29

—¿Esta es su idea de un sitio seguro? —preguntó Murray paseando una mirada decepcionada a su alrededor—. Creo que le tiene demasiado aprecio a su casa, Clayton.

Se trataba de una modesta vivienda en Euston Road que contaba con una sala y un despachito en la primera planta, y varios dormitorios en los pisos superiores, cada vez más diminutos, que permitían que la casa ascendiera hacia el cielo en escala decreciente. Wells conocía mejor de lo que quisiera aquellas ratoneras angostas que formaban una apretada hilera destartalada en la zona norte de Bloomsbury porque se había alojado en una de ellas durante su época de estudiante, y siempre se le habían antojado la encarnación más fiel de todo Londres, de la irracional falta de planificación con que se expandía la ciudad.

Habían llegado hasta allí cruzando el Támesis por el Blackfriars Bridge, bordeando el Victoria Embankment y atravesando Covent Garden y Bloomsbury. Habían escogido las calles más estrechas, y solo cuando resultaba inevitable emergían a las arterias principales, atestadas de gente que corría de un lado a otro despavorida, mientras las explosiones se presentían cada vez más cerca. Era evidente que los londinenses acababan de comprender que la ciudad ya no era la inexpugnable fortaleza que les habían asegurado. Ninguno de ellos había visto todavía los trípodes, pero corrían con la convicción de que debían representar el mayor horror concebible. En realidad, había pensado Wells mientras los contemplaba apresurarse no se sabía adónde, aquellos desgraciados huían de los terrores que les suministraba su imaginación, inspirada por las atronadoras explosiones. Como le había dicho Clayton en el carruaje, a veces lo imaginado resultaba mucho más siniestro que lo real. Cuando las máquinas marcianas aparecieran en el horizonte, recortándose sobre los tejados y derribando edificios con su poderoso rayo calórico, tal vez incluso les decepcionaran. Pero mientras el carruaje con la pomposa «G» se abría paso entre aquella marea humana que inundaba las calles, y el escritor miraba hacia todos lados con la ingenua esperanza de distinguir a Jane entre la muchedumbre, tuvieron tiempo de cosechar un buen puñado de rumores que confirmaron sus sospechas.

Oyeron, por ejemplo, que la reina había sido asesinada. Alguien había irrumpido en el Castillo de Windsor y había destrozado con saña a toda su guardia y empleados, sin dejar un solo superviviente en todo el castillo. Algo semejante parecía haber ocurrido en el cuartel de bomberos, en el Parlamento, en el Royal Hospital de Chelsea y en otras instituciones de la ciudad. También se enteraron de que alguien había liberado a los presos de las prisiones de Pentonville y Newgate. Nadie podía comprender cómo era posible que en aquella situación hubiera quienes aprovecharan para perpetrar esas fechorías que no parecían tener otro propósito que el mal gratuito, quienes se entregaran a la enloquecida empresa de liberar presos y matar ministros.

Ellos sí, por supuesto. Sabían que esos ataques no eran ni arbitrarios ni mucho menos humanos. Aquellos despiadados asaltos los perpetraban criaturas como la que habían desafiado en Scotland Yard, siguiendo un plan probablemente meditado durante años para desestabilizar las defensas de la ciudad desde dentro. En realidad, los trípodes no eran más que las tropas de asalto, los heraldos de la destrucción, el símbolo de la parte más tosca de una invasión que también tenía un lado más sutil.

Ahora, desde la casa de Clayton, podían oír los disparos ensordecedores de los trípodes, que parecía llegarles de varias direcciones a la vez. El estruendo provenía de Chelsea, Islington y Lambeth, e incluso más allá de Regent’s Park, en dirección hacia Kilburn. Como sospechaban, los invasores del espacio no solo habían rebasado la línea defensiva de Richmod, sino que habían abierto otros descosidos en el cerco del ejército y en aquellos momentos irrumpían en la ciudad desde diferentes puntos, si no de todos. Pronto todo Londres estaría a merced de los marcianos, y no habría un solo sitio en la ciudad donde esconderse; y si lo había, desde luego no sería la casa de Clayton, que parecía de cartón. Sin embargo, el agente no compartía la misma opinión. Se limitó a sonreír enigmáticamente ante el comentario del millonario y a pedirles que le siguieran. Les condujo hasta el sótano de la vivienda, un espacio mal iluminado y peor ventilado bajo el nivel del suelo, donde se hallaban la cocina y la carbonera. Sin dejar de sonreírles, se puso a trastesar con los fogones.

—¿Qué demonios…? —se impacientó Murray—. ¿Va a prepararnos un té? Le agradecemos el gesto, Clayton, pero le aseguro que ninguno de nosotros va a disfrutarlo tranquilo oyendo cómo los malditos trípodes se acercan cada vez…

El millonario no pudo acabar la frase, pues en ese instante, después de que Clayton manipulara una pequeña palanca disimulada en el interior del horno, una de las paredes de la cocina comenzó a desplazarse. Todos observaron sorprendidos cómo el muro, merced a algún tipo de mecanismo oculto, se descorría como el telón de un escenario, desvelando un pequeño espacio no mayor que un armario en cuyo suelo se distinguía una trampilla. Con una sonrisa cortés, Clayton les invitó a pasar y, una vez todos se encontraron allí apretados, esperó a que la pared volviera a su posición inicial y abrió la trampilla. A continuación, comenzó a descender por una estrecha escalerilla hacia la penumbra que se adivinaba abajo.

—Síganme —ordenó—. Y por favor, el último que cierre la trampilla.

Para sorpresa de todos, la escalera les condujo a una enorme habitación de piedra escarbada en la tierra, amueblada y decorada sin escatimar en lujos ni en gustos exóticos, como si fuera el refugio de un rey. Estanterías con libros de lomos repujados forraban sus paredes, el suelo estaba cubierto de mullidas alfombras de seda persa, había jarrones chinos de color azul apostados en los rincones y una cristalería veneciana lanzaba fulgores tras una vitrina. Sillones y divanes de distintos estilos se dispersaban por doquier, como un rebaño asustado por la tormenta. Y había incluso una majestuosa chimenea de mármol cuyo tiro debía de atravesar la vivienda de arriba, o tal vez zigzaguear a través de la roca hasta escupir su humo Dios sabía dónde, para que los más beatos la confundieran con una de las muchas entradas al infierno. Clayton fue encendiendo las lamparitas repartidas por la lujosa estancia mientras el grupo estudiaba el refugio entre la admiración y la incredulidad. Parecía haber sido escarbado allí ex profeso para casos como aquel, y pertrechado con todo lo necesario para pasar un tiempo prudencial en su interior, pues junto a la enorme sala había una pequeña despensa que por lo visto contenía todo tipo de víveres y útiles para la supervivencia.

—Como ven, aquí estaremos seguros hasta que amanezca —dijo Clayton cuando terminó de encender las luces.

—Aquí podríamos incluso pasar las vacaciones —respondió Murray, divertido, estudiando un exquisito reloj estilo Luis XIV que, desde una repisa de madera, esparcía el polen de su tictac por la estancia.

El agente dejó escapar una risita orgullosa.

—La casa no la construí yo —explicó—. Fue expropiada a su dueño, a quien detuve en uno de mis casos más célebres. El departamento tuvo el detalle de regalármela como pago a mis servicios.

—¿Y quién era su dueño? —preguntó el escritor, maravillado de que existiesen trabajos que pudieran reportar a alguien aquella especie de guarida de villano.

—Oh, me temo que no estoy autorizado a decirlo, señor Wells.

