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A la mañana siguiente, Charles sí coincidió con Shackleton durante el desayuno. Lo distinguió a lo lejos, dando cuenta de su puré sentado sobre una piedra solitaria. Como temía, observó que el capitán había regresado del campo de procreación con la misma mirada sombría con la que había partido. Y eso solo podía significar una cosa. Se acercó a él, lo saludó con una mueca de circunstancias, y se sentó en el suelo, a su lado, arrebujándose en el inmenso sobretodo que había conseguido en el último reparto de ropa y que, por su vulgar hechura y su tosca tela, debía de haber pertenecido a algún tendero, aunque hacía mucho tiempo que algo tan insignificante como compartir las ropas de un simple plebeyo había dejado de molestarle. Observó a Shackleton en silencio, a la espera de que su amigo sintiera la necesidad de hablar con él.

Cada semana, los marcianos solían llevarse a un puñado de hombres, aquellos de aspecto más saludable, a un campo cercano, donde tenían encerradas a las mujeres más jóvenes y fértiles. Cada uno de los integrantes de aquella caravana era obligado a aparearse con alguna de ellas, siempre bajo la valorativa mirada de los marcianos, y luego era traído de vuelta, sin saber si dejaba a sus espaldas algún vientre colmado. De aquel modo, los marcianos se aseguraban que nunca les faltaran esclavos para los fatigosos trabajos de acondicionamiento del planeta.

Charles también había sido escogido regularmente en los primeros tiempos de su encierro, cuando todavía parecía un espécimen digno de perpetuarse, pero el brutal trabajo y la desnutrición habían deslucido tanto su aspecto que ahora ningún marciano confiaba en que de su semilla pudiera brotar nada decente. Cuando las fuerzas le fallaran, como pronto le ocurriría, sería sustituido por uno de los niños que los prisioneros concebían para los marcianos y que debían de estar criando en alguna parte, aunque nunca sabría si llevaría o no su misma sangre. Shackleton, en cambio, era escogido casi invariablemente todas las semanas, pues el capitán se las había ingeniado para mantener su porte robusto y vigoroso comiendo todo lo posible —más de una vez le había visto rebañando los cuencos de la pila—, e incluso haciendo ejercicio por la noche, en la intimidad de su celda. En un principio, Charles no entendió a qué se debía aquel tesón suyo por no consumirse, por no dejar que el cuerpo se le resecase como le estaba sucediendo a él, pero luego comprendió por qué lo hacía: si se mantenía en forma tenía más posibilidades de que lo llevaran al campo de las mujeres, y por añadidura, más posibilidades de encontrase con Claire, de la que no sabía nada desde que él lo apremiara a abandonar el sótano de Queen’s Gate para cumplir un destino que luego se había revelado equivocado.

Desayunaron en silencio, el uno frente al otro. Charles no necesitaba preguntarle nada al capitán para saber que tampoco esta vez, entre las mujeres, había visto a Claire. Y nuevamente se sintió culpable por haberle sacado del sótano de su tío. Durante los dos últimos años, Charles había dispuesto de tiempo de sobra para arrepentirse de muchas cosas que había hecho en su vida, pero de ninguna de ellas se arrepentía tanto como de haber separado a Derek de su mujer. En los primeros meses de cautiverio, el capitán había alimentado unas esperanzas de rebelión tan desmesuradas que Charles no había podido evitar compararlas con las innumerables trabas que había esgrimido al principio, cuando casi había tenido que obligarlo a asumir su destino de salvador de la humanidad a punta de pistola. Pero claro, en aquel momento Shackleton todavía creía que su esposa se encontraba a salvo en el sótano de Queen’s Gate y no pensaba en otra cosa que en regresar junto a ella, todavía era incapaz de imaginarse cuál sería el desenlace de la invasión, y mucho menos podía sospechar que fuera a vivirlo lejos de la mujer por cuyo amor había cruzado el tiempo.

