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Mientras se reponía del esfuerzo de la jornada admirando la puesta de sol desde su celda, tan extraña e inquietante como las que en los últimos meses habían ido suplantando el tradicional ocaso terráqueo, Charles pensó con profunda tristeza que si había una señal a su alrededor de que el hombre había perdido su patria, era sin duda aquella, el hecho de que el sol ya no se pusiera como en su infancia. Contempló con una mueca de desdén las lúgubres auroras de color verde y morado oscuro que se coagulaban alrededor del sol, dándole el aspecto de un tumor infectado, un sol que había sido despojado de los velos naranjas y amarillos que exhibía antaño, y que ahora, a través de aquella atmósfera emponzoñada, de aquella muselina cobriza que encapotaba el cielo, parecía una de esas monedas desgastadas y chatas que los mendigos hacían rechinar en el mostrador para pedir un vaso de vino.

En aquel momento, Charles avistó tres aeronaves marcianas alzando el vuelo desde el puerto que había a las afueras del campamento: tres brillantes y pulidos platillos voladores que, ronroneando musicalmente, ascendieron varios metros en vertical, quedaron recortados durante un segundo contra la media esfera plateada del sol, como posando para algún daguerrotipo, y luego surcaron a una velocidad imposible aquel turbio océano de aguas verdes y moradas, hasta desvanecerse en la oscuridad sin fondo del espacio. Aquellas aeronaves marcianas, que tan indiscutiblemente constataban el abismo que había entre la ciencia humana y la de sus carceleros, se habían adelantado a las terráqueas a la hora de conquistar sus propios cielos, apenas horadados por los voluntariosos globos aerostáticos. Pero por la indiferencia con que Charles las observó desaparecer, nadie diría que durante los primeros meses, las llegadas y partidas de aquellas resplandecientes máquinas espaciales habían supuesto para los prisioneros un espectáculo tan fascinante como pavoroso.

Aquellas aeronaves, además, solían transportar a los ingenieros marcianos, que al parecer no poseían la facultad de replicar la apariencia humana de sus compañeros, y deambulaban por el campo con su auténtico aspecto. La primera vez que los vio, a Charles se le antojaron bellísimos, una suerte de híbridos entre hombres y garzas, su ave favorita desde pequeño. Aunque allí nadie les explicaba nada, no le fue difícil deducir que el cometido de los ingenieros era diseñar la torre y salpicar el campamento, y presumiblemente el mundo, con aquella ciencia suya que le hacía alzar las cejas maravillado. Solían revolotear graciosamente casi todo el tiempo, aunque aún era más fascinante verlos caminar sobre sus finísimas piernas semejantes a zancos, jalonadas de numerosas articulaciones que le permitían adoptar las más extrañas y variadas posturas, todas ellas de una increíble plasticidad. Charles había intentado describir la belleza de sus movimientos en su cuaderno, comparándolos con libélulas de cristal o improvisando otras imágenes igual de hermosas y frágiles, pero al final se había rendido: el sobrecogedor encanto de los ingenieros era imposible de atrapar en palabras. Cualquier intento resultaba vano. Estuvieron un tiempo entre ellos, revoloteando de un lado a otro, hasta que al parecer dieron todas las instrucciones necesarias para el montaje de la máquina. Desde entonces apenas aparecían para supervisar su construcción cada tres o cuatro meses. Y los días posteriores a su ausencia, a Charles le invadía siempre una nostalgia absurda de final de verano, cuya causa no lograba explicarse, aunque sospechaba que debía de estar relacionada con el consuelo que le provocaba contemplar la inaudita belleza de aquellos seres, en un mundo donde lo bello se había convertido en un lujo.

Sin embargo, aunque evitaba pensar en ello, Charles sabía que los científicos no eran como él los veía. Tras su primera visita, había cotejado su aspecto con sus compañeros, para descubrir con estupefacción que no había dos prisioneros que los vieran igual. Cada uno tenía su particular idea de ellos, y daba por sentado que los otros le estaban tomando el pelo. Aquello había originado una discusión que había desembocado en una pelea estúpida, de la que Charles se había escabullido prudentemente.

En su celda, había reflexionado largo y tendido sobre el asunto, y con el tiempo, había llegado a una conclusión. Le habría gustado contrastarla con alguien inteligente, como Wells, para saber si se trataba o no de una suposición absurda, pero por desgracia a su alrededor no abundaban las mentes preclaras.

La conclusión a la que había llegado Charles en la soledad de su celda quizá les resulte familiar: los extraterrestres debían de ser tan distintos a todo lo que el hombre conocía, que de algún modo este no sabía mirarlos. Sonaba ridículo, era consciente de ello. Pero resultaba lógico que si su mirada se enfrentaba a algo indescriptible, su mente tratara desesperadamente de otorgarle algún aspecto, aunque fuese por aproximación. Eso explicaría por qué cada uno de sus compañeros los veía de un modo distinto; la mayoría de ellos como criaturas monstruosas, contagiados sin duda por el odio que les profesaban.

