A la mañana siguiente, los marcianos enviaron a Charles junto a un puñado de hombres a trabajar en las entrañas de la pirámide. Era la primera vez que entraba en ella. Hasta aquel momento siempre había trabajado en la superficie, cargando y soldando las pesadas vigas que la hacían ascender hacia el cielo con morosidad de estalagmita. Y unos meses antes quizá habría sentido una ávida curiosidad ante la oportunidad de ver las tripas de la estructura, pero esa mañana lo único que Charles experimentó fue una ligera desazón ante las consecuencias que la exposición al núcleo venenoso de la máquina podría acarrearle a su precaria salud. Probablemente aquella incursión aceleraría su enfermedad, impidiéndole quizá acabar su diario. En el fondo, sabía que por eso había sido escogido. Quienes trabajaban en el corazón de la máquina solían morir a los pocos días, por lo que, para no desperdiciar mano de obra, los marcianos recurrían a los prisioneros que ya habían dado muestras de incubar la enfermedad. Si el grillete, que según parecía vigilaba la sangre del prisionero mediante los filamentos con los que se adhería a su carne, te consideraba apto para bajar al vientre de la pirámide significaba que ya estabas condenado, aunque eso no supuso ninguna sorpresa para Charles. Sabía que la muerte lo había marcado desde la primera vez que al toser dibujó en el suelo una flor de sangre que despedía suaves destellos verduscos.
Entraron por unas escotillas circulares que había en el suelo, junto a la base de la pirámide, y descendieron por unas escalerillas atornilladas a la pared. Desembocaron en un angosto túnel, cuyas paredes irradiaban una ligera fosforescencia verdosa, y por él avanzaron en una ordenada hilera, siguiendo al marciano que los precedía. Delante de Charles caminaba Ashton, el prisionero que le había conseguido su preciado cuaderno, y a pesar de que intentaba avanzar con la estudiada fanfarronería que antaño debía de esgrimir por las calles de su barrio, algún inmundo estercolero del East Side, a Charles le pareció distinguir varias gotas de sudor resbalando por su sucia nuca. A su espalda caminaba el joven Garvin, un muchachito que apenas rondaría los catorce años, un niño todavía cuando comenzó la invasión. Al oírle respirar agitadamente, Charles se dio la vuelta y se encontró con su carita infantil extrañamente cadavérica bajo aquella luminiscencia fantasmal, con la mirada obstruida por el miedo y las enjutas mejillas empapadas de lágrimas, como el espectro de un niño que vagara desolado por los corredores de su antiguo hogar, sin comprender que ya estaba muerto. Charles volvió a mirar al frente, a la sucia nuca de Ashton, sin dedicarle una sonrisa o una palabra de ánimo. ¿Qué consuelo podría ofrecerle al muchacho, después de todo? El consuelo era otra de las muchas cosas que los marcianos habían extirpado del planeta.
Tras varios minutos recorriendo el túnel, del cual surgían continuamente ramificaciones que eran desechadas por la comitiva, al fin alcanzaron lo que parecía ser su final. A lo lejos, distinguieron un arco tras el cual se adivinaba una sala, de la que surgía la misma fosforescencia que brotaba de las paredes, aunque mucho más intensa. Mientras se acercaban a ella, Charles intentó orientarse, preguntándose cuánto habrían avanzado. ¿Correspondería la sala a la que se dirigían al centro de la pirámide? No lo sabía, como tampoco sabía si todavía continuaban bajo tierra o si, como le había parecido en algún momento, habrían ascendido en una ligera pendiente, y ahora se encontraban en un nivel superior. No obstante, aunque sus pasos resonaban como si el suelo estuviera hueco, debía reconocer que tenía la sensación de estar enterrado bajo muchos metros de tierra, respirando un aire pesado y rancio, un aire que parecía tener miles de años de antigüedad y que le desgarraba la garganta a su paso. Todas aquellas preguntas fueron relegadas, sin embargo, a medida que se acercaban al arco que comunicaba el túnel con la estancia de donde manaba el intenso resplandor, y su mente fue ocupada entonces por una sola: ¿Qué habría allí dentro?
