Charles sopló delicadamente sobre el último párrafo para secar la tinta. Luego cerró el cuaderno, cruzó la estilográfica sobre él y lo miró sin verlo. Habían transcurrido más de dos años desde la última vez que vio a su esposa, y ahora le dolía en el alma como pocas cosas le habían dolido nunca no haberse tragado el orgullo y despedido de ella enhebrando sus labios en el romántico beso que la situación demandaba, o en su defecto, si el pudor lo impedía, en un abrazo más o menos tierno, más o menos sincero.
En ese momento, oyó el chasquido de roedor que emitía el grillete que le ceñía el cuello, y casi de inmediato sintió aquel familiar cosquilleo que parecía nacer justo en la zona donde el collar se incrustaba en su piel a través de unos finísimos tentáculos, aproximadamente a la altura de la cuarta vértebra cervical, de forma parecida a como lo haría una garrapata. Un par de segundos después, el hormigueo se derramó por toda su columna como un chorro de metal ardiente que abrasó su médula, y se desflecó al alcanzar sus piernas en un manojo de afilados calambres. Charles apretó los dientes, a la espera de que la tortura pasara, dejándole como cada día el vientre dolorido, el cuerpo acolchado y las piernas temblorosas. Afortunadamente la descarga no duraba demasiado, apenas unos segundos, y con el tiempo casi había acabado por acostumbrarse a ella. Aunque las primeras veces pensó que aquel latigazo de fuego que surcaba su columna acabaría por derretirle la médula o tal vez las vísceras, las únicas secuelas que le había dejado habían sido un par de muelas fracturadas a causa del entrechocar de dientes y cierta vergüenza que le duraría hasta su muerte, pues más de una vez se le habían relajado tanto los esfínteres que había tenido que acudir al campo de trabajo con un humillante lastre pesándole en los raídos pantalones.
Con aquella innecesaria fanfarria, el zumbido del collar le avisaba de que ya podía salir de su celda, y cuando los calambres en las piernas cesaron, Charles se levantó y escondió el cuaderno bajo el colchón, felicitándose por haber logrado terminar el pasaje justo a tiempo. Salió de su madriguera con aire desvelado, simulando que acababa de despertarse.
Su celda era uno de los cubículos más elevados de la gran estructura metálica en que consistía el barracón de los prisioneros, por lo que desde la angosta plataforma en la que confluían los somnolientos presos de su planta se podía obtener una panorámica de todo el campo marciano. Charles decidió tomarse unos segundos para estudiar con resignación el lugar en el que moriría, aquel escenario que día a día iba resultándole más ajeno, pues cambiaba imperceptiblemente. A pesar de no estar todavía terminada, la enorme pirámide que había en su centro ya resultaba gigantesca. En aquel momento, con el sol naciente asomando por detrás de una de sus aristas, arrancando destellos anaranjados a su superficie cromada, incluso parecía hermosa. Pero Charles sabía que aquel edificio inmenso era en realidad un artefacto horrible y monstruoso. Desde hacía algunos meses, unos destellos verdosos habían empezado a recorrer horizontalmente los primeros niveles de la estructura piramidal, los que estaban más cerca de la base, emitiendo extraños zumbidos. Sus lados eran tan largos que aquellos resplandores tardaban horas en dar toda la vuelta a la misma y si uno se encontraba trabajando por casualidad cerca de la estructura cuando aquella extraña fosforescencia resbalaba por su cromada superficie, sentía un dolor intenso en los pulmones que de inmediato le provocaba un brote de tos. Fuera lo que fuese lo que aquella titánica pirámide tuviera que hacer con la atmósfera terrestre, ya había comenzando a hacerlo. Tras ella, arracimadas al fondo del paisaje, se encontraban las horripilantes chozas marcianas, una especie de bulbos de color rosa pálido, de cuyos techos surgían unos tubos que parecían hechos de un cristal sorprendentemente flexible, y que caían por sus paredes con una desagradable laxitud, dándoles el aspecto de inmensas medusas colocadas del revés. Los tubos se derramaban por el suelo, y a cierta distancia del barullo de chozas, se introducían en la tierra en dirección a la pirámide. A la izquierda del campo, no muy lejos de ellas, se abría en el suelo un inmenso agujero en forma de embudo. Allí eran arrojados los cadáveres humanos, que se deslizaban dando vueltas lentamente sobre sus bordes, hasta que eran succionados por el orificio central. Pero en aquel siniestro pozo no solo caían cadáveres. Si los marcianos juzgaban que algún prisionero debía ser castigado por alguna razón, o si tenía la desgracia de caer enfermo hasta el punto de que su debilidad le impidiera trabajar, el grillete de su cuello emitía un ronco quejido y el desdichado comenzaba a caminar hacia el embudo sin poder remediarlo, como una marioneta guiada por hilos invisibles, hasta arrojarse en su interior, donde daba morosas vueltas, cada vez más pequeñas y rápidas a medida que descendía, hasta escurrirse por el orificio central con un aullido de terror.