Pero Charles siempre había sentido devoción por la ciencia, por el progreso, por las maravillas que Verne describía en sus novelas. Sí, Charles pertenecía a esa hermandad de visionarios que, antes de la llegada de los marcianos, soñaban con barcos capaces de cruzar el Atlántico en cinco días, con surcar los cielos en máquinas voladoras, con comunicarse por teléfonos sin hilos, con viajar en el tiempo… Y tal vez esa fuese la razón de por qué a él los ingenieros marcianos se le presentaban como hermosos ángeles zancudos, capaces de realizar una docena de milagros por segundo. Y aunque ahora sabía que aquellos milagros consistían en transformar su planeta en un mundo de pesadilla, aún seguía viéndolos así, lo cual, a menos que se detuviera a pensarlo, le ayudaba a perfilar los contornos de su moralidad mejor que cualquier otra cosa.

El sol terminó de ocultarse, exhalando una vaharada de rayos verduscos hacia el espacio, y bañando de una luz fantasmagórica las ruinas de Londres que se adivinaban en el horizonte, tras los tétricos bosques que empezaban a rodear el campamento en un sigiloso abrazo de árboles retorcidos. Aquel planeta pertenecía cada vez menos al hombre y más a los invasores. Los marcianos habían sido capaces de privar sus últimos días incluso de la consoladora belleza de una puesta de sol. Aquel pensamiento hizo que Charles sintiera cómo su aletargada ira se desperezaba en su interior, pero apenas fue un amago, un eco ridículo del intenso odio que antaño había corrido por sus venas, haciéndole prometer con los dientes apretados que el hombre recuperaría lo que era suyo, aunque aún no supiera cómo. Pero los meses, la impotencia y el terrible cansancio habían terminado por convertir aquella vibrante furia en un inofensivo poso de resquemor. En cuestión de unos pocos años, la raza humana se habría extinguido por completo. Era algo que debía aceptar. ¿Y acaso no era mejor así?, se oyó preguntarse a traición. Después de todo, él siempre había juzgado con severidad al Imperio Británico. Antes de la invasión, cuando nadie sospechaba que el mundo que conocían pudiera cambiar tan bruscamente, Charles solía arremeter contra él a la menor ocasión, con ironía o saña, dependiendo de si ese día llovía o hacía sol. Consideraba el Imperio poco menos que un barco a punto de naufragar debido a la mala gestión de los inútiles que estaban al mando, que solo se mostraban habilidosos en el arte del despilfarro, la ineficacia y la malversación de fondos. Su penosa y corrupta gestión era la causante de que más de ocho millones de personas vivieran y muriesen en la más vergonzosa miseria. Él no era uno de ellos, ciertamente, y por lo general no podía decirse que aquello le angustiara demasiado, pero era evidente que la civilización humana, como tal, había sido un fracaso. ¿Merecía la pena pues derramar lágrimas por ella? Tal vez no. Tal vez era mejor que las cosas siguieran su curso y que el hombre desapareciera del universo, que no quedara de él ni de su desafortunada manera de habitar el cosmos ni siquiera un recuerdo.

Con un suspiro, Charles rescató el diario de debajo del colchón, preguntándose por enésima vez por qué se esforzaba en volcar sobre el papel aquellos recuerdos que nadie leería, por qué no se tumbaba en su camastro y se dejaba morir. Pero no podía hacer eso. No podía permitirse una nueva derrota. Así que se sentó a la mesa, abrió el cuaderno, y el hombre que ya había empezado a olvidar cómo eran las puestas de sol en su planeta, continuó escribiendo:

DIARIO DE CHARLES WINSLOW

15 de febrero de 1900

Antes de la invasión marciana, Londres era la ciudad más poderosa del mundo, pero eso no significaba que también fuera la más limpia, debo reconocer con dolor, como ya hizo mi padre en sus tiempos, aunque ahora carezca de importancia. Antes de que le abriesen las entrañas para implantarle los intestinos artificiales de una moderna red de alcantarillado, Londres almacenaba sus excrementos en pozos ciegos, que se limpiaban con la regularidad que permitía la solvencia económica de sus dueños. Eran pozos en los que era habitual encontrarse esqueletos en miniatura, pues aquellas fosas hediondas representaban un lugar idóneo para que las mujeres se desembarazaran de los frutos de sus amores ilícitos. Cada amanecer, una caravana de carros rebosantes de inmundicia partía de Londres para abonar los campos de las afueras, hasta que el guano importado de Sudamérica se puso de moda, robándole a las heces de los londinenses su única utilidad. Cuando al fin se decidió, como una muestra más de progreso, sellar todos los pozos ciegos y conectar los desagües a un rudimentario sistema de alcantarillado que descargaba en el Támesis, el resultado fue una epidemia de cólera que mató a casi quince mil londinenses, a la que le siguió otra cinco años después, cobrándose una cantidad de víctimas similar. Mi padre solía contarme cómo en el caluroso y seco verano de 1858 la fetidez se hizo tan insoportable que las cortinas del Parlamento británico tuvieron que embadurnarse de cal en un desesperado intento por frenar el intenso hedor proveniente del río, convertido en una pútrida cloaca por los excrementos que vertían los casi dos millones de ciudadanos. Aquel año pasó a la historia como el año del Gran Hedor. Como consecuencia de todo ello, y pese a su desorbitado coste, el Parlamento dio permiso para que el ingeniero Joseph Bazalgette remodelara las tripas de Londres con un sistema de alcantarillado revolucionario. Todavía recuerdo a mi padre describiéndome con el mismo orgullo que si lo hubiera construido él la magna obra de Bazalgette, una madeja de alcantarillas de 83 millas construidas en ladrillo unido con cemento Portland que transportaban las aguas residuales domésticas, junto con el desagüe normal de agua de lluvia, veinte kilómetros más abajo del Puente de Londres. Por eso, ahora, bajo nuestros pies discurrían, paralelas al curso del Támesis, cinco alcantarillas principales alimentadas por afluentes de otras más pequeñas, el intrincado laberinto que en el futuro tendría el privilegio de albergar a los últimos representantes de nuestra raza. Sin duda, a mi padre le hubiese gustado saber que lo que él consideraba uno de los grandes logros de la ciencia seguiría resultando de utilidad en el año 2000.