Por muchas cosas que hubiera visto en los últimos dos años, por mucho que su razón se hubiese mecido al borde de la locura, intentando comprender y aceptar lo imposible, Charles descubrió que nada de eso le había preparado para enfrentar lo que había en el interior de aquella sala. Todos los prisioneros se fueron arracimando a su entrada, temerosos e indecisos, apretándose unos contra otros mientras se llevaban una mano a los ojos, deslumbrados por aquel fulgor verde, una luz que resultaba tan intensa que casi podía oírse y olerse. Cuando sus ojos se acostumbraron a aquel resplandor, los presos miraron a su alrededor, parpadeando medio aturdidos. Y durante mucho tiempo no comprendieron lo que estaban viendo. Era como si sus ojos se estuvieran enfrentando a un espantoso acertijo, a algo que no sabrían que era horrible hasta que llevaran siglos observándolo.
La sala era circular, de no más de quince metros de diámetro, y el techo debía de ser tan alto como el de una catedral, pues no alcanzaban a verlo. Su centro se encontraba vacío, pero a lo largo de sus paredes se apretaba una hilera de tanques de un material translúcido semejante al cristal, que se perdían hacia las negruras del techo como los tubos de un órgano. Aquellas barricas transparentes se hallaban llenas de un fluido verde viscoso, una especie de jarabe del que parecía provenir el resplandor que anegaba la estancia. Y dentro de aquellos inmensos tanques, flotando perezosamente en el líquido, había cuerpos. Cientos de pequeños y tiernos cuerpecitos de bebés humanos que contrajeron el rostro de Charles en una mueca de horror. Más allá del estupor, contempló el cardumen de recién nacidos sumergidos en aquella pecera infernal, que se maceraban como fruta en una jalea verdosa. Todos parecían conservar todavía sus cordones umbilicales escapando de sus ombligos, aunque al observarlos con más atención, Charles descubrió que aquellos flecos no eran orgánicos: habían sido sustituidos por unos cables de un material extraño, que surgían de sus vientres y se escabullían por los agujeros que, similares a desagües, poblaban el suelo de la pecera, convirtiendo los cuerpecitos de los niños en macabras boyas sujetas al fondo de aquel océano gelatinoso. Los recién nacidos se mecían suavemente mientras sus piernecitas y sus bracitos se agitaban con pesadez, como si corriesen en sueños. Pero lo más espantoso de todo era que sus cráneos estaban abiertos, dejando a la vista sus tiernos cerebros, donde se ensartaba una maraña de finísimos hilos que flotaban alrededor de sus cabezas como cabelleras despeinadas por una inexistente brisa. De los extremos de aquellos ramilletes serpenteantes, brotaba a intervalos regulares un resplandor levemente dorado que ascendía por el infame líquido, perdiéndose en la turbia oscuridad como espantosas estrellas fugaces. Los resplandores eran tan frecuentes que parecía que una bandada de monstruosas luciérnagas velaba el sueño de aquellos niños.
Ante aquella visión, todos los prisioneros comenzaron a vomitar, observados por los rostros impasibles de los dos guardias, que esperaron pacientemente a que vaciaran sus estómagos, quizá como hacían cada vez que bajaban con una partida nueva. Cuando los prisioneros acabaron de emporcar el suelo de la estancia, los marcianos les ladraron las órdenes de lo que debían hacer allí. Su trabajo consistía en acarrear hasta la sala unos inmensos toneles que había en un almacén cercano, haciéndolos rodar por los túneles, y conectarlos luego a la máquina que había adosada a un extremo de la pecera de los bebés, cuya función parecía ser la de renovar el líquido en el que flotaban. El grupo obedeció en un estremecido silencio, bajo la atenta vigilancia de los marcianos, limitándose a intercambiar de vez en cuando expresiones de pavor o desconcierto. Cada cierto tiempo, Charles lanzaba una mirada fugaz al siniestro escaparate, intentando interpretar lo que veía. Sospechaba que debía entender qué significaba todo aquello, así que mientras acarreaba los toneles de un lado a otro mecánicamente, su mente se esforzaba en sacar conclusiones. Al parecer, el destino de los bebés engendrados en los campos de procreación no era sustituir algún día a los presos, para renovar así la mano de obra, como habían pensado siempre. Ahora le resultaba terriblemente obvio que la pirámide estaría terminada mucho antes de que aquellos niños fuesen lo suficientemente mayores como para asumir las labores que estaban realizando ellos. No, los marcianos les obligaban a concebir porque necesitaban a los bebés para que las pirámides repartidas por el mundo funcionaran, se dijo. ¿O acaso no estaba interpretando correctamente aquel espanto? Era evidente que, mediante las serpenteantes agujas que ensartaban sus cerebros, los marcianos estaban extrayendo algo de los bebés, algo que ascendía hacia las alturas como un resplandor ligeramente dorado. Pero ¿qué era? ¿Sus almas? ¿Funcionaba la máquina marciana con el alma de los niños? Charles no sabía qué pensar, pero era evidente que les estaban arrebatando algo. Y fuera lo que fuese, quizá lo estaban usando como una especie de carbón que, tras ser manufacturado en alguna otra parte de la máquina, servía para ponerla en funcionamiento. Recordó entonces aquella novela de Mary Shelley en la que el doctor Frankenstein dotaba de vida a un cadáver hecho de remiendos insuflándole la energía de un rayo. ¿Contendría el cuerpo humano algo similar, algo que podía extraerse y usarse de un modo parecido, algo que podía dotar de vida a otra cosa? Según parecía, su alma, todo lo que él era, aquella abstracción que abarcaba el conjunto de sus pensamientos, sus sueños, su voluntad y todo lo que la muerte, en definitiva, hurtaba a los cuerpos, podía ser usada por los marcianos como combustible.
