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A Charles Winslow le hubiese gustado que el tiempo fuese como un río en cuyas orillas se remansara un paisaje inalterable, un paisaje de bellas montañas talladas a cincel, lagos donde el atardecer se derramara con suavidad, colinas de sensuales lomas o cualquier otra cosa. Lo que lo constituyera no tenía importancia, al menos no tanta como su naturaleza inmutable, pues aquel paisaje debía permanecer allí no solo cuando él se detuviera en la orilla para admirarlo, sino también cuando decidiera marcharse, remontando la corriente en su barquita o dejándose arrastrar por ella en sentido contrario. Hiciera lo que hiciese, debía continuar allí, en un sereno reposo, cosido al borde del río con hilos imposibles de desatar. Pero, según parecía, el tiempo no era como ningún río. Si uno se marchaba creyendo que todo permanecería tal cual lo había dejado, se equivocaba. Charles jamás lo hubiera creído, pero así era. Él había viajado al año 2000 gracias a Viajes Temporales Murray, había sido testigo de la despiadada guerra del futuro, en la que los hombres combatían contra los malvados autómatas por el dominio del planeta, y luego había vuelto a su época, una época donde los autómatas eran considerados meros juguetes. Aquel presente llevaba larvado en su interior, como una enfermedad latente, el germen del mañana. Pero lo que había sucedido dos años después había alterado tan sustancialmente ese presente que ya no podría desembocar en el futuro que Charles había creído inalterable. El mundo que ahora habitaba había tomado otra vía, ya no se dirigía al año 2000 que Murray les había mostrado. No sabía hacia dónde se dirigía, pero desde luego no era allí, se dijo, al tiempo que se levantaba del jergón y, renqueante y tembloroso, se acercaba a la entrada de su celda. Desde allí observó con pesadumbre el mundo que había fuera, y lanzó un suspiro: tampoco esa mañana había despertado de la pesadilla en la que parecía estar viviendo. Y como para constatarlo, sus dedos acariciaron resignados el grillete que le rodeaba el cuello.

Todavía no había amanecido, pero la oscuridad empezaba a descascarillarse por el horizonte, y una luz andrajosa, ligeramente cobriza, desvelaba con parsimonia la llanura en la que se alzaba la gigantesca estructura de hierro que estaban construyendo para los marcianos. A esas alturas, todos sabían ya que los invasores no procedían de Marte, pero dado que ignoraban de dónde venían, la mayoría seguía usando aquel apelativo para referirse a ellos, confiando quizá en que les resultara una palabra despectiva.

Charles estudió la torre con la pobre rabia que le permitía aquella fatiga que se le había filtrado en los huesos hasta formar parte de sí mismo. Según había oído, la pirámide era una máquina que, una vez terminada, serviría para reordenar el aire de la Tierra y convertirlo en un elemento que no fuese tan perjudicial para los invasores como lo había sido hasta entonces. La transformación del aire era uno de los muchos arreglos que los marcianos estaban haciendo al planeta, preparándolo para la ansiada llegada de su Emperador, que llegaría acompañado del resto de la raza, cruzando el espacio en una caravana de enormes aeronaves con todo su mundo empaquetado en las bodegas. El puñado de invasores que habían conquistado la Tierra sin el menor problema no era, en realidad, más que una pequeña avanzadilla.

Al fondo, cerca de las ruinas de lo que dos años antes había sido la ciudad más grande del mundo, se hallaba el campamento marciano, un rebujo de chozas plateadas y bulbosas en extraña disposición que constituía el pequeño destacamento que se ocupaba del campo de trabajo en el que él estaba prisionero. Charles ignoraba dónde tenía su residencia el extraterrestre que había dirigido la invasión, pero sabía que había campamentos como aquel repartidos por toda Inglaterra y también por el resto del mundo, pues ahora, dos años después del comienzo de la invasión, podía afirmarse que la derrota de la Tierra había sido completa. Tras reducir Londres a una escombrera, los invasores continuaron con otras ciudades británicas, como sus hermanos estaban haciendo en Europa y en el resto de los continentes, sin encontrar más que la molesta resistencia que el poderoso Imperio Británico había ofrecido. Así, habían caído París, Barcelona, Roma, Atenas… Ahora el planeta entero estaba sometido, millones de humanos habían muerto durante la gran guerra, y los pocos que quedaban, entre los que Charles tenía la discutible fortuna de contarse, habían sido convertidos en esclavos, una mano de obra que no les preocupaba apurar hasta la muerte, como ya había constatado de sobra.

Pero ¿cómo era posible que todo eso hubiese ocurrido realmente?, se preguntó una vez más. Aquello no podía estar sucediendo, aquello no podía ser real, se repitió, sintiendo cómo la impotencia y la incredulidad volvían a desperezarse en su interior. Él había visto el futuro, un futuro que evidentemente ya no iba a producirse. Y había algo extraño, algo erróneo en todo eso. Aunque nadie parecía opinar como él, ni siquiera el propio capitán Shackleton, que se hallaba en el mismo campo de prisioneros que Charles y a cuya celda solía acudir cada vez que podía, como si él tuviera las respuestas a todas sus preguntas. La mayoría de las veces Shackleton se limitaba a encogerse de hombros, o a dedicarle una mirada piadosa cada vez que él hablaba del asunto, cada vez que insistía en que eso no podía estar sucediendo. «¡Pues ya lleva dos años pasando, maldita sea!», exclamaba a veces con voz sombría, cuando sus cansinas preguntas le minaban la paciencia. Eso solía zanjar la conversación.

Charles sacudió la cabeza, intentando espantar aquellos pensamientos. Era absurdo mortificarse una y otra vez diciéndose que estaba viviendo una vida equivocada, especialmente ese día, cuando no podía perder ni un solo minuto de su escaso tiempo. En cuanto amaneciera, los marcianos les azuzarían a salir de sus celdas y tendrían que volver al trabajo, a la fatigosa construcción de la máquina purificadora. Apenas disponía de una hora antes de que eso sucediera, así que Charles se acercó a la pequeña mesa que había en una esquina de su celda, se sentó y sacó el papel de carta y la pluma que había comprado con cinco de sus dientes menos cariados. No sabía para qué los querría Ashton, el prisionero que lo conseguía todo, pero a él pronto dejarían de serle útiles.

Le había pedido aquellas herramientas de escritura con la intención de escribir lo que todavía no sabía cómo denominar. Suponía que podía considerarse un diario, aunque no tenía intención de recoger tanto su día a día —para eso le bastarían un par de líneas— como los sucesos que le habían conducido hasta aquella situación. Pero fuera lo que fuese, una cosa estaba clara: tenía que escribirlo antes de morir, algo iba a suceder muy pronto. Y como para confirmar sus sospechas, le sobrevino otro de los ataques de tos tan habituales de las últimas semanas. Cuando pasó, tenía la garganta irritada y los pulmones doloridos, y Charles trató en vano de aflojarse el maldito grillete con el mismo gesto reflejo que en otro tiempo ahora lejano se aflojaba la corbata de lazo. Luego se concentró y, tras un par de minutos en los que permaneció en silencio, ordenándose la mente, comenzó a escribir:

DIARIO DE CHARLES WINSLOW

12 de febrero de 1900

Mi nombre es Charles Leonard Winslow, tengo 29 años y soy prisionero del campo de trabajo marciano de Lewisham. Pero no perderé el poco tiempo de que dispongo hablando de mí. Baste decir que, antes de la invasión, lo tenía todo: una posición privilegiada, una esposa adorable y la perfecta combinación de cinismo y salud de hierro necesaria para disfrutar plenamente de los placeres que cada día quisiera regalarme. Ahora, sin embargo, todo me ha sido arrebatado, tanto de las manos como del alma, incluso mi propia fe en mí mismo. Nada tengo pues, salvo la certeza de que moriré antes de una semana. Por eso escribo este diario, para evitar que todo lo que sé sobre los invasores muera conmigo. Porque yo sé cosas sobre ellos que no todo el mundo sabe, y aunque a mí de nada vayan a servirme allí adonde voy, quizá resulten útiles para otros.

Soy consciente, sin embargo, de que lo más probable es que ningún humano lea nunca estas páginas. Me basta con mirar a mi alrededor para comprenderlo. Pero aunque lo razonable sea pensar eso, algo dentro de mí, una fragilísima brizna de ilusión, me hace albergar esperanzas de que, tarde o temprano, venceremos a los marcianos. Y si eso sucede, tal vez la información que me dispongo a recoger en estos papeles tenga algo que ver en ello. En el caso de que esté equivocado, de que mi intuición no sea más que el tonto anhelo de un pobre loco, este diario quizá constituya el único testimonio que recuerde que la Tierra no perteneció siempre a los marcianos o quienesquiera que sean. No, durante un vasto océano de siglos, la Tierra fue del hombre, que llegó a creerse el dueño y señor del universo.

Solo algunas mentes excepcionales, como la del escritor H. G. Wells, a cuya memoria dedico estas páginas, supieron observar el cosmos con la perspectiva adecuada. Eso les permitió comprender no solo que no éramos sus únicos habitantes, sino que quizá tampoco éramos los más poderosos. Wells lo gritó a los cuatro vientos en su novela La guerra de los mundos que, movidos por su habitual arrogancia, sus contemporáneos leyeron como si se tratara de una ingenua obra de ficción. Nadie pensó que algo así pudiera ocurrir realmente. Nadie. Y he de confesar que yo tampoco, aunque no porque creyese que éramos únicos y poderosos, sino porque había visto el futuro que aguardaba a nuestros nietos. Sí, yo había visto el año 2000, y en él no había el menor rastro de los marcianos.