Con un estremecimiento, Charles apartó los ojos del pozo. No había un día que aquel maldito agujero no devorase a alguno de ellos, vivo o muerto, y como cada mañana, se preguntó si ese día le tocaría a él, si en algún momento de la jornada el grillete se haría con el control de sus piernas y se descubriría caminando decidido hacia el embudo, en un gesto que podría pasar por voluntario de no ser por la mueca horrorizada que asomaría a su rostro.
Sus ojos se perdieron entonces en el horizonte. Aunque a simple vista el campamento no parecía estar cercado, de modo que cualquier prisionero podía considerarse invitado a huir a campo través, en realidad estaba rodeado por un cerco de muerte invisible. Nadie sabía con exactitud dónde estaba trazada la mortífera línea, pero si alguno cometía la osadía de alejarse del centro del campamento más metros de lo permitido, el grillete que les rodeaba el cuello comenzaba a estrecharse de repente, obstruyéndoles la garganta y obligándoles a retroceder si querían volver a respirar. Eso no evitaba, por supuesto, que en los momentos de mayor desesperación algunos presos se olvidaran de aquella alambrada invisible o simplemente creyeran que podían correr más deprisa de lo que el anillo tardaba en ahogarlos. Pero a lo largo de aquellos dos interminables años Charles nunca había visto a nadie tan rápido. Él, sin embargo, no había hecho el menor amago de fugarse desde que lo habían trasladado allí. ¿Adónde podía ir si el mundo era, todo él, un enorme campo de prisioneros? Por lo que sabía, en ningún lugar se escondía su soñada resistencia humana. Y bastaba un rápido vistazo a los presos que descendían en hilera hasta el campo para comprender que tampoco allí germinaría clandestinamente ningún grupo de resistencia.
Charles bajó por la escalera y caminó entre los prisioneros alejándose del barracón, que visto desde el suelo parecía un enorme cajón de hierro colocado de canto. Como cada mañana, se dirigió a las máquinas de alimentación, que se encontraban adosadas al borde del embudo. En realidad casi parecían surgir de él, por lo que habría resultado muy ingenuo pensar que su ubicación allí era puramente casual, aunque hacía tiempo que Charles había decidido ignorar el horror que aquello podía significar. Si uno le echaba imaginación, podía decirse que las máquinas tenían el aspecto de gigantescas setas de varios metros de altura. Estaban coronadas por una especie de sombrero recubierto de escamas brillantes, y a modo de tallo poseían un largo cilindro, tan fino que un hombre habría podido abarcarlo con sus brazos. Para rematar su parecido con las plantas de la Tierra, estaban provistas de unas raíces metálicas que se hundían en la arena, a escasos centímetros del borde del agujero, aunque al menos una docena de ellas se enroscaban al tallo como enredaderas de hierro. Aquellos filamentos, jalonados de cientos de minúsculas articulaciones, oscilaban en el aire a media altura, y terminaban en una especie de boca dentada. Cuando los prisioneros acercaban sus cuencos a aquellas grotescas espitas, que recordaban a las plantas carnívoras, el flagelo vibraba ligeramente, antes de regurgitar la papilla verdusca que les servía de alimento.
Tras varios minutos haciendo cola, Charles logró llenar su cuenco, y luego se dirigió a una piedra solitaria. Sentado sobre ella, se entregó a diezmar su contenido a cucharadas rápidas, sin paladearlo. Era el único método que había encontrado para no terminar vomitando aquella bazofia elaborada por los marcianos. Y si ahora comía era simplemente porque estaba escribiendo su diario y no quería que la muerte le sorprendiese antes de que pudiera terminarlo. Mientras se obligaba a tragar el asqueroso puré, Charles paseó una cansada mirada a su alrededor, pero no reconoció a Shackleton en ninguno de los corrillos de prisioneros, ni tampoco dando cuenta de su desayuno en soledad, por lo que dedujo que esa mañana al capitán lo habrían llevado al campo de las mujeres, para que derramara su todavía saludable semilla en el vientre de algunas.