Un pequeño estruendo interrumpió entonces el hilo de sus pensamientos. Al mirar hacia el otro extremo del túnel, descubrió que Garvin se había desmayado de puro cansancio, con tan mala fortuna que la barrica que en aquel momento estaba manipulando rodó sobre sus piernas, y todos oyeron el crujido de sus huesos al fracturarse por varios sitios. Los guardias intercambiaron una mirada, y a los pocos segundos, el collar del muchacho emitió aquel sonido tan familiar para todos, y Garvin, todavía desmayado, empezó a levantarse grotescamente. Cuando estuvo de pie, con la cabeza colgando sobre su pecho como un péndulo, echó a andar con sus piernas retorcidas en varios ángulos imposibles hacia el túnel de salida. Charles le observó abandonar la pirámide con una mueca de horror, rogando para que el muchacho cayera en el embudo antes de que recuperase la consciencia.
Aquella noche, de vuelta en su celda, con el diario abierto sobre la mesa, no pudo evitar recordar al muchacho espigado y alegre que había sido Garvin durante los primeros meses de su encierro. Recordó cómo se había ofrecido voluntario para formar parte del grupo de fuga que intentaba organizar el capitán, pues se sentía orgulloso de haber salido completamente ileso del ataque de un trípode a su edificio, y ansiaba vengar la muerte de sus padres. Estaba convencido de que, con el tiempo, incluso podría llegar a ser el hombre de confianza del bravo capitán Shackleton. Pero sobre todo, con una sonrisa melancólica, Charles recordó su risa, aquel tintineo de campanitas que hacía tanto tiempo que no se escuchaba allí, aquel sonido esperanzador que era la risa de un niño. Aunque no fue la risa de Garvin la única que recordó.
DIARIO DE CHARLES WINSLOW
16 de febrero de 1900
Llevábamos un par de horas caminando cuando, rebotando a través de la garganta que formaban los húmedos muros, llegó hasta nosotros el sonido que menos podíamos esperar oír en aquel lugar: la risa de los niños. Todos nos miramos, desconcertados, mientras, a medida que avanzábamos, el aire se iba llenando de cascabeles. Las risas tintineaban en la distancia, enredándose unas con otras, e iban despertando en nosotros una sensación de bienestar familiar y olvidado. Aquellos niños, con sus alegres y frágiles risas, se atrevían a desafiar a los marcianos, negaban el fin del mundo. Cada vez más emocionados fuimos acelerando el paso, sonriéndonos unos a otros, guiados por aquel sonido que tan incongruente resultaba en el escenario en el que nos encontrábamos, y que, al fundirse con el canturreo del agua, componía una sinfonía delicada y sugerente, de algún modo mágica.