Por eso, el día que comenzó la invasión, yo me encontraba en el prostíbulo de Madame M*** el exquisito santuario del placer que solía frecuentar al menos una vez por semana. El St. James’s Gazette, en sucesivas ediciones extra, había anunciado la aparición de unas extrañas máquinas en Horsell, en el campo de golf de Byfleet y cerca de Sevenoaks, Enfield y Bexley, si mal no recuerdo. Según fuimos sabiendo, eran máquinas de combate, pues algunas habían abierto fuego contra los curiosos que se arracimaban en torno a ellas como si se tratara de alguna atracción, y al parecer, encaramadas a unas patas semejantes a zancos, se dirigían hacia Londres, devastándolo todo a su paso con un terrible rayo de fuego. Sin embargo, nada había que temer, aseguraban las noticias, pues en Londres las aguardaba para darles la bienvenida el poderoso ejército británico en un despliegue sin precedentes. La ciudad estaba acordonada por cañones de campaña y centenares de piezas de artillería traídas de Woolwich y Aldershot, se estaban produciendo y distribuyendo rápidamente explosivos de alta potencia, e incluso había buques torpederos y destructores remontando el Támesis, pavoneándose ansiosos de librar batalla.

Más que temor, todo aquello producía en la población una gran curiosidad y expectación. Muchos ciudadanos se habían acercado a las afueras de Londres con la intención de asistir al anunciado y espectacular combate, deseosos de ver cómo el ejército destruía a los enemigos, que muchos aseguraban que eran marcianos llegados del espacio. Pero aquella muchedumbre de curiosos fue inmediatamente devuelta a la ciudad por las tropas, tragándose sus ganas de ver el terrible rapapolvo que nuestros soldados propinarían a los invasores. Por motivos de seguridad, nadie podía salir de Londres; hasta las estaciones de tren estaban paralizadas por orden del gobierno. Solo se podía entrar, como estaban haciendo los huidos de Molesey, Walton, Weybridge y otros lugares cercanos, asfixiando las calles en una riada de vehículos rebosantes de maletas y objetos de valor. Al parecer, la devastación era terrible en los pueblos vecinos, pero aun así nadie pensaba que pudiésemos perder la batalla que se avecinaba. La última edición del St. James’s Gazette anunció la interrupción de las comunicaciones telegráficas, por lo que, a falta de noticias, todos quedamos a la espera de ver qué sucedía.

Como es de suponer, eso creó cierta inquietud entre la gente, pero no una alarma excesiva. Y en mi caso, he de confesar que ni siquiera me produjo la más leve preocupación. ¿Por qué habría de hacerlo, si estaba convencido de que esas máquinas extrañas iban a ser destruidas por nuestro poderoso ejército antes de que lograran irrumpir en la metrópoli? Los marcianos o lo que fuera serían derrotados sin lugar a dudas. No podía ser de otro modo, y no porque sus máquinas se acercaran a nosotros caminando ridículamente sobre zancos, en vez de por el aire, como las descritas por Wells, exhibiendo de esa forma su innegable superioridad. No, serían vencidas porque lo decía el futuro. Serían vencidas porque estaba escrito. Por mucho miedo que dieran y por muy poderosas que se nos antojaran, yo ya conocía el final de la obra y era incapaz de sentir la menor inquietud por su desenlace, tan solo una desdeñosa piedad por quienes, incapaces se sumar dos y dos, temían sin necesidad por sus vidas. Así que, libre de cualquier temor, me propuse seguir con mi rutina diaria.

Desgraciadamente, Victoria, mi esposa, fue incapaz de compartir mi serenidad, pese a que también ella había viajado conmigo al año 2000 y comprobado que no quedaba recuerdo alguno de la invasión marciana. Para mi desesperación, decidió acudir a la mansión de mi tío en Queen’s Gate, con la intención de aguardar el resultado de la contienda junto a mi primo Andrew, su hermana y algunos de nuestros amigos. Ninguno de ellos quiso comprender que no había nada que temer, que el ejército destruiría a los marcianos en cuanto se asomaran por Londres. No cabía la menor duda porque… ya los habían destruido.

Incapaz de refugiarme con aquel grupo de niños asustados sin sentirme ridículo, salí de nuestra casa justamente en la dirección contraria a la de mi esposa. La gente atestaba las calles y las tabernas y componía corrillos inquietos en las placitas, pero parecía más curiosa que atemorizada por lo que estaba ocurriendo en las afueras. Mientras caminaba sin rumbo fijo, observé cómo un grupo de personas ávidas de información rodeaban la carreta de un refugiado, quien relataba de un modo confuso la destrucción de la que había escapado milagrosamente, provocando muecas de espanto en su audiencia. Aquellos simples no habían visto el año 2000, por lo que su temor, aunque grotesco, estaba de algún modo justificado. Yo, en cambio, había visitado el futuro, así que decidí encaminar mis pasos hacia el prostíbulo de Madame M***, como ya he anunciado, uno de mis preferidos por lo exótico de su «mercancía». No se me ocurría un sitio mejor donde entretener la espera hasta que la invasión fuera sofocada. Luego volvería a Queen’s Gate y recogería a Victoria con una sonrisa en los labios, intentando resistirme a la tentación de humillar su pobre perspicacia con un comentario mordaz. Tal vez incluso la llevara a cenar en compensación por el miedo que tan innecesariamente habría pasado.

Una vez llegué al prostíbulo, crucé el amplio y recargado salón en cuya pared del fondo se hallaba colgado un remedo de El nacimiento de Venus, mucho menos sublime pero ostentosamente más sensual que el surgido de los pinceles de Botticelli. La sala, perfumada e íntima, se hallaba desierta. Era extraño: apenas había nadie en los silloncitos y mesitas donde las prostitutas acostumbraban a departir, reír o fumar de sus largas pipas de opio con los clientes. Tampoco tras los cortinajes, a través de los cuales a veces se atisbaba a algún prohombre flotando a la deriva en un mar calmo de turgencias y almohadones, distinguí ningún movimiento sospechoso. Ni siquiera las mujeres se contoneaban aquella tarde por la sala, exhibiendo con estudiada languidez sus encantos envueltos en transparentes gasas. La mayoría de ellas estaban sentadas en un silencio lúgubre, componiendo un ambiente de velatorio pese a sus diademas emplumadas. El triste abandono en el que se sumía el prostíbulo me desagradó, pero decidí animarme intentando aprovechar la coyuntura, a saber, disfrutando de dos de las chicas más solicitadas, que no entendían cómo podía empinárseme en aquella situación. Yo me limité a sonreír. «¿Qué mejor modo de morir que en vuestros brazos?», les dije, bromeando. Tras el goce, tomé una manzana del centro de fruta que había junto al lecho, aunque la mordisqueé con cierto disgusto. El encuentro había sido placentero, pero no había podido reparar en que las muchachas tenían la cabeza en otra parte. La invasión preocupaba hasta a aquellas pobres infelices.

Fue entonces cuando se oyó la primera explosión. Sonó en la distancia, en dirección a Chelsea. Las muchachas se asustaron, y empezaron a vestirse rápidamente. Volvió a escucharse un estallido. Aquellas detonaciones sonaban demasiado cerca. No parecían provenir de las afueras de la ciudad, lo que solo podía significar que los trípodes habían roto la línea defensiva y habían entrado en Londres. Una tercera explosión, que sonó todavía más próxima, haciendo temblar ligeramente el edificio, me lo confirmó. Me asomé a las ventanas de la sala en un revuelo de muchachas histéricas. La gente corría sobrecogida por la calle, pero no se veía nada por encima de los tejados, salvo unos extraños resplandores rojizos pintando la noche recién tendida. Me vestí a toda prisa y abandoné el prostíbulo entre los pocos clientes que había, justo cuando empezaron a tañer las campanas de lo que parecían ser todas las iglesias de Londres. En la calle, oí a algunos hombres gritar que nos atacaban los marcianos, y que uno de ellos había sido derribado a cañonazos en Richmond. Sonreí al escuchar eso. Pero al parecer, tras aquella esforzada hazaña, nuestro poderoso ejército había sido barrido de un plumazo. Por los confusos rumores que circulaban entre la multitud, deduje que los marcianos habían forzado al menos las defensas de Richmond y de Kingston. Y las restantes no tardarían en ser asimismo rebasadas, si no lo habían sido ya, a juzgar por las cada vez más abundantes explosiones que tronaban en la distancia. ¡Pero aquello no podía estar pasando!, me dije tremendamente desconcertado, mientras intentaba no ser arrollado por un carro atestado de refugiados. No, no podía estar pasando. ¿Tan poderosas eran aquellas máquinas? No lo sabía, pero eso era irrelevante. Poderosas o no, el ejército debería haber acabado con ellas.