Apenas disponían de unos cuantos minutos para comer, antes de que los marcianos los azuzaran para reanudar la construcción de la máquina purificadora, así que Charles rebañó el cuenco y lo arrojó a la correspondiente pila. Al dirigirse hacia la estructura, observó a la docena de guardias que vigilaban sus movimientos con una especie de aguado rencor. Aunque parcialmente ocultos tras unas abigarradas mascarillas de cobre sujetas con correajes que les cubrían la boca y las fosas nasales, destinadas a filtrar el aire terráqueo, los marcianos solían moverse por el campo con apariencia humana. Al principio aquello le había parecido un bonito detalle por su parte, hasta que alguien le había dicho que el motivo no era evitar atemorizarlos, sino asegurarse de que les entendían cuando repartían órdenes e insultos.
Charles pasó la jornada destinado en uno de los pisos superiores de la torre, acarreando largas y pesadas vigas de acero junto con una docena de presos más. Trabajó sin descanso, si exceptuamos los momentos en los que algún ataque de tos le obligaba a apartarse del grupo para marcar el suelo con un esputo de sangre ligeramente verdosa. Cuando eso ocurría, los demás presos le dedicaban una mirada de compasión o indiferencia, y él no podía evitar sentir por ellos nada más que un profundo desprecio. Charles se creía diferente a los demás, pero no porque perteneciera a un estrato social más elevado. Dos años habían bastado para uniformar a los prisioneros, nivelando a ricos y pobres, convirtiéndolos en un atajo de hombres vencidos y malolientes que solo se distinguían unos de otros por sus modales, y a veces ni siquiera eso: con el tiempo, el silencio, los monosílabos y los gruñidos habían acabado sustituyendo a las conversaciones, tal era el cansancio que tronchaba sus cuerpos. Si Charles seguía sintiéndose diferente era porque él no había sido atrapado en las calles, como la mayoría de los presos, ni había sido encerrado allí sin que supiera otra cosa de lo que estaba sucediendo que los vagos rumores que luego cosecharía en el propio campo. No, antes de ser hecho prisionero, él había formado parte de un grupo de valientes héroes liderados por el bravo capitán Shackleton, quien incluso había estado a punto de matar al marciano que dirigía la invasión, por mucho que ahora todo aquello le parecía un sueño.
Para recordarlo, para desenterrar aquellos sucesos de lo más hondo de su memoria, tenía que llevar a cabo un trabajoso esfuerzo de concentración, como el que realizó también al llegar a su celda después de la extenuante jornada. Apenas disponía de una hora de luz antes de la puesta de sol, así que, pese al cansancio y el mareo que lo embargaban, sacó el diario de debajo del camastro y continuó escribiendo donde lo había dejado, volviendo a desatar el hatillo de recuerdos que guardaba en lo más profundo de su mente.