Descendimos a las cloacas londinenses mediante el sencillo método de levantar la tapa de la alcantarilla más cercana a Primrose Hill; luego bajamos usando la oxidada escalerilla que había sujeta a la pared. Una vez logramos llegar al suelo sin que ninguno resbalara, lo cual ya me pareció una auténtica hazaña dada la escasa luz que alumbró nuestro descenso, Shackleton asumió su papel de guía con la mirada concentrada. Se tomó unos segundos para orientarse, y después nos condujo a través de un estrecho y sinuoso túnel por el que tuvimos que movernos casi a tientas, hasta que al poco desembocamos en la que, según deduje por su tamaño, debía de ser una de las tres grandes alcantarillas que discurrían al norte del Támesis.

Lo primero que sentimos fue el golpe del olor, un tufo indescriptible que atravesó nuestras fosas nasales para clavarse como un arpón en el cerebro, revistiendo de inmundicia hasta el más lejano de nuestros recuerdos. Afortunadamente, aquel ramal se hallaba iluminado por pequeñas lámparas que colgaban a intervalos de las paredes, cuyos ladrillos rezumaban una baba muy desagradable, y el anémico resplandor de los faroles, aparte de tranquilizar a las damas, nos permitió hacernos una idea aproximada del lugar por el cual tendríamos que caminar durante las siguientes horas, cruzando bajo las enaguas de la ciudad hasta Queen’s Gate. La alcantarilla era una interminable galería de techo abovedado, a cuyos lados se abrían otros túneles más angostos que, sin embargo, se antojaban tan largos como el que nos disponíamos a recorrer. Supuse que la mayoría de aquellos tubos servirían para descargar las aguas fecales en el canal principal, y muchos otros conducirían a almacenes o estaciones de bombeo, pero no se me ocurrieron más destinos para el resto de los túneles: podían conducir a cualquier lugar inimaginable, o al sitio más trivial, pero agradecía no ser yo quien tuviera que descubrirlo. La alcantarilla principal poseía un canal central por el que discurría un limo grumoso y pestilente en el que evitamos posar los ojos, pues no solo arrastraba todo tipo de desperdicios, sino también otras sorpresas. Vi desfilar ante nosotros el cadáver de un gato, por ejemplo. El animalito pasó examinándonos con su mirada de cristal vacía, dejándose acarrear por el agua hacia el paraíso de los felinos, al que tal vez condujera uno de aquellos misteriosos tubos. Pensé con absoluta convicción que si por accidente metía un pie allí, tendría que amputármelo, incapaz de seguir viviendo sabiendo que una parte de mí se había remojado en aquella exquisita porquería. Por suerte, a ambos lados del canal había dos orillas de ladrillo lo suficientemente espaciosas como para que pudiésemos caminar por ellas en hilera, si no teníamos problema en disputárselas a las ratas, algunas de las cuales nos dieron la bienvenida correteando junto a nuestros zapatos, para desaparecer luego devoradas por las sombras.

Mareados por el insoportable hedor, emprendimos el camino en fila de dos, tratando de no resbalar a causa de la capa de musgo que tapizaba algunos tramos de la acera. Nos envolvía un frío húmedo, y el silencio era absoluto, punteado únicamente por los esporádicos bramidos y borboteos acuosos que producía la digestión de las alcantarillas. He de decir que yo encontré aquellos sonidos incluso relajantes. Al menos, eran preferibles al retumbar de las explosiones y al insistente tañido de las campanas que habíamos soportado en la superficie.