No tardamos en verlos: eran al menos una docena, de edades comprendidas entre los cuatro y los ocho años, y jugaban ensimismados en el escaso espacio que ofrecía la acera de la alcantarilla, tiznados por la tenebrosa luz de los faroles. La mayoría de ellos iban vestidos con ropas modestas y sucias, aunque había tres o cuatro que vestían con elegancia, como si acabaran de dejar a su nodriza sentada en un banco del parque. Sin embargo, a ellos no parecía importarles esas diferencias, pues jugaban a la manera despreocupada de los niños, unos con otros, sin hacer todavía esas distinciones que los adultos hacemos incluso inconscientemente. Distribuidos sobre la acera por escenas, con los arcos al fondo, parecían una colección de dioramas: los más pequeños daban vueltas cogidos de la mano, mientras canturreaban una cancioncita infantil; a su lado, dos de las niñas más mayores jugaban sobre una rayuela pintada en el sucio suelo; un poco más allá, un par de niñas hacían girar una comba mientras otra saltaba, y sus largas trenzas se agitaban en el aire; tres o cuatro niños aparecieron de pronto desde el fondo oscuro del túnel, corriendo tras el aro que uno de ellos hacía rodar con un palo, y atravesaron sin miramientos por entre la competición de peonzas en la que estaba absorto otro grupo.
Tan concentrados se hallaban todos en sus distracciones que no repararon en nuestra llegada hasta que nos encontramos a una docena de metros de ellos. Entonces detuvieron sus juegos y nos observaron con suspicacia, incluso con un ligero fastidio, como si para ellos no representáramos más que una amenaza para su diversión: ocho adultos que habían aparecido como por arte de magia en un reino que quizá habían empezado a considerar solo suyo, donde no había más reglas que el disfrute del momento. Pero bastaba verlos para comprender que muy pronto, cuando se agotara la novedad de aquella libertad inesperada, les asaltaría el miedo al encontrarse allí solos, sin el sustento de los mayores, frágiles de repente. Tras varios segundos en los que ambos bandos nos dedicamos a observarnos con visible estupefacción, encontrando absurda la presencia de alguien más allí, Emma y Jane se aproximaron a ellos con la cautela de dos niñeras resabidas, como si temieran espantarlos, y se acuclillaron para situarse a su altura. El grupito las observó con desconfianza.
—Hola, niños —dijo la esposa de Wells, sonriéndoles con dulzura—. Yo me llamo Jane y esta es mi amiga, Emma…
—¡Hola! —intervino la aludida con voz cantarina—. No tengáis miedo, no vamos a haceros daño. Solo queremos saludaros, nada más, ¿verdad? —preguntó a Jane, quien asintió vigorosamente sin dejar de sonreírles.
Los niños miraban a ambas sin parpadear, inmóviles sobre la acera. Entonces uno de ellos rompió el hieratismo del grupo rascándose la cabeza con repentina saña, por lo que el aro que había estado sujetando contra su pierna rodó lánguidamente, hasta ovillarse en un remolino brillante a los pies de las muchachas, donde se detuvo con un suspiro de latón. Emma no dejó pasar la oportunidad: lo cogió con delicadeza y fingió admirarlo.
—Vaya, es un aro muy bonito… —dijo—. Yo tenía uno de madera cuando era pequeña, pero este es de… ¿hierro?
—Es el aro de un barril, señorita. Ruedan mucho mejor que los de madera, y también son más resistentes… —contestó el que parecía mayor de todos, un niño delgaducho con un puñado de greñas rizadas entoldándole los ojos.
—¿De verdad? —se interesó Emma—. No lo sabía. ¿Y dónde lo has conseguido… eh…? ¿Cuál es tu nombre, jovencito?
—Curly —musitó el muchacho, un poco a regañadientes.
—¿Curtis? —preguntó Emma, fingiendo no entender, mientras dos de las niñas disimulaban unas risitas.
—Curly, me llaman Curly… por mi pelo, ya sabe… —respondió el niño, sacudiéndose su rizada melena y tendiendo luego la mano a la muchacha en un gesto adorablemente adulto.
—Encantada de conocerte, Curly —respondió Emma estrechándosela.
—Encantada, Curly —la imitó Jane.
El resto de los niños se arracimaron detrás del mayor, observándonos con suspicacia.
—Yo me llamo Hobo —dijo de repente el más pequeño, una especie de ruiseñor rubio al que una de las niñas mayores había tomado de la mano.
El resto de nosotros, que nos habíamos apiñado tras las muchachas debido no tanto a la angostura de la acera como a nuestra escasa pericia en el trato con niños, sonreímos al pequeño al unísono, un gesto que pretendía ser tranquilizador aunque debió de resultarle inquietante.
—Y yo Mallory —dijo la niña de las trenzas que había estado saltando a la comba.