DIARIO DE CHARLES WINSLOW
13 de febrero de 1900
Cuando el carruaje salió a la calle, esta seguía tranquila, al igual que Exhibition Road, por la que no tardamos en aventuramos. Los trípodes todavía no habían hecho acto de presencia en Queen’s Gate, y eso me supuso un gran alivio, no solo porque reducía el tiempo que nuestros seres queridos quedarían expuestos a ellos, sino porque prefería no volver a tropezarme con las siniestras máquinas marcianas, por mucho que ahora me acompañara el bravo capitán Shackleton. Observé disimuladamente al capitán, que parecía hallarse absorto en sus pensamientos, con una mueca grave anidando en los labios. ¿Qué estaría valorando? ¿Acaso repasaba las tácticas que conocía para decidir cuál era la que mejor se adaptaba a la situación? Resulta increíble lo vulnerables que somos a la sugestión, me dije mientras le contemplaba de soslayo: el hombre que viajaba sentado a mi lado era el mismo individuo insulso que me había producido tanto desagrado apenas unos minutos antes; ahora, en cambio, sabiendo que no era otro que el capitán Shackleton, lo veía como un hombre valeroso y arrojado, cuyo apocamiento había mutado en una serenidad que provocaba en cualquiera que estuviera a su lado el irrefrenable deseo de seguirlo hasta las mismísimas puertas del infierno. Lo que aquel hombre había hecho era milagroso. Yo viajaba junto a una leyenda. Y se trataba de una leyenda armada, pues antes de salir yo había tenido la precaución de tomar prestados tres revólveres de la colección de mi tío: un Colt para él, un Remington para Harold y un Smith & Wesson para mí, así que todos nos dirigíamos a nuestra misión con un arma en el regazo y varias cajas de munición obstruyéndonos los bolsillos de la chaqueta. Era consciente de mi modesto papel de escudero en aquella empresa titánica, pero a pesar de que el miedo me calaba los huesos, recorría mi interior un oleaje de confianza: mi encuentro con Shackleton había sido providencial, pues si yo no lo hubiese convencido, jamás habría asumido que era él quien debía acabar con los marcianos. Y dado que aquello no podía depender de un simple cúmulo de casualidades, comprendí que estábamos siguiendo nuestro destino, que todo lo que estábamos haciendo aparentemente de un modo tan voluntario como improvisado, ya había sido dispuesto por el Creador desde mucho antes de nuestro nacimiento.
Con un trote acompasado y cauteloso, el carruaje bordeó Hyde Park y tomó Piccadilly en dirección al Soho. Me alivió descubrir que, de momento, allí todo estaba tranquilo. Se oían continuas explosiones en la distancia, arropadas por el insistente repicar de las campanas, pero parecía que los trípodes se encontraban todavía lejos de aquella zona.
Los londinenses se habían refugiado en sus casas, de modo que las calles estaban casi todas desiertas. Pero al poco de aventurarnos en Shaftesbury Avenue, que permanecía todavía intacta, empezamos a encontrarnos gente corriendo aterrada en sentido contrario. Era la misma argamasa social que me había arrastrado en mi huida hacia el Támesis, mendigos harapientos barajados con caballeros pudientes, todos ellos hermanados por una mueca de pavor idéntica. A través de las ventanillas, observamos que algunas de las personas que avanzaban intentando no ser arrolladas por los carros y demás vehículos que huían en su misma dirección, lucían manchas de sangre en algunas partes de su indumentaria. Era evidente que nos dirigíamos al encuentro de un trípode. Musité una maldición, e intenté vislumbrar alguna calle lateral por la que pudiésemos escabullirnos, pero todas parecían obstruidas de cascotes o de coágulos de gente desorientada. No teníamos más opción que continuar por Shaftesbury Avenue, en dirección al trípode, aunque eso no amedrentó a Harold, que continuó azuzando a los caballos, al tiempo que esquivaba con dificultad a los numerosos carruajes que nos encontrábamos de cara. Contemplé cómo Shackleton empezaba a tensarse a medida que el estruendo se hacía más evidente, y eso provocó que también yo me irguiera sobre el asiento, agarrando con fuerza la culata de mi revólver mientras sentía el corazón latiendo desbocado contra mi pecho. Al contrario que ellos, yo ya había sido testigo del poder de los marcianos, y dudaba que pudiéramos salir con vida del encuentro al que tan inexorablemente nos dirigíamos.
Entonces, en mitad de la avenida, con sus tres patas fuertemente afianzadas en el suelo, distinguimos el trípode que había provocado aquella estampida. Se mecía ligeramente, confiado y poderoso, mientras a su espalda se entreveía, como una dentadura corroída por la podredumbre, una hilera de edificios medio desmenuzados. La altura de la máquina marciana pareció sobrecoger a Shackleton, como me había aterrado a mí la primera vez que enfrenté una de ellas. En ese instante, un rayo de fuego brotó del tentáculo, bañando a un grupo de personas que huían despavoridas ante ella. Inmediatamente, aquella docena de desgraciados quedaron convertidos en grotescos muñecos de ceniza.
—Santo Dios… —musitó Shackleton a mi lado.