Durante el trayecto, mientras caminaba junto al agente Clayton cerrando la comitiva, pude disponer al fin de unos minutos para reflexionar sobre nuestro plan. Pese a la explicación de Wells, yo seguía convencido de que no debíamos abandonar Londres. Estaba seguro de que el destino, y no el caprichoso azar, nos había hecho componer aquella pintoresca tropa obedeciendo a algún propósito. ¿Acaso habría reunido un grupo tan diverso simplemente para huir de la ciudad? ¿No era más sensato pensar que cada uno de nosotros estaba allí porque tenía un papel asignado en la derrota de los marcianos? Sí, sin duda aquello era lo más lógico, me dije, repasando con la mirada cada uno de los eslabones que formábamos aquella cadena, y tratando de desvelar su función. Descarté interrogarme sobre la aportación del capitán Shackleton, que caminaba en cabeza, indiferente al hedor y conduciéndonos a través del dédalo de tuberías con expresión alerta, pues era evidente que su intervención, cualquiera que fuese, sería la más crucial. Tras el capitán avanzaba el matrimonio Wells, a los que se les veía aliviados porque volvían a estar juntos, aunque bastante abatidos por los progresos de la invasión. Supuse que, a la hora de detener a los marcianos, la presencia del único escritor que había descrito una invasión extraterrestre era obligada, y he de reconocer que, pese a nuestra reciente discusión, el hecho de que formara parte de nuestro improvisado grupo me agradó y tranquilizó a partes iguales, pues aunque el escritor no parecía capacitado para llevar a cabo ninguna proeza física, lo consideraba uno de los hombres más inteligentes que había conocido nunca. Detrás de los Wells, cubriéndose el rostro con un delicado pañuelo, marchaba la muchacha americana, cuya inclusión en nuestro grupo era un absoluto misterio para mí, a no ser que fuera la encargada de domar al por otro lado indomable Gilliam Murray. El empresario era apodado el Dueño del Tiempo por haber obrado el milagro de llevarnos a todos al año 2000, y hasta hacía unos minutos, yo lo suponía muerto, tal y como los periódicos habían anunciado un par de años antes. Pero resultaba evidente que Murray no solo parecía tener la llave de la cuarta dimensión, sino también la del Más Allá, de donde aparentemente había regresado. Me pregunté cuál sería la contribución de Murray a nuestro grupo, si es que tenía alguna, aparte de velar por la señorita Harlow y tratar de ridiculizar a Shackleton. Tras él caminaba el servicial Harold, tal vez preguntándose por qué le había hecho abandonar el sótano de Queen’s Gate para volver a él apenas unas horas después, jugándonos la vida en ambas ocasiones. Supuse que, de todos nosotros, el cochero era el más prescindible. Tal vez no tuviera ninguna función en la trama, salvo la de habernos conducido a Shackleton y a mí hasta la colina. Y por último estaba el agente Clayton, que caminaba a mi lado con la zancada arrogante y el rictus estirado, y cuya inclusión en el grupo será fácil de comprender para cualquier lector. Pero aún había alguien más: estaba yo. ¿Y cuál era mi tarea, en el caso de que nuestro grupo estuviera llamado a detener la invasión? Quizá, consideré entonces con una punzada de pavor, mi función fuera únicamente favorecer el encuentro entre ellos y Shackleton. Sí, pudiera ser que, sin saberlo, yo ya hubiese cumplido con mi cometido, quedando desocupado para la muerte, al igual que Harold.

Llevaba un tiempo inmerso en aquellos pensamientos cuando, de repente, la esposa de Wells tropezó con su larga falda y cayó al suelo aparatosamente, casi arrastrando con ella al escritor. Murray y Emma la socorrieron, mientras yo tomaba nota mental para indicarles a todas las mujeres, una vez llegáramos a Queen’s Gate, que siguieran el ejemplo de la muchacha norteamericana y cambiaran su indumentaria por algo más práctico para una huida a través de las cloacas. Afortunadamente, el tropiezo de Jane se saldó con una simple torcedura del tobillo izquierdo.

Llevábamos ya un tiempo caminando, y pese a que Shackleton insistía en continuar, sin duda ansioso por regresar a los brazos de Claire, decidimos de común acuerdo realizar un alto en el camino para que la esposa de Wells pudiera recuperarse un poco. Aprovechamos aquel interludio para ponernos al corriente unos a otros de los horrores que habíamos padecido antes de coincidir en Primrose Hill. Yo relaté la batalla naval que había presenciado sobre el Támesis, cómo los marcianos habían aniquilado con terrible facilidad, incluso con desdén, a uno de nuestros destructores, y Wells resumió para el capitán, para el cochero y para mí la peripecia vivida por su grupo. Así supe que habían llegado a Londres desde los pastos comunales de Horsell, con los marcianos pisándoles los talones, que habían logrado entrar en la ciudad cuando el cerco defensivo aún no había sido mellado por los invasores, y que luego habían ido de un lado a otro en un alocado periplo que se me antojó demasiado embarullado como para ser capaz de desliarlo ordenadamente aquí. Baste decir que durante su peregrinación les había sucedido algo realmente extraordinario: se habían tropezado con un marciano. Ante mi curiosidad, procedieron a facilitarme su descripción, aunque por desgracia me resultó muy difícil hacerme una idea de su aspecto, ya que ni ellos parecían ponerse de acuerdo sobre él. Lo único que me quedó claro fue que los marcianos eran realmente monstruosos, aunque lo que me resultó más sobrecogedor no fue eso, sino descubrir que podían adoptar apariencia humana. Wells incluso sospechaba que los marcianos llevaban un largo tiempo viviendo entre nosotros, tal vez siglos, fingiéndose humanos. Yo bromeé entonces sobre la posibilidad de haberme codeado con alguno de ellos, pues algunos de mis conocidos tenían unas manías tan estrafalarias que bien podrían ser seres de otros planetas, aunque mi broma no logró arrancar la sonrisa de nadie. Pero no me importó. En aquellos momentos yo me encontraba eufórico, pues nos veía como el grupo de valientes escogido personalmente por el destino para salvar a la humanidad.