Wells esperaba una respuesta similar, así que asintió resignado y se dedicó a pasear la mirada por la acogedora estancia. Fuera quien fuese la persona que la había construido, allí podrían descansar a salvo, sí, pero estaba seguro de que él no conseguiría dormir ni un solo minuto pensando que Jane tal vez estuviera corriendo por las calles, entre la despavorida multitud. Sin embargo, dado que de momento no podía hacer nada por ella, lo mejor era que aprovechara para descansar y comer algo. Sí, debían reponer fuerzas para enfrentar con la mejor disposición posible todo cuanto les deparara el día siguiente. La muchacha, por ejemplo, ya estaba hurgando en la despensa impulsada por el ayuno que les había impuesto la invasión. Pero para su decepción, cuando regresó a la sala, lo único que llevaba en las manos era un pequeño botiquín, al parecer equipado con todo lo necesario para curarle al millonario una herida que la zarpa de la criatura le había abierto en el hombro, y en la que Wells ni siquiera había reparado. Emma pidió al agente permiso para utilizarlo.

—Por supuesto, señorita Harlow. Pónganse cómodos —dijo Clayton señalando los silloncitos. Luego miró al escritor y añadió—: Y usted sígame, señor Wells. Quiero enseñarle algo que le resultará de sumo interés.

Wells le siguió a regañadientes, disgustado porque no solo tendría que disimular ante aquellos espíritus elevados una necesidad tan pedestre como el hambre, sino que además debía superar una prueba más antes de poder descansar sus huesos en alguno de aquellos mullidos sillones. Clayton le precedió por un pasillo flanqueado de puertas, hasta que se detuvieron frente a una puertecita de hierro cerrada con un candado. El agente comenzó a hurgar en su cerradura agarrándolo con su mano astillada, pero Wells no se encontró con ánimos para aguardar pacientemente a que consiguiera encajar la llave, así que se la arrebató con brusquedad y él mismo se ocupó de vencer la resistencia del candado. Luego cedió el paso a Clayton con un gesto teatral de portero de hotel.

El agente se aventuró en su penumbroso interior un tanto molesto. Y cuando los dos hombres desaparecieron al fin, cerrando la puerta tras de sí, Murray no pudo sino agradecer secretamente la oportunidad que se le presentaba de quedarse a solas con la muchacha en aquel sitio tan acogedor. Emma le pidió entonces que se sentara en uno de los sillones, a lo que él accedió gustoso. Necesitaban un momento de intimidad en un lugar del que no tuviesen que salir corriendo al segundo siguiente. Murray la observó abrir el botiquín y desplegar vendas, gasas y tijeras sobre la mesita anexa con una sonrisa indulgente, fingiendo una mundana despreocupación por la herida que tenía en el hombro.

—No es necesario que te molestes, Emma, de verdad —le dijo amablemente—. Apenas me duele.

—Pues parece una herida muy fea —repuso ella.

—¿Cómo de fea? —se alarmó Murray.

Emma sonrió, divertida.

—No te preocupes, solo es un rasguño —le tranquilizó—. No creo que te mate.

—Es un alivio saberlo —respondió el millonario con una sonrisa juguetona derramándosele por los labios.

—Bueno —aclaró Emma con repentina seriedad, mientras procedía a desinfectarle la herida—, no te matará por segunda vez, quiero decir.

El millonario se mordió el labio inferior. Maldición, se dijo.

—Imagino que te debo una explicación —reconoció, lamentando que aquel momento de calma no pudiera invertirse en algo más íntimo que una discusión.

—Estaría bien, sí —respondió ella con un deje de tristeza, mientras le vendaba la herida—. Al menos no me moriría con tantas dudas.

—No vas a morir, Emma, mientras yo pueda evitarlo —se apresuró a contestarle Murray—. Te lo he jurado por mi vida.

—Deja ya de perder el tiempo consolándome, Gilliam. —La muchacha esbozó una sonrisa resignada—. No nos queda demasiado.

—¿Qué quieres decir? ¡Tenemos todo el tiempo del mundo, Emma! ¡Demonios, yo soy el Dueño del Tiempo! —protestó Murray, exaltado—. ¡Y tú y yo apenas hemos empezado a conocernos! ¡Tenemos toda la vida por delante!

—¿Toda la vida por delante? Gilliam, te recuerdo que los marcianos están invadiendo la Tierra en estos momentos —dijo ella, sonriendo ante su ingenuidad—. ¿No se te ha ocurrido pensar que eso tal vez interfiera un poco en nuestros planes?

—Podría ser, podría ser… —admitió Murray, contrariado—. Justo ahora, maldita sea…

Murray era consciente de la situación en la que se encontraban, por supuesto que sí. No había llegado hasta allí con una venda en los ojos y tapones en los oídos. Sabía que los marcianos estaban invadiendo el planeta, pero era como si eso, hasta este momento… no hubiera tenido la menor importancia. Como si la invasión no fuera con ellos. Estaba tan entusiasmado con la complicidad que había creado con la muchacha, que los marcianos se le antojaban una molesta contrariedad de la que ya tendría tiempo de ocuparse. Le disgustó que Emma otorgara tanta importancia a la invasión. Comprendió entonces que ella no había aceptado todas las promesas de salvación que le había hecho hasta la fecha con una sonrisa porque creyera en ellas, sino con el único propósito de que él se sintiera bien, y eso le emocionó y disgustó a partes iguales. Pero finalmente tuvo que reconocer que Emma tenía razón: la invasión trastocaba cualquier plan, incluidos los suyos, pues debía aceptar que iba a ser difícil que sobrevivieran a ella.

—Sí, qué inoportunos, ¿verdad? —comentó Emma, y luego, observándolo con la dulzura con que una madre miraría a un hijo desilusionado, añadió con una sonrisa—: No vas a tener tiempo de enamorarme.

Eso hizo que Murray sonriera también.

—¿Estás segura de eso? —preguntó—. ¿Cuánto tiempo crees que necesitaría?

Ella se encogió de hombros.

—No lo sé. Ojalá pudiera decírtelo, pero nunca me he enamorado… —confesó con melancolía—. Y me temo que voy a morir sin hacerlo…

Emma calló, sorprendida ante sus propias palabras. Era la primera vez que se mostraba vulnerable ante un hombre. En realidad, era la primera vez que se mostraba vulnerable ante alguien. Tan vulnerable como una niña. Y no le importó. Al contrario, sintió un súbito y agradable alivio. No tenía sentido seguir mostrándose invulnerable en aquella situación, pero no se había desprendido de la máscara con la que se protegía del mundo solo por eso, porque no tuviera sentido seguir construyendo aquel personaje dentro de un mundo que iba a ser destruido. Lo había hecho porque, en realidad, aquel hombre enorme que tenía delante le había demostrado que la amaba, y la amaba a ella, solo a ella y a pesar de ella. Sí, aquel hombre que trataba a todo el mundo con desprecio y altanería, incluso con crueldad, pero que sin embargo a ella le hablaba con una infinita delicadeza, aquel hombre que había intentado ordeñar una vaca para apagar su sed, se había ganado ese derecho. Ya no quería fingir con él. Iba a morir en breve, de algún modo sin duda horroroso, y no quería hacerlo fingiendo ser alguien que no era. Si iba a morir, quería que al menos un hombre en la Tierra supiera cómo era ella verdaderamente: una muchacha frágil a la que le habría gustado que el mundo fuera como lo había descrito su bisabuelo, y a la que le habría gustado enamorarse alguna vez de alguien. Así era Emma Catherine Harlow… Y ese hombre, el hombre destinado a verla como nadie jamás la había visto, abrió la boca para repetirle que no iba a permitir que muriese, pero se interrumpió. No, no debía mentirle, se dijo. ¿De qué le serviría cuando era evidente que iban a morir todos? Y en ese instante, como para confirmarlo, se oyó una atronadora explosión por encima de sus cabezas. Ambos alzaron la mirada hacia el techo, sobrecogidos. El disparo había sonado demasiado cerca, y eso solo podía significar que los trípodes habían llegado a Bloomsbury. Tal vez incluso avanzaran en aquellos momentos por Euston Road, desfilando victoriosos sobre sus tres patas, y disparando sobre los edificios caprichosamente. Avanzaban sembrando la destrucción a su paso, segando vidas para ellos insignificantes, sin pensar que aquellos humanos que caían ante su rayo eran algo más que cucarachas, que eran seres con sueños y deseos, y alguno incluso con un deseo concreto: seguir vivo para poder enamorar a la mujer que amaba.