Al comprobar lo que los marcianos eran capaces de hacer con nosotros, Harold pareció perder toda su valentía, y se apresuró a dar la vuelta al coche para huir en sentido contrario. Sin embargo, a nuestras espaldas se había formado una madeja de vehículos en la que quedamos irremediablemente atascados. Coches, berlinas y pequeños cabriolés pugnaban por desenredar el ovillo que el pánico les había hecho componer, aunque enseguida comprendimos que era una lucha vana. Nunca lograrían separarse unos de otros, no antes de que el trípode nos alcanzara, y así era imposible sortearlos. Estábamos atrapados entre el rebujo de coches y el ingenio marciano. Pronto quedaríamos reducidos a un reguero de cenizas sobre los adoquines. Rindiéndose a las circunstancias, Harold bajó del pescante sin saber qué hacer, y Shackleton y yo le imitamos, en el mismo momento en que el trípode daba un paso hacia aquella ridícula maraña que obstruía la calle, haciendo que el suelo ondulara bajo nuestros pies como el lomo de un gato erizado. Hice amago de sacar mi revólver, pero enseguida lo descarté. ¿De qué serviría disparar a aquella cosa?
—¡Tenemos que abandonar el coche aquí y huir a pie! —le grité a Shackleton, que permanecía con la mirada clavada en el lento avance de la máquina.
El capitán negó con la cabeza y, para nuestra sorpresa, echó a correr en sentido contrario. Atónito, lo observé dirigirse velozmente hacia el trípode, que no se percató de que, entre la riada de gente que huía de él, alguien avanzaba contra corriente. Únicamente cuando la multitud se dispersó, el capitán resultó visible para el marciano. Desde la distancia, traté de entender qué demonios intentaba hacer. Y solo se me ocurrió una cosa: que su intención fuese pasar bajo las patas de la máquina para escapar en la dirección opuesta, olvidándose de todos nosotros. Pero ¿qué clase de héroe haría algo así?, me dije, ¿qué clase de héroe intentaría salvar su pellejo por encima de cualquier cosa, sin importarle el destino de sus compañeros? Entonces, de repente, cuando estaba a punto de pasar bajo el trípode, pareció cambiar de opinión y en vez de atravesar por entre los largos juncos de sus patas, intentó sortearlo, escabulléndose hacia su derecha. El tentáculo se desentendió de los demás y siguió la desconcertante carrera del capitán oscilando en el aire. Y desde donde me encontraba, intentando no ser aplastado por la horda que pugnaba por abrirse paso entre la barricada de coches, pude ver cómo la máquina marciana lo acorralaba contra un edificio de bella fachada neoclásica, probablemente administrativo, cuya entrada exhibía media docena de graciosos arcos sostenidos sobre pilares.
Junto al puñado de curiosos que habían detenido su fuga para presenciar lo que más bien parecía un alocado suicidio, observé al capitán contemplar la danza del tentáculo como si se tratara de una cobra, mientras el miedo parecía retenerlo clavado al suelo. El flagelo se detuvo entonces a unos metros de él, colgando del aire, y disparó sobre Shackleton un segundo después. Di por muerto al capitán, pero este logró vencer su parálisis en el último momento, arrojándose ágilmente a un lado, de manera que el rayo impactó contra el pilar que se hallaba a su espalda, lanzando una mortífera lluvia de fragmentos en todas direcciones. La destrucción del pilar provocó un inquietante temblor en la fachada, que enseguida empezó a resquebrajarse, recorrida por un ramillete de zigzagueantes grietas. A través de una cortina de polvo logré distinguir al capitán levantándose para reanudar su huida, pero el marciano que pilotaba la máquina no estaba dispuesto a darle tregua. Volvió a apuntalarse sobre sus largas patas y efectuó otro disparo, que obligó a Shackleton a rodar de nuevo por el suelo. El rayo golpeó contra un segundo pilar, produciendo otro remolino de esquirlas que volvió a desgarrar el manto del aire. Un segundo después, Shackleton se levantó y le vi correr alejándose todo lo posible del trípode, mientras este intentaba nuevamente alcanzarlo con su rayo, que fue segando cada una de las restantes columnas del edificio como quien tala un bosque de un solo hachazo, intentando acertar a su esquiva presa. Perdidos varios de sus puntos de apoyo, el edificio comenzó entonces a escorar, emitiendo un estruendo ensordecedor. Shackleton se detuvo justo debajo del último arco, pero apenas pudo hacer otra cosa que contemplar cómo el inmenso edificio se desplomaba sobre él y sobre un tramo de la calle. Antes de comprender lo que estaba sucediendo, el trípode fue brutalmente sacudido por una catarata de cascotes. La avalancha lo hizo tambalearse, mientras el tentáculo, descontrolado, barría la calle con su rayo calórico, seccionando la fachada de la mayoría de los edificios colindantes. Aquella destrucción, repentina y arbitraria, arrojó una granizada mortal de cascotes, vigas, ladrillos y todo tipo de imaginables ornamentos arquitectónicos contra nosotros, desde las más insospechadas direcciones, por lo que no todos acertamos a resguardarnos de aquel torbellino. Harold y yo logramos protegernos tras nuestro carruaje, que tuvo la fortuna de sufrir apenas una violenta sacudida, pero otros que se hallaban a nuestro lado no corrieron tanta suerte: espantados, vimos cómo una pesada gárgola surgida de Dios sabía dónde desbarataba el techo de uno de ellos, aplastando brutalmente a sus ocupantes, un atemorizado matrimonio que ni siquiera dispuso de tiempo para entrelazar las manos. Fue un diluvio brutal pero breve, y de repente, tras el golpe de la última piedra, un silencio sepulcral se asentó a nuestro alrededor, mancillado tan solo por las infatigables campanas.
