28

Emma aguardó unos instantes, asegurándose de que en su rostro ya no quedaba el menor rastro de la vergüenza que la había asaltado en los últimos minutos. Cuando hubo compuesto una expresión lo suficientemente serena, se volvió hacia los tres hombres que esperaban a su espalda, plantados en el centro del lujoso salón donde acababan de entrar, y les sonrió con mundana indiferencia.

—¡Bueno, está claro que la casa está vacía! —anunció, encogiéndose de hombros—. La hemos recorrido entera, desde las dependencias del servicio hasta el último de los salones… Mi tía Dorothy y su servicio al completo, incluidas mis dos doncellas, han desaparecido… Seguramente han abandonado la casa para refugiarse en un lugar más seguro que este… —Fingió alisarse los puños del vestido mientras intentaba ocultar la amargura que había empezado a calar en su voz—. Y está claro que lo han hecho sin preocuparse por mi suerte… Sin dejarme siquiera una maldita nota para informarme de su paradero…

—No piense eso, Emma… —se apresuró a consolarla Murray, incómodo ante el apuro de la muchacha, que se había empeñado en arrastrarlos hasta Southwark, impulsada por una preocupación que no parecía encontrar reflejo en los ocupantes de la casa—. Quizá salieron precipitadamente por alguna razón… Piense en el terror que al escuchar las noticias de la invasión debió de sentir su tía. No olvide que es una anciana dama que…

—Mi tía tiene de anciana dama lo que usted de misionero, señor Murray —le cortó la muchacha, abandonándose al fin a su rabia—. Diga más bien que es una vieja solterona egoísta a la que nunca le ha importado nada ni nadie, y mucho menos, como pueden ver, el destino de su única sobrina… —Emma sonrió con tristeza, encarando la mirada de los tres hombres, y luego dejó escapar una risita amarga—. ¿Saben que mi madre solía utilizarla como amenaza cada vez que yo rechazaba a alguno de mis pretendientes? «¡Acabarás como la hermana de tu padre, Emma!», solía decirme, «¡vieja, sola y amargada!». Aunque a mí nunca me asustó tal destino. Al contrario, solía desesperar a mi madre contestándole que un futuro así se me antojaba de lo más apetecible. Pero ahora… ahora… —Sorprendida, la muchacha sintió cómo sus ojos se humedecían al recordar a su madre. De pronto, la vio sentada en la luminosa salita de música, observándola por encima de sus gafas de montura dorada con aquella expresión de desconcierto con la que solía estudiarla, en aquel mundo que ahora le resultaba tan lejano e irreal, aquel mundo sin marcianos donde acabar como la vieja tía Dorothy constituía la peor amenaza posible—. Ahora daría cualquier cosa por no haberla hecho rabiar tantas veces —concluyó, dirigiendo su mirada cuajada de tristeza hacia el ventanal del salón, tras el cual se recortaba airosa la iglesia de Southwark.

—No se preocupe, Emma —le rogó Murray, avanzando un titubeante paso hacia ella—. Le prometo que volverá a hacer rabiar a su adorable madre muchas más veces. Incluso a su padre. Aún no sé cómo, pero la llevaré de vuelta a Nueva York sana y salva. Se lo prometo. Y hablo totalmente en serio, Emma.

Wells observó de soslayo cómo Clayton escenificaba un gesto de incredulidad, lo cual aumentó aún más la inquina que sentía hacia el joven. ¿Quién demonios se creía que era aquel presuntuoso? Hasta el momento, Murray, por mucho que le pesara reconocerlo, había demostrado ser un compañero más valioso contra los marcianos que el engreído agente de la División Especial de Scotland Yard. De hecho, aparte de su oportuna intervención en la granja, aún no había descubierto qué ventaja les reportaba cargar con aquel insufrible joven de un lado para otro. Por fortuna, su grosero gesto había pasado desapercibido a los demás, concentrados como estaban en la dramática escena que se afanaban en protagonizar, digna de figurar en las vidrieras de la iglesia que tenían enfrente, decoradas con pasajes de las obras de Shakespeare. Emma acababa de volverse hacia Murray, y le sonreía a través de sus lágrimas.

que lo dices en serio, Gilliam.

El millonario asintió con una vehemente sacudida de cabeza.