La reacción de Mallory acabó por animar al resto de los niños, que empezaron a presentarse tímidamente. Emma y Jane les fueron sonriendo a todos, a medida que cada uno de ellos iba balbuceando su nombre. Cuando terminaron, las muchachas procedieron a presentarnos a nosotros. Los niños asintieron con indiferencia mientras ellas decían nuestros nombres, excepto cuando Jane pronunció el de Wells, pues intercambiaron algunas risas, que el escritor encajó con un rictus desabrido. Supuse que aquella reacción se debía al contraste entre el señor Wells y los demás hombres del grupo, todos más altos, fornidos y, por qué no decirlo, más atractivos que él.
—Muy bien —dijo Emma cuando terminaron las presentaciones—. Ahora que todos nos conocemos y que somos amigos, decidme, ¿qué hacéis aquí solos?
Curly la miró con sorpresa.
—Jugábamos —dijo, como si señalara una obviedad.
Un niño lanzó una risita traviesa, divertido ante la pregunta tonta de aquella señora.
—¿Y vuestros padres? ¿Están arriba? —preguntó Emma, haciéndose eco de la curiosidad de todos. Curly negó resueltamente con la cabeza—. ¿No? ¿Y dónde están?
—Cerca —se limitó a decir el niño.
—¿Cerca? ¿Quieres decir que están… aquí abajo?
Curly asintió, y Emma intercambió una mirada de sorpresa con nosotros.
—Hay más gente escondida aquí… —musitó Murray a mi lado.
—Eso parece… —dije yo, fascinado.
—Debemos contactar con ellos, ver cuántos son —nos susurró Clayton, supuse que excitado ante la posibilidad de reunirnos con más gente, de formar un grupo con más recursos, de intercambiar información sobre la invasión.
El agente se separó de nosotros y se acercó a los niños, escondiendo su mano de metal en el bolsillo de la chaqueta.
—Qué bien, niños, qué bien —dijo, apartando a Emma suavemente a un lado—. Así que vuestros padres están cerca. ¿Y podríais llevarnos con ellos?
Los niños intercambiaron miradas entre sí.
—Podemos —dijo Curly.
Clayton dio media vuelta hacia nosotros, alzando las cejas maravillado.
—Pueden.
Se volvió de nuevo hacia los niños con una sonrisa satisfecha, y todos se limitaron a mirarse en silencio unos segundos.
—Pues ¿a qué esperamos? —dijo al fin Clayton sin impacientarse, en un tono de teatral entusiasmo, como si nada hubiera en el mundo que pudiera hacerles más ilusión a los niños.
Los niños se consultaron entre ellos con inquietante formalidad, hasta que un gesto imperceptible del tal Curly les puso en marcha y, formando una improvisada fila, se aventuraron por uno de los túneles laterales. Curly nos invitó a seguirles con un gesto de cabeza, que el agente Clayton replicó para nosotros, como la imagen de un espejo de barraca. Todos obedecimos, y durante varios minutos caminamos tras los niños, que marchaban cuatro o cinco metros por delante, saltando y brincando y cantando canciones infantiles, como si ejercer de guía les aburriese tanto que tenían que entretenerse de algún modo. Sus vocecitas agudas y tiernas rebotaban en las paredes del túnel produciendo un guirigay tan incongruente como tranquilizador, una suerte de sortilegio que evocaba el mundo del que nos habían echado los marcianos, el mundo donde hilábamos nuestra vida, con sus calles atestadas de carruajes apresurados y sus parques llenos de niños riendo. Un mundo que era nuestro. Un mundo que nunca sospechamos que alguien pudiera codiciar desde el espacio, hasta el punto de surcar el cosmos para arrebatárnoslo. Intenté animarme diciéndome que aún no lo habían conseguido, que muchos de los nuestros se habían refugiado en las cloacas, dispuestos a resistir, quizá a la espera de que un hombre les enseñara a luchar, y contemplé a Shackleton, que caminaba a mi lado con gesto sombrío.
—¿No es emocionante, capitán? —le dije, intentando animarlo—. La gente se esconde en las alcantarillas, como usted hizo…, quiero decir, hará en el futuro.
Shackleton asintió con indiferencia, pero no hizo ningún comentario al respecto, y yo tampoco insistí. Así que continuamos caminando en silencio durante unos minutos más, hasta que, de repente, los niños nos ordenaron que nos detuviésemos junto al orificio de salida de un estrecho tubo que se abría en una pared del túnel. Para nuestro disgusto, empezaron a introducirse por él, y no nos quedó más remedio que seguirlos a través del tubo, encorvados para no golpearnos la cabeza. Parecía un túnel en desuso del sistema de alcantarillado anterior, que giraba en ángulo recto una y otra vez, con modales de laberinto. Cuando ya empezábamos a considerar que aquel pasadizo no tenía final, desembocamos en un almacén enorme, atestado de materiales de construcción. Al fondo, disimulada tras unos bultos, nos aguardaba una escalera empinada que descendía hacia la oscuridad. Los niños empezaron a bajarla sin mostrar miedo alguno, riéndose de sus propias bromas.
