26

La carretera hacia Addlestone mostraba esa tranquilidad desasosegante de los ahogados en las esclusas. No se apreciaba el menor rastro de destrucción por ninguna parte, por lo que supusieron que los trípodes todavía no se habrían organizado para avanzar en formación hacia Londres. Probablemente no tardarían en hacerlo, pero por el momento resultaba fácil olvidarse de ellos, pues no solo había cesado el cañoneo esporádico, sino que en el aire flotaba el aroma infantil del heno. Así las cosas, los pasajeros del carruaje podrían haberse confundido con un grupo de amigos dispuesto a pasar un día en el campo. De no ser porque no llevaban ninguna cesta de picnic, y sí un hombre atado con una cuerda.

Wells observó con resentimiento al tipo que estaba sentado enfrente de él y del agente Clayton, cuyos dedos tenía marcados en el cuello. Como si se tratara de una mascota siniestra, Clayton transportaba la pistola en su regazo, aunque eso no ofrecía demasiada tranquilidad a Wells. Todos sabían que el revólver atesoraba una única bala, que de momento todavía no tenía nombre, pero le inquietaba que con el transcurso de las horas Clayton hubiese dejado de apuntar al prisionero, por mucho que el tal Mike no pareciera tener ninguna intención de escapar. ¿Para qué iba a hacerlo, si después de todo el carruaje se dirigía al único sitio donde estaría a salvo? Mejor llegar a Londres a coche que a pie, habría reflexionado. Y ahora el palurdo contemplaba el paisaje a través de la ventanilla con expresión melancólica, tal vez arrepentido de lo que había tenido que hacer en las últimas horas azuzado por el malogrado cojo, o puede que al fin asustado por la proximidad de la muerte. Les había contado que, tras el intento frustrado de apoderarse del coche del millonario, su grupo había logrado hacerse con otro y había abandonado la estación de Woking apenas unos minutos antes de que fuese arrasada por el trípode. Ninguno de ellos había visto la máquina, aunque desde una loma cercana, habían divisado la escombrera en llamas a la que, en cuestión de minutos, redujo la estación en la que tantas maletas y baúles habían cargado.

Ese relato había sido su aporte a la conversación, luego se había abismado en aquel pesar de mártir romántico que tanto exasperaba a Wells. ¿A qué venía aquella actitud? ¿Por qué se comportaba como si su muerte tuviera que ser una gran pérdida para la humanidad, cuando aquel palurdo había venido al mundo únicamente a hacer bulto, por la sencilla razón de que alguien tenía que morir en las invasiones para darles color? En el fondo, lo que al escritor le molestaba era que ambos tuviesen que huir de la muerte, que los invasores no hiciesen distinciones entre sus enemigos, que no reparasen en que estaban disparando por igual sobre quienes habían venido al mundo para padecerlo y sobre quienes habían venido para construirlo. Entrecerró los ojos, harto de contemplar aquella cara de simio ridículamente atribulado.

Oyó entonces, por encima del traqueteo del coche, el animado parloteo de Murray y la muchacha en el pescante. No alcanzaba a comprender lo que decían, pero el tono era tan alegre que tuvo que reconocer que, por increíble que pareciera, en aquella situación anómala el millonario estaba consiguiendo resultar atractivo a los ojos de la muchacha, probablemente mucho más de lo que lo habría sido en un cortejo tradicional. Y Wells comprobó que Murray, como le había confesado en la carta que le había enviado, estaba realmente enamorado de ella.

El escritor recordó entonces la descripción de la muchacha en la misiva, y tuvo que reconocer que se ajustaba bastante a la realidad. Emma era hermosa, y si él no fuera un hombre al que las mujeres excesivamente bellas intimidaban, probablemente también habría perdido la cabeza por ella, como le había ocurrido al millonario, pues ya no albergaba duda de sus sentimientos. Después de haberle visto dispuesto a protegerla incluso de las balas, qué duda podía quedarle.

Arguyendo ante sí mismo que se hallaba demasiado fatigado, el escritor evitó cuestionarse si él habría hecho lo mismo por Jane. Tal vez su amor era solo fachada, un sentimiento cálido pero chato que, sin embargo, ella había juzgado lo suficiente importante como para casarse con él asumiendo, quizá desde la primera conversación que mantuvieron, que el romanticismo de las novelas nunca llegaría a prender en un corazón tan práctico.