—¿Quiere preguntar a los vecinos por su tía, señorita Harlow? —sugirió Wells, aprovechando el momentáneo silencio—. Quizá en la parroquia sepan…

—No tenemos tiempo para eso, señor Wells —le reprobó bruscamente Clayton, colmada ya su exigua paciencia—. ¿No oyen los disparos que llegan desde Lambeth? Estoy convencido de que los trípodes también están entrando en Londres por allí. Tenemos que irnos cuanto antes o…

Como deseosas de ilustrar la exposición del agente, un par de explosiones en rápida sucesión iluminaron el horizonte tras el ventanal. Sonaron mucho más cerca de lo que ninguno hubiera deseado.

—No tengo intención de ir por todo Londres buscando a mi tía, caballeros. Creo que ya he cumplido con mis deberes de sobrina —anunció Emma con entereza, cuando el trueno se extinguió—. Pero si no le importa, agente Clayton, me gustaría subir a mis habitaciones y cambiar mi vestimenta por un atuendo más cómodo. Dispongo de un traje ligero para montar que considero más adecuado para huir de los marcianos… Tan solo tardaré unos minutos.

—Adelante, señorita Harlow, vaya a cambiarse —concedió el agente con gesto de resignación—, pero le ruego que se apresure.

La muchacha le dedicó una ligera reverencia y salió a toda prisa del salón seguida por su enorme y fiel centinela.

—¿Me permite que la acompañe, señorita Harlow? —preguntó Murray—. Solo hasta la puerta, por supuesto.

—Oh, desde luego, señor Murray —respondió Emma—. Así, si algún marciano sale de improviso de alguno de mis baúles, usted podrá entrar rápidamente y arrojarnos a ambos por la ventana.

—Oh, yo jamás haría eso, señorita… Quizá con Wells o con el agente, pero no con usted…

Wells y el agente escucharon débilmente la respuesta del millonario, precedida de una sinfonía de peldaños crujiendo. Entonces, Clayton dio una palmada tan fuerte que sobresaltó a Wells.

—¡Bien! Ayúdeme a buscar algo para escribir, señor Wells —le pidió el agente, mientras procedía a abrir cajones y a revolver su contenido, como si quisiera robar las joyas de la anciana—. Aprovechemos estos minutos para establecer la ruta más segura desde este barrio hasta el lugar al que pretendo llevarles. Intentaremos prever el camino que tomarán los trípodes, aunque tengamos que hacerlo siguiendo la lógica de los avances militares terráqueos. Tenemos que tener en cuenta el gran tamaño de esas máquinas, por supuesto. ¡Sí, creo que así lograremos evitarlos! Iremos por callejones y calles estrechas que se alejen de la línea de… ¡Demonios! ¿Nadie escribe en esta casa? Quizá en la biblioteca… Por cierto, señor Wells, ¿conoce usted la zona?

—¿Tengo aspecto de cochero? —le replicó con visible enojo, mientras se dirigía con calma al delicado secreter que se encontraba en una esquina del salón donde, lógicamente, encontró lo que buscaba—. Aquí hay papel y tinta, agente. No será necesario agujerear las paredes ni levantar la tarima.

—Bien, bien. Ya es algo… —dijo Clayton arrebatándoselos con brusquedad. Se dirigió entonces a la mesa que presidía la estancia y, sin el menor miramiento, la despojó de un brazazo del par de candelabros que la decoraban—. Pero dado que ni usted ni yo conocemos el barrio, tendremos que trazar la ruta de memoria… Veamos, si la catedral está aquí y el Waterloo Bridge cae por…

—Clayton —le interrumpió Wells con gravedad—. Usted no cree que vayamos a salir con vida de esto, ¿verdad?

El agente le miró con sorpresa.

—¿Qué le hace pensar eso? Estoy seguro de que con un poco de suerte y algo de…

—Déjelo, agente. He visto el gesto que ha hecho cuando Murray le ha dicho a la señorita Harlow que la llevaría sana y salva a Nueva York…

—No se confunda, querido amigo. —Clayton sonrió—. No mostraba mi escepticismo ante las posibilidades de salir de Londres con vida, sino ante las posibilidades de que Nueva York siga siendo un lugar seguro.

Wells le observó unos segundos, paralizado por la sorpresa. Pero enseguida tuvo que reconocer que aquella terrible opción siempre había estado presente en su mente, quizá en la de todos ellos, aunque ninguno se hubiera atrevido a pronunciarla en voz alta, ni tan siquiera a reconocerla ante sí mismo, pues eso significaba que no habría adónde huir. Solo el agente Clayton se atrevía a aceptar algo así, por supuesto.