Mientras intentaba comprender por qué las cosas no estaban saliendo como debían, empecé a ser zarandeado por la nerviosa multitud de un lado a otro, así que me senté en el banco de una placita que me salió al paso, más tembloroso y asustado de lo que quería reconocer. Necesitaba pensar. Era imposible saber lo que estaba ocurriendo con exactitud, pero resultaba evidente que las terribles explosiones se sucedían cada vez con mayor rapidez y mucho más cerca. Siempre era lo mismo: primero se oía un silbido agudo, luego el trueno de la descarga, y finalmente removía el aire el estrépito que producía algún edificio al derrumbarse. Pero lo peor era que aquella sinfonía macabra parecía provenir de todo Londres, desde Ealing hasta East Ham.

Con la intención de serenarme, saqué un cigarrillo de mi pitillera y lo encendí mientras las personas que pasaban corriendo ante mí se sorprendían de mi fría calma de suicida. Yo les devolvía la mirada con altanería, aunque el pánico al cual me resistía a entregarme había empezado a quemar mi garganta, otorgando a mi tabaco un sabor acre y metálico. Expulsé el humo con lentitud, intentando comprender la situación: ¿Por qué no había sucedido todavía aquello que debía impedir que la invasión prosperase, fuera lo que fuese: la inspirada orden de algún ministro, una poderosa arma secreta, un fenómeno natural imprevisto, algún grupo de soldados entrenados para aquella clase de contingencias, tal vez un hombre cualquiera que lo restableciera todo mediante un gesto azaroso? No sabía qué era lo que tenía que ocurrir, pero estaba convencido de que algo debía evitar la invasión.

Estudié con curiosidad a la multitud que pasaba corriendo ante mí: taberneros todavía con sus delantales puestos, doncellas vestidas con sus uniformes de trabajo, niños arrastrados por sus madres, mendigos y banqueros corriendo codo con codo, algún hombre a caballo. Su desorientación y pánico eran tan absolutos que resultaba obvio que ninguna de aquellas pobres almas estaba destinada a salvar Londres, y mucho menos el planeta. Tampoco nuestro ejército parecía estar capacitado para ello, según los rumores que había podido oír, corroborados enseguida por la cada vez mayor proximidad de las explosiones. Pero yo sabía que alguien tenía que hacer algo, y hacerlo ya. ¿Y si era a mí a quien correspondía ese papel?, me pregunté de repente, ¿y si era yo quien debía intervenir en los hechos para encauzarlos correctamente? Pero aquello se me antojó un pensamiento tan ególatra como absurdo. Después de todo, ¿qué podía hacer yo para enderezar el presente? Poco o nada, me dije, al igual que todos aquellos desgraciados que corrían despavoridos azuzados por las explosiones.

Se produjo entonces una terrible explosión a escasas calles de allí, seguida por un derrumbe ensordecedor. El estruendo hizo que me levantara de un salto, con el cuerpo tembloroso. Entonces, de la calle que tenía enfrente surgió, acompañado de aquel macabro silbido, lo que solo puedo describir como un relámpago domesticado por un dios, pues en vez de zigzaguear en el aire, lo cortó en línea recta y paralelo al suelo, como la luz de un faro. El extraño rayo cruzó la plaza, incendiando a su paso las copas de algunos árboles, e impactó contra uno de los edificios que había al fondo de ella, que estalló en mil pedazos, barriendo brutalmente al puñado de personas y berlinas que había en las proximidades, como quien aparta de un desdeñoso manotazo las migas del mantel.

Observé aquella salvaje destrucción sin dar crédito a lo que acababa de ver. Entonces, todos los que nos encontrábamos en la placita, oímos un repiqueteo metálico cada vez más ensordecedor a nuestras espaldas. Clank, clank, clank. El suelo comenzó a temblar y, espantados, miramos hacia la calle de donde había provenido el rayo, sabiendo que lo que se acercaba hacia nosotros no podía ser otra cosa que uno de los trípodes de los que hablaban los refugiados. Y a través de la densísima nube de polvo que había producido el derrumbe, atisbamos la siniestra silueta de una máquina vagamente arácnida. Aquella visión me sobrecogió: lo que caminaba hacia la plaza era enorme, gigantesco. Unos segundos después, traspasó el cortinaje de niebla y se plantó frente a nosotros, apuntalándose firmemente en el suelo con sus tres poderosas patas. Muchos huyeron despavoridos, pero otros, entre los que me encontraba, permanecimos clavados en mitad de la plaza, como hechizados por la aparición.

Aquella fue la primera vez que vi un trípode marciano, y todavía hoy me estremezco al recordarlo. Se me antojó más poderoso que cualquier máquina que el hombre hubiese construido hasta entonces y que cualquiera que pudiese construir en el futuro. Debía de medir unos treinta metros, quizá más, y sobre sus patas, finas y articuladas como las varillas de una sombrilla, se mecía algo semejante a uno de esos cestos que acarrean los globos areoestáticos, aunque algo más grande, y cerrado como un caparazón inexpugnable. De su parte delantera colgaba una suerte de tentáculo, probablemente del mismo material reluciente que la máquina, aunque más flexible. El flagelo oscilaba graciosamente en el aire, como la trompa de una mosca, y estaba rematado por un extraño artilugio que parecía un arma. En ese momento, como para confirmar mis sospechas, un segundo rayo brotó de él. Se hundió en el suelo, a sus pies, pero a medida que la máquina fue alzando el tentáculo, el rayo empezó a cortar la plaza en diagonal, como si se tratara de un pastel de bodas, reduciendo a cenizas a quienes encontró a su paso. La terrible guadaña de fuego terminó su recorrido rajando en dos el edificio que había al extremo, que se deshizo en un suspiro de cascotes.

Todo eso sucedió a unos quince metros de donde yo estaba, pero pude sentir el calor que despedía el rayo erizándome dolorosamente la piel, y aquello sirvió para despejarme. El hecho imposible de que se estuviera produciendo la invasión me había aturdido de tal manera que no había podido pensar en nada más. Pero en aquel instante, con un escalofrío de temor, comprendí que mi vida peligraba, que podía morir en cualquier momento. La invasión se estaba produciendo, por imposible que me resultara. Pero tanto daba que prosperase o no, pues yo no era más que un actor insignificante, y podía morir de cualquier manera, abrasado por el rayo, aplastado en un derrumbe, atropellado por un carruaje desbocado, sin que mi muerte alterase su desenlace. Fui consciente entonces, como no lo había sido nunca, de mi terrible vulnerabilidad. Podía morir en ese mismo instante, me dije, podría haber muerto ya.

De pronto, mientras observaba cómo la máquina se preparaba para efectuar un nuevo disparo sobre los edificios, pensé en Victoria, y en mi primo y su mujer, que también podían morir cuando los trípodes llegaran a Queen’s Gate, porque al igual que yo eran frágiles y mortales. ¡Debía reaccionar, huir de allí, acudir a su lado cuanto antes!

El edificio derruido componía una humeante barricada de cascotes que impedía el paso hacia las calles que conducían a Queen’s Gate, por lo que, en parte por voluntad propia y en parte arrastrado por la enloquecida multitud, eché a correr hacia una callecita lateral, alejándome del trípode que había irrumpido en la plaza, y de otro que lo estaba haciendo en aquel momento. Me vi empujado entonces por un laberinto de callejuelas sin saber hacia dónde me dirigía, escuchando las explosiones que se sucedían en la placita e intentando no tropezar por miedo a ser arrollado, como les estaba sucediendo a muchos. Mientras corría veía sobre mi cabeza un cielo tiznado de resplandores rojizos, olía el humo de los incendios y oía una ensordecedora algarabía donde se mezclaban los gritos de la multitud, el bramido de los cañones y los insistentes silbidos de los trípodes, que parecían provenir de todas partes a la vez.

Hasta que desemboqué en el Chelsea Embankment no descubrí que había corrido en dirección contraria a South Kensington, que era adonde quería ir. Ahora me hallaba en el muelle, resoplando y tosiendo, apretado entre docenas de personas que, como yo, lucían el rostro tiznado por el polvo de los derrumbes. Parecíamos un grupo de sopranos de ópera que hubiera sido evacuado por la policía de un teatro. Me acometió entonces un profundo vértigo, y tuve que inclinarme con las manos en las rodillas. Permanecí en esa postura varios segundos, estudiándome la punta de los zapatos mientras intentaba controlar las náuseas para no vomitar. Lo último que me apetecía era señalarme como un muchachito impresionable entre aquella multitud. Cuando finalmente pude levantar la vista, todavía un tanto jadeante, reparé en que a los pies del embarcadero se amontonaba un rebujo de barcas y lanchas cuyos pasajeros no se sabía si querían surcar el río o subir a tierra. Y entonces, irguiéndome lentamente, mientras el rostro se me desencajaba en una mueca de espanto, descubrí el motivo de aquella histeria. Ante mí se desplegaba el Támesis, con su rutilante lomo peinado por los puentes. El que tenía más cerca era el imponente Albert Bridge, sostenido por el centro por sus dos fuertes pilares de hormigón, pero aquella estructura que siempre me había parecido una acertada muestra del poder del hombre se me antojó ahora terriblemente desvalida ante el siniestro rebaño de trípodes que avanzaba por la ribera sur. Componían un enjambre de fantasmagóricas siluetas oscuras recortadas sobre una noche incendiada, pues habían atravesado Battersea dejando a sus espaldas un legado de edificios demolidos acunados por las llamas, y se aproximaban al Támesis con el evidente propósito de cruzarlo con sus largos zancos para reanudar su inclemente devastación en la otra orilla.