Pero así había sido, gracias a la desafortunada intervención de Charles, y durante aquellos primeros meses en el campo de prisioneros, Shackleton no hizo otra cosa que pensar en el modo de fugarse para buscar a Claire, trazando un plan tras otro, algo que hubiera hecho también reverdecer las ilusiones de Charles, de no ser porque cada una de sus ideas se le antojaba más extravagante y desesperada: quería coser las sábanas de las camas y lanzarse con ellas desde lo alto de la pirámide para planear en las corrientes de aire, quería huir a través del agujero del embudo, quería organizar un motín en el campamento de las mujeres… Aquellos insensatos proyectos de fuga, que el capitán explicaba embarulladamente ante un puñado de escogidos casi al azar, solo servían para dejar traslucir cuánto necesitaba encontrar a Claire. Todos sus pensamientos, todas sus energías, estaban encaminadas a aquel fin. Y cuando Charles le objetaba que su mujer podía hallarse en cualquier lugar —nunca tuvo el valor de sugerirle que también podía estar muerta—, incluso fuera de Inglaterra, Shackleton siempre le respondía lo mismo: «Más lejos tuve que viajar la primera vez para estar con ella».

Sin embargo, poco a poco, aquellos planes delirantes fueron haciéndose cada vez más infrecuentes. Sus esperanzas de fuga, de crear un grupo de resistencia con el castigado material que pudiera encontrar en el campamento, de asaltar campo tras campo, de recorrer todas las ciudades en ruinas donde se refugiaran grupos de supervivientes, cruzando todo el planeta si era necesario hasta encontrar a su esposa, fueron reduciéndose a comentarios desganados, expresados sin convicción, hasta que, con el correr de los meses, terminaron por extinguirse. Nunca más volvió a hablar de fuga.

Ahora Shackleton se limitaba a esperar los cargamentos de mujeres con que renovaban los campos de prisioneras, aferrado a aquella última esperanza, a que algún día lograra distinguir a Claire entre las hembras que atestaban aquellos pabellones de procreación de tejados puntiagudos, que los días claros podían vislumbrarse a lo lejos, resplandeciendo bajo el sol de la tarde como mares de espinas. Pero ¿para qué?, pensaba Charles. ¿De qué demonios iba a servirle encontrarla en aquella situación, en aquel tiempo oscuro donde no tendrían ninguna esperanza, tan solo el dolor de saberse aún vivos y sufrientes?

Un día, también durante el desayuno, la invencible y absurda esperanza del capitán hizo resurgir el antiguo cinismo de Charles, quien no había dudado en lanzarle aquella cruel pregunta: «¿Qué le dirías si finalmente la encontraras, Derek?». El capitán lo había mirado con sorpresa, y luego había permanecido mucho tiempo en silencio, hasta que encontró la respuesta en el pozo de tristeza que era su alma: «Le pediría perdón. Le diría: “Perdóname, Claire, por haberte mentido…”».

Al oír aquello, Charles había intentado animarle, diciéndole que de ninguna manera Claire podría culparle por no haber conseguido sofocar la invasión. Todo lo contrario, seguramente estaría orgullosa de que lo hubiera intentado, tal y como le prometió en el sótano de Queen’s Gate, y de que… Pero el capitán había abortado sus torpes intentos de consuelo con un ademán brusco. «Tú no lo entiendes, Charles —le había dicho luego, sacudiendo la cabeza con abatimiento—. No puedes entenderlo». Sin embargo, fuera con el propósito que fuese —para pedirle perdón o para cualquier otra cosa—, lo cierto era que el capitán nunca había dejado de esperarla. Jamás se le había ocurrido otro modo de existir que no fuera esperándola. Si todavía se levantaba por las mañanas era tan solo porque aquel podía ser el día en que volviera a verla. Y si todavía comía, se mantenía en forma y respiraba era porque eso le permitía levantarse cada mañana.

Charles sintió pena por el capitán. Allí, devorando mecánicamente una papilla grumosa que hasta los cerdos habrían despreciado, estaba el mayor héroe del mundo, el salvador de la humanidad, reducido ahora a un prisionero más, doblegado y sucio. Pero no, Shackleton no era como los demás. Shackleton todavía conservaba la esperanza. Y nadie, ni siquiera un monstruo del espacio, se la arrebataría jamás.