—Quiere usted decir… Dios mío… Los marcianos también podrían estar invadiendo Nueva York… quizá también otras ciudades…

—Es una posibilidad —contestó Clayton, centrando su atención en el papel que aplastaba con su prótesis astillada sobre la superficie de la mesa—. Y como tal, debemos tenerla en cuenta… No, el puente queda más arriba…

—Pero entonces… —murmuró Wells pese al desinterés del agente en la conversación, porque necesitaba verbalizar aquel horror—. Entonces no vale la pena nada de lo que hagamos… Si todo el planeta está siendo invadido… ¿qué sentido tiene seguir huyendo?

Clayton levantó la vista del papel y fulminó a Wells con la mirada; sus estrechos ojos relucían a través del cortinaje de su flequillo negro.

—Un solo segundo de vida vale la pena, señor Wells. Y con cada segundo ganado multiplicamos las posibilidades de ganar el siguiente. Le aconsejo que no piense en nada más —dijo con solemnidad, y luego volvió a concentrarse en su mapa—. ¿Dónde demonios quedará el Waterloo Bridge?

Mientras Murray montaba guardia tras la puerta, Emma se cambió de ropa con una rapidez sorprendente pues, exasperada por la dificultad de desvestirse sin doncella, optó por cortar su vestido con unas tijeritas de plata. Escondió el resultado de su descuartizamiento bajo la cama sin saber muy bien por qué, y se vistió con su traje de equitación, un vestido traído de París que consistía en una ligera chaquetita entallada y una falda dividida en dos perneras anchas, ceñida a la cintura con una cita verde pálido. Luego se recogió el cabello en un moño bajo y con ese aspecto de frágil muchachito se estudió en el espejo, preguntándose qué impresión causaría en Murray aquella indumentaria. Se disponía a salir al pasillo cuando le llamó la atención algo que asomaba de uno de sus baúles.

Lo reconoció de inmediato, pero dudó un instante, con la mano alzada sobre el picaporte de la puerta, antes de abalanzarse con urgencia hacia el baúl y asir aquel objeto como si temiera que pudiese desvanecerse en el aire. Durante unos segundos, lo acunó en sus manos, mientras permanecía de rodillas en el suelo; después desató la cinta roja que lo sujetaba y lo desenrolló con un cuidado ceremonioso. El mapa del cielo que su bisabuelo dibujara para su hija Eleonor se dejó desplegar sin oponer resistencia, produciendo una melodía de crujidos afables, como de fuego de chimenea. No parecía guardarle ningún rencor por el encierro al que lo había sometido los últimos años. Emma recordó entonces el momento, hacía ya una eternidad, en que había decidido incluirlo entre el equipaje que estaba preparando para pasar una temporada en Londres con su anciana tía. ¿Por qué lo había hecho, si desde hacía años no lo consideraba más que una simpática tontería? ¿De qué iba a servirle en aquel viaje, cuyo único propósito era humillar al más insoportable de los hombres? No tenía respuestas para esas preguntas. Pero ahora se alegraba de haberlo llevado consigo, de poder admirarlo una vez más, quizá por última vez.

Colocándolo sobre el suelo, Emma comenzó a recorrer aquel dibujo tan familiar con sus dedos, como hacía de niña, repasando sobre la superficie azul oscuro cada una de las vetas que le otorgaban aquel hermoso aspecto de océano estelar. Siguiendo una de ellas desembocó en el sol, y casi sintió cómo la yema de su dedo índice se calentaba agradablemente, con ese calor leve e íntimo que también despedía el lomo de su gato; luego desplazó sus yemas sobre la superficie de una nebulosa, imaginando su tacto pegajoso de algodón de azúcar, hasta llegar a un cúmulo de estrellas cuya gélida efervescencia le hizo cosquillas en la piel. Después de esquivar varios globos repletos de pasajeros, sonriendo íntimamente ante las miradas de estupefacción que les provocaría aquel dedo gigante, Emma alcanzó una de las esquinas del mapa, donde los simpáticos hombrecillos de orejas puntiagudas y colas de dos puntas surcaban el espacio montados en una bandada de garzas anaranjadas, dirigiéndose hacia el marco del dibujo, más allá del cual debía de encontrarse, con toda seguridad, su maravilloso hogar. Su maravilloso hogar…