Sin embargo, antes de que alguno lograra alcanzar las aguas, un destructor irrumpió valientemente en escena. Deslizándose sobre el río como un Leviatán desafiante, se interpuso entre los trípodes y la muchedumbre que nos agolpábamos en el muelle. Intentando ver entre el bosque de cabezas que me rodeaban, descubrí que algo similar estaba sucediendo a lo largo de todo el río, salpicado de buques de combate que intentaban mantener a raya las hordas de trípodes que, irrumpiendo en la metrópoli por el sur, habían arrasado Lambeth y los barrios colindantes. Algunos destructores incluso habían abierto fuego contra ellos, a juzgar por el estruendo que provenía de aquella dirección. Con una vaga sensación de protección similar a la de quien ve arder el escenario desde su palco, preguntándose inquieto si las llamas se propagarán hasta él, todos los que estábamos allí apiñados nos dispusimos a presenciar el duelo que iba a tener lugar ante nuestros ojos, pues en ese momento el destructor que teníamos delante comenzaba a disparar airadamente contra los marcianos. Los cañonazos se sucedieron con rapidez y estruendo, destrozando muchos de los edificios que se alzaban al otro lado como si fueran de papel, pero sin lograr acertar a ningún trípode, que esquivaban los disparos con un bamboleo desganado. Sin devolver el fuego, se limitaban a continuar su aterrador y concentrado avance hacia el río. Uno de los cañones acertó entonces a uno de ellos, cuyo caparazón se hizo añicos, antes de derrumbarse sobre un edificio como un árbol talado. Llenos de emoción, todos celebramos aquella baja estallando en vítores jubilosos, pero nuestra euforia apenas duró unos segundos, pues enseguida fuimos testigos de la brutal respuesta de los trípodes. Al menos tres poderosos rayos de fuego surgieron de los más próximos a la orilla y alcanzaron de lleno al destructor, que fue violentamente zarandeado sobre las aguas, y aunque una densísima nube de humo y vapor ocultó durante unos instantes la refriega, todos pudimos escuchar la saña de los impactos posteriores, e incluso ver emerger de la bruma una granizada de trozos metálicos y parte de una de sus chimeneas gemelas. Los disparos cesaron de repente, y la niebla se desflecó unos segundos después, mostrándonos al destructor desvencijado y humeante, flotando sobre las aguas como un pájaro muerto. Un par de trípodes dispararon entonces sobre el Albert Bridge, segándolo con su cuchilla de fuego y derramando sobre el Támesis, como quien vuelca un cucurucho de uvas, el puñado de personas que huía hacia Chelsea, mezclado con una lluvia de llameantes cascotes. Los restos del puente forjaron una suerte de barricada que aisló aquella escena de la cruenta batalla que se libraba a lo largo del río. Advertimos entonces que los trípodes se internaban en las hirvientes aguas con un balanceo de ancianos espectrales. Era evidente que, pese a la precariedad con la que caminaban sobre el lecho del río, pronto llegarían hasta nosotros sin que ningún buque pudiera cortarles ahora el paso.

El más impaciente de ellos disparó contra nuestra orilla. El disparo destrozó el muelle a unos quince metros de donde yo me encontraba, reduciendo a cenizas a los curiosos que se agolpaban allí, y obligándonos a los demás a huir hacia las calles más cercanas en una alocada desbandada. Nuevamente me vi arrastrado por la multitud sin saber hacia dónde. Unos metros por delante, vi caer a una niña, que fue pisoteada por aquella muchedumbre ciega, y enseguida noté el crujido de sus huesecitos bajo mis pies, incapaces de frenar aquella carrera. El incidente me impulsó a hacer todo lo posible por separarme de la riada humana de la que involuntariamente formaba parte. Deseoso de recuperar mi voluntad, me aplasté contra un muro y dejé pasar aquella horda enloquecida, hasta que la calle quedó casi desierta, salvo por algunos cadáveres pisoteados. Entonces traté de orientarme. Cuando lo hice, eché a correr en dirección a South Kensington, intentando no dejarme llevar por el pánico. Así, deteniéndome de cuando en cuando para escuchar con atención de dónde provenían las explosiones, logré sortear los trípodes e incluso los torrentes de personas que huían de ellos, y fui cruzando el barrio con cuidado, casi siempre por callecitas desoladas, hasta que logré alcanzar Cromwell Road. No sé cuanto tiempo me llevó llegar hasta allí, pero se me antojó una eternidad. Cuando lo hice estaba exhausto y tembloroso, pero me alivió descubrir que Queen’s Gate se mantenía todavía en calma, con su hilera de lujosas mansiones intactas.

Corrí hacia la casa de mi tío e irrumpí en ella jadeando estrepitosamente por la carrera. Para mi sorpresa no encontré a nadie en la primera planta, así que subí a trompicones la suntuosa escalera de mármol que conducía a la segunda, que también se hallaba desierta. Antes de volver a bajar, sin embargo, no pude evitar aceptar el regalo que tan desinteresadamente me ofrecían sus ventanales: una aterradora panorámica de Chelsea y Brompton que me permitió hacerme una idea mucho más general de la atroz destrucción que estábamos sufriendo. ¿Realmente iba a poder detenerse aquello?, me pregunté, absorto en la docena de columnas de humo negruzco que ascendían al cielo desde varios puntos de aquellos barrios, cuyos edificios más emblemáticos habían sido reducidos a una montaña de cascotes. Más allá, al otro lado del Támesis, se distinguía un ondulante telón de llamas. Los trípodes se extendían por la ciudad como una plaga imparable, constaté. Y pronto estarían allí y aquellas airosas mansiones no serían más que escombros. Lancé un suspiro de impotencia, e intenté darme ánimos pensando que, aunque lo pareciera, aún no estaba todo perdido. Alguien haría algo tarde o temprano, alguien cambiaría el curso de la invasión. Alguien que probablemente estaba escondido en alguna parte, esperando su momento para actuar.

Bajé al fin a la primera planta y anuncié mi presencia gritando todo lo que pude, pero mi voz apenas se oía por encima del estruendo de las explosiones y el clamor de las campanas. Me detuve entonces ante el reflejo que por azar me devolvió uno de los espejos del gran salón de mi tío. Me sorprendió la imagen de aquel Charles sucio y agitado, cuyos ojos supuraban una mirada de demente. Había perdido mi sombrero, tenía el cabello revuelto y la chaqueta harinada de polvo y desgarrada por un hombro. Nunca pensé que ese sería el estado en el que regresaría del prostíbulo para invitar a cenar a Victoria. Me desentendí del espejo y caminé por la planta, preguntándome dónde estarían mi primo y sus invitados. ¿Se habrían echado a la calle, impulsados por el miedo o por la curiosidad? No lo creía.

De pronto, reparé en que aún no había buscado en el que sin duda era el sitio más seguro de la mansión en el caso de que la ciudad fuera invadida por los marcianos o sufriera cualquier otra catástrofe similar: el sótano, donde se hallaban las dependencias del servicio. Probablemente, alarmados por las explosiones, habrían optado por refugiarse allí. En todas mis visitas a la casa de mi tío nunca me había aventurado en el mundo que latía bajo las suelas de mis zapatos, aunque sabía que se accedía por una discreta puertecita que se encontraba junto a la cocina. Bajé la escalera que conducía al sótano sintiéndome como un intruso, preguntándome si mis sospechas serían ciertas, pero enseguida oí una voz proveniente de alguna de las habitaciones. Me dejé guiar por ella a través de aquellos pasillos austeros, y pronto empecé a distinguir lo que estaba diciendo la voz, que sin duda debía de pertenecer a un hombre mayor, el cual hablaba con sumo sosiego y corrección, como si estuviese acostumbrado a dirigirse a los demás en un tono de esmerado respeto. Supuse que debía de tratarse de Harold, el servicial cochero de mi tío. «Entonces comprendí que para espantar al hurón tenía que buscar el rastrillo, pero no era fácil porque, a causa de lo que les he contado antes, yo me encontraba sin mis pantalones», estaba relatando. Aquello provocó un estallido de francas carcajadas, de lo cual deduje que Harold debía de estar narrando su historia ante un auditorio tan numeroso como complaciente, probablemente el resto del servicio y los invitados. Y no me equivoqué, como comprobé al abrir la puerta tras la que se había desencadenado el temporal de amables risas.

Descubrí entonces la habitación que debía de constituir el saloncito del servicio, en el que se habían dispuesto varias sillas formando un corro en cuyo centro se hallaba el cochero con las manos levantadas, como un brujo sorprendido en mitad de un conjuro. Sentados entre los criados, distinguí aliviado a mi esposa Victoria, a su hermana Madelaine y a su marido, mi primo Andrew, los únicos amos vigentes en aquel momento, ya que a mis tíos les había sorprendido la invasión visitando Grecia junto a mis padres. Pero también distinguí a sus excelsos invitados, que no eran otros que dos de las mejores amigas de nuestras esposas: Lucy Nelson y Claire Haggerty. El marido de la primera, un inspector de Scotland Yard apellidado Garrett, no se hallaba presente —no era difícil deducir que se encontraría de servicio, poniendo orden en las calles, si tal cosa era posible—, pero Claire sí había acudido acompañada de su esposo, John Peachey, al que yo todavía no tenía el placer de conocer.