—Tampoco vi a Victoria —dijo el capitán de repente.

Charles no respondió. Se limitó a contemplarlo con sorpresa durante unos segundos, y luego sintió una enorme desolación al comprender que el capitán daba por sentado que a él debía de atenazarlo una angustia similar a la suya, pues tampoco Charles sabía nada de su esposa desde que partieron del sótano de Queen’s Gate. Pero no era así, reconoció con tristeza: el destino de Victoria no lograba preocuparle más que el suyo propio. Intentando cambiar de tema, señaló la pirámide purificadora, que refulgía a lo lejos.

—Ah, si el señor Wells pudiera ver esto… Estoy seguro de que le bastaría con un simple vistazo para descubrir qué es capaz de hacer exactamente.

Shackleton emitió un ruidito que Charles no supo si había sido una risita de conformidad o un gruñido de desacuerdo.

Comenzó entonces a caer una de aquellas extrañas lluvias que últimamente eran tan frecuentes. Cada dos o tres días, unos diminutos cristales de color verde descendían del cielo, como una insólita nevada de gemas, y en unos pocos segundos el suelo quedaba alfombrado por un crujiente y resbaladizo manto verde, como si una descomunal piel de insecto o reptil se hubiera extendido sobre la faz de la Tierra. Aquellos cristales comenzaban al poco tiempo a deshacerse, exhalando unas hilachas de vapor venenoso que teñían la niebla durante un par de días con un tinte esmeralda, mientras el agua verdusca resultante de su disolución se mezclaba con el fango, fraguando una especie de musgo maloliente, del cual brotaban unas extrañas plantas que con sobrecogedora voracidad se adherían al suelo o a cualquier otra superficie, sobre la que continuaban creciendo como una repugnante telaraña. Ninguno de los prisioneros había visto nunca algo parecido a aquellos asquerosos hierbajos que lentamente habían empezado a invadir el campamento, envolviendo piedras y árboles bajo una cáscara verde oscuro. En las lindes del campo, allí donde se remansaban las gemas, aquellos nauseabundos vergeles también habían germinado y enseguida se extendieron, reptando por la tierra hacia los árboles terráqueos, para engalanarlos con sus tétricos cortinajes, transformándolos en los bosques oscuros y tenebrosos que en los cuentos conducían a las guaridas de las brujas.

Al principio, Charles y Shackleton habían hablado durante muchas horas sobre aquellos extraños cambios que sufrían el clima y la vegetación: las gemas no eran más que el vistoso colofón tras los turbadores tonos cobrizos que adquiría con frecuencia el cielo, los bruscos tornados que algunas noches zarandeaban sus celdas o las granizadas de pájaros muertos que habían empedrado los prados durante los amaneceres de los primeros meses. Estaban seguros de que todo eso era provocado por la multitud de pirámides que, como la que ellos estaban ayudando a construir, se erigían en otros lugares del planeta, y a menudo discutían sobre si esas anomalías serían reversibles cuando llegara la tan ansiada rebelión y, entre otras cosas, aquellos engendros fueran destruidos. A pesar de todo, poco a poco habían acabado aceptándolos con indiferencia, como si siempre hubieran existido, como si desde el principio de los tiempos sobre la Tierra se hubieran desplegado cielos del color del cobre viejo o llovido gemas sobre los campos. Hacía meses, en realidad, que no hablaban mucho sobre ninguna cosa.

Se levantaron y, protegiéndose de las molestas pedradas de las gemas, se unieron al grupo de prisioneros a los que los marcianos comenzaron a asignar sus tareas diarias. A Charles le destinaron a uno de los niveles de la torre y, como siempre, la jornada de aquel día le resultó extenuante, aunque agradeció todo aquel esfuerzo físico porque, aparte de agotarlo, también le impedía pensar. De nuevo en su celda, sacó el diario y retomó su historia donde la había dejado.