—¿Adónde diablos nos llevan? —comenté, cansado de tanto caminar, sintiéndome cada vez más sucio y maloliente.
Pero nadie tenía la respuesta. Al poco, llegamos a una vasta estancia de techo abovedado, donde habitaba, enroscado como los dragones de los cuentos, un frío terrible y húmedo. La habitación estaba iluminada por un puñado de lamparitas asidas a los muros y a las columnas que apenas lograban roer la oscuridad, por lo que era difícil calcular sus verdaderas dimensiones.
—Ya hemos llegado —anunció Curly.
Todos examinamos desconcertados aquella especie de cripta en sombras aparentemente vacía.
—Pero… y vuestros padres… ¿dónde están? —pregunté a Curly.
—Aquí —dijo el niño, señalando a nuestro alrededor con la mano.
—Pero aquí no hay nadie, Curly, solo nosotros… —le objetó con dulzura Emma, siguiendo con una mirada atónita el gesto del muchacho.
—Están aquí —insistió Curly, tozudamente—. Llevan aquí mucho tiempo…
Algo desconcertados por las palabras de Curly, todos volvimos a estudiar la inmensa cámara, intentando desentrañar las sombras, pero parecíamos estar solos allí. Iba a pedirle a Curly que se explicara, cuando de repente, Wells y Clayton, como movidos por un presentimiento común, tomaron unos faroles de la columna más cercana y avanzaron con pasos cautelosos hacia el muro del fondo. Todos les seguimos intrigados, componiendo una especie de cortejo fúnebre, mientras los niños permanecían en el centro de la estancia. Cuando el escritor y el agente llegaron al muro, cada uno se dirigió hacia un lado del mismo y, alzando sus faroles, procedieron a inspeccionarlo con atención. La luz que derramaban sobre él nos permitió ver que estaba dividido en cuadrados, como un damero, cada uno de ellos decorado con extraños caracteres vagamente orientales. Wells movió la lamparita a lo largo de la pared, y comprobó que todo el muro presentaba las mismas divisiones cinceladas con aquellos signos ignotos que desprendían resplandores cobrizos, mientras Clayton hacía lo mismo al otro extremo del muro.
—Santo Dios… —balbució el escritor con voz ahogada.
—Santo Dios… —repitió como un eco la voz de Clayton.
—¿Qué ocurre? —pregunté yo, si entender nada de lo que estaba pasando.
Wells dirigió el rostro hacia nosotros, y luego, con una mueca de aprensión, observó a los niños, que se hallaban agrupados en el centro de la estancia.
—Nos han traído con sus padres… solo que para ellos sus padres son sus antepasados —musitó el escritor.
—¿Qué quiere decir, señor Wells? —dije, todavía sin entender nada.
—Mire, señor Winslow. —Clayton me hizo señas para que me acercara—. ¿Qué cree que es cada uno de estos cuadrados?
—No lo sé —reconocí con impaciencia, sin ánimos para jugar a las adivinanzas.
—No lo sabe, ¿eh? —dijo con decepción, y luego se volvió hacia el escritor—. Pero usted sí, ¿verdad, señor Wells?
El escritor asintió sombríamente. Había visto grabados aquellos caracteres en la superficie de la nave oculta en la Cámara de las Maravillas.
—Son signos marcianos —dijo—. Y estos cuadrados de la pared, señor Winslow, son tumbas.
¿Tumbas? Las palabras de Wells me sorprendieron, igual que a los demás. Y al oírlas, todos comenzamos a girar poco a poco sobre nuestros talones, con una mezcla de desconcierto e inquietud, abarcando con nuestra mirada el resto de las paredes de aquella inmensa estancia que, tras la afirmación del escritor, se nos revelaba como un brillante y descomunal mosaico de lápidas, que cubrían cientos de nichos escarbados en la roca.
—¿Estamos en su cementerio marciano? —preguntó Murray.
—Eso parece, señor —respondió lúgubremente Harold.