Cuando la conversación se extinguió, encendí un cigarrillo y busqué a mi alrededor un sitio donde fumar tranquilo. Me apetecía disfrutar de unos momentos de soledad para reflexionar sobre nuestra situación. Descubrí que a nuestra derecha se abría, en una vertiginosa perspectiva de arcos repetidos, un túnel que parecía conducir hasta el jardín trasero del infinito, así que me aventuré por él sin intención de alejarme demasiado. Caminé distraídamente unos cuantos pasos, y enseguida me encontré con una puerta entreabierta. La empujé con curiosidad y descubrí un pequeño almacén, atestado de herramientas y materiales de construcción. Eché un vistazo, por si hubiese allí algo que pudiera resultarnos útil, pero no encontré nada, o lo que es lo mismo: todo lo que había allí era adecuado para nuestros fines, dado que no tenía la menor idea de lo que podíamos necesitar. Finalmente, opté por sentarme a fumar sobre un enorme cajón que había junto a la entrada, pensando en la estupefacción que embargaría a Victoria cuando, en vez de regresar con el invencible ejército del futuro, apareciera en el sótano con aquel variopinto y desarrapado grupito, para decirle que nuestro plan consistía en huir de Londres hacia no se sabía dónde, atravesando por las malolientes alcantarillas.

En ese momento, oí voces y pasos resonando en el túnel. Al parecer, alguien había sido asaltado por la misma necesidad de soledad que yo. Lancé una maldición. No había modo de estar a solas allí abajo, por muy extenso que fuera el sistema de alcantarillado. Sacudí la cabeza, como hacen los perros cuando los moja la lluvia, para deshacerme de la expresión de fastidio que sin duda había cristalizado en mi rostro y preparar una sonrisa de circunstancias por si quienes se aproximaban decidían entrar en el almacén. Afortunadamente, aunque se detuvieron junto a la puerta, no mostraron ninguna intención de abrirla. Por las voces, deduje que se trataba del empresario y la muchacha americana.

—Gilliam —oí decir a la señorita Harlow—, no estás siendo justo con el capitán Shackleton. Lo que sabes de él no te da derecho a hablarle así.

Aquel reproche me sorprendió, obligándome a aguzar el oído. ¿Qué habría querido decir Emma, y qué sabría Murray del capitán?, me pregunté.

—Yo no creo… —protestó el empresario.

—Tus comentarios son hirientes, Gilliam, y sobre todo, injustos —le interrumpió ella, sin querer escuchar sus excusas—. En este momento todos necesitamos un motivo para seguir adelante, sea el que sea.

—Yo ya tengo un motivo para seguir adelante, Emma. Lo sabes.

—Sí, Gilliam, lo sé —dijo la muchacha con dulzura—. Aunque tampoco te haría falta. Después de todo, eres el gran Gilliam Murray, el Dueño del Tiempo, y no necesitas creer en nada ni en nadie. Pero los demás sí necesitan algo en lo que creer. Y estoy convencida de que la fe en Shackleton es ahora su única fuerza. —Hizo una pausa, antes de añadir—: Y tú eres el culpable de eso.

—¿Yo? —farfulló el empresario—. No sé qué quieres decir.

—Oh, Gilliam, claro que lo sabes: tú le abriste las puertas de nuestro mundo, apartándole del suyo y del destino que le correspondía. Si hoy está aquí, entre nosotros, es porque tú lo mostraste ante todos como el salvador de la humanidad. ¿Te parece bien intentar destruirlo ahora, cuando todos creen en él?

—Está bien, está bien… —murmuró el empresario a regañadientes—. ¡Demonios, Emma, tienes razón! No sé por qué estoy actuando así… ¡Pero el capitán no es la respuesta a sus plegarias! —contraatacó con rabia, para finalizar después en un susurro contenido—. Y lo sabes. Los dos lo sabemos…

—Pero el hecho de que nosotros no tengamos esperanza no nos da derecho a robársela a los demás, Gilliam —dijo ella con esa fría suavidad que siempre lograba apaciguar a Murray, como el silbido del látigo tranquilizaría a un tigre.