Wells se mantuvo abstraído en aquellas consideraciones hasta que llegaron a Weybridge, para descubrir que estaba siendo evacuado por una veintena de húsares. A pie o a acaballo, los soldados azuzaban a los vecinos a empaquetar sus pertenencias más preciadas y a abandonar la zona cuanto antes. Tuvieron que atravesar un tumulto de carruajes, carretas, pequeños cabriolés y otros improvisados medios de transporte entre los que revoloteaban hombres en traje de golf o vestidos para pasear en bote que, al igual que sus acicaladas esposas, no ocultaban el enojo que les producía aquella evacuación absurda. Sin embargo, casi todos se mostraban dispuestos a colaborar con el ejército, cargando sus pertenencias incluso en un ómnibus dispuesto para la ocasión, si bien Wells observó que la mayoría de ellos parecían ajenos a la gravedad de la situación.

Tardaron un tiempo considerable en atravesar el pueblo, y más adelante, una vez rebasaron Sunbury, encallaron en una nutrida caravana de vehículos y de gente a pie que, como un éxodo bíblico, marchaba lentamente hacia Londres. Con el rostro preocupado, sus integrantes cargaban baúles y maletas, y empujaban carretillas o incluso cochecitos de bebé rebosantes de pertenencias. Solo los niños parecían divertidos con aquella situación anómala y reían alegremente encaramados a las piras sin llamas que componían sobre las carretas los colchones enrollados y los pequeños muebles, ejerciendo sin saberlo de vigías del infortunio. Pese a todo, nadie dudaba de que el poderoso ejército británico acabaría con los supuestos invasores, poniendo fin en un par de días a aquella guerra repentina que tantas molestias les estaba causando a todos. «¡Solo son ollas con zancos!», oyeron protestar a un viejo que conducía una carreta atestada de muebles inútiles, inconsciente del infierno que se estaba desencadenando sobre la Tierra.

Y mientras el carruaje con la pomposa «G» culebreaba entre la muchedumbre, Wells sacudía la cabeza maravillado ante cada detalle de aquel espectáculo. Se maldijo por no tener a mano un cuaderno donde tomar notas pues, dado que en su novela los marcianos construían unas aeronaves voladoras con las que se dirigían directamente a devastar la metrópoli, él no se había visto obligado a describir aquellos trágicos movimientos de masas. Ahora, sin embargo, al constatar su potencial dramático, se dijo que si tuviera la oportunidad de escribirla de nuevo, sustituiría los feroces artefactos voladores con forma de manta raya —que había incluido con la única intención de convertir la nave del Robur de Verne en un inocente juguete— por unos trípodes como aquellos, que al avanzar con su lentitud arácnida a campo través no solo fomentaban el tráfico de rumores entre los habitantes de aquellas zonas, sino que generaban un terror mucho mayor e íntimo, pues en vez de surcar remotamente sobre sus cabezas tendrían que cruzar por sus jardines.

Una vez lograron sortear la angustiada procesión, alcanzaron Hampton Court, que se encontraba amortajado por una calma extraña y silenciosa, bordearon Bushey Park, con sus venados brincando bajo los castaños con la misma despreocupación de cualquier otro día, y tras cruzar el río, tomaron la carretera de Richmond. Finalmente, distinguieron en el horizonte las colinas que se extendían alrededor de la ciudad, una visión que les hizo suspirar de alivio a todos, pues el agente les había dicho que allí era donde se había establecido una de las líneas defensivas que habían dispuesto en torno a Londres.

—Allí habrá docenas de cañones esperando al enemigo —los tranquilizó Clayton—. Los trípodes no lo tendrán nada fácil para rebasarla.

—¿Sigue pensando que son marcianos? —le preguntó Wells—. Murray tampoco cree que puedan ser los alemanes, pero yo…

—Por el amor de Dios, señor Wells, ¿qué tiene usted en contra de los alemanes? —le interrumpió el agente—. Le aseguro que no son los responsables de todos los males que asolan al mundo. De todas formas, no creo que debamos perder el tiempo en vanas especulaciones sobre el rostro de nuestro enemigo. Dentro de unas millas saldremos de dudas, en cuanto nuestros cañones abatan al primer trípode.

—Ojalá esté en lo cierto —repuso el escritor, sombrío.

—Tenga fe en nuestro ejército, señor Wells —fue la prepotente respuesta del joven.

—Le recuerdo que usted no ha visto ningún trípode, Clayton, y nosotros sí. Pasamos bajo sus patas mientras usted dormía tranquilamente.

—Ah, señor Wells, a veces lo más aterrador no es aquello que hemos visto, sino aquello que estamos obligados a imaginar —le replicó el agente con voz soñadora.