—¿Qué puedo hacer para enamorarte? —preguntó con suavidad el millonario cuando el eco de la explosión se extinguió—. Tal vez tenga tiempo de hacerlo antes de que muramos…

Emma sonrió, agradecida de que Murray no le hubiese mentido una última vez, diciéndole que saldrían de aquella o de cualquier situación parecida, como habría hecho cualquier otro. Y le agradó que aquel grandullón también fuese diferente en eso.

—Ya he visto que eres capaz de matar por mí, incluso de arrojar un monstruo por la ventana por mí —le dijo con una sonrisa divertida—. Tal vez eso sería suficiente para cualquier otra, pero yo necesito algo más, aunque no sepa lo que es. De todos modos, apenas tienes tiempo para hacer ninguna otra cosa. —Le miró con una mezcla de dulzura y resignación, al tiempo que tomaba sus manos y las acunaba entre las suyas. Murray se dejó hacer con una mueca abatida que hizo suspirar a Emma. De repente, los ojos se le iluminaron—. ¡Tendrás que enamorarme con algo que ya hayas hecho! ¡Sí, eso es! ¿Qué has hecho a lo largo de tu vida que pueda enamorarme, Gilliam?

Murray suspiró. Le encantaba que ella pronunciara su nombre. En su boca parecía un trozo de tarta o un gajo de naranja.

—Me temo que nada —respondió con amargura—. Si hubiese sabido que tendría que enamorarte con mis actos, mi vida habría sido muy distinta, te lo aseguro. Pero no pensaba que tuviera que deslumbrar a ninguna dama con ella, y menos a una dama como tú.

Se reclinó en el sillón y la contempló con tristeza. Él la amaba, y quizá por esa razón, la conocía sin apenas conocerla. Y seguiría amándola igualmente aunque ella le confesara que en su pasado había asesinado o robado, porque la amaba y nada de lo que ella hiciera le parecería mal nunca. Su amor era tan fuerte e irracional que incluso le impedía juzgarla. La amaba por lo que era, independientemente de lo que hiciera o dejara de hacer. La amaba por su belleza, aunque esa sería una manera muy pobre de decirlo. Tal vez fuese mucho más exacto decir que la amaba por la manera en que existía sobre el mundo: por sus ojos, por su sonrisa, por sus gestos, por la dulzura con que habría asesinado o robado. Pero ella no le amaba por lo que era. ¿Cómo podría hacerlo?, se dijo, contemplando el reflejo del gigantón desgarbado que le devolvía el espejo que tenía enfrente. Su manera de existir sobre el mundo era peor que la de un cactus. Ella solo podría amarle por su interior, por lo que era capaz de hacer o tal vez había hecho, pero desgraciadamente no podía hacer mucho más, y tampoco guardaba en el arcón de su pasado ningún gesto noble del que pudiera enorgullecerse, ningún acto desinteresado que le sirviera ahora de moneda de cambio para conquistar a aquella mujer.

—¿Qué tendría que hacer un hombre para enamorarte? —preguntó, más por curiosidad que por otra cosa, ya que daba por sentado que, fuera lo que fuese, él no lo habría hecho ni por equivocación—. ¿Alguien ha hecho algo alguna vez por lo que sintieras que podrías enamorarte de él?

Emma entrecerró los ojos, y adoptó una expresión dulcemente reconcentrada, en ese momento el millonario deseó conocer el difícil arte de la pintura para inmortalizar aquella mirada en un lienzo. Pero dado que su destreza con los pinceles era más bien nula, por decirlo con suavidad, solo pudo memorizar cada detalle de su rostro para guardarlo cuidadosamente entre la mullida paja de sus otros recuerdos.

—Mi bisabuelo —dijo al fin la muchacha.

—¿Richard Locke… el Embaucador? —se sorprendió Murray.

—¡No lo llames así! —le reprobó Emma—. Ya sé que engañó al mundo, que me engañó a mí, que nos engañó a todos. —Hizo una pausa, y sonrió pensativa—. Antes incluso me hacía gracia que hubiera sido más listo que todos, ¿sabes? Sí, me sentía orgullosa de que mi sangre fuera superior a la crédula y estúpida sangre de los demás. Pero esa es solo una manera de verlo. Ahora lo veo desde otra perspectiva. Ahora creo que sería capaz de amar a alguien que hiciera lo que él hizo… Simplemente porque no hizo otra cosa que hacer soñar al mundo.

Murray la observó en silencio durante unos instantes. Y entonces, muy lentamente, una sonrisa fue floreciendo en sus labios. Hacer soñar al mundo… Sí, ¿por qué no? Como había dicho la muchacha, todo podía verse de otra manera. Todo era una cuestión de perspectiva.

—Entonces voy a contarte una historia, Emma. Algo que nadie sabe. Y no te quedará más remedio que enamorarte de mí.

—¿De verdad? —exclamó la muchacha, entre divertida y asombrada.

Murray asintió.

—¿Qué sabes de Viajes Temporales Murray?

—Bueno, todo lo que pude leer en prensa —respondió ella extrañada—. Y que cerró sus puertas justo cuando había convencido a mi madre para que viajáramos a Londres y formásemos parte de la tercera expedición al año 2000. Se dijo que se clausuró porque habías muerto.

—Bueno, entonces esto te sorprenderá… —anunció Gilliam.

Les ruego que me disculpen por interrumpir tan delicado momento, pero aunque la conversación está resultando de lo más interesante, al igual que ustedes siento gran curiosidad por saber lo que está ocurriendo en estos mismos instantes dentro del cuartito donde se hallan Wells y Clayton. «Quiero enseñarle algo que le resultará de sumo interés», le había dicho el agente a Wells. ¿Una simple excusa para dejar a solas a los tortolitos? Conociendo la sensibilidad del agente ante este tipo de asuntos, permítanme que lo dude. ¿Era quizá un modo sutil de llevarse a Wells sin ofender a los otros? Eso parece mucho más probable. Pero ¿con qué intención querría el agente quedarse a solas con él? ¿Y si resulta que lo que está sucediendo allí dentro es más importante para esta historia que lo que está pasando en la sala? Ojalá tuviera la suficiente destreza para narrarles dos conversaciones a la vez, pero desgraciadamente no es esa una de mis escasas virtudes, así que debo sacrificar la charla de la sala en favor de la conversación del cuartito, mientras rezo para que Wells y Clayton no estén hablando de las ventajas de las pajaritas sobre las corbatas o discutiendo sobre cuál es la mejor época para la recolección de la alubia.