¿Qué demonios significaba todo aquello?, me pregunté desde mi escondite. ¿Por qué no podíamos depositar nuestras esperanzas en un héroe del futuro cómo Shackleton? ¿Qué sabían Emma y Gilliam de él? Eran demasiadas preguntas, y mis accidentales confidentes no parecían dispuestos a responderlas, pues al poco oí decir a la muchacha, con cierta brusquedad:

—Creo que debemos volver con los demás.

—Espera, Emma —pidió el empresario, y hasta mis oídos llegó el sonido que produce un roce brusco sobre una tela, por lo que deduje que Murray probablemente la habría asido del brazo—. No hemos podido hablar a solas desde que abandonamos el sótano de Clayton… y necesito saber qué piensas de lo que te dije. Desde entonces parece como si… quisieras rehuirme. Te he sorprendido mirándome un par de veces, y enseguida has apartado la mirada…

Ahora sí que iba a producirse una escena embarazosa si me descubrían allí, pensé con resignación al intuir la pelea romántica que se avecinaba. Así que bajé de la caja que había usado de asiento, me oculté tras ella tratando de hacer el mínimo ruido posible, apagué el cigarrillo contra la suela de mi zapato para que el humo no me delatase y recé para que, en caso de que la pareja entrara en el almacén buscando más intimidad de la que ya tenían, a ninguno se le ocurriera mirar tras el cajón. Si eso sucedía, me resultaría harto complicado explicarles qué hacía allí, recogido sobre mí mismo como un armadillo.

—Oh, por el amor de Dios… —protestó la muchacha—. Eso no es cierto…

—Claro que lo es.

—No, Gilliam, te aseguro que…

—Dime solo una cosa, Emma —la interrumpió el empresario con voz acusadora—. Me equivoqué al confesarte mi secreto, ¿verdad? En vez de enamorarte, lo que he conseguido ha sido ganarme tu desprecio.

—Cómo puedes decir eso… Naturalmente que no te desprecio, Gilliam. Nunca entiendes lo que…

—Es evidente que mi confesión ha logrado el efecto contrario al que pretendía —reflexionó el incombustible Murray, casi sin escuchar las palabras de la muchacha y acompañando ahora su discurso con el sonido de sus pasos, como si se hubiera puesto a caminar por el túnel—. Supongo que la parte de ti que cree que solo hay una forma correcta de hacer las cosas en un mundo tan incorrecto como este, ahora me aborrece…

—Gilliam…

—Es evidente que has tenido tiempo de recapacitar sobre la historia que te conté y, bueno… este es el resultado. Quería que me amaras y, sin embargo, me he convertido en la persona más detestable que hayas conocido nunca…

—¿Detestable? Gilliam, yo…

—¡Bravo, Murray, bravo! Gran jugada, amigo. ¡No podías haberlo hecho peor! —se compadeció el empresario—. Pero ya que está todo perdido, déjame al menos que te diga lo que yo siento, Emma…

—Gilliam, si me dejaras hablar podría…

—¡Emma Harlow! —La voz de Murray retumbó con tal autoridad que incluso yo me erguí inconscientemente en mi escondite—. Quiero que sepas que estos últimos días han sido los más felices de mi inútil y absurda vida. Estar a tu lado, consolarte cuando llorabas, hacerte reír, enfadarte de vez en cuando, o simplemente espiar cada una de tus miradas…

—También los míos.

—¡Todo eso ha sido maravilloso, Emma, lo creas o no! ¡Y si para que eso sucediera ha sido necesario que unos cuantos marcianos llegaran del espacio para convertir nuestro planeta en un matadero, bienvenidos sean! ¡Esta invasión me parece lo mejor que nos ha sucedido en mucho tiempo, y le arrancaré la cabeza a quien se atreva a opinar lo contrario!

—Menos mal que yo opino igual que tú —dijo ella riendo.

—¡Y no me importa si mi apreciación te parece cruel e incluso…! ¿Qué? Espera… ¿Qué has dicho antes? ¿«También los míos…»?

Las carcajadas de la muchacha me dejaron por un momento sin aliento. Dios, ¿cómo podía tener una risa tan hermosa aquella jovencita de aspecto tan huraño?

—Oh, Gilliam, Gilliam… —La joven reía casi ahogándose por las carcajadas—. Es lo que estaba intentando decirte todo este tiempo… Para mí también han sido los días más felices de mi vida… —La risa apenas la dejaba continuar—. ¿No es una locura? El mundo está siendo destruido… y nosotros…

—¡Santo Dios…! ¡Y nosotros celebrándolo! —Gilliam también estalló en carcajadas.

—Oh, sí, sí… ¡Nuestros mejores días…! ¿Hemos dicho eso? Oh… Por favor…

—¡Y yo…! —La risa del empresario inundaba el túnel como un torrente furioso—. ¡Y yo… haciéndote reproches de enamorado…!

—¡Y yo… y yo… pidiéndote que me enamores… mientras…!

—¡Mientras el mundo se iba al infierno! —Las carcajadas de ambos se entrelazaron como luciérnagas cruzándose en el aire.