DIARIO DE CHARLES WINSLOW

14 de febrero de 1900

Abortada la posibilidad de traer refuerzos del futuro, Shackleton reanudó su pesimista cantinela: una y otra vez insistió en que él no era ningún héroe, que nada podría hacer sin sus armas ni sus hombres, y una y otra vez tuve yo que recordarle que minutos antes había aniquilado a un trípode sin ningún tipo de ayuda, usando solamente su mente de estratega privilegiado. ¿Qué problema había, además, en el hecho de no poder viajar al año 2000? ¿Acaso no había conseguido crear en el futuro un ejército de valientes usando poco más que un puñado de exhaustos supervivientes? Pues haríamos lo mismo ahora: rebuscaríamos entre las ruinas, reuniendo un grupo de hombres capacitados y fieros que él pudiera amasar como arcilla, hasta convertirlos en la resistencia que necesitábamos, en guerreros de élite entregados a la causa, pues no tenía la menor duda de que cuando todos supieran quién era él, le seguirían hasta las puertas del infierno, tal y como habían hecho sus soldados del futuro.

Finalmente, tras interminables minutos en los que me dediqué a arengarle como un general descontento a su tropa, logré que emergiera de su abatimiento y mostrara cierta predisposición a la lucha, aunque exigió que antes de poner en marcha cualquier plan, fuéramos a Queen’s Gate en busca de nuestras mujeres y amigos para comprobar si continuaban a salvo. Al constatar su preocupación por Claire comprendí entonces por qué los grandes héroes suelen ser casi siempre seres solitarios: el amor les volvía vulnerables. No sabía mucho de la vida privada del capitán Shackleton en el año 2000, al menos nada que fuera más allá de la biografía resumida con la que el señor Murray ilustraba a los viajeros antes de subirlos al Cronotilus, pero parecía probable que en su época el capitán hubiera sido un hombre solitario y hosco, con un corazón rebosante de odio y de ansias de destrucción. Aunque debió de ser también un hombre cerrado para siempre al amor, sin una compañera que pudiera compartir con él la terrible carga que suponía asumir la defensa de la humanidad. Pero el Shackleton que ahora tenía ante mí, aquel Shackleton que vivía entre nosotros, era un hombre enamorado, y no parecía dispuesto a poner nada por delante de su Claire, ni siquiera a la humanidad al completo. Suspiré con resignación. Era evidente que no podía pedirle que se olvidara de su mujer de una maldita vez, como me habría gustado hacer, y mucho menos esgrimiendo el argumento de que a un héroe se le debería prohibir enamorarse mientras estuviera de servicio. Así que acepté volver a casa de mi primo cuanto antes, aunque al menos conseguí convencerle de la conveniencia de buscar primero un punto elevado que nos brindara una panorámica de Londres. Eso nos permitiría hacernos una idea mucho más exacta del desarrollo y las dimensiones de la invasión, lo cual nos sería de utilidad tanto para llegar a Queen’s Gate sin contratiempos, como para planear nuestros movimientos siguientes.

Decidimos dirigirnos a Primrose Hill, aquella balconada natural tendida sobre la ciudad donde los londinenses consumían sus domingos, atravesando para ello Euston Road. Y fue la decisión más acertada que pudimos tomar, pues allí nos encontramos con otro grupo de personas que también habían logrado sobrevivir a aquella ominosa noche. Lo que habían padecido y la visión de aquel Londres vencido que ofrecía la colina les había desalentado tanto que necesitaban un héroe. Y yo llevaba conmigo al mejor de ellos.

El grupo lo componían el escritor H. G. Wells y su esposa Jane, a quienes había tenido el placer de conocer unos años antes por motivos que ahora no vienen al caso y a quienes saludé con sincero afecto y alegría, una bella señorita americana llamada Emma Harlow, un joven borracho apoyado contra un árbol, que más tarde se nos presentaría como el agente de Scotland Yard Cornelius Clayton, y un fantasma, el señor Gilliam Murray a quien, una vez superada la sorpresa que me causó descubrirlo vivo, saludé con un entusiasmo que no provenía solo de mi admiración por el Dueño del Tiempo, sino también de la certeza de que aquella casualidad no podía ser más que otra señal que venía a confirmarnos que nos hallábamos en la senda de nuestro verdadero destino. ¿Acaso no era una reveladora coincidencia encontrarnos de pronto con el hombre que había propiciado que Shackleton conociese a Claire, y por lo tanto, que el capitán se hallara ahora entre nosotros?