El cuartito en el que se hallan no es tan grande como el salón, pero sí mayor que la despensa, naturalmente, y en un primer vistazo Wells no logró dilucidar si Clayton usaba aquella habitación como armería, como laboratorio o como un simple almacén de trastos, pues allí se amontonaban en una promiscua confusión máquinas extrañas con todo tipo de armas y objetos relacionados con el ámbito del ocultismo, la hechicería, la nigromancia y demás artes oscuras que al escritor siempre le habían parecido pura superchería.

Clayton se dirigió a una especie de vitrina que había en una esquina del cuarto donde, expuestas ordenadamente, Wells distinguió al menos una docena de manos artificiales. Las había de distintos materiales, aunque predominaban las de madera o metal, y si bien algunas se esforzaban en reproducir la extremidad que el agente había perdido con el mayor verismo posible —probablemente aquellas eran las que se atornillaba cuando debía acudir a alguna cena de gala o a cualquier otro evento similar en el que tuviera que usarla solamente para manejar los cubiertos, sostener un cigarrillo o, si había suerte, acunar con ella la mano de alguna mujer—, otras semejaban artefactos mortíferos: había una de dedos afilados como estiletes, otra que parecía un híbrido entre una mano y una Pepperbox, y al menos un par de ellas que semejaban mecanismos tan extraños que Wells no pudo deducir para qué servían. Clayton se desatornilló la prótesis astillada, la dejó cuidadosamente a un lado y examinó con detenimiento su colección de miembros artificiales, que apoyados sobre sus dedos parecían tarántulas sin vello, para decidir cuál era la más adecuada para la situación en la que se encontraban.

Mientras se decidía, Wells aprovechó para pasear distraído por el extravagante mercadillo que el agente había montado en la habitación. En una de las mesas, junto a un bestiario medieval con bellas ilustraciones de grifos, arpías, basiliscos, dragones y demás seres mágicos, en cuyos márgenes Clayton había escrito numerosas anotaciones con una letra diminuta, encontró un tablero de ouija.

—No sabía que practicara el espiritismo, agente —comentó Wells, acariciando el alfabeto labrado en la exquisita tabla de madera.

—Pues no debería sorprenderle tanto —respondió Clayton sin volverse—, los fantasmas son los mejores soplones a los que un policía puede recurrir: lo ven todo y no tienes que pagarles, aunque alguna vez te pidan algún encargo ridículo que les quedó pendiente en el mundo de los vivos.

—Entiendo… —dijo Wells con cautela, sin saber si le estaba tomando el pelo o no.

Examinó entonces la media docena de extrañas máquinas que había junto a la mesa. Le llamó particularmente la atención un artefacto que parecía un cruce entre un gramófono y una máquina de escribir. El engendro, erizado de bielas y palanquitas que sobresalían de él como las púas de un cactus, estaba dotado de cuatro pequeñas ruedas y coronado por una especie de cornucopia de cobre cromado.

—¿Qué es esto?

—Oh, es un metáfono —dijo el agente tras dedicarle una mirada distraída.

Wells esperó a que añadiera algo más, pero como no lo hizo, se vio obligado a preguntar:

—¿Y para qué demonios sirve?

—En teoría para grabar las voces y sonidos de las dimensiones vecinas, pero por sus escasos resultados bien podría decirse que no sirve para nada. —Clayton seguía estudiando su colección de prótesis, indeciso—. Lo estoy usando para intentar localizar a un muchacho llamado Owen Spurling, que desapareció a finales del invierno pasado en un pueblo de Stafford. Su madre lo mandó a por agua al pozo y ya no volvió. Cuando salieron a buscarlo, descubrieron asombrados que el rastro de sus huellas en la nieve desaparecía de repente, unos metros antes de llegar al pozo, como si un águila o cualquier otra ave semejante se lo hubiese llevado volando. Lo buscaron por los alrededores, pero no lo encontraron. Nadie se explicaba lo que había pasado, sobre todo teniendo en cuenta que su madre, que lo había estado vigilando desde la ventana, solo le había quitado la vista de encima durante unos segundos. El muchacho se había desvanecido, literalmente. Lo más probable es que pasara a otra dimensión y ahora no sepa volver. Con el metáfono tal vez pueda oírle y darle instrucciones, si algún día logro grabar algo más que el trino de los pájaros de Stafford.

—¿Y por qué quiere traerlo de vuelta? Quizá el tal Owen sea más feliz en ese otro mundo jugando con perros de cinco patas —bromeó el escritor.

El agente le ignoró, tomando al fin una de sus prótesis, que reproducía con bastante fidelidad una mano humana y a simple vista no llevaba adosado nada que la convirtiera en un arma, aunque Wells observó que a la altura de la muñeca disponía de algo parecido a una clavija o resorte.

—Tal vez haya llegado el día de estrenarte, vieja amiga… —musitó el agente, acunando la prótesis con una sonrisa melancólica.

Comenzó a atornillársela con cuidado. Cuando terminó, se volvió hacia el escritor meciendo lentamente la cabeza.

—Comprendo sus reticencias a creer en este tipo de cosas, señor Wells —dijo—. Yo mismo me encontré docenas de veces esa misma mueca escéptica al mirarme en el espejo, hasta que con el tiempo desapareció. A todo se acostumbra uno, señor Wells, créame. Y cuando lo acepte, cuando acepte que en este mundo no todo tiene explicación, entonces podrá creer que lo imposible es posible. Sí, entonces podrá creer en la magia.

—Ya… —murmuró Wells.

Clayton guardó silencio unos segundos, observando al escritor con simpatía.

—Permítame que le hable de cuando yo era como usted, de cuando era simplemente el agente Cornelius Clayton, no el agente especial Cornelius Clayton. Tal vez eso le ayude. Hace algo más de diez años yo era un hombre como otro cualquiera, ¿sabe? Sí, un hombre que creía que el mundo era lo que era. Tenía la misma visión de la realidad pobre y limitada que usted tiene ahora, aunque al menos pinchaba los guisantes sin problemas porque contaba con dos manos de carne y hueso.

El agente formuló aquella última apreciación en tono de broma, pero a Wells le pareció que su voz, como el viento otoñal, arrastraba una hojarasca de funesta melancolía, como si lo que se disponía a recordar le gustara, pero a su vez sintiese que le habían obligado a sacrificar demasiadas cosas en el camino, pérdidas que se resistía a cuantificar por temor a que el resultado no se decantara a favor de la decisión que había tomado hacía ya demasiado tiempo como para seguir reconociéndose en aquel joven que tan despreocupadamente había escogido su futuro.

—Mi padre fue agente de policía, y siguiendo su ejemplo yo ingresé en Scotland Yard para luchar contra el delito. Mi dedicación, junto con los consejos y la tutela paterna, no tardó en reportarme un excelente expediente que, sumado a mi insultante juventud, pronto despertó la admiración de mis superiores, que se acostumbraron a escoger mi espalda como el destino más frecuente de sus entusiastas palmadas. Uno de ellos, el superintendente Thomas Arnold, me mandó llamar a su despacho cuando apenas llevaba un par de años en el cuerpo. Al parecer, alguien tenía especial interés en conocerme, me dijo. Allí me esperaba el individuo más extraño que había visto en mi vida, al menos hasta aquel entonces.