—Pero es una locura… una locura… ¿No lo ves? ¿No te das cuenta de lo absurdo de todo esto? —Emma habló entre deliciosos hipidos, comenzando poco a poco a serenarse, mientras yo asentía con vehemencia, aliviado al notar que uno de ellos al fin recuperaba la razón—. Mira a tu alrededor, Gilliam. Los marcianos están destruyendo Londres, y nosotros hablando de amor, como si estuviésemos en un baile… Oh, Gilliam. —Su voz sonó repentinamente triste—. Si estuviera enamorada de ti no existiría ninguna diferencia, ¿no te das cuenta?

—No, no me doy cuenta. Por favor, ilústrame. Recuerda que soy un «petit imbécile».

—Dios… —Emma se desesperó; su rabia ficticia a duras penas retenía un nuevo ataque de hilaridad—. Solo espero morir antes que tú, pues no se me ocurre un hombre más irritante junto al que sobrevivir a una invasión marciana.

—¿Ah, sí? ¡Pues yo solo me imagino una razón para desear ser el único superviviente del planeta junto a una muchachita tan arrogante, fría y testaruda como tú!

Emma debió de preguntar cuál era esa razón con la mirada, quizá temerosa de que el tono de su voz delatara la marejada de sentimientos que seguramente la anegaba. Las palabras de Murray parecieron cincelar el aire.

—Poder besarte de una vez, sin el temor de que el célebre escritor H. G. Wells y el agente especial Clayton nos interrumpan.

Tras unos segundos de tenso silencio, oí descorcharse la risa de la muchacha, tan contagiosa que hasta yo mismo sonreí a pesar de no haber entendido la broma de Murray. Pero, de repente, aquel adorable cascabeleo se interrumpió con brusquedad. Y no había que ser muy inteligente para comprender que el silencio que invadió de nuevo el túnel se debía a que el empresario había decidido besarla, sin esperar a ser los últimos supervivientes del planeta, y a pesar de la amenaza que seguían representando Wells y el agente Clayton. Al cabo de unos segundos, percibí que de los labios de la muchacha escapaba un tenue jadeo, casi un suspiro, y el roce de la ropa de dos cuerpos que se separan lentamente, con voluptuosa pereza.

—Te amo, Gilliam —dijo entonces Emma—. Estoy enamorada de ti, como nunca pensé que pudiera estarlo de alguien.

¿Y cómo describir aquí el tono estremecido en el que lo dijo? ¿Cómo podría mi pobre habilidad con las palabras transmitir lo que Murray debió de sentir al escucharlas, lo que yo mismo sentí desde mi triste escondrijo? Emma pronunció aquellas palabras con una voz tan dulce como solemne, consciente de que era la primera vez que las decía. Había esperado años para pronunciarlas, creyendo que jamás llegaría el día, y mucho menos que ese día no la sorprendiera en un invernadero o en un jardín, rodeada de oportunas y bellas flores, sino en las apestosas cloacas de Londres, con las ratas como repulsivos adornos. Pero el momento de pronunciarlas había llegado al fin, eso era lo importante, y ella lo había hecho en el tono que merecían, pronunciando cada palabra como si formaran parte de un conjuro ancestral, como si la voz, por algún caprichoso engarce interior, le surgiera del corazón en vez de la garganta. Eran palabras en carne viva, las mismas que yo había escuchado cientos de veces en boca de amantes, de actores, de amigos, pero recorridas ahora por una emoción tan pura que despeinaba el alma, que reducía las palabras de los demás a pobres ensayos, a un puñado de ridículos intentos por anudar palabras y sentimientos con la incuestionable naturalidad con que el Creador enhebraba el fruto a la rama. Pero sobre todo, pensé con tristeza, la muchacha las había pronunciado consciente de que, tal y como estaba sucediendo todo, el futuro no le ofrecería demasiadas posibilidades de repetirlas.

—Me alegro de poder morir sabiéndolo —respondió Murray, tan conmovido como yo por la honda sinceridad con que ella había investido su voz.

—Me di cuenta en el sótano de Clayton, al escuchar tu confesión —continuó ella—, aunque desde entonces no he hecho otra cosa que tratar de esconderlo. Lo siento, Gilliam, lo siento… Pero cuando descubrí que me había enamorado por primera vez en mi vida, lo único que sentí fue una enorme pena. ¿De qué iba a servirme eso ahora, apenas unas horas antes del fin del mundo? —La voz de la muchacha se quebró como una rama seca—. Pensé que si lo aceptaba, los dos sufriríamos mucho más. ¡No quiero ver morir al hombre que amo, ni morir después de haberte encontrado! Por eso intenté negármelo a mí misma… Pero está claro que al Dueño del Tiempo no se le puede negar nada.

—Acabas de otorgarme un título que llevaré con mucho más honor: el de hombre más feliz del mundo.