Sin embargo, lo primero que he de constatar aquí es que, como ya he adelantado, dicho grupo parecía terriblemente abatido por la situación, lo cual no era para menos, pues desde la colina podía comprobarse que los trípodes estaban por todas partes, destrozando la ciudad con la lenta meticulosidad de la carcoma. La mayoría de los barrios eran ruinas humeantes, y los incendios brotaban aquí y allá, produciendo densas humaredas, mientras frenéticas masas de londinenses intentaban, entre un enjambre de vehículos de todo tipo, abandonar la urbe por el norte y por el este, hacia los campos que se extendían fuera, aparentemente libres de la presencia de los marcianos.

Así que, con el propósito de levantarles el ánimo, procedí de inmediato, y debo confesar que de un modo innecesariamente teatral, a revelarles la identidad de mi misterioso acompañante. Y por si esas credenciales no bastasen, les relaté cómo el capitán Shackleton acababa de aniquilar un trípode ante mis propias narices, con la misma emoción y el mismo suspense que pondría uno de aquellos trovadores que antiguamente entretenían a los niños en las plazas. Por desgracia, la presencia del capitán no les animó tanto como yo habría esperado. Cuando acabé de relatarles su gesta, Murray estudió al capitán con una mirada suspicaz, pero al final dio un paso hacia él, tendiéndole la mano.

—Me alegro de conocerle, capitán Shackleton —dijo.

Les observé estrecharse la mano durante un tiempo que se me antojó interminable, sosteniéndose la mirada con la grave solemnidad que exigía un encuentro como aquel, pues no había que olvidar que Gilliam había estado espiando la vida del capitán a través de la cerradura del futuro sin que este lo supiera, permitiéndonos admirarlo en la distancia, y que, a causa de ello, el capitán había arribado a una época donde todos conocíamos sus hazañas, pese a que todavía no las había realizado. De algún modo, podía decirse que habían trabajado juntos sin saberlo ni conocerse el uno al otro. Tras zarandear la mano del capitán durante un buen rato para impaciencia de todos, Murray al fin consintió en soltarla. Entonces, acompañando sus palabras con una sonrisa desproporcionada, añadió:

—Para mí es una verdadera sorpresa que se encuentre entre nosotros. No lo imaginaba en nuestro mundo.

—Siento no poder decir lo mismo —respondió Shackleton, usando por el contrario un sorprendente tono comedido—, pero imagino que comprenderá que para mí no suponga ningún placer conocer a la persona que ha convertido mi duelo con Salomón en un espectáculo de circo para aristócratas aburridos.

Yo no esperaba aquella respuesta del capitán. Murray tampoco. El empresario apretó instintivamente los labios, pero, haciendo gala de una asombrosa flexibilidad facial, enseguida sustituyó aquella mueca de desagrado por una sonrisita afable.

—¿Por qué privar a los ingleses de un duelo tan emocionante? Usted maneja la espada con extraordinaria maestría, capitán. Y podría decirse que tiene en mí a su admirador más incondicional: nunca me he cansado de verlo luchar contra Salomón. Y he de confesarle que, por más veces que asistía a su duelo, siempre me maravillaba que saliera victorioso ante un enemigo tan formidable. Es usted un tipo complicado de matar, capitán, si me permite el halago… Parece que lo protegen fuerzas difíciles de explicar.

—Puede que se deba a que mis enemigos no son tan formidables como piensa —respondió Shackleton con frialdad.

—Tal vez deberíamos dejar este saludable intercambio de opiniones para otro momento, ¿no les parece, caballeros? —intervino Wells algo irritado, señalando la panorámica de la ciudad que ofrecía la colina—. Me temo que tenemos asuntos más importantes que atender.