Reparé en que todos acunaban una copa en sus manos, y algunos ya exhibían la sonrisa ensimismada de quienes han rebasado la primera ronda. Para animar la reunión, un gramófono sonaba en una esquina, espolvoreando por la estancia una música jovial que amortiguaba las explosiones. Victoria pareció alegrarse al comprobar que yo seguía vivo, aunque su enfado le impidió manifestarlo y se limitó a dedicarme una sonrisa de triunfo: mi penoso aspecto corroboraba sin lugar a dudas que la invasión estaba fructificando, tal y como ella había sostenido durante nuestra discusión, independientemente de lo que dictara el futuro. Yo, por mi parte, y a pesar de lo que había visto, todavía continuaba pensando que eso no significaba nada, que los marcianos no tardarían en ser derrotados de algún modo. Enrocados en nuestras posturas contrarias, ninguno de los dos hizo el menor intento de abrazar al otro, como hubiésemos deseado, pues es bien sabido que el orgullo herido es el gran usurpador del cariño. Fue mi primo Andrew quien se levantó y acudió a recibirme, desbaratando la inmovilidad del retablo que componían.

—¡Dios mío, Charles, menos mal que has aparecido! —exclamó, contento de verme sano y salvo—. No sabíamos qué estaba ocurriendo allí arriba y temíamos por ti.

—Estoy bien, Andrew, no te preocupes —respondí, observando con disgusto cómo algunas doncellas intercambiaban comentarios sobre el lamentable estado de mis ropas.

—Solo se oían explosiones, y eso nos estaba poniendo a todos muy nerviosos, por eso hemos bajado aquí —me explicó mi primo señalando la habitación con su copa—. Harold incluso había empezado a contarnos una divertida historia para evitar que pensáramos en lo que está sucediendo fuera.

El cochero hizo un gesto vago con la mano, como restándole importancia a mi interrupción.

—Nada que no pueda continuar en otro momento, señor —dijo.

Con un ademán servil, el mayordomo se apresuró a ofrecerme una copa de una bandeja que había sobre una mesita.

—Tenga, señor. Imagino por su aspecto que no le vendrá mal un poco de brandy.

Se lo agradecí con aire distraído, intentando conciliar las terroríficas imágenes que había visto fuera con aquel ambiente relajado.

—¿Qué está sucediendo, Charles? —preguntó Andrew en cuanto le di un trago a la copa—. ¿Estamos… siendo invadidos?

Todos clavaron sus expectantes miradas en mí.

—Me temo que sí. Los marcianos han entrado en Londres y… —Hice una pausa, sin saber cómo resumir toda la devastación de la que había sido testigo, pero no había un modo de decir aquello de forma suave—, bueno… están destruyendo la ciudad. Nuestro ejército ha sido barrido, nadie puede protegernos ahora, estamos absolutamente a su merced.

Hubo un murmullo de consternación generalizado. Un par de doncellas comenzaron a llorar. Mi mujer y su hermana se abrazaron, mientras el señor Peachey hacía lo propio con su mujer, quien enterró la cabeza en su pecho como una niñita asustada. A mi lado, mi primo suspiró con dificultad.

—Dios Todopoderoso… nos están invadiendo los marcianos… —musitó con una vocecita apenas audible.

Parecía como si hasta mi confirmación se hubiese resistido a creerlo, pese al rosario de explosiones que se sucedían en la distancia y que seguían oyéndose también allí abajo, por encima de la alegre música. Al contemplar su repentino desasosiego, comprendí que, a pesar de haberse refugiado en la mansión de mi tío, una parte de su alma deseaba que yo estuviese en lo cierto y que la invasión no llegara a producirse. Ahora, más que asustado, mi primo parecía decepcionado, como si yo, al errar en mi vaticinio, le hubiese traicionado. Contemplé al resto de los presentes: todos ellos parecían haber recibido mis palabras como la orden que estaban aguardando para comenzar al fin a temblar. «Dios mío», musitaban varios criados en una letanía nerviosa, al tiempo que intercambiaban miradas desvalidas.

—Pero no hay nada que temer —les tranquilicé, aunque hasta a mí me costara creerlo después de los horrores que había presenciado en la superficie—. Todo se va a arreglar, estoy seguro de ello.

Victoria sacudió la cabeza, y sus labios dibujaron una mueca donde convivían la tristeza y la ironía. ¿Cuándo iba a darme por vencido?

—¿Por qué dice eso, señor Winslow? —preguntó esperanzada Claire, desenterrando la cabeza del pecho de su esposo.

Tomé una honda bocanada de aire antes de responderle. Sabía que iba a costarme que mi improvisada audiencia lo entendiera, aunque lo cierto era que tras los últimos acontecimientos, hasta yo había empezado a considerar la posibilidad de que mis conjeturas fueran equivocadas. Aun así, intenté exponer mis suposiciones con la mayor claridad, ignorando la mirada de reproche de mi esposa.

—Como sabe, señora Peachey, algunos de los que nos encontramos aquí, incluida usted, hemos viajado al año 2000 y paseado por un futuro en el que la única amenaza del hombre eran los autómatas. Eso solo puede significar, evidentemente, que la invasión que estamos sufriendo en estos momentos no prosperará. Estoy convencido de que no tardará en ocurrir algo que le pondrá fin, aunque todavía ignoro qué puede ser. Lo dice el futuro.

—Yo no haría mucho caso al futuro, pues, como su propio nombre indica, es algo que aún no ha sucedido —intervino su esposo, el tal Peachey.

Molesto por su interrupción, le dediqué una mirada inquisitiva, alzando exageradamente las cejas, y Claire se apresuró a presentármelo, porque hasta en aquella situación tan especial había que mantener nuestra ancestral educación.

—Charles, este es mi marido, John Peachey —dijo.

Al oír su nombre, su esposo me tendió la mano con presteza, como si temiera infringir alguna regla de cortesía si se demoraba unos segundos, aunque eso no evitó que yo se la apretara con una mueca de hastío.

He de confesar aquí que mi primera impresión del tal Peachey no fue favorable, y no solo porque se hubiera atrevido a llevarme la contraria. Siempre he sentido un irremediable desagrado por los hombres que no son conscientes de su potencial y que no hacen sino desaprovecharlo, y aquel era uno de ellos, quizá el más esforzado de todos. Era un joven alto y fuerte, dueño de un rostro bien proporcionado, presidido por unos ojos intensos y rematado en un mentón airoso, pero a pesar de haber sido bendecido con tales atributos, Peachey parecía dedicar su aseo matinal a empañar dichas virtudes, obteniendo tras su concienzudo sabotaje un hombre deslucido, encogido y apocado que lucía el pelo aplastado sobre la frente y unas gafas enormes. Era como si le faltara la personalidad que requería un físico así, esa resolución que le permitiría rentabilizar su rotunda apariencia. Todo en él resultaba insulso, discreto, contrario a su naturaleza. Aunque nunca me lo habían presentado oficialmente, yo sabía que Peachey era director honorario del Barclays, el banco del que el padre de Claire era uno de los principales accionistas, y me bastó un simple vistazo para comprender que no estaba ocupando ese preciado despacho en Lombard Street por su diligente y temeraria capacidad de gestión. Su vistoso cargo correspondía, evidentemente, a otra clase de razones.

—Bien, ahora que al fin nos conocemos, señor Peachey, ¿puedo preguntarle qué pretendía insinuar antes con su ingenua afirmación? —le dije, con la más resbaladiza de las cortesías.

—Que el futuro está por hacer, señor Winslow —se apresuró a responder él—. Que aún no existe, que es intangible. Por lo que basar sus suposiciones en algo que todavía no ha sucedido me parece muy…

—¡Oh, usted parece saber mucho sobre el futuro, señor Peachey! —le interrumpí con esa mezcla justa de ironía y urbanidad que solo sabe destilar un hombre de noble cuna—. ¿Ha visitado el año 2000? Yo sí, y le aseguro que me pareció del todo tangible, aunque no recuerdo que coincidiéramos en esa expedición. ¿En cuál de ellas viajó usted?

Peachey me observó unos segundos en silencio, tal vez intimidado por no saber cómo manejar la exquisita ambigüedad de mi tono.

—No… Yo nunca he viajado al futuro… —confesó con incomodidad.

—¿Nunca…? Vaya, qué contrariedad, mi querido señor Peachey. Entonces supongo que coincidirá conmigo en que quien hace comentarios sobre algo que no ha visto, acepta el riesgo, demasiado alto a mi entender, de equivocarse y quedar ante los demás como un ignorante —le dije, con una afable sonrisa—. Por ello, antes de que continúe por ese camino, permítame informarle de que, como Claire sin duda podrá confirmarle, el futuro existe. Sí, en algún lugar del tiempo ese futuro está sucediendo ahora mismo, y es tan real como este instante en el que usted y yo estamos hablando. Y puedo asegurárselo porque yo, al contrario que usted, sí he estado en el año 2000. Un año en el que la raza humana se halla al borde de la extinción por culpa de los malvados autómatas, no de los marcianos, aunque gracias a un hombre llamado Derek Shackleton conseguiremos vencerlos.

—Ojalá el tal Shackleton estuviera aquí… —murmuró Harold a mi espalda.