La muchacha permaneció inmóvil con su dedo apoyado sobre aquella esquina, con la nuca rendida en una deliciosa curva, como una joven que buscara su reflejo perdido en el fondo del río. Se mantuvo en aquella posición mientras se sucedían los segundos. Quería enrollar el mapa y levantarse, pero algo la obligaba a continuar arrodillada ante él, quieta y absorta, meciéndose en el tiempo. Y entonces, muy lentamente, un denso y cálido llanto comenzó a gestarse en lo más profundo de sus entrañas, como una burbuja de melaza caliente a punto de reventar. Emma apoyó todo su peso sobre sus manos, inclinando su cuerpo hacia el suelo, como si fuera a vomitar. Abrió la boca y aspiró una honda bocanada de aire, inhalando con salvaje ansia todo el dolor que flotaba a su alrededor, toda la frustración, todo el miedo, todo el sinsentido de la vida. Y cuando se sintió llena, cuando su corazón dejó de latir por un instante, colmado de melancolía y desesperanza, se derrumbó sobre el mapa como una flor cortada, dejando que los sollozos la sacudieran, que la furiosa corriente de aquel llanto inconsolable que le trepaba por la garganta la arrastrara lejos de allí, que la arrancara de sí misma, de aquel cuerpo sin voluntad rendido a las convulsiones.

La puerta se abrió entonces violentamente, y un Murray angustiado y dispuesto a enfrentarse a cualquier horror irrumpió en la estancia.

—¿Qué demonios ocurre…? ¿Estás bien, Emma? —preguntó enfermo de preocupación, paseando una mirada alerta a su alrededor, en busca de un enemigo a quien lanzar por la ventana.

Cuando constató que no había nadie en la habitación, Murray se acercó a la muchacha y se arrodilló a su lado, apoyando tímidamente una manaza en su trémula espalda. Emma continuaba llorando, aunque cada vez con mayor suavidad, serenándose poco a poco arrullada por sus propios sollozos. Murray la incorporó con delicadeza, hasta apoyar la cabeza de la joven en su hombro, mientras la rodeaba en un abrazo firme y protector. Sus ojos se posaron en el mapa que había frente a ellos, desplegado sobre el suelo como un mantel de picnic. Ambos se dedicaron a contemplarlo en silencio durante unos segundos, mientras el llanto de la joven se iba extinguiendo mansamente.

—¿Qué es este dibujo, Emma? —le preguntó al fin Murray con infinita suavidad, temiendo que debido a su curiosidad el llanto de la muchacha arreciara.

Emma suspiró y se pasó la mano por las empapadas mejillas.

—Es el mapa del cielo —dijo con un hilo de voz—. Un dibujo del universo, realizado por mi bisabuelo Adams Locke. Él se lo regaló a mi abuela, esta a mi madre y mi madre a mí. Todas las mujeres de la familia hemos crecido pensando que el universo era así…

—¿Por eso llorabas? Bueno… —dijo Murray—. Soñar es hermoso.

Emma levantó la cabeza para mirarle a los ojos. Sus rostros quedaron tan cerca que Murray pudo oler el aroma salado de sus lágrimas, incluso percibir la humedad de su piel.

—Sí, ahora lo sé. ¿No es terrible, Gilliam? Ahora… —dijo la muchacha, exhalando un aliento dulce y ligeramente acre, como de niña recién levantada, un aliento inédito para el millonario, que deshilachó su alma por los bordes—. No estaba llorando por el tiempo en el que soñé que el universo era así… ni porque desde hace unas pocas horas los sueños hayan sido arrancados de la faz de la tierra para siempre. Lloraba por mi estúpida irresponsabilidad. Porque si hubiera sabido que un día sería imposible soñar, no habría dejado nunca de hacerlo… No, no lo habría hecho. Habría tomado otra decisión. Y ahora no sé cómo recuperar el tiempo perdido. Por eso lloraba. Por el tiempo perdido, por los sueños perdidos… ¿Adónde van los sueños que no se sueñan, Gilliam? ¿Adónde? ¿Hay algún lugar en el universo para ellos?

Murray observó que el iris de la muchacha no era totalmente negro, como parecía de lejos. Unas vetas color miel y otras finísimas casi doradas surgían de sus pupilas, como delgados hilos de oro flotando en la oscuridad insondable del espacio.

—No se van a ninguna parte. Creo que se quedan dentro de nosotros —respondió. Luego suspiró y le sonrió con dulzura, antes de añadir—: Yo te vi, Emma. Te vi de pequeña.

—¿De pequeña? ¿Qué quieres decir?

—Que te vi. No me preguntes cómo, Emma, pues ni yo lo sé. Pero lo hice. Te vi —insistió, encogiéndose de hombros—. Sé que parece una locura, pero el día de nuestra segunda cita, durante el paseo por Central Park, antes de que te marcharas indignada dejándome solo en medio del puente, hubo un momento en que te miré a los ojos… y te vi. Debías de tener unos diez u once años. Llevabas un vestido amarillo…

—Creo que nunca tuve un vestido amarillo.