»Se trataba de un tipo de unos cincuenta años, gordo y de modales enérgicos, que lucía un extraño parche cubriéndole el ojo derecho. Al principio no supe si había perdido el original o si este se hallaba aún bajo el parche, oculto tras el ojo artificial que ahora ocupaba su cuenca, una especie de lente circular de bordes labrados sujeta por un correaje que le cruzaba la frente. En el interior de la esfera, que al parecer podía graduarse, había un círculo más pequeño, del cual surgía un ligero resplandor rojizo. Sin inmutarse ante mi desconcierto, me tendió una mano regordeta pero poderosa, cargada de anillos de extraños símbolos, y se me presentó como Angus Sinclair, capitán de una división especial del cuerpo de la que yo nunca había oído hablar. El superintendente no tardó en dejarme solo con aquel extraño individuo, que ocupó su mesa sin dudarlo y me ofreció asiento con un gesto suave de la mano. Una vez me senté frente a él, me sonrió y repasó con satisfacción los papeles que tenía sobre la mesa, que no tardé en descubrir que eran mi expediente.

»—Tiene un historial brillante, agente Clayton. Le felicito —dijo con voz grave.

»—Gracias, señor —respondí yo, mientras reparaba en la extraña insignia que llevaba en la solapa izquierda de su terno negro: un pequeño dragón alado.

»—Mmm… creo que aquí llegará lejos, dada su juventud e inteligencia. Sí, muy lejos. Con el tiempo, alcanzará el rango de coronel, estoy seguro. Y a los setenta u ochenta años, morirá feliz, tan gordo como yo y con el pelo blanco, probablemente satisfecho con su vida y con una carrera que solo podrá calificarse de envidiable, construida a base de resolver asesinatos, encarcelar criminales y todo eso.

»—Gracias por su ejercicio de adivinación, señor —respondí yo, molesto por el tono ofensivo con que acababa de despreciar no solo todo cuanto había hecho en la vida, sino todo lo que llegaría a hacer.

»El capitán sonrió, divertido ante mi pequeña exhibición de insolencia juvenil.

»—Oh, son logros dignos, muchacho, de los que cualquiera podría sentirse orgulloso. Pero estoy seguro de que usted aspira a más, a mucho más que eso. —Me contempló con fijeza durante varios segundos. El resplandor rojizo de su ojo mecánico se intensificó, e incluso me pareció escuchar un extraño zumbido tras la lente—. El problema es que no conoce nada que pueda significar más que eso. ¿O acaso me equivoco?

»No se equivocaba, pero preferí no confirmárselo. Me limité a guardar silencio, intrigado por descubrir qué quería aquel tipo de mí.

»—Llegará a coronel o cualquier otra cosa que se proponga, sí. Su perspicacia y capacidad de trabajo así lo proclaman. Pero no sabrá nada del mundo, muchacho. Absolutamente nada, por mucho que crea saberlo todo. —Se reclinó sobre la mesa y me sonrió, desafiante—. Ese será su futuro. Pero yo le ofrezco un futuro mucho más excitante.

»—¿A qué se refiere, señor? —pregunté, incómodo ante el tono exaltado que usaba aquel sujeto tan estrafalario.

»—Le estoy invitando a que emplee sus habilidades para resolver otro tipo de casos. Casos especiales —explicó—. A eso nos dedicamos, agente Clayton, a resolver casos especiales. Pero desgraciadamente, para eso no basta con tener un expediente brillante. Hace falta cierta… eh… disposición.

»—No le comprendo, señor.

»—Hace falta una mente abierta, agente Clayton. ¿Tiene usted una mente así?

»Dudé un momento; no sabía qué responder a eso. Luego asentí con convicción: nunca me había parado a pensarlo, pero mientras no se demostrase lo contrario, yo tenía una mente abierta. El capitán Sinclair sonrió complacido.

»—¡Veamos si está en lo cierto! —dijo con teatral entusiasmo, al tiempo que sacaba un recorte de periódico de su carpeta y lo colocaba sobre la mesa, vuelto hacia mí—. Léalo con atención y dígame sus conclusiones, todas las que se le ocurran, por increíbles que le resulten. ¿De qué cree que murió?

»El recorte era de un par de años antes, y recogía la noticia de la muerte de un mendigo. Su cadáver había aparecido en un vertedero de las afueras de la ciudad, medio desfigurado por los mordiscos de los perros callejeros, aunque las causas de su muerte eran un misterio, pues la autopsia no había logrado revelar nada. El periodista que había redactado la noticia, que debía cargar con un alma de lo más temerosa, acababa el artículo diciendo que el crimen había ocurrido una noche de luna llena, y que alrededor del cadáver, en la arena, la víctima había dibujado desesperadamente varias cruces, como si quisiera espantar al diablo. Tras leerlo un par de veces con suma atención, expuse ante el capitán todas las posibles causas de la muerte que se me ocurrieron. Dije que, dado que nadie se dejaría matar por unos perros si tiene la más mínima fuerza para ahuyentarlos, ni estos suelen atacar así a los vivos, lo más probable era que lo hubieran envenenado y arrastrado hasta allí, y que su asesino hubiese dibujado las cruces por algún motivo antes de largarse. También dije que podría tratarse de un homicidio involuntario, que el responsable habría intentado encubrir, y algunas explicaciones más de ese estilo que se me pasaron por la cabeza.

»—¿Ha terminado? —me preguntó el capitán Sinclair, exagerando su decepción—. Le he dicho todas las posibilidades que se le ocurran, por increíbles que le resulten.

»Entonces sonreí con malicia y dije:

»—También diría que lo hizo un hombre lobo. Era noche de luna llena, que es cuando pueden transformarse. Fue él quien atacó al mendigo en el propio vertedero y le dio muerte, no los perros, y su víctima dibujó varias cruces a su alrededor mientras él se le acercaba, como un lobo caminando sobre dos patas, para que regresara al infierno del que había salido.

»El capitán Sinclair, con la misma decepción, volvió a preguntar:

»—¿Ha terminado?

»—No, todavía no —respondí con una sonrisa—. También podría ser un vampiro, ya que el crimen se perpetró durante la noche; por eso la víctima dibujó el signo de la cruz sobre la arena. O un vampiro haciéndose pasar por un hombre lobo, para incriminar a sus ancestrales enemigos, con los que tal vez luchen desde el principio de los tiempos por el dominio del planeta. Ahora he terminado, capitán. ¿He acertado?

»—Aún no está preparado para saberlo. —Se recostó en el sillón y me estudió con fría curiosidad—. Pero dígame, ¿le interesaría formar parte de una división donde esas pudiesen ser las respuestas? En mi división, a veces, lo imposible puede ser la solución. Quienes la integramos no ponemos trabas a nuestra imaginación, nuestras deducciones van más allá de donde las mentes normales se agotan.

»Le miré sin saber qué decirle, aunque para mi alivio Sinclair me aseguró que podía tomarme unos días para pensarlo, no sin antes advertirme de que todo lo que se había dicho en aquel despacho debía quedar en el mayor de los secretos, y que en caso de que mi decisión fuera negativa, lo más saludable sería que intentara olvidar que aquella conversación había existido. Fue la primera advertencia que me dio, pero no la última, ni tampoco la más sorprendente. Luego me entregó una nota con la dirección del Departamento Especial, donde debía presentarme a la semana siguiente si aceptaba su oferta.

»Abandoné el despacho y regresé a casa. Pero tan solo necesité una noche de insomnio para darme cuenta de que por mucho que lo intentara, jamás olvidaría aquella conversación. En realidad, desde el momento en que crucé aquella puerta, ya estaba condenado. Yo era un joven ambicioso y pagado de mí mismo, y ahora que sabía que otros tenían acceso a una información vetada para el resto de los mortales, ya no podría vivir sin anhelar también conocerla. No dejé pasar la semana. A la mañana siguiente me presenté en la dirección que señalaba la nota, y pedí que me condujesen al despacho del capitán Sinclair, quien al parecer estaba esperándome. Y allí sellé mi destino para siempre.