Peachey le miró con repentina curiosidad.

—No creo que un hombre solo pueda hacer nada —sentenció secamente, encogiéndose de hombros.

Aquel comentario del banquero logró irritarme aún más que el anterior. Ese hombre no solo se mostraba impermeable a mi desprecio, ignorando mi último comentario para contestar a un vulgar cochero, sino que además se atrevía a opinar sobre lo que Shackleton podía o no hacer.

—El capitán Shackleton no es un hombre cualquiera, señor Peachey —dije, intentando no parecer enojado—. El capitán Shackleton es un héroe. Un héroe, ¿lo entiende?

—Aun así, dudo mucho que en esta situación pueda hacer…

—Me temo, mi querido Peachey, que no puedo estar en mayor desacuerdo con usted —volví a interrumpirle con estudiado desprecio—. Pero por desgracia no disponemos de tiempo para enzarzarnos en la interesante discusión a la que todo esto apunta, que en otro momento y circunstancias me habría resultado de lo más agradable, pues no existe nada en el mundo que pueda atraerme más que un intercambio de opiniones tan inteligente como inútil. Tan solo me limitaré a decirle que si hubiese viajado al futuro, sabría lo que es un verdadero héroe y de lo que es capaz. —Y tras dedicarle una sonrisa cortés, no pude resistirme a añadir el regalo de un comentario mordaz—: Aunque acabo de darme cuenta de que quizá haya cometido una terrible descortesía con usted, señor Peachey, poniéndole en evidencia. Sospecho que hace dos años no gozaba de una posición tan desahogada como la que tiene ahora, por lo que el precio del billete quedaría fuera de su alcance.

Observé a Peachey apretar los labios para evitar responderme con un exabrupto que habría arruinado la esforzada corrección que trataba de aparentar. Luego, una vez reprimido el fatal impulso, ladeó ligeramente la cabeza, buscando una respuesta más apropiada pero igual de hiriente, y comprendí que habíamos comenzado sin proponérnoslo un duelo verbal, ese deporte donde uno está obligado a demostrar su ingenio para la ironía y la réplica impertinente, lo cual no me disgustó en absoluto, pues sin temor a vanagloriarme, mi habilidad en el cruce de agravios era conocida en todo Londres. En cambio, resultaba evidente que Peachey, si bien no parecía dispuesto a dejarse amedrentar, carecía de mi talento y experiencia. Naturalmente fui consciente, tal y como acababa de decirle, de que una situación como aquella tal vez no fuese la más ideal para enzarzarse en una batalla dialéctica, pero nunca he sabido resistirme a ciertas tentaciones. Aproveché el tiempo que el banquero consumió en hilar su réplica para echar una rápida mirada a mi alrededor. Todos habían dejado sus conversaciones y permanecían atentos a nosotros: los criados se mantenían alejados, sin comprender probablemente de qué discutíamos, salvo Harold, que estaba algo más próximo, cerca de Lucy, de Madelaine y de mi esposa, que se habían levantado de sus respectivas sillas, alarmadas por los peligrosos derroteros que había tomado nuestra conversación, y a un paso de nosotros, tensos como cuerdas de violín, se hallaban Claire y Andrew. Sonreí a Peachey, doblemente excitado por disponer de un público tan atento. El gramófono labraba el silencio con su animada melodía.

—¿Qué sabe usted de cómo era mi vida hace dos años? —replicó al fin mi contrincante, esforzándose en contener su agitación.

Sacudí despacio la cabeza, decepcionado por su respuesta. Peachey no podía haber estado más desacertado. Había cometido un error de principiante: cuando alguien contesta con una pregunta, queda expuesto sin remedio al ingenio de quien ha de responderla. Lo sabe hasta un niño.

—Solo lo necesario, señor Peachey —contesté con tranquilidad, mientras jugaba con mi copa—: que usted apareció de la nada, literalmente, sin apellido ni dote, para desposar a la hija de uno de los hombres más acaudalados de Londres.

—¿Qué estás insinuando, Charles? —preguntó entonces su esposa, Claire.

Me volví hacia ella con un giro de cabeza tan teatral como elegante.

—¿Insinuando? ¡Oh, Dios me libre de insinuar nada, Claire! —respondí, regalándole mi sonrisa más encantadora—. La insinuación suele ser de una eficacia decepcionante para el que la profiere, pues siempre obliga al inocente a defenderse, mientras que el culpable puede ignorarla con naturalidad, sin que eso le haga parecer sospechoso. Por eso, yo siempre prefiero ser tachado de insolente antes que de hipócrita, querida. No porque me importe la opinión que los demás tengan de mí, sino porque en realidad me gusta que todos conozcan la mía.

—Oh, todos sabemos de sobra cómo sueles dar a conocer tus opiniones, Charles. Pero permíteme que te recuerde que estás opinando sobre alguien de quien lo desconoces todo —replicó Claire, visiblemente alterada—. Y tú mismo has advertido a John, hace apenas unos minutos, que cuando uno habla de algo que no conoce corre el riesgo, demasiado alto a tu entender, de quedar como un ignorante ante los demás.

Yo amplié aún más mi sonrisa.

—¡Pero si yo soy el primero en reconocer mi ignorancia, Claire! —exclamé abriendo los brazos y mirando a mi alrededor con aire inocente—. No la oculto, y nada deseo más fervientemente que remediarla. ¡Mi querida Claire, adivinar de dónde ha salido tu misterioso esposo ha sido el pasatiempo favorito de todo Londres estos dos años! No exagero si te digo que era el asunto más comentado en los salones y en los clubs después de la desgraciada muerte del señor Murray.

—Charles, creo que todos los presentes convendrán conmigo en que entre la insolencia y la grosería existe una fina línea que esta noche pareces decidido a sobrepasar —oí decir a mi esposa, que si bien había considerado que nuestro enfado era lo suficientemente importante como para desbaratarlo con un gesto de afecto, no pensaba lo mismo a la hora de romperlo con un reproche.

—Querida, es absolutamente imposible interesarse por la vida de alguien sin caer en la grosería. De lo contrario, se caería en la falsedad —dije, volviéndome hacia ella—. Tú deberías saberlo mejor que nadie. ¿O vas a ponerme en la embarazosa tesitura de recordarte ante todos los presentes que tu lengua era una de las más afiladas a la hora de comentar el asunto a espaldas de tu querida amiga?

Reconozco que fue un dardo con más veneno del necesario, pero uno no siempre puede administrar convenientemente su mordacidad. Victoria se mordió los labios para tragarse su rabia, y he de confesar que eso me produjo un pequeño aguijonazo de piedad, pero en aquel tiempo estaba convencido de que la piedad era un lujo que yo no podía permitirme.

—Usted alardea de su exquisita educación, señor Winslow —intervino entonces Peachey, saliendo al fin del abrigo de su mujer para exponerse valientemente a la intemperie—, pero parece que no sabe cómo tratar a su esposa, y menos aún hacerla feliz como yo he conseguido hacer feliz a mi querida Claire.

Me volví dispuesto a repeler su ataque, pero la precisión de su estocada me cogió por sorpresa y, al igual que el mejor espadachín puede dar un traspié, yo cometí el error de responderle con una pregunta.

—¿Y cómo ha llegado su aguda mente a esa conclusión, señor Peachey?

Peachey aprovechó mi desliz mejor de lo que hubiera imaginado. Replicó mi cortés sonrisa como si se tratara de un espejo, y respondió:

—Porque, como todos hemos podido constatar, la ha dejado aquí sola, mientras se dedicaba a resolver asuntos en apariencia más importantes.

Tuve que apretar los puños para no evidenciar el daño que me había causado su respuesta, y confieso que, al contestarle, me resultó difícil aparentar mi habitual serenidad.

—No creo que usted sea la persona más indicada para valorar la importancia de mis asuntos, señor Peachey. Pero al menos, lo que yo haga o deje de hacer puedo decidirlo en virtud del cariño que siento por Victoria, y no del miedo que me pueda producir desairar a la persona a la que debo mi posición.

Los labios de Peachey volvieron a tensarse.

—¿Se atreve a cuestionar mi amor por la señora Peachey? —inquirió, sin molestarse en disimular su furia.

Sonreí: había llegado el momento de asestarle el golpe de gracia.

—Sería imposible hacer tal cosa sin desmerecer a una de las mujeres más hermosas e interesantes de nuestra sociedad, mi querido señor Peachey. Pero no se confunda. En el caso de que me atreviera a cuestionar su amor por nuestra adorable Claire, achacándolo a alguna razón ajena a sus numerosas bondades, lo que realmente estaría poniendo en tela de juicio sería su hombría.

Peachey apretó los dientes con fuerza, intentando contener su ira. Lo consiguió bufando ligeramente, como hacen algunos animales.

—Charles, no tienes ni idea de lo que dices… —protestó la aludida a mi espalda.

—Mi querida Claire, las mujeres tenéis la virtud de creer lo que más os conviene —respondí, volviéndome hacia ella, mientras de soslayo observaba a Peachey quitarse las gafas, plegarlas y guardárselas en el bolsillo de su chaqueta, todo ello con gestos parsimoniosos, como si oficiara una liturgia.

—No le hable así a mi mujer, señor Winslow —dijo con tranquilidad, comprobando que sus gafas estaban bien protegidas.