Tosí varias veces, intentando distinguir algo a través de la densa polvareda que invadía la calle. A medida que la mortaja de niebla comenzaba a deshilacharse, las pocas personas que habíamos sobrevivido pudimos comprobar con alivio que ningún marciano amenazaba ya nuestras vidas: el trípode había desaparecido bajo una montaña de cascotes, pero por desgracia también el capitán Shackleton. Desconcertado, contemplé la inmensa tumba humeante de la cual sobresalían dos de las patas del trípode, componiendo una especie de monstruosa cruz. Aquí yace sepultado el futuro salvador de la humanidad, me dije, entre estremecido y desconcertado, sin saber qué demonios pensar sobre aquel inesperado suceso, que echaba por tierra todos mis razonamientos. Mientras el tañido de las campanas removía el cielo por encima de nuestras cabezas y se oían algunas explosiones en la distancia, un silencio de cenizas iba cubriendo trágicamente el improvisado sepulcro. Alguien sugirió rezar una oración, pero la mayoría nos encontrábamos demasiado aturdidos aún para obedecerle.
Entonces se oyó el tintineo que produjo una piedra al desprenderse de lo alto del montículo. Todos clavamos una mirada desconcertada en la ligera sacudida que empezaron a sufrir los escombros, temiendo que se debiera a que el trípode intentaba levantarse, pero sus patas seguían inertes. Tras aquella primera piedra cayeron otras dos, y después varias más en rápida sucesión, componiendo un pequeño alud de cascotes que resbaló por la ladera del montículo. Y entonces una mano apartó una enorme piedra, que rodó despacio hacia el suelo, luego apareció un brazo y, por último, como surgiendo a duras penas de un vientre pétreo, emergió Shackleton, milagrosamente intacto.
Lo observé tan contento cómo incrédulo. Dios bendito… aquello no era posible. ¡Estaba vivo! ¡El capitán estaba vivo! Tras unos segundos de estupefacción, todo el mundo estalló en una salva de vítores y aplausos. Varios individuos, entre ellos yo, nos acercarnos al montículo. No podía creer que el capitán no hubiese muerto aplastado por las ruinas, pero cuando llegué hasta la pila de cascotes y atisbé bajo la costra de escombros, comprendí al instante cómo había logrado escapar de aquella muerte cierta: el arco había formado una suerte de madriguera para acoger al capitán en su interior, protegiéndolo maternalmente. Allí había soportado el derrumbe, cobijado como un pajarillo.
Eufóricos, el puñado de supervivientes rodeó el montículo, y yo me uní con gusto a aquella celebración, igual de exaltado que ellos por la asombrosa gesta del capitán, una hazaña que despejaba cualquier duda que pudiera quedarme sobre su verdadera identidad. Desde la cima de la escombrera, Shackleton nos devolvió un saludo azorado. Luego bajó de ella cohibido, sacudiéndose el polvo que harinaba su terno, y caminó tambaleándose ligeramente hacia el carruaje, seguido por aquel coro de admiradores que se empeñaban en darle la mano e incluso le palmeaban con incontenible entusiasmo la espalda, provocando que continuas nubecillas de polvo se elevaran desde su chaqueta, como si bajo su traje llevara oculto un motor de vapor. Cuando finalmente llegó al coche, Shackleton subió a él, se despidió de sus admiradores con un gesto pudoroso de la mano, y se rellanó muy tieso en el asiento, dispuesto a reanudar el viaje. Me senté a su lado lleno de admiración, aunque también algo avergonzado conmigo mismo por lo que había pensado de él.