Wells lanzó un bufido exasperado, preguntándose por un instante si no habría sido buena idea abandonar en alguna cuneta a aquel manantial inagotable de frases inmortales.

—Pues le aseguro, agente Clayton, que no fue como asistir a un espectáculo de marionetas —respondió el escritor con cierto mal humor—. Y desde luego, el aspecto de esos cacharros no es el de una olla con zancos, como dijo aquel viejo.

—Estoy convencido, señor Wells. —El agente sonrió con condescendencia—. Y debo confesarle que siento una gran curiosidad por ver alguno de esos engendros. ¿A qué diría usted que se parecen, entonces? Estoy seguro de que con su talento es capaz de ofrecernos un símil mucho más acertado que el de aquel anciano.

—Bueno… —murmuró el escritor, enojado por tener que aceptar el estúpido reto del agente—. Yo diría que son como…

—¿Como un taburete de ordeñar? —preguntó de repente el prisionero.

—Sí, podría decirse que sí —admitió Wells, molesto ante la intromisión del hombre con cara de simio.

—¿Y de su parte superior cuelga algo semejante a un… tentáculo? —volvió a preguntar el palurdo.

—Sí, con eso dispara su mortífero rayo —respondió Wells, irritado.

—Entonces tenemos problemas —dijo Mike, señalando la ventanilla trasera con la mandíbula.

Wells y el agente se volvieron al unísono. Y contemplaron lo que el prisionero llevaba un rato observando. Tras ellos, avanzando por su misma carretera, distinguieron un trípode. Aunque aún estaba lejos, sus brincos eran lo suficientemente largos como para que los tres dedujeran, aterrados, que no tardaría demasiado en alcanzarlos.

—Ahí tiene uno, agente —murmuró Wells.

—¡Dios santo…! —exclamó Clayton.

Por un instante, el agente pareció hipnotizado por la sobrecogedora visión que tenía lugar ante sus ojos.

—No creo que su pistola le sirva de mucho ahora… —comentó en un tono fatalista el hombre con cara de simio.

Haciendo caso omiso de su comentario, Clayton abrió la trampilla del techo y gritó:

—¿Ha visto lo que tenemos pegado a los talones, Murray? ¡Haga que los caballos vayan más rápido! ¡Que vuelen, maldita sea!

Tras unos segundos en los cuales Wells imaginó a los enamorados dejando su conversación a medias y girando sus cabezas hacia atrás para descubrir horrorizados al trípode que brincaba en su dirección, sintieron un brusco tirón que les obligó a agarrarse a sus asientos: el millonario azotaba ahora a los caballos con fuerza, intentando concederles a golpe de látigo el poder del vuelo. El paseo romántico había terminado. Comenzaba una carrera desesperada por llegar al abrigo de las colinas antes de que el trípode les diera caza. Encajonado entre Clayton y el prisionero, Wells dejó escapar un jadeo angustiado mientras a través de la ventanilla observaban al ingenio acortar distancias con sus impresionantes saltos, salpicando arena y piedras en todas direcciones cada vez que sus poderosas patas se hundían en la tierra.

—¡Más rápido, Murray! —gritó Clayton junto a su oreja.

Con un nuevo brinco que hizo retumbar el mundo, el trípode se situó a apenas veinte metros del carruaje. Wells observó cómo el tentáculo se mecía en el aire, y sintió la espesa melaza del pánico obstruyendo sus venas: sabía lo que significaba aquel familiar balanceo. Y esta vez no tendrían escapatoria. Contempló con resignación cómo el tentáculo les apuntaba, y se preparó para morir en los próximos segundos, junto a un palurdo y al agente más arrogante de Scotland Yard.

En ese momento, se oyó una fuerte detonación. Pero para su sorpresa, fue el trípode quien recibió el impacto. La monstruosa cabeza de la cosa tembló ostentosamente y una parte de ella estalló en una docena de fragmentos metálicos de distinto tamaño, que cayeron a su alrededor como una lluvia de polen mortífero. Una esquirla impactó contra una zona de la parte trasera del carruaje, haciéndole perder momentáneamente el rumbo, pero Murray enseguida recuperó el control. Se oyó entonces un segundo estallido, proveniente de un lugar distinto del anterior, y la máquina recibió una nueva sacudida, aunque esta vez el disparo apenas le rozó el costado derecho. Wells observó entonces cómo el tentáculo se desentendía de ellos y buscaba a sus atacantes, probablemente los cañones de los que les había hablado Clayton, que