El que no se dignase a mirarme me enfureció más que sus palabras.

—¿Me estás dando una orden, John? —dije, sonriendo ante su velada amenaza y abriendo mis brazos ante él, como si quisiera con ello expresar mi perplejidad.

—Espero haberme expresado con la suficiente sencillez para que no te quepa la menor duda, mi querido e insolente Charles —respondió.

Y lo que pasó a continuación sucedió tan atropelladamente para mí que no puedo describirlo en detalle como me gustaría. Lo único que recuerdo es que, de repente, Peachey me agarró por la muñeca con una rapidez imposible y, un segundo después, me encontré con el brazo derecho retorcido contra mi espalda. A continuación, un pie separó mi pierna del suelo y, antes de poder comprender lo que estaba sucediendo, observé escorarse la habitación, como un bajel que se va a pique, y me encontré con la cara hundida en la alfombra. Peachey se hallaba sobre mí, aplastándome con el peso de una de sus piernas e inmovilizándome en una maniobra de la que resultaba imposible zafarse. Un dolor agudísimo se propagaba por mi brazo si intentaba moverlo, impidiéndome prácticamente respirar.

—Ya es suficiente, John —oí decir a Claire, con voz firme y clara.

Como una pantera repentinamente apaciguada por la voz de una doncella, Peachey soltó mi muñeca. Noté que se levantaba, mientras yo seguía con el rostro sepultado en la alfombra, escondiendo al mundo la humillante mueca de dolor que me provocaban los calambres en el brazo.

—Charles… —habló de nuevo Claire, dirigiéndose a mí con una suavidad casi maternal—. Voy a darte la razón en una sola de las cosas que has dicho: el capitán Shackleton es un héroe, un hombre excepcional, un hombre capaz de salvar nuestro planeta de los autómatas…

—Claire, por favor… —escuché suplicar a su marido mientras removía incómodo sus pies a unos centímetros de mi cara.

—No, John —le interrumpió su mujer—, el señor Winslow es un viejo amigo, y debe ser consciente de sus errores para que así tenga la oportunidad de disculparse, tal y como no dudo que le dictará su honor de caballero.

—Pero… —balbució tímidamente su marido.

Claire retomó su discurso, dirigiéndose de nuevo a mí. Pero yo no me volví.

—Sin embargo, Charles, hay otra cosa que deberías saber acerca del capitán. —Permanecí con la cara enterrada en la alfombra, presintiendo que, dijera lo que dijese, no iba a existir ninguna respuesta capaz de redimirme—. Derek Shackleton no solo es un gran héroe. También es un hombre capaz de renunciar a la gloria por la mujer que ama, y cruzar el tiempo para vivir a su lado… aunque sea oculto bajo la apariencia de un simple director de banco.

Despegué la cara de la alfombra con la mayor dignidad que pude, y logré preguntarle a sus zapatos:

—¿Qué demonios quieres decir, Claire?

Su voz descendió hacia mí con la lenta cadencia de una pluma.

—Que te encuentras ante tu admirado capitán Shackleton.

—¿Qué? —balbucí, incrédulo.

Alcé la mirada lentamente, trepando por las fuertes piernas del banquero, por la cintura junto a la que colgaban sus enormes manos, por el pecho poderoso, y finalmente contemplé su rostro donde, sin el obstáculo de las gafas, relampagueaban ahora unos ojos grandes y profundos. Durante un tiempo que me resultó eterno, observé atónito aquel rostro sereno y decidido que visto desde abajo se me antojó el de un dios del Olimpo. Entonces, como una imagen surgiendo de un espejo impregnado de vaho, sobre el hombre que minutos antes había tratado de humillar se superpuso mi recuerdo del bravo capitán Shackleton, el hombre que había salvado el futuro de nuestra raza. Nadie sabía cómo era su rostro, pues el casco solo dejaba al descubierto su mentón, pero debía reconocer que se trataba de un mentón tan airoso como el de Peachey. ¿Era cierto entonces? ¿Era aquel banquero apocado e insulso el capitán Shackleton? Peachey me tendió la misma mano que momentos antes me había retenido contra el suelo, para ayudarme a levantarme. La acepté sin poder creerme todavía que estuviese ante Shackleton, y me dejé izar del suelo medio aturdido.

—Están gastándome una broma… —dije, resistiéndome a creerlo—. Usted no puede ser el capitán Shackleton…

—Claro que lo es, Charles —insistió Claire. Luego me miró con una sonrisa evocadora—. Derek y yo nos conocimos hace dos años… Bueno, en realidad nuestro primer encuentro todavía no ha ocurrido, pues sucedió en el año 2000… Pero el caso es que todo comenzó en una de las expediciones al futuro de Viajes Temporales Murray, aunque hizo falta que él viajara a nuestra época para que…

—Espera, espera, Claire… —intenté interrumpirla, lleno de confusión.

—Bueno, eso no tiene importancia ahora. Ya te lo explicaré en otro momento —dijo, ignorando mi ruego—. Lo cierto es que nos enamoramos, Charles. Y que él decidió abandonarlo todo y quedarse en nuestra época, conmigo, con la mujer que amaba.

—Pero… eso no puede ser, Claire… —murmuré, incapaz de reaccionar.

—Sí, Charles. Claro que puede ser. ¿Por qué íbamos a querer engañarte? —dijo ella, observando mi confusión con sincera ternura—. Mi esposo es el capitán Derek Shackleton, el héroe del futuro, el salvador de la humanidad.

Contemplé a Peachey, que me sonrió con modestia. ¿Estaba entonces ante el capitán Shackleton? ¿Debía creerlo? Lo estudié con avidez, valorando al fornido banquero, imaginándolo con la armadura de Shackleton, y comprobando que tenía las medidas apropiadas para lucirla. Con un rápido cálculo mental reparé en que Peachey había aparecido de la nada en la sociedad londinense justo cuando las empresas Murray cerraron, lo que no dejaba de ser una extraña casualidad… A la que había que sumar el hecho de que ninguno de los consumados cotillas de Londres hubiese podido descubrir nada de su pasado, a pesar de que durante muchos meses aquel había sido su pasatiempo favorito. ¿Era esa la explicación? ¿Carecía aquel hombre de pasado sencillamente porque su pasado pertenecía a nuestro futuro? Desconcertado, miré a Claire, que me devolvió una mirada tan franca que barrió cualquier duda que yo pudiera tener. De repente, supe que no mentía, que no tenía por qué mentirme. Estaba ante el mismísimo capitán Shackleton, el héroe del año 2000. Sí, me dije, sintiendo un aguijonazo de emoción, Shackleton estaba allí, ante mí, en nuestro presente, por increíble que me resultara. Había venido por amor.

—Dios mío… Perdone mi insolencia, capitán, yo… Su disfraz era tan… —Dejé de balbucir, me aclaré la voz y, ejecutando una ridícula reverencia, dije—: Para mí es un placer conocerlo, capitán Shackleton. Y permítame que aproveche para agradecerle en nombre de toda la raza humana que salvara nuestro planeta de los malvados autómatas.

—Se lo agradezco, señor Winslow —respondió Shackleton con humildad—. Pero cualquier otro en mi lugar habría hecho lo mismo.

—Oh, sabe que no… —Sonreí, divertido ante su modestia—. Yo no, por ejemplo.

Dediqué varios segundos más a contemplarlo en un silencio embelesado, mientras percibía a mi espalda un murmullo creciente de confusión. Creo que incluso Andrew me dijo algo, pero no llegué a oírlo porque toda mi atención estaba ocupada en el capitán. Seguía sin poder creer que fuese Shackleton, y que llevara dos años entre nosotros, en nuestra época, escondido tras la apariencia de un hombre vulgar que cada día de su vida se esforzaba en disimular que era el salvador de la raza humana, en fingir que desconocía lo que nos deparaba el futuro. Porque de allí había venido, sí, de un tiempo que todavía no había sucedido para nosotros, cruzando los años para amar a Claire Haggerty. Pero, fuera por lo que fuese por lo que había venido, lo único que importaba era que ahora estaba allí, me dije de pronto, en una ciudad que estaba sufriendo una invasión que no podía tener consecuencias, una invasión que alguien debía sofocar. Y ese alguien solo podía ser él. De repente, todas las piezas encajaron de una forma tan exacta e irrebatible que casi estuve a punto de sufrir un desmayo de la conmoción.

—Entonces, el hecho de que esté en nuestra época… —dije, sintiendo que me invadía la euforia— solo puede significar que usted es quien… nos salvará, quien impedirá que la invasión prospere. Sí, no puede ser de otro modo: por eso está aquí.

Peachey sacudió la cabeza, divertido ante mi ocurrencia.

—No, Charles, Derek está aquí por amor —me interrumpió Claire.

Cuando un hombre ama a una mujer hace cualquier cosa por ella, excepto seguir amándola, había dejado escrito Oscar Wilde para la posteridad. Y era algo que cualquier hombre bregado en amoríos podía corroborar. No, Shackleton no estaba allí entonces por amor. Shackleton estaba allí por algo mucho más poderoso que ese voluble sentimiento. Estaba allí porque era su destino. Sí, él era la pieza que faltaba en mi ecuación, el héroe que estábamos esperando. No había duda: su valentía e inteligencia eran de sobra conocidas; no en vano había salvado el planeta ya una vez, aunque cronológicamente aquello aún no hubiese ocurrido. Podía decirse que tenía experiencia en esa clase de asuntos. Solo él podía vencer a los marcianos, como ya había hecho con los autómatas. Solo él. Por eso estaba allí, sí.