El agente rubricó su historia con una sonrisa afligida, y luego buscó la reacción de Wells.

—Le felicito por creer en los hombres lobo y en los vampiros, Clayton —dijo el escritor casi con piedad.

—Oh, no, señor Wells, se equivoca: no creía en ellos. Simplemente le dije al capitán lo que quería oír. No, el muchacho que yo era entonces no creía en vampiros ni en hombres lobo. Pero aquel tipo dirigía un grupo de agentes de élite, seleccionados entre lo más granado de Scotland Yard. Hicieran lo que hiciesen, yo quería formar parte de aquella división porque seguir resolviendo crímenes y atrapando asesinos vulgares ya no suponía ningún aliciente para mí. Habría dicho que al mendigo lo mató un elfo si hubiera sido necesario. —El agente sonrió con amargura—. Aunque de aquello hace doce años, señor Wells. Doce años. Y ahora no puedo sino asegurarle que creo en más cosas de las que me gustaría creer.

—¿Ah, sí? ¿Existen los vampiros, por ejemplo? —inquirió Wells, aprovechando la oportunidad.

Clayton lo contempló con una mueca risueña, como un adulto complacido ante la curiosidad de un niño.

—Esta casa pertenecía a uno —le reveló. Observó divertido el alzamiento de cejas de Wells, y con una sonrisa añadió—: O al menos eso creía él. Se llamaba lord Railsberg y padecía una anomalía en la pigmentación que le producía un enrojecimiento en la piel si se exponía mucho tiempo al sol, no toleraba el ajo e incluso tenía el hueso sacro pronunciado, todos ellos rasgos inequívocos de los vampiros, según se han encargado de pregonar las leyendas y las novelas. Como puede comprobar, las obras de Polidori, Preskett, Sheridan Le Fanu y especialmente la exitosa novela de Stoker han popularizado tanto el mito del vampiro que cualquiera que cuente con alguna de esas características puede creerse uno de ellos. Lord Railsberg se hizo construir esta casa, donde convivió con un grupo de acólitos que, como él, huían también de la luz. Solo salían a la superficie para secuestrar a las doncellas que luego mataban sin la menor piedad, para beberse su sangre e incluso bañarse en ella, como dicen que hacía la condesa húngara Elizabeth Báthory. Cuando encontramos su refugio, este lugar estaba infectado de cadáveres y lleno de gente durmiendo en ataúdes, aunque le aseguro que ninguno de esos presuntos vampiros, ni siquiera el propio lord Railsberg, ha logrado fugarse aún del penal en el que están recluidos convertido en murciélago. Así que no puedo decirle si existen o no los vampiros, aunque de existir, probablemente se parezcan más a las pobres bestezuelas de las leyendas eslavas que a los seductores aristócratas en los que los habéis disfrazado los escritores.

—Entiendo —dijo Wells sin darse por aludido.

—Aunque no solo tratamos con locos, como es natural —añadió Clayton—. A veces nos encontramos con lo imposible, como ya le comenté.

Dijo aquello dedicándole una mirada doliente a un retrato que había en una de las paredes. Wells siguió la dirección de sus ojos y descubrió, en un marco de caoba finamente tallado, un lienzo que mostraba a una hermosa mujer de aspecto acaudalado. La muchacha miraba el mundo con una mezcla de tristeza y arrogancia. Tenía los ojos oscuros, barnizados de un brillo depredador, y en sus labios, como una gota de rocío en el pétalo de una rosa, dormía una sonrisa indescifrable que a Wells se le antojó un tanto maliciosa.

—¿Quién es? —preguntó.

—La condesa Valerie de Bompard —respondió el joven, esforzándose en vano para que la voz no le temblara al pronunciar su nombre.

—Es una mujer hermosa —alabó el escritor, sin saber si aquel era el adjetivo que mejor le correspondía.

—Sí, Valerie siempre producía esa impresión en los hombres: convencía a quien la miraba de que se encontraba ante la mujer más hermosa del mundo… —confirmó el agente, con una voz extrañamente débil y cansada, como si se hallara bajo los efectos de algún sedante.

—¿Murió? —preguntó Wells, al reparar en que el agente había hablado de ella en pasado.

—La maté yo —respondió Clayton en tono lúgubre. Wells le miró, sorprendido.

—Fue mi primer caso —añadió el agente—. Y el único que resolví con ambas manos. —Volvió a extraviar su mirada en el retrato.

Wells lo imitó, un tanto sobrecogido por sus palabras. ¿Había perdido su mano por culpa de aquella mujer? Examinó el lienzo con mayor detenimiento, y de nuevo le pareció que el adjetivo «bella» no era el más adecuado para ella. Era muy hermosa, sí, pero sus ojos irradiaban una especie de luz oscura, animal, que lo inquietaba. Era como si sus pupilas encerraran algo mayor que ella misma, algo inabarcable, del mismo modo que un vaso de vino custodia el sabor de la tierra, del sol y de la lluvia pasajera. Probablemente, de haberla conocido, se dijo Wells, no habría podido comportarse de un modo natural en su presencia. Y mucho menos cortejarla. No sabía lo que había sucedido entre aquella mujer y el agente, pero fuera lo que fuese había marcado a Clayton de tal forma que aún no se había repuesto, y tal vez nunca lo hiciera. Wells podía percibirlo con claridad porque el agente conservaba en su cuerpo, en su expresión, en todo él, la memoria de aquel suceso, como una llave que al oscilar en su gancho delata que alguien acaba de cogerla.

Por un momento, el escritor barajó la posibilidad de preguntarle, porque tal vez el agente lo estuviese esperando. Sí, quizá ansiaba hablar con alguien de lo que le había ocurrido con aquella mujer cuyo retrato escondía en su sótano, sobre todo ahora que el mundo se acababa, y aquella fuese su torpe manera de pedirlo. Pero finalmente Wells descartó la idea, pues no quería que Clayton volviera a humillarlo repitiéndole que había cosas en el mundo que no todos estaban preparados para conocer. Aquel pensamiento le produjo una leve irritación, y recordó cómo en el carruaje, de camino a Horsell, le había ocultado que él había estado en la Cámara de las Maravillas, temiendo que el agente pudiera acusarlo de haber entrado en un lugar restringido. Sin embargo, las cosas habían cambiado mucho desde aquella remota mañana, y de repente, consideró que confesarle aquello sería el revulsivo perfecto para acabar con las irritantes reservas del agente, el único modo que se le ocurría de colocarse a su altura, de manera que ambos pudieran mantener un diálogo entre iguales.

—Sí, vivimos en un mundo lleno de misterios… —dijo, sonriendo al retrato—, pero usted los conoce todos, ¿verdad, Clayton? Usted hasta conocía el aspecto de los marcianos antes de que nos tropezáramos con uno en Scotland Yard, ¿no es cierto?

El agente dejó de mirar el cuadro y, como si saliese de un profundo sopor, le observó algo aturdido.

—No sé a qué se refiere —respondió al fin con frialdad.

—Oh, vamos, deje de tratarme como a un estúpido. Sé muy bien lo que abre esa llavecita que lleva colgada del cuello.

—¿De verdad? —se sorprendió el agente, acariciándosela instintivamente.

—Sí, claro que lo sé —afirmó, contemplándolo con una mirada desafiante—. He estado allí dentro.