—Tiene toda la razón, señor Wells —se apresuró a contestarle Shackleton—. Yo al menos tengo algo mucho más importante que hacer que discutir con el señor Murray. Mi esposa, Claire, la mujer por la que dejé mi época… está allí abajo, en Queen’s Gate, y me gustaría ir de inmediato en su busca… —Luego, dirigiéndole al escritor una mirada cargada de una intensidad que consideré desproporcionada, musitó—: Ella confía en mí. Y por nada del mundo querría decepcionarla… ¿Puede comprenderlo?

—Por supuesto que puedo… capitán. Todos le comprendemos… —contestó lentamente el escritor, tomando la mano de su esposa—, y creo que hablo en nombre de todos si propongo que nos dirijamos allí cuanto antes. Aunque después, tal y como están las cosas, opino que deberíamos abandonar la ciudad con la máxima urgencia, como parecen estar haciendo todos. Quizá tendríamos que intentar llegar al puerto de Liverpool y desde allí dirigirnos hacia Francia, por ejemplo.

Huelga decir que aquel nuevo plan me inquietó. ¿Cómo íbamos a sofocar la invasión huyendo de Londres? ¿Acaso el capitán Shackleton había viajado a nuestra época para limitarse a correr delante de los marcianos como una doncella asustada?

—Me temo que no puedo estar de acuerdo con ese plan, caballeros —protesté—. Naturalmente, les agradezco que todos estén dispuestos a acompañarnos a Queen’s Gate, y soy consciente de que, tal como está desarrollándose la invasión, abandonar Londres es lo más sensato, pero no creo que debamos hacerlo.

—¿Ah, no? —se sorprendió el escritor—. ¿Y eso por qué?

—Por lo que ya he insinuado antes, señor Wells, al presentarles al capitán. Según hemos podido comprobar con nuestros propios ojos, en el año 2000 nuestro único problema serán los autómatas, no los marcianos —repetí por enésima vez, con la sensación de estar contando una broma sin gracia—. Evidentemente, eso solo puede significar que la invasión no prosperará. Alguien encontrará el modo de derrotar a los marcianos, y me inclino a pensar que ese alguien es el capitán Shackleton. No creo que su presencia en nuestra época sea casual. Estoy convencido de que el mayor héroe de todos los tiempos hará algo para cambiar la situación, y es obvio que tendrá éxito, porque en el fondo, ya lo ha hecho.

Murray y Wells intercambiaron una mirada suspicaz, luego observaron al capitán, que se encogió de hombros con fastidio, y finalmente me miraron a mí, con una expresión aún más escéptica que la de mi propia esposa, lo cual me sorprendió, pues estaba convencido de que a alguien de la inteligencia de Wells le parecería obvia mi argumentación.

—En caso de que su teoría fuera cierta, señor Winslow —respondió el escritor—, y suponiendo que los acontecimientos del año 2000 tal como todos los conocemos son inalterables, puesto que, de algún modo, como bien dice, ya han sucedido, la invasión podría sofocarse de mil maneras posibles, incluso sin nuestra intervención. Es más, si somos nosotros quienes estamos destinados a detenerla, lo haremos de todos modos, nos quedemos en Londres o huyamos de la ciudad. Insisto, por tanto, que prosigamos con el plan de abandonarla una vez lleguemos a Queen’s Gate.

—¿Cómo puede estar seguro de eso, señor Wells? ¿Y si huir es justo lo que no debemos de hacer? ¿Y si de ese modo, cambiamos el futuro? —Miré a Shackleton, suplicándole ayuda—. ¿Qué opina usted, capitán? Usted es un héroe, ¿acaso no cree que su prioridad es salvar a la humanidad?

—Sí, señor Winslow, soy un héroe —dijo Shackleton, mirando especialmente a Murray, que torció el gesto con desagrado—. Pero por encima de eso, soy un marido que ha de salvar a su esposa.