Pero yo apenas los oí, confuso como estaba. Aquella extraña idea intentaba asentarse en mi mente, todavía reacia a aceptar el hecho de que los marcianos no acababan de llegar a la Tierra unas pocas horas antes, como yo creía, sino que llevaban aquí desde quién sabía cuándo, viviendo entre nosotros. Pero si nos encontrábamos en una especie de catacumbas marcianas, eso significaba que aquel puñado de niños eran… Oh, Dios… Los contemplé sin poder creerlo. Estaban arracimados en el centro de la cripta, a unos metros de nosotros, observándonos con una ligera curiosidad. Nos habían llevado a donde les habíamos pedido, y ahora parecían aguardar con cierta indiferencia nuestro siguiente capricho, quizá deseando que les permitiéramos volver a sus juegos. Y no se me antojaron otra cosa que niños, con sus pieles todavía tersas e inmaculadas y sus tiernos cuerpecillos recién fabricados. Niños como los nuestros: frágiles, inocentes, humanos. Pero no lo eran. Solo tenían el aspecto de nuestros niños. Y aunque me costaba asimilarlo —supongo que porque todavía ningún marciano había tenido el detalle de transformarse ante mis narices—, reparé en que el resto de mis compañeros no tenían los mismos reparos que yo: todos los miraban con gravedad, tratando de disimular la mueca de pavor que amenazaba con germinar en sus labios.
—Falta uno de los niños… —oí decir a Emma a mi lado.
—Es cierto… —confirmó Jane.
—De acuerdo —musitó en tono apremiante Clayton, sin prestar atención a las muchachas—. No nos alarmemos. Aprovecharemos la situación. Sí, eso es lo que haremos. Borren esas muecas de espanto, o esos adorables niñitos marcianos sospecharán. No quiero ver en sus rostros otra cosa que no sea una sonrisa tranquila.
Pronunció las últimas palabras en un susurro ronco que nos sonó a amenaza. Luego se aclaró la garganta, como un tenor antes de salir al escenario, y con andares despreocupados, se acercó al grupo de niños. De niños marcianos, habría que añadir.
—Eh… Curly —llamó, acuclillándose ante ellos—. ¿Vivís aquí?
Curly dejó de mirarnos y giró hacia él su rizada cabecita.
—No, claro que no. ¡Cómo se le ocurre! —se escandalizó el niño—. Vivimos arriba. Pero hoy no podíamos jugar en la superficie porque Él nos dijo que era peligroso; por eso hemos bajado aquí.
—Claro, claro, para jugar sin que os ocurra nada malo —dijo Clayton, tranquilizando al niño; luego nos ofreció una sonrisa avispada, antes de proseguir con su charla—. ¿Y quién es Él, Curly? ¿Quién os ha dicho eso?
—El Enviado, señor. Aquel que hemos estado esperando… Aquel al que también ellos esperaban —dijo el niño, señalando hacia las tumbas.
—Oh… entiendo. ¿Y le esperabais desde hace mucho tiempo?
—Sí, señor, mucho… Casi pensábamos que ya no vendría.
—Comprendo… —Clayton se humedeció los labios, y cruzó una significativa mirada con Wells, como si compartieran alguna información íntima—. ¿Y Él… también está aquí abajo, Curly?
—Sí.
Clayton tragó saliva.
—Bien, bien. —Sonrió—. ¿Y podríais llevarnos hasta él?
—¿Para qué? —Curly observó al agente con desconfianza—. ¿Queréis matarlo por lo que os está haciendo?
—¿Matarlo? Oh, claro que no, Curly —respondió el agente, moviendo con indolencia su mano sana—. Dios, ¿cómo se te ocurre?
—Entonces, ¿para qué?
—Para hablar con él, Curly. —El agente se encogió de hombros, para restar importancia a sus palabras—. Solo para eso.
—¿Para hablar de qué?
—Eh… Bueno, de cosas de mayores, ya sabes —dudó Clayton—. Algo muy aburrido, en cualquier caso.
—¿Cree que no lo entenderíamos? —preguntó el niño con un ligero tono de amenaza que me resultó todavía más inquietante al ir engarzado a aquella dulce vocecita infantil.
—Yo no he dicho eso, Curly…
—Porque creo que sí lo entenderíamos…
—Falta uno de los niños… —oí repetir a Emma detrás de mí, en voz baja y atemorizada.