Clayton lo miró con sorpresa, y luego sonrió divertido.

—Es usted una persona verdaderamente fascinante, señor Wells. Así que ha visto al marciano y su aeronave…

—Y también todo lo demás. Todos esos prodigios que ocultan al mundo —confesó el escritor con un deje de rencor.

—Bueno, antes de que su enfado crezca tanto que le impulse a lanzarse contra mí violentamente, arruinando nuestra civilizada charla, permítame que le recuerde lo que ya le dije el día que nos conocimos: todo esa fantasía está en cuarentena, por decirlo de algún modo. No tiene ningún sentido que demos a conocer al pueblo esos prodigios cuando la mayoría de ellos a buen seguro no son más que fraudes.

—¿Ah, sí? Pues el marciano y su aeronave me parecieron bastante conseguidos, agente.

—En ese caso en particular —empezó a excusarse Clayton—, el gobierno consideró demasiado peligroso desvelar al mundo…

—Pues si lo hubiese hecho, esta invasión no nos habría cogido tan por sorpresa —le interrumpió Wells.

—¿Usted cree? Yo no estoy tan seguro… Ignoro cómo logró entrar en la Cámara de las Maravillas, señor Wells, pero lo que sí sé es que debió de hacerlo varios días antes de que yo me presentara en su casa, o de lo contrario no habría podido ver al marciano, porque fue robado dos días antes de que comenzara la invasión.

—¿Robado?

—Así es, señor Wells. En realidad, me presenté en su casa porque sospechaba que quizá lo había robado usted.

—¡Por el amor de Dios, Clayton…! ¿Para qué demonios iba yo a necesitar un marciano muerto?

—Nunca se sabe, señor Wells. Y en mi trabajo, todos son sospechosos a priori. —El agente sonrió—. Aunque he de reconocer que luego barajé la posibilidad de que lo hubiera robado el señor Murray con el propósito de hacerlo salir de su cilindro.

—No le quepa duda de que, de haber sabido que había un marciano auténtico en el sótano del museo, lo habría hecho —no pudo evitar añadir Wells.

—Pero es evidente que no ha sido ninguno de los dos. Aunque estoy seguro de que el robo del marciano y la invasión están relacionados. No creo que sea una casualidad.

—Le felicito por haber llegado a esa deducción, agente. Si no me lo hubiese ocultado, quizá habría podido ayudarle a reflexionar sobre ello, pero su irritante manía de guardarse información para sí mismo…

—Pues parece que no soy el único que tiene malos hábitos, señor Wells. Si usted no me hubiese ocultado que había entrado en la Cámara de las Maravillas… Pero qué más da ya. No perdamos el tiempo discutiendo eso. Hay un asunto mucho más importante que debemos tratar, y debo reconocer que el hecho de que entrase allí va a facilitarle mucho las cosas a la hora de entender lo que tengo que decirle.

—¿Otro misterio más? —respondió secamente el escritor—. Creo que por hoy ya son suficientes, agente.

—Este le atañe de un modo particular, señor Wells. Haría bien en tranquilizarse y prestarme atención. Ahora estamos en el mismo bando, por si no se ha dado cuenta.

Wells se encogió de hombros, pero no dijo nada.

—Bien —dijo el agente—. Supongo que se estará preguntando por qué he permitido que vea todo esto y por qué incluso le he contado cosas sobre mi trabajo, del que no estoy autorizado a hablar con nadie dado que mi código deontológico me lo prohíbe, a pesar de que acabo de infringirlo con usted, señor Wells. ¿Adivina por qué?

—Si descartamos que no lo ha hecho impulsado por mi irresistible simpatía —respondió el escritor con ironía—, lo único que se me ocurre es que, dado que vamos a morir pronto, ya nada tiene importancia para usted.

Clayton celebró la ocurrencia de Wells con una franca carcajada.

—Le aseguro que ni aun así infringiría mi código —repuso cuando dejó de reír—. Solo estamos autorizados a romperlo cuando nos encontramos ante alguna criatura mágica.

Tras decir aquello, guardó silencio, limitándose a observar a Wells, que no tardó en impacientarse.

—¿Qué demonios quiere decir con eso, agente? —exclamó.

—Lo que intento decirle es que he descubierto que usted es… especial.

Wells le observó con perplejidad.

—¿Está sugiriendo que soy un vampiro? —El escritor dibujó una sonrisita socarrona—. Le aseguro que mi hueso sacro es de lo más normal. No me obligue a desnudarme para enseñárselo.

—No necesito esa comprobación —respondió el agente sin molestarse en devolverle la sonrisa—. He visto su reflejo en el espejo de la sala.

—Ya. Entonces… ¿qué demonios soy?

—Usted es… un viajero del tiempo —le anunció Clayton con solemnidad.

Wells lo miró desconcertado, y luego lanzó una carcajada.

—¿Por qué demonios piensa eso? ¿Porque he escrito La máquina del tiempo? Creo que está demasiado obsesionado con mis novelas, agente.

Clayton sonrió con frialdad.

—Como ya le he dicho, en mi trabajo he tratado con lo imposible —respondió.

—¿Se ha encontrado con individuos que vienen del futuro en máquinas como la que yo inventé? —rio Wells.

—Sí y no —dijo misterioso Clayton—. Me he tropezado con algunos viajeros temporales, sí. Aunque me temo que prefieren viajar de otro modo. La máquina que usted describió tal vez resulte verosímil, pero en el futuro todos los intentos que se realicen de viajar en el tiempo mediante la ciencia fracasarán —le reveló—. En el futuro se viajará en el tiempo con la mente.

—¿Con la mente?

—Así es. Y yo he tenido lo que podríamos llamar… cierto contacto con algunos de esos viajeros temporales. El suficiente, al menos, para saber que en el futuro se descubrirá que el cerebro humano posee una especie de clavija que, al ser pulsada, permite desplazarse en cualquier dirección de la corriente temporal, aunque desgraciadamente no es posible escoger el destino del viaje.

El escritor lo observó en un silencio receloso.

—Se trata de una explicación muy simplificada, como usted comprenderá —añadió Clayton—. Pero en esencia es así.

—Suponiendo que lo que dice sea cierto… —dijo Wells—, ¿por qué cree que yo puedo hacer eso?

—Porque le he visto hacerlo, señor Wells —respondió el joven.

—¡Esto no tiene ninguna gracia, agente Clayton! —se enfureció el escritor—. Empiezo a estar harto de sus…

—¿Recuerda nuestra accidentada estancia en la granja? —le interrumpió el agente.

—Naturalmente —gruñó Wells—. Es algo que tardaré en olvidar.

—Bien. Como sabe, desperté en un momento crucial para todos. Pero lo que no sabe es que, mientras desde la habitación de arriba intentaba aguzar el oído para hacerme una idea de lo que estaba sucediendo abajo, usted apareció dormido en la cama, sin dejar por ello de continuar en la primera planta, prisionero de los intrusos. Es decir, usted estaba en dos sitios a la vez, al mismo tiempo.

—¿Cómo dice…? —balbució Wells.

Clayton le hizo un gesto para que le permitiera continuar.

—Como comprenderá, me quedé atónito, viéndole agitarse en la cama —explicó—. Estaba dormido y era evidente que padecía una pesadilla. Estuvo así un par de minutos, el tiempo suficiente para que yo comprendiera lo que le estaba sucediendo. ¡Usted estaba realizando un viaje temporal! ¡Allí, delante de mis narices! Me acerqué a la cama e intenté despertarlo, llamándole. Pero en ese instante se desvaneció. Y ya solo quedó un Wells en la casa.