—Lo entiendo, capitán —dije, un poco harto de su cerrazón—, pero estoy seguro de que tanto Claire como mi esposa estarán a salvo en el sótano de mi tío mientras nosotros…

—Me temo que el señor Wells tiene razón, señor Winslow —me interrumpió Murray con impaciencia—. No creo que el capitán nos resulte de gran ayuda en una situación como esta. Es evidente que las circunstancias le superan. —Luego se dirigió al capitán con una sonrisa divertida—. Espero que no le ofenda que, pese a su celebrada victoria sobre los autómatas, dudemos de su capacidad para acabar con los marcianos, capitán, pero esas máquinas que manejan son mucho más poderosas que un puñado de muñecos con motorcitos de vapor.

—Por supuesto que no me ofende, señor Murray —respondió Shackleton, dilatando también su sonrisa—, aunque yo al menos he salvado a la humanidad una vez. Usted, de momento, solo se ha limitado a vaciarle los bolsillos.

La respuesta de Shackleton hizo palidecer a Murray durante unos segundos. Luego lanzó una carcajada.

—A hacerla soñar, capitán, a hacerla soñar. Y los sueños siempre tienen un precio, como todo el mundo sabe. Ignoro cómo habrá usted viajado hasta nuestra época, pero le aseguro que transportar a los ciudadanos del Imperio al futuro a través de la cuarta dimensión exige un coste. Pero dejemos esta simpática discusión para otro momento, capitán, o terminaremos aburriendo a todos. Concentrémonos en la situación. —Sin dejar de sonreírle, Murray le pasó un brazo por encima y lo giró suavemente hacia las vistas que ofrecía la colina—. Como puede ver, los marcianos están por todas partes. No hay barrio que no hayan ocupado. ¿Qué haría un héroe como usted para llegar hasta Queen’s Gate esquivando a los trípodes?

Shackleton contempló con infinita tristeza cómo los trípodes destruían Londres desganadamente, incluso con aburrimiento. Parecían niños que, cansados de jugar con sus casas de muñecas, hubiesen decidido destrozarlas.

—Lo suponía —dijo Murray ante el silencio de Shackleton—: es imposible incluso para usted. —Se separó de él y se encogió de hombros, mostrándonos su decepción. Solo yo pude ver la sonrisa que en ese instante comenzó a prender en los labios del capitán—. Como pueden ver, algunas situaciones superan hasta a los más grandes héroes —anunció el empresario en un tono de falso desconsuelo—. Pero estoy seguro de que encontraremos un modo de…

—Debería tener más fe en los héroes que tantos beneficios le reportan, señor Murray —le interrumpió el capitán, sin apartar la mirada de las evoluciones de los marcianos—. Iremos hasta Queen’s Gate por debajo de los trípodes.

—¿Por debajo? —se sorprendió Murray, volviéndose hacia él—. ¿A qué demonios se refiere?

—A las alcantarillas —respondió Shackleton sin mirarlo.

—¿Las alcantarillas? ¿Se ha vuelto loco, capitán? ¿Quiere que estas encantadoras señoritas bajen a las apestosas alcantarillas de Londres? —se escandalizó Murray, señalando a Emma y a Jane—. De ninguna manera permitiré que Emma…

—Oh, capitán, no le haga caso —intervino la joven americana, dando un paso hacia delante, mientras apoyaba ligeramente su mano sobre el brazo del empresario—. El señor Murray tiene la irritante costumbre de decidir adónde debo o no debo ir, y por lo visto todavía no se ha dado cuenta de que hago siempre lo contrario de lo que me aconseja.

—Pero Emma… —intentó protestar Murray.

—Con sinceridad, Gilliam, creo que deberías dejar que el capitán Shackleton explicara su idea —le interrumpió la muchacha con una dulzura que me pareció deliciosa.

Miré al empresario con mayor admiración aún. Si aquella señorita tan hermosa era su amante, me dije, estaba claro que el empresario gordo y jactancioso que había conocido hacía dos años había sabido aprovechar muy bien su muerte y posterior resurrección.