—Y el cabello peinado en tirabuzones…

—Dios, Gilliam, nunca tuve el cabello…

—Y llevabas este mapa enrollado contra tu pecho —terminó Murray, señalando el dibujo de Locke.

Ella guardó silencio y miró al millonario a los ojos, tratando de descubrir si estaba mintiendo. Pero supo que estaba diciéndole la verdad. Gilliam la había visto. Había atravesado sus ojos, había irrumpido en su alma, y había visto a la niña que allí había.

—Te vi, Emma. Eras tú. Dentro de ti. Guardando tus sueños —le aseguró Murray, con el mismo desconcierto que la embargaba a ella.

Y entonces, si se puede caer hacia arriba, si la gravedad puede despistarse en algún momento, dejando de clavarnos al suelo como un pisapapeles, si tal cosa es posible, Emma lo hizo. Sí, cayó hacia arriba, se despeñó hacia el cielo. Como una gota que resbala inevitablemente por una hoja, Emma resbaló hacia el rostro de Murray, quien la miraba con una seriedad tan sobrecogedora, con una intensidad tan ardiente, que Emma pensó que se precipitaba hacia el mismo sol y que comenzaría a arder al primer contacto con sus labios. Sin embargo, ninguno de los dos pudo comprobar la capacidad de ignición de su piel, pues en ese momento la voz de Wells les llegó desde el pasillo.

—¡Señorita Harlow, Gilliam! ¿Dónde están?

—¡Estamos aquí! ¡En la habitación del fondo del pasillo! —contestó con voz clara la muchacha, levantándose de un salto al tiempo que se enjugaba las lágrimas, mientras Murray permanecía arrodillado a sus pies, como si esperase que ella lo armara caballero—. Vamos, Gilliam, levántate… —le susurró Emma.

Wells entró en la habitación, seguido por Clayton. Los dos se detuvieron en el dintel de la puerta, sorprendidos por la extraña escena que sucedía en la estancia: Emma estaba de pie, vestida de muchacho, con los ojos hinchados y enrojecidos, y Murray se hallaba a sus pies, en mitad de una grotesca genuflexión.

—Pero ¿qué…? ¿Se ha caído, Murray? —preguntó Clayton, atónito.

—No sea ridículo, agente… —rezongó el millonario, poniéndose en pie—. ¿Qué demonios sucede?

—¿Cómo que qué sucede? —se desesperó Clayton—. Mire por la ventana. ¿No ve esos incendios en el horizonte? Los trípodes se acercan por Lambeth. ¡Debemos irnos!

Murray echó una mirada distraída por la ventana, como si aquello no fuera con él, lo que hizo resoplar al agente.

—¿Ha tenido tiempo de cambiarse, señorita Harlow? —le preguntó entonces a Emma.

La muchacha abrió los brazos, como considerando innecesaria la pregunta.

—Ya veo —dijo Clayton, recorriéndola de arriba abajo con un leve aire de desconcierto—. Bien, entonces pongámonos en marcha. Voy a conducirles a un lugar seguro donde pasar la noche. Allí esperaremos a que amanezca para acudir a la cita del señor Wells en Primrose Hill —les arengó.

—¡Un momento, agente! No pienso llevar a la señorita Harlow a ningún sitio hasta que nos diga adónde nos dirigimos —protestó Murray, irritado—. ¿Queda en Londres todavía algún lugar seguro? No habrá pensado en una iglesia… ¿Acaso cree que Dios nos protegerá? —bromeó.

—Sospecho que hoy Dios estará demasiado atareado como para ocuparse de nosotros, señor Murray. Iremos a un lugar que escapa a su jurisdicción —dijo, echando a andar por el pasillo a grandes zancadas.

Wells le siguió afuera de la habitación sacudiendo la cabeza. Murray se contagió de su gesto, y le cedió el paso a Emma, quien antes de salir dirigió una rápida mirada por encima de su hombro hacia el mapa del cielo.

—¿No quieres llevártelo? ¿Vas a dejarlo ahí? —le preguntó el millonario con torpeza—. Quizá podríamos enrollarlo y…

—No hace falta —le interrumpió ella con una sonrisa—. Ya lo llevo dentro de mí. Tú lo viste… ¿recuerdas?

Murray asintió con ternura y cerró la puerta a sus espaldas con sigilo, como si quisiera respetar el sueño del mapa que reposaba en el suelo, mostrando un universo bondadoso, pero evidentemente equivocado.