—Por supuesto, Claire, por supuesto que está aquí por amor —dije—. Pero no podemos olvidar que el capitán Shackleton es un héroe, y ahora más que nunca necesitamos uno.

—Le agradezco la confianza, señor Winslow, pero ya le he dicho que un hombre solo no puede hacer nada en una situación así —terció Shackleton.

—Pero usted no es un hombre cualquiera, capitán —repuse—. ¡Es un héroe!

Shackleton suspiró y sacudió la cabeza. Su modestia me sorprendía. Miré a mi alrededor en busca del apoyo que estaba seguro de que encontraría, pero me disgustó el cuadro con el que me tropecé. Al parecer, los demás no veían tan nítidamente como yo el motivo por el que Shackleton estaba allí. Los criados me devolvieron una mirada estúpida, visiblemente superados por aquella rápida sucesión de acontecimientos imposibles: la invasión marciana, la derrota del poderoso Imperio, la presencia en su saloncito de un héroe del futuro que según nuestro calendario aún no había nacido… Todo aquello les había convertido en un monumento a la estupefacción, pero tampoco esperaba yo nada más de aquellas mentes tan sencillas. Victoria, mi mujer, me decepcionó mucho más, pues exhibía una mueca de sufriente resignación con la que pretendía dar a entender que para ella no existía peor molestia, invasiones marcianas incluidas, que la de soportar las excentricidades de su marido. Y qué decir de mi primo y de su adorable esposa… Andrew y Madelaine parecían encontrarse más allá del desconcierto, incapaces de ofrecerme ningún apoyo. ¿Es que no había nadie en aquella habitación que viese lo que yo veía? Me volví hacia Shackleton, desesperado.

—Capitán, yo le he visto batirse en duelo con el rey de los autómatas y vencerle —insistí—. Usted es el salvador de la humanidad. Y solo se me ocurre una razón para que esté aquí: tiene que volver a salvarnos.

—Me temo que no puedo hacerlo, lo siento —rezongó Shackleton, como si le costara desprenderse de su disfraz y todavía siguiera interpretando su papel de director de banco, negando ahora un crédito a uno de sus clientes.

—¡Claro que puede! —exclamé. Miré a mi primo, buscando su respaldo—. ¿Acaso tú tienes alguna duda de ello, Andrew? Los dos le vimos acabar con Salomón. Y ahora está aquí, ante nosotros, justo cuando más lo necesitarnos. ¿No te parece una coincidencia increíble, Andrew? ¡Di algo, maldita sea!

—Yo… —respondió aturdido mi primo—, no sé muy bien qué quieres que haga el señor Peachey… Perdón, quiero decir, el capitán Shackleton…

—Su primo tiene razón, señor Winslow —dijo el capitán—. Cuando vencí a Salomón no estaba solo. Tenía a mis hombres. Tenía armas poderosas, tenía…

—Pues iremos al año 2000 y traeremos todo eso —propuse—. ¡Sí iremos al futuro a buscar sus armas y a sus hombres, que le seguirían hasta la muerte, y destrozaremos a los malditos marcianos…!

—¿Cómo? —Shackleton se encogió de hombros.

—¿Qué? —pregunté, deteniéndome en mitad de mi arenga.

—¿Cómo pretende que vayamos al futuro? —repitió el capitán.

Le miré aturdido.

—No lo sé… —reconocí—. Pensé que… ¿Cómo vino usted del futuro, capitán?

—Esa es la cuestión, Charles —intervino Claire—. Derek vino del futuro en una máquina que luego fue destruida.

Eso me sorprendió, pues ignoraba que existiera una máquina para viajar en el tiempo distinta al Cronotilus, aunque debía comprender que en el futuro del cual provenía Shackleton algo así podía ser más que posible. De todos modos, si esa máquina había sido destruida, tal y como aseguraba Claire, tampoco podíamos contar con ella. Solo nos quedaba un modo de realizar el viaje.

—Pues iremos a Viajes Temporales Murray y utilizaremos el Cronotilus para viajar al año 2000 —expuse, triunfal.

—Pero Viajes Temporales Murray cerró hace dos años, señor Winslow, tras la muerte de Gilliam Murray —me recordó Shackleton.

Eso era cierto. Tras la intempestiva muerte de Murray, la empresa había clausurado sus puertas.

—Sí, lo sé… Pero ¿qué cree que habrá pasado con el agujero que conducía al año 2000 a través de la cuarta dimensión, seguirá abierto?

—No lo creo —respondió Shackleton, con una seguridad que me asombró.

Contemplé fijamente al capitán, pensando en cómo sortear sus reticencias.

—Pues yo creo que sí. Y estoy seguro de que podremos viajar al futuro a través de él. No puede ser de otro modo, capitán, ¿no lo entiende? En el futuro del que usted proviene no hay rastro de los marcianos, lo que significa que en algún momento, y de algún modo que todavía no sabemos, acabaremos con ellos. De lo contrario, ninguno de los que estamos aquí habría podido ver ese futuro. —Miré de nuevo a mi alrededor y me pareció encontrar en el rostro de mi primo, y en el de Madelaine, e incluso en el de Harold y algunos criados, una ligera sonrisa de comprensión. Eso me hizo dotar de un mayor entusiasmo a mis palabras—. Todos empiezan a verlo, ¿verdad? ¡Claro que sí…! Iremos a Viajes Temporales Murray, viajaremos al futuro y derrotaremos a los marcianos. ¿Y saben por qué lo conseguiremos? ¡Porque ya lo hemos conseguido!

—Pero no podemos estar seguros de que sea mi intervención la que ponga fin a la invasión —respondió tozudamente Shackleton—. Tal vez sea la ayuda de algún país amigo, o cualquier otra cosa…

El capitán miró a su alrededor, buscando la aprobación de su audiencia, pero sus palabras se perdieron entre el unánime murmullo de admiración que empezaba a rodearle. Mis entusiastas palabras y mi sencilla explicación del enrevesado asunto habían tenido un mayor efecto en ellos que los remilgos del capitán. Algunos criados dieron un paso hacia él, hipnotizados: allí, en su modesto saloncito, estaba el héroe que salvaría a la raza humana de la extinción, y que antes vencería a los marcianos, acabando con las poderosas máquinas que estaban arrasando la ciudad en la que se habían criado.

—Tal vez esté en lo cierto, Derek —musitó entonces Claire, dirigiéndose a su esposo—. Quizá no estés aquí solo porque me amas. ¿Y si tu presencia en nuestra época obedece también a otra razón, como asegura Charles?

—Pero Claire… —protestó Shackleton.

Claire apoyó su mano en el brazo de su esposo con suma dulzura.

—Creo que… deberías intentarlo, Derek —insistió, dedicándole una mirada suplicante.

Shackleton guardó silencio, sumergiéndose en sus ojos, mientras todos aguardábamos su decisión con el corazón en vilo.

—De acuerdo, Claire, lo intentaré —dijo.

—¡Estupendo! —exclamé, celebrando su decisión, mientras todos los presentes comenzaban a aplaudir, e incluso a abrazarse entre ellos emocionados—. ¡Iremos al año 2000!

Vi cómo Harold se limpiaba las lágrimas de los ojos, intentando disimular, mientras los criados se abrazaban y se palmeaban la espalda unos a otros, como si su equipo hubiera ganado el partido más importante del año. Solo mi esposa permanecía enfurruñada, ajena a la algarabía general.

—Yo os acompañaré —dijo entonces Andrew, profundamente emocionado.

—No, primo —le respondí con una sonrisa—. Iremos solo el capitán y yo. Salir ahí fuera es peligroso. El capitán Shackleton tiene un papel importante en esta función, no lo olvides: él es quien debe impedir la invasión, y el futuro nos dice que lo conseguirá, por lo tanto, no morirá, al menos hasta que lo logre. Pero eso no significa que quienes le acompañemos disfrutemos de su inmunidad, así que quédate aquí cuidando de las mujeres, primo. Estoy seguro de que las encantadoras hermanas Keller no soportarían quedarse viudas al mismo tiempo —bromeé. Mi primo hizo amago de protestar, pero le detuve con un gesto conciliador. Luego me volví hacia el cochero—. Harold, prepare el carruaje.

El cochero miró imperceptiblemente a Andrew, que asintió.

—El carruaje estará preparado en cinco minutos, señor Winslow —dijo.

—Hágalo en dos. —Sonreí.

Cuando se marchó, los que partíamos en aquella misión descabellada —y que sin embargo, tendría éxito— procedimos a despedirnos de quienes debían aguardar en el refugio: Claire le rogó a Shackleton que tuviese cuidado, y yo le dije a Andrew que cuidara de todos lo mejor que pudiera. Victoria no se acercó a mí; se limitó a sacudir la cabeza, decepcionada, y yo me encogí de hombros. En aquel silencioso intercambio de reproches consistió nuestra despedida. Ella no sabía que intentaba salvar el planeta, y yo no sabía que jamás volvería a verla. Aunque de haberlo sabido, ¿habríamos actuado de otro modo?