¿Cómo había sido capaz de pensar que sus intenciones eran abandonarnos a nuestra suerte? Nada más lejos de la verdad. Mientras todos buscábamos con desesperación un camino para huir, Shackleton había calibrado la situación con su mente del futuro: había comprendido la invulnerabilidad del trípode, había estudiado la calle, había analizado los edificios colindantes con una rápida mirada, se había centrando en uno de ellos en particular —el que se sostenía por media docena de columnas, las cuales, si eran destrozadas por el rayo calórico, harían derrumbarse al edificio— y finalmente había considerado la posibilidad de resguardarse bajo uno de los arcos. Pero Shackleton no solo poseía la mente de un estratega excepcional, sino que también contaba con el valor necesario para llevar a cabo un plan tan temerario como el que había improvisado en cuestión de segundos, un plan que le exigía jugarse la vida para salvar las nuestras, un riesgo al que ya estaba acostumbrado. Y así lo había hecho, sin dudarlo un solo segundo, y exhibiendo su habilidad y excelente forma física pues, lo que en un principio me había parecido una desmañada manera de rodar por el suelo se me revelaba ahora como los calculados movimientos de una pantera.
—Deje de mirarme así, señor Winslow —dijo Shackleton con cierta irritación, que no dudé en atribuir a la tensión nerviosa del momento.
—Capitán, seguiría mirándole así aunque me arrancaran los ojos. Lo que acaba de hacer ha sido asombroso, lo más extraordinario que he visto nunca. Cómo lo ha calculado todo. Qué mente estratégica la suya, qué sangre fría. Es usted un verdadero héroe, capitán —respondí, eufórico—. Y al vencer a un trípode usted solo, ha devuelto la esperanza a todas esas personas. Dios… ¡me ha devuelto la esperanza incluso a mí!
—Solo he tenido suerte… —dijo con aspereza, encogiéndose de hombros.
Sacudí la cabeza, divertido ante su modestia, y le ordené a Harold que diera media vuelta y que continuáramos rumbo al Soho sin el menor temor, pues nada malo nos ocurriría mientras siguiéramos junto a aquel hombre excepcional, ya que él mismo había sido testigo de lo que podía hacer el bravo capitán Shackleton. El cochero me dedicó una mirada escéptica, como si la gesta del capitán no le hubiese impresionado lo más mínimo, pero subió al pescante y azuzó los caballos sin una sola queja.
Tras sortear la pira funeraria bajo la cual había quedado sepultado el trípode, nos internamos en la parte de la avenida por donde había pasado minutos antes, y todos pudimos contemplar los destrozos que había causado. Tropezamos con numerosos edificios derruidos, pero el verdadero horror, la dimensión del desprecio que los marcianos sentían por nuestra raza, la ilustraban las docenas de cadáveres que había esparcidos por doquier, los túmulos de cenizas humanas que salpicaban los cascotes y sobre todo los supervivientes: una mujer lloraba arrodillada ante el cadáver pisoteado de un niño de tres o cuatro años, un hombre vagaba ensimismado cargando con delicadeza con la cabeza de alguien, otro pedía inútilmente ayuda medio aplastado por su caballo…
Atravesamos aquel escaparate de horrores con una mueca de estremecimiento en el rostro. Incluso el capitán parecía impresionado, a pesar de que venía de un futuro en el que Londres era también un amasijo de escombros. Probablemente pensaba en lo vano de todos nuestros esfuerzos, pues, aunque lográsemos sofocar la invasión y reconstruir la ciudad, otra destrucción igual de terrible la esperaba en un recodo del futuro. Por las cruces y monumentos que la conmemorarían en los cementerios, las futuras generaciones conocerían nuestra tragedia de un modo tan vago como nosotros conocíamos la que a ellos les tocaba sufrir gracias a la empresa Viajes Temporales Murray. Solo el bravo capitán Shackleton vería cómo la ciudad más poderosa del mundo era dos veces devastada.