—De un mundo arrasado, ¿no te das cuenta? —repuso, desesperada—. Nos hemos encontrado demasiado tarde, Gilliam…

—¿Tarde? No, Emma, no. En casa de tu tía me dijiste que nunca más renunciarías a soñar, que sabías que llevabas el mapa del cielo en tu interior… y ese mapa custodia tus sueños. Y en los sueños no existe el tiempo, Emma. Los relojes se detienen, como sucede en las llanuras rosadas de la cuarta dimensión…

Y en el largo silencio que siguió a las palabras del empresario, el cual delataba un nuevo y apasionado beso, yo suspiré lo más débilmente que pude, tratando de liberar el nudo que me obstruía la garganta. Siempre había sostenido que el amor que uno sentía resultaba ridículo para los demás, que no podían evitar torcer el gesto ante un código de complicidades que les resultaba ajeno, y generalmente sonrojante. Incluso yo me había visto obligado a escribir con cada una de mis parejas nuestro particular vademécum sentimental, si bien me contemplaba desde una irónica distancia, cuando pronunciaba las afectadas frases de rigor. No lo hacía porque creyera en ellas, sino porque mi espíritu competitivo me exigía ser el mejor en todo lo que hiciera. Si por desgracia vivíamos en un mundo donde a los caballeros se nos demandaba toda suerte de grotescos aspavientos románticos, yo los realizaría con la mayor destreza posible, tal era mi poder de adaptación al medio. Pero como el lector podrá deducir de mis irreverentes palabras, en realidad estaba convencido de que el amor, como tal, no existía. Pensaba que todos lo confundían con la manera más o menos graciosa, exagerada o enfática de sublimar nuestro miedo a la soledad, al aburrimiento o a arder eternamente en el infierno del deseo. Lo que yo sentía por mi esposa Victoria, sin ir más lejos, no era más que un tibio afecto, un cariño nebuloso que el viento avivaba del mismo modo que atenuaba, y estaba seguro de que no era culpa suya, pues dudaba que yo fuera capaz de amar a otra de mejor manera. ¿Por qué me había casado con ella, entonces? Sencillamente porque me apetecía estar casado, crear una familia, dejar de despilfarrar la fortuna de mi padre en efímeros placeres y disfrutar de la tranquila ilusión que ofrece trazar proyectos de futuro con alguien. Como puede verse, aquella forma de amar mía, tan pobre, interesada y errónea, distaba mucho de la manera en que lo hacía el empresario, y al constatar eso, sentí una inmensa pena de mí mismo. Iba a abandonar este mundo sin haber amado a nadie, y lo que era aún peor, habiendo menospreciado el amor de todas las mujeres que me habían amado.

Aquella manifiesta incapacidad para amar siempre había condicionado mi vida. Y todavía seguía haciéndolo, pues desde que había abandonado la casa de mi tío, mi mayor preocupación era encontrar el modo de derrotar a los marcianos para salvar a la humanidad, lo que no dejaba de ser un concepto bastante vago, porque a la humanidad no podías abrazarla, meterla en tu cama, sonreírle. O ¿quién quería salvar en concreto? A nadie, me dije con horror y una infinita lástima. A nadie en especial. Quería que mi esposa no muriese, por supuesto; tampoco mi primo Andrew, ni su mujer, pero no por ellos, sino por mí, por cómo me afectaría a mí su repentina desaparición. Por eso me refugiaba en una idea tan abstracta como la humanidad. Habría dado lo que fuese porque en aquellos momentos, en algún lugar del planeta, hubiera alguien cuya muerte pudiera realmente importarme, producirme un dolor superior a la mía propia. Pero no lo había, constaté con amargura, porque entre los millones de personas que poblaban la Tierra no existía un solo ser al que yo amara desinteresadamente. Los trípodes estaban matando a los míos, pero yo era incapaz de sentir pena por cada uno de ellos por separado. No había ninguno cuyo fulgor le hiciera destacar sobre los demás, como resplandecía Claire para Shackleton, o Emma para Murray. Yo solo sentía pena por la extinción del conjunto que formaban y en el que quedaban desdibujados: la raza humana. La raza a la que tan deshonrosamente pertenecía.

Mis ojos todavía se inundan de lágrimas cuando recuerdo aquel momento, a pesar de que entonces solo atinara a componer una mueca irónica ante aquella nueva y sorprendente sensibilidad mía. Y aunque el pulso me tiembla de tal modo que me cuesta un gran esfuerzo mantener la claridad de mi escritura, no quisiera acabar sin advertir al lector que, si he expuesto aquí estos hechos con tal profusión de detalles, no ha sido por mi deseo de inmortalizar la revelación que supuso para mí conocer el verdadero significado del acto de amar. Si lo he hecho ha sido para dejar constancia de los sentimientos nobles y sublimes que los ejemplares mejores afinados de la raza humana son capaces de producir. Tal vez el amor sea un sentimiento afín a otras especies del universo, pero el amor que engendra el hombre es exclusivamente suyo, y con él morirá. Entonces el universo, pese a su insondable vastedad, pese a su apariencia infinita, ya no estará completo. Si eso ocurre, ojalá sirvan estas palabras mías, las palabras de alguien que nunca supo amar, para evocar el amor en el corazón de quien las lea.