Murray emitió un gruñido de exasperación, pero hizo una señal al capitán para que continuara.

—Es el modo más seguro —dijo Shackleton, ignorando al empresario y dirigiéndose a los demás—. Bajo la ciudad hay cientos de kilómetros de alcantarillas, y son lo bastante grandes como para que cualquiera pueda recorrerlas. Y luego están los sótanos, los almacenes subterráneos, los túneles del metro… Hay todo un mundo ahí abajo.

—¿Cómo es que las conoce usted tan bien, capitán? —pregunté, intrigado.

A Shackleton le sorprendió mi pregunta. Dudó unos segundos antes de responderla.

—Eh… porque es allí donde nos escondemos en el futuro.

—¿De verdad? ¿Se escondían en las cloacas? —Murray sonrió con ironía—. Es increíble la calidad de las tuberías británicas… Jamás habría sospechado que resistieran un siglo.

La muchacha americana iba a llamar de nuevo al orden al millonario, pero alguien se le adelantó.

—Debería confiar más en el Imperio, señor Murray.

Todos nos volvimos hacia el dueño de aquella voz arrogante, que no era otro que el joven que yo había confundido con un borracho al llegar a la colina.

—Capitán Shackleton, soy el agente Clayton, de Scotland Yard —se presentó, tocándose el sombrero—. Y por lo que he podido oír mientras, eh… descansaba reponiendo fuerzas, se considera lo suficientemente capacitado para guiarnos por las alcantarillas hasta Kensington, ¿estoy en lo cierto?

Shackleton asintió con la solemne resolución con que solo pueden asentir los héroes, responsabilizándose con aquel gesto del rebaño que formábamos. Entonces me adelanté unos pasos, algo molesto porque aquel hombre tan extraño, que en una situación como aquella no tenía reparos en echar una cabezadita contra un árbol, ni siquiera hubiera reparado en mi presencia. Carraspeé ruidosamente, para llamar su atención, y luego le tendí la mano.

—Agente Clayton, soy Charles Winslow, el… —Me detuve indeciso. Añadir «el descubridor del capitán Shackleton», como había sido mi primera intención, se me antojó de repente algo excesivo, así que terminé por decir—: Bueno, soy algo así como… el fiel escudero del capitán en esta aventura.

—Encantado, señor Winslow —dijo el agente, despachándome con un rápido apretón de manos y dirigiendo de nuevo su atención a Shackleton—. Bien, capitán, estaba usted diciendo…

—En realidad, hace un rato, cuando, eh… usted dormía… —le interrumpí de nuevo, enojado por su grosería—, yo estaba diciendo que no me parece una buena idea salir de Londres, pues…

—Señor Winslow, ya ha quedado claro que todos queremos salir de Londres —me cortó Wells—. Ahora estamos únicamente discutiendo cómo llegar primero a…

—Así es… —remachó Murray, ceñudo—, pero yo insisto que la absurda forma que nos propone el capitán de salir de Londres por las alcantarillas, como si fuésemos ratas, no me parece la más adecuada.

—Si tiene usted una idea mejor, señor Murray, adelante, compártala con nosotros —le replicó el capitán con los ojos relampagueantes—, pero le advierto que en toda catástrofe suelen ser las ratas las que primero encuentran la forma de salvarse.

Un momento después, todos estábamos hablando a la vez, enredados en una acalorada discusión. Hasta que de pronto, el agente Clayton elevó su arrogante voz por encima de las demás.

—¡Señores, por favor! —exclamó—. Creo con sinceridad que debemos confiar en el capitán Shackleton y poner en marcha su idea de huir por las alcantarillas de inmediato. Y no lo creo solo porque las credenciales del capitán sean inmejorables, ni porque, de momento, nadie haya propuesto una idea mejor. Lo creo, simplemente, porque me temo que esa pareja de trípodes que viene hacia nosotros no pretende organizar un romántico picnic en la colina.

Todos miramos espantados hacia los dos trípodes que, como paseantes ociosos, atravesaban Regent’s Park y se dirigían hacia el lugar donde nos hallábamos.