Observé que el grupito de niños permanecía inmóvil, pendiente de la conversación entre Curly y el agente Clayton. En su concentración había algo tan perverso, tan poco humano, que sentí un escalofrío de terror.
—Claro, claro… —oí decir a Clayton para tranquilizar a Curly—. Estoy seguro de que sí, pero…
—Somos más listos de lo que ustedes creen… —insistió con suavidad este, con aquella mirada oscura, tremendamente vacía, clavada en el agente, quien pareció vacilar un poco, como si hubiese estado a punto de perder el equilibrio—, y entendemos cosas que ustedes jamás podrían comprender…
—¡Oh, por el amor de Dios! ¡Ya es suficiente! —gritó Murray. Metió la mano en mi bolsillo, me robó la pistola y, antes de que yo pudiera reaccionar, se plantó ante Curly con un par de zancadas y le apoyó el cañón del arma en la frente—. Escúchame bien, mocoso: no sé lo que entiendes, ni lo que eres, y lo cierto es que no me importa en absoluto. Lo único que me interesa ahora es saber quién es el responsable de esta maldita invasión, y cómo podemos llegar hasta él. Y vosotros, queridos niñitos, vais a ayudarnos a encontrarlo… De lo contrario, no dudes que te dispararé. Si hay algo que odio más que los marcianos, son los niños.
Se oyó una risa proveniente de algún lugar inconcreto de la estancia. Y luego, una voz, que dijo:
—¿Sería capaz de destruir lo más sagrado, la inocencia de un niño? ¿No dicen sus Sagradas Escrituras: «Dejad que los niños se acerquen a mí, porque el reino de Dios es de quienes son como ellos»?
Todos escudriñamos la espesa oscuridad que nos rodeaba en busca del dueño de aquellas palabras. Entonces, las sombras parecieron solidificarse, y enseguida descubrimos con un escalofrío que estábamos rodeados por más de una veintena de personas. Eran, en su mayoría, hombres de mediana edad y, a juzgar por sus ropas, provenían de todos los extractos sociales imaginables. Antes de que pudiésemos reaccionar, los niños corrieron a esconderse tras ellos, y Murray se encontró apuntando al aire. El que había hablado, que permanecía adelantado un par de pasos con respecto a los demás, era un anciano de aire señorial que vestía de negro y lucía alzacuello. Al contrario que el resto de los recién llegados, que nos observaban con mirada siniestra, el viejo párroco exhibía una sonrisita de divertida complacencia. Reparé entonces en que llevaba de la mano al pequeño Hobo, que en algún momento debía de haber acudido a avisarlos, mientras los otros niños nos entretenían. Sin dejar de cantar y brincar, aquellos malditos mocosos nos habían conducido a una trampa. De soslayo, observé que Murray apuntaba con la pistola al que había hablado, y Clayton, Harold y Shackleton lo imitaron un segundo después. Yo me limité a apretarme tras ellos junto a los demás, maldiciendo el haberme quedado sin mi arma de un modo tan tonto, lo cual me apartaba de la acción.
—Oh, qué gesto de fiereza más enternecedoramente humano —celebró el anciano al ver cómo nuestras pistolas confluían en su persona—. Pero ¿de verdad creen que les serviría de algo abrir fuego contra nosotros?
Quienes portaban las pistolas se miraron unos a otros, sin saber qué hacer, pero continuaron apuntando al grupo. Nuestra tozudez divirtió al anciano, que extendió sus arrugadas manos en el aire, en gesto conciliador.
—Por favor, caballeros… no nos obliguen a aniquilarlos; saben que podemos hacerlo. Depongan sus armas y ríndanse —nos aconsejó en aquel tono meloso—. Los que lo hagan, obtendrán Su misericordia: «Estad quietos y reconoced que yo soy Dios», Salmo 46, versículo 10 —recitó, con una sonrisa de infinita piedad—. Después de todo, no pretendo otra cosa que llevarles a donde quieren ir: Él quiere conocerles tanto como ustedes a él. Especialmente a uno de ustedes… —Se adelantó unos pasos hacia nuestro grupo, y tendió sus manos con las palmas hacia arriba—. Vayamos hacia Él en paz, hermanos: «En tu mano están mis tiempos; líbrame de la mano de mis enemigos y de mis perseguidores. Haz resplandecer tu rostro sobre tu siervo» —declamó mirando a Wells con una extraña dulzura, y luego, en un susurro, añadió—: Salmo 31, versículos 15 y 16.