Realizamos gran parte del camino envueltos en aquel silencio pesaroso, hasta que al llegar a la entrada del Soho, Harold detuvo bruscamente el coche. Shackleton y yo nos asomamos por las ventanillas para intentar averiguar las causas del frenazo, y a unos cincuenta metros, a través de un velo de niebla, distinguimos al menos media docena de trípodes, que abandonaban el barrio al que nos dirigíamos, caminando juntos como una manada de elefantes fantasmagóricos. Permanecimos inmóviles, fingiendo que éramos uno más de los muchos carruajes abandonados que había en las calles, y solo cuando desaparecieron en dirección al Strand, Harold volvió a azuzar a los caballos.
El Soho había quedado irreconocible. Aquel rebaño de trípodes lo había reducido a un descampado de cascotes humeantes en el que apenas quedaba en pie algún edificio que nos sirviera de referencia. Ante aquella sobrecogedora devastación, comprendí que nunca había existido en la Tierra un poder de destrucción similar al que exhibían los marcianos. Entre las ruinas, como náufragos que hubieran perdido la razón, pululaban grupos de hombres heridos, ayudándose unos a otros y volteando uno a uno los cadáveres que encontraban, en busca de sus familiares. Estuve un rato observándolos como hipnotizado, consciente de que, aunque lográramos ganar aquella guerra, muchos ya la habían perdido. Entonces el carruaje se detuvo y oímos la voz de Harold desde el pescante.
—Creo que este es el número doce de Greek Street —dijo, señalando a la nada.
Shackleton y yo nos apeamos del coche y caminamos como sonámbulos entre los cascotes de lo que había sido la sede de Viajes Temporales Murray, seguidos a cierta distancia por Harold. Recuerdo que vagué entre las ruinas en un estado de absoluta estupefacción, sin poder creerme que los marcianos hubieran abortado nuestro plan de un modo tan casual. En algún lugar de aquel mar de escombros nos tropezamos con el Cronotilus, brutalmente aplastado bajo un pesado chal de vigas y trozos de techo. ¿Cómo íbamos a viajar al futuro ahora?, me dije, contemplando el tranvía temporal medio destruido. Además, aunque el tranvía se encontrara intacto, no había por ningún lado rastro alguno del agujero, aunque lo cierto es que yo tampoco era capaz de imaginar qué aspecto tenía aquel atajo al año 2000. El asfixiante tentáculo del fracaso se apretó alrededor de mi garganta. ¿Me había equivocado? ¿Acaso no nos correspondía a nosotros salvar el mundo?
Fue entonces cuando mi pie tropezó con el cartel que anunciaba el viaje al año 2000, en concreto al día en el que tendría lugar la batalla final por el destino del mundo, y que mientras la empresa Viajes Temporales Murray había seguido abierta, colgaba junto a su puerta como un reclamo tan irreal como cautivador. La ilustración mostraba al capitán Shackleton enarbolando su espada contra el rey de los autómatas, a quien había vencido en el emocionante duelo del que, gracias a la magia de Murray, yo había sido testigo. Busqué con mi mirada al héroe de carne y hueso, y la casualidad quiso que en aquel momento se encontrara hablando con Harold, mientras señalaba algo que les había llamado la atención en lo alto de un muro. Tenía el brazo estirado, las piernas apuntaladas entre dos grandes rocas y la fuerte mandíbula elevada en un gesto de innegable autoridad, como si quisiera reproducir con la máxima fidelidad la aguerrida postura con que lo mostraba el dibujo que ahora yo sostenía entre mis manos. Repentinamente animado, volví a observar el cartel, y luego otra vez al bravo capitán Shackleton, que estaba allí, en nuestra época, y que apenas unos minutos antes había aniquilado, él solo, a uno de los ingenios marcianos. El hecho de que la empresa Viajes Temporales Murray hubiese sido destruida por los trípodes no significaba nada, salvo que no iba a ser viajando al futuro como salvaríamos al mundo. Sería de otro modo, pero venceríamos. Shackleton me sorprendió mirándole, y con un escéptico alzamiento de cejas, abrió sus brazos para abarcar toda aquella desolación.
—Como ve, señor Winslow, no hay modo alguno de que podamos viajar al año 2000.
Yo me encogí de hombros, divertido ante lo que sin duda no era más que un pequeño inconveniente.
—Entonces me temo que tendremos que vencer a los marcianos nosotros solos, capitán. —Y sonreí.