—No lo entiendo… —confesó el escritor, sacudiendo la cabeza.

—Comprendo su confusión, señor Wells, pero es muy sencillo. Por lo que sé, los viajeros temporales pueden accionar accidentalmente el botón al que me he referido antes, durante los momentos de máxima tensión. La mayoría de ellos descubren de esa forma su… eh… curioso talento. Supongo que cuando usted se quedó dormido en la cama junto a mí, debió de sufrir una pesadilla que le causó una gran agitación. Eso le hizo pulsar dicho botón y avanzar al menos cuatro horas en el tiempo, por lo que apareció en el cuarto cuando yo estaba agazapado junto a la puerta, dándome un susto de muerte porque en ese momento su yo del futuro se encontraba abajo. Luego, del mismo modo accidental, volvió a pulsar el mecanismo, esta vez hacia el pasado, y regresó a la misma cama de la que había partido, probablemente un par de minutos después de haber desaparecido, y en la que yo seguía todavía desmayado. Allí continuó durmiendo, de modo que cuando despertó no tenía consciencia de haber viajado en el tiempo, pues lo hizo mientras estaba dormido. Y como le he dicho, probablemente a causa de la tensión. Los viajeros del futuro con los que me he tropezado no necesitaban experimentar ninguna tensión extrema para viajar, por supuesto: han perfeccionado la técnica mediante el entrenamiento y pueden desplazarse a voluntad. En el futuro se creará un programa gubernamental para enseñar a los viajeros temporales a usar su talento. Pero usted no tiene a nadie que le enseñe a controlarlo, desgraciadamente. En realidad, es el viajero del tiempo más antiguo que he conocido. Pero, en el fondo, eso es lógico, claro que sí…

El escritor abrió la boca para dejar escapar el centenar de preguntas que se amontonaban en su mente, pero eso significaba aceptar lo que Clayton le había dicho: que existían los viajeros del tiempo, y que él era uno de ellos. Y eso era algo que, al menos él, no estaba dispuesto a creer a las primeras de cambio.

—No le creo —dijo.

—Bien. —Clayton se encogió de hombros, como si lo que Wells creyera o dejase de creer no le importara lo más mínimo—. No tiene por qué hacerlo. Yo ya he cumplido con lo que tenía que hacer: informarle. Y en secreto.

Tras decir aquello, el agente abandonó la habitación y se dirigió a la sala. Wells lo siguió, por un lado desconcertado por la revelación de Clayton —que había reducido la suya, el descubrimiento de la Cámara de las Maravillas, a un tonto golpe de efecto—, y por otro irritado por su arrogante indiferencia, pero entonces recordó la pesadilla que había tenido mientras dormía en la granja. Cuando despertó, no se acordaba de nada de lo que había soñado. Lo único que permanecía en su cabeza era la voz de Clayton, diciéndole: «Despierte, señor Wells, despierte». Pero Clayton no volvió en sí hasta al menos cuatro horas después. ¿Cómo era posible entonces que hubiese oído su voz? Recordó las palabras del capitán Sinclair, el superior de Clayton: «Piénselo con atención, y dígame sus conclusiones, todas las que se le ocurran, por increíbles que le resulten». Wells suspiró. Tenía que reconocer que aquella posibilidad, por imposible que pareciera, sería una explicación, quizá la única explicación… ¿Y qué más había dicho el tal Sinclair? «A veces, lo clasificado dentro de “lo imposible” es la única solución». Wells se masajeó el puente de la nariz, intentando espantar el dolor de cabeza que se fraguaba tras sus ojos. Por el amor de Dios, ¿cómo iba a creer algo así? ¿Y más aún de boca de aquel excéntrico sujeto? ¿Escribía La máquina del tiempo y descubría que era un viajero temporal? ¿Escribía La guerra de los mundos y acababa huyendo de los marcianos? ¿Qué sería lo próximo, volverse invisible?

Afortunadamente, aquellos pensamientos, que amenazaban con conducirlo hacia el delirio, se interrumpieron cuando llegaron al salón. Allí sus ojos presenciaron una escena para la que no estaba preparado. Si hubiese estado ante el capitán Sinclair, la habría dado como una de las posibilidades increíbles. Sin embargo, también el amor era un ámbito mágico, donde lo imposible podía suceder: encajonado en un silloncito, con la herida del hombro vendada, el millonario inclinaba ligeramente la cabeza hacia los labios de la muchacha que, sentada en otro silloncito, aguardaba la llegada de su boca con los ojos tiernamente cerrados. La irrupción de Clayton y Wells en la sala desbarató la escena. Murray se irguió de golpe en el sillón, carraspeó y les saludó un tanto irritado, intentando disimular su bochorno, mientras la muchacha hacía lo propio. ¿Iba a dedicarse Wells a abortar todos sus proyectos de besos? ¿Iba a ser esa su venganza, preservar su celibato, velar su castidad?, estaría preguntándose.

Ajeno a la romántica escena que acababa de interrumpir, el agente consultó su reloj, y anunció:

—Pronto amanecerá, así que el señor Wells y yo abandonaremos el refugio para dirigirnos a Primrose Hill en busca de su esposa. Atravesaremos por Regent’s Park; creo que será lo mejor.

—Eh… no es necesario que me acompañe, Clayton —dijo Wells, que no estaba acostumbrado a involucrar a nadie en sus asuntos, y menos en los de carácter sentimental.

—¿Bromea? —repuso escandalizado el agente—. Sabe Dios qué nos espera ahí fuera. No pienso dejar que vaya solo.

—Todos iremos contigo, George —añadió Murray, levantándose—. ¿Verdad, Emma?

—Por supuesto, señor Wells —dijo la muchacha—. Todos le ayudaremos a encontrar a su amor.

Wells les contempló, atónito. Muy pocas veces en su vida había sido el destinatario de una muestra de amistad tan conmovedora y desinteresada y, justo es reconocerlo, tampoco las había practicado demasiado. ¿Sería verdad entonces que en las peores situaciones el hombre sacaba lo mejor de sí mismo? No, se dijo, aquel sentimiento no podía ser auténtico. Si escarbaba un poco, seguramente encontraría el verdadero motivo que cada uno de ellos tendría para arriesgar su vida acompañándole. Sí, seguro que los había, se dijo, porque no podía comprender que no existieran, que el hombre fuera capaz de realizar un gesto tan generoso, sobre todo porque él jamás podría hacerlo. Pero ¿y si no era así? ¿Y si realmente querían ayudarle? Wells los observó uno a uno. Contempló al arrogante agente especial Cornelius Clayton, que estaba dispuesto a proteger aquel rebaño improvisado a costa de su vida. Contempló a Emma Harlow, que estaba afrontando todo aquello con entereza, y cuyos ojos parecían resplandecer ahora con especial intensidad, como esas gotas de rocío que esperan pacientemente sobre las hojas a que el sol las haga brillar. Y por último contempló a Gilliam Murray, el Dueño del Tiempo, la persona que más odiaba del mundo, y a la que el amor de una mujer había transformado hasta tal punto que estaba dispuesto a ayudarle. Quizá se equivocaba, pensó. Tal vez a ninguno le importaba en realidad que encontrara o no a Jane, pero ¿acaso no era hermoso pensar que sí?

—Gracias —balbució, con un temblor de emoción en la voz.

En ese momento, el agente especial Cornelius Clayton se desplomó sobre el suelo. Todos observaron con fastidio el ovillo que componía su cuerpo tirado entre ellos.

—Odio que haga eso —dijo Murray.