de dos puntas.

Clayton asintió con solemnidad, como si todo aquello fuera el final de una obra escrita por él.

—Tenemos que irnos ya —dijo entonces apresuradamente—. Debemos estar lo más lejos posible cuando detone el explosivo.

Y sin esperar respuesta, echó a correr por el túnel. El resto le imitamos, con un nudo en el estómago. Y mientras corría por las cloacas de Londres, con tal revoltijo de sentimientos en mi interior que tenía la impresión de que el alma se me había vuelto del revés, observé por encima del hombro a los dos enamorados, que continuaban abrazados en mitad del túnel, con la falsa mano de Clayton entre las suyas, volviéndose más pequeños a cada paso que dábamos. Entonces, justo en el momento en que vi aparecer las gigantescas siluetas de los monstruos a sus espaldas, los enamorados se fundieron en un beso de amor, sereno y lento, como si dispusieran de todo el tiempo del mundo para besarse, como si nada les importara más que la boca del otro. Y el roce de sus labios hizo que sus corazones estallaran, produciendo un resplandor de blancura que se derramó por el túnel, inundándolo en su totalidad.

No se me ocurre nada capaz de ilustrar con mayor fidelidad el amor de la pareja que aquel resplandor cegador y poderoso. Dos años han pasado desde que esa imagen se grabara en mis ojos para siempre, y me enorgullece afirmar aquí que, aunque Gilliam y Emma murieron aquel día en las alcantarillas de Londres, tiernamente abrazados, el amor que ambos se profesaron todavía sigue vivo, pues he impedido que se extinguiera con ellos recordándolo cada día, y ahora que voy a morir, he tratado de inmortalizarlo lo mejor posible en este trozo de papel para evitar que desaparezca conmigo. Lo único que lamento es no saber manejar las palabras con la destreza de Byron o de Wilde, para que quien lea esto en el futuro, si es que alguien lo hace, pueda sentir en las manos el mismo fuego abrasador que encendió los corazones de los enamorados.

Tras la detonación llegó hasta nosotros un crujido atronador, semejante al estampido de un trueno, que nos ensordeció. Sentimos cómo nos sacudía entonces una ráfaga de aire ardiente que casi nos hizo perder el equilibrio, y al instante siguiente contemplamos espantados cómo las paredes y el techo del túnel comenzaban a agrietarse a nuestro alrededor. Corrimos todo lo que nos permitieron nuestras cansadas piernas mientras el mundo se resquebrajaba, ayudándonos unos a otros y esquivando los cascotes que empezaron a llover del techo y que, a causa de nuestra sordera, oíamos rebotar en el suelo como si estuvieran acolchados. Una polvareda que apenas nos permitía ver nada invadió de repente el corredor, pero entre toses y gritos logramos salir al túnel donde desembocaba nuestra galería. Intercambiando miradas rápidas, comprobamos que nadie había resultado herido. Con el rostro enharinado de polvo, Shackleton intentó orientarse, mientras a nuestras espaldas, el pasadizo que nos había conducido hasta allí empezaba a desmoronarse produciendo un estruendo que debió de resultar sobrecogedor.

—¡Por aquí! —gritó el capitán, adentrándose por un túnel angosto que se abría en la pared del principal.

Apenas pudimos oír su voz, pero le seguimos sin perder un segundo, corriendo encorvados para no golpearnos la cabeza en el techo del pasadizo. En el túnel apenas había luz, y se hallaba anegado hasta la tercera parte, por lo que tuvimos que avanzar medio a ciegas con el agua hasta las rodillas, aunque a esas alturas de nuestra interminable huida ya nada me importaba. Me hallaba tan exhausto que no me preocupaba saber adónde nos dirigíamos, ni si los marcianos nos seguían o no. Mi sordera empezó a remitir, y pude oír cómo nuestras respiraciones, cansadas y casi dolientes, resonaban en las paredes, proclamando que todos nos encontrábamos al límite de nuestras fuerzas, y quizá de nuestra cordura. Yo apenas me tenía en pie, sentía la piel ardiendo, y el mareo y las náuseas me mortificaban, pero sobre todo me encontraba demolido por dentro: había comprendido que era un fraude como ser humano, que mi alma estaba tan cubierta por las malas hierbas del egoísmo y el interés que ninguna rosa era capaz de germinar allí. Todo lo que en el resto de los hombres surgía de un modo natural y espontáneo, en mí requería de un esfuerzo racional, y en la mayoría de los casos de una futura recompensa o satisfacción personal. Aquellos eran los pensamientos que me atormentaban mientras chapoteaba por el pasadizo, respirando atropelladamente y sintiendo que cada vez me resultaba más trabajoso dar un paso. Pero de repente, sin llegar a entender por qué, empecé a correr sin esfuerzo, como si alguien me hubiera cosido alas a los pies.

—¡El túnel se está inclinando! —oí gritar a Wells a mi espalda.

Sí, aquello era lo que ocurría: el pasadizo estaba descendiendo, y de pronto, la pendiente se hizo tan acusada que nos descubrimos rodando por el estrecho túnel, arrastrados por el agua que lo anegaba. Mientras resbalaba hacia Dios sabía dónde, oí en la distancia el estruendo del agua, un fragor que fue haciéndose cada vez más intenso, y no me costó comprender que descendíamos por uno de los muchos tubos que vertían sus aguas residuales en el desagüe principal, el enorme conducto que, serpenteando bajo las calles, se ocupaba de transportar las inmundicias de los londinenses hasta algún recodo del Támesis. Imaginé que el túnel terminaría abruptamente en una caída de varios metros, una especie de catarata de juguete tendida hacia la poza donde confluían los tubos. No sabía si aquel párroco venido del espacio había sido consciente de los escollos que jalonaban la ruta que nos había sugerido, o si los había considerado un mal menor, dada las circunstancias, pero lo cierto era que corríamos un grave peligro, pues no confiaba en que lográramos salir ilesos de la inminente caída. Me revolví como pude, intentando ofrecer al agua la mejor postura posible.

Entonces descubrí a Jane descendiendo casi a mi lado, aterrorizada y pálida, y unos metros detrás de ella, distinguí al escritor, alargando el brazo con desesperación, en un intento vano por alcanzarla. Sin pensarlo, me abracé a ella, cobijándola en la crisálida de mi propio cuerpo, esperando poder protegerla todo lo posible de la caída. De repente, el tubo desapareció y me sentí tendido sobre el aire, abrazado al cuerpo tembloroso de la muchacha. Fue una sensación extraña, similar a flotar en la nada. Y pareció que fuera a durar para siempre, pero el espejismo se rompió cuando sentí que mi espalda golpeaba brutalmente contra algo sólido. El encontronazo a aquella velocidad me astilló varias costillas, robándome el aliento por unos segundos, aunque me las arreglé para seguir sujetando a la muchacha. Cuando me repuse del aturdimiento, descubrí que había impactado contra la barandilla que rodeaba la enorme poza donde los tubos descargaban el agua. Varios metros por encima de mi cabeza, vi el túnel que nos había escupido, vertiendo su repugnante cargamento sobre la poza, y al menos una docena de tubos más plagiando su tarea. Del fondo de aquella poza, donde se congregaba toda la porquería de Londres, surgía un túnel sumergido que desembocaba en alguna parte, originando un furioso remolino en mitad del agua. Pero probablemente nadie lograría aguantar la respiración durante el tiempo necesario para escapar por allí, calculaba que no menos de quince o veinte minutos. Si aquel era el plan del buen pastor marciano, resultaba evidente que había sobrevalorado nuestros pulmones.

A mi lado, Jane tosió, semiinconsciente, desvanecida quizá por el miedo que la había embargado durante la caída al vacío, aunque sana y salva gracias a que había sido mi cuerpo el que había soportado el tremendo golpe contra la barandilla. Observé que Shackleton había caído dentro de la poza, pero aunque el poderoso remolino intentaba arrastrarle hacia el fondo, el capitán parecía encontrarse ileso y con vigorosas brazadas trataba de aproximarse a la pared de la poza, donde distinguí una escalerilla formada por unos agarraderos de hierro. Aparté la mirada del denodado pulso que Shackleton mantenía contra aquella espiral mortífera, sabiéndolo ganador, y busqué a los demás. Entonces, a unos metros de mí descubrí a Clayton, asido con sus piernas a la barandilla, y agarrando con su única mano al escritor, que pataleaba colgado del vacío. Enseguida comprendí que si Wells caía al agua sería irremediablemente tragado por el remolino debido a su pobre constitución física.

—¡Aguante, Clayton! —grité, mientras me incorporaba trabajosamente con la intención de llegar hasta él para ayudarle a izar al escritor.

Me arrastré hacia ellos lo más rápido que mi magullado cuerpo me permitió, intentando sobreponerme al lacerante dolor que provenía de mis costillas rotas, mientras observaba cómo Clayton gritaba algo a Wells, tratando de que el escritor le oyera por encima del estruendoso fragor del agua. De soslayo comprobé que el capitán había conseguido finalmente alcanzar los agarraderos que había en la pared unos metros más allá y subir hasta la barandilla, y que se acercaba también hacia donde estaban ellos colgando por dentro de la poza con sus poderosos brazos. Sin embargo, Shackleton no estaba tan cerca del escritor y del agente como lo estaba yo.

—¡Aguanten un poco más! —grité a un metro de ambos, apretando los dientes para evitar desmayarme por el dolor.

Pero ninguno de los dos pareció oírme, pues estaban ocupados en gritarse el uno al otro. Cuando al fin llegué a su lado, pude oír las palabras que en ese momento Clayton estaba gritándole a Wells con el cuello tenso, los gruesos tendones estirados al límite de su resistencia.

—¡Hágalo! ¡Le aseguro que puede hacerlo, confíe en mí! ¡Solo usted puede salvarnos!

Sin entender a qué se refería el agente, yo grité a mi vez:

—¡Deme la mano, Wells! —Y estiré un brazo hacia él mientras con el otro me agarraba a la barandilla.

El agente se volvió entonces hacia mí y me sonrió, sudoroso y exhausto por el terrible esfuerzo. Luego puso los ojos en blanco, soltó a Wells, y se desmayó. No conseguí atraparlos a tiempo, y contemplé cómo ambos caían a plomo en la poza, de la que nos separaba al menos una docena de metros. El capitán, que acababa de llegar hasta allí por el otro extremo, se arrojó tras ellos y logró asir a Clayton antes de que se hundiera. Pero comprendí que no lograría rescatar también al escritor, así que, sin pensar que el golpe contra las aguas podía dejarme inconsciente, salté la barandilla y me sumergí en aquel lago enlodado y maloliente. El impacto acrecentó el dolor de mis costillas, pero no me aturdió tanto como para hacerme perder el conocimiento. El agua estaba terriblemente turbia, y cuando logré recuperarme, me sumergí en ella y buceé de un lado a otro con desesperación, luchando contra la terrible fuerza del remolino que trataba de succionarme hacia el fondo. Intenté dar con el cuerpo de Wells, pero ni siquiera logré verlo. Cuando mis pulmones amenazaron con estallar, emergí a la superficie. Y sentí cómo un tentáculo se enroscaba en mi cuello y me alzaba por los aires.

Aquel fue el final de nuestra esforzada huida. Cuando la cola de uno de los monstruos me sacó del agua y me arrojó sobre el borde de la poza, donde se hallaban el resto de mis compañeros, descubrí que nos habían hecho prisioneros. El Enviado estaba ante nosotros, de nuevo con la forma de Wells, por lo que dedujimos que el explosivo de la mano de Clayton debía de haber aniquilado a algunos de sus hermanos, que seguramente encabezaban la persecución.

Dos años después, todavía recuerdo las miradas de derrota que intercambiamos allí en la poza, jadeantes y mareados, y el miedo que sentimos ante nuestro futuro, un miedo que hoy calificaría de insuficiente, casi ridículo, en comparación con el desolador destino que nos aguardaba. Pero lo que recuerdo con mayor claridad son los gritos de Jane llamando desesperadamente a Wells, gritando su nombre una y otra vez, hasta quebrarse la garganta. Unos gritos que solo palidecieron ante el rugido de rabia que el Enviado profirió cuando sus hermanos, tras inspeccionar el fondo de la poza, emergieron a la superficie para anunciarle que no había el menor rastro del escritor por ninguna parte: su más preciada cucaracha se había escapado, llevándose consigo su secreto. Y eso, por desgracia para él, convertía el universo en un lugar inconmensurable, donde todo era posible. Todavía hoy desconozco qué habrá sido de Wells. Imagino que el impacto de la caída le dejaría inconsciente y terminaría ahogándose, siendo expulsado al Támesis por algún afluente. Y ese final, aunque no lo parezca, era el mejor que podía haber tenido.

En estos momentos, el sol muere tras las ruinas de Londres, más allá de los tétricos bosques que asedian el campamento marciano, y en mi celda, yo me apresuro a poner el punto final a este diario, apenas unas pocas horas antes de poner también el punto final a mi vida, pues ya no me quedan dudas de que no sobreviviré a otro día. Mi cuerpo se quebrará para siempre de un momento a otro, o puede que lo haga mi alma, esa ciénaga de desesperanza y amargura con la que cargo en el pecho.

Por suerte, he logrado llegar al final de mi relato; poco más tengo que añadir a todo lo que he contado aquí. Aun así, ya que no logré ser el héroe de esta historia, espero haber sido al menos un entretenido trovador para el lector de estas páginas, sea quien sea. A ninguna otra cosa puedo aspirar ya. Aquí acaba mi vida, una vida que me gustaría haber vivido de otra manera. Pero es tarde para cualquier propósito de enmienda. Nada puedo hacer ahora, más que dejar escrito aquí mi sincero y tardío arrepentimiento.

Desde mi celda veo cómo la noche se cierne sobre la pirámide marciana, esa estructura que simboliza mejor que ninguna bandera la conquista del planeta, un planeta que una vez nos perteneció a nosotros, la raza humana. En él desliamos nuestra Historia, en él dimos lo mejor y lo peor de nosotros mismos. Pero de nada de eso quedará el menor recuerdo cuando el último hombre de la Tierra expire aniquilando a toda una raza. Con él, moriremos todos.

Y eso es algo que al fin he aceptado, aunque todavía siga sin entenderlo.

CHARLES LEONARD WINSLOW,

prisionero ejemplar del campo marciano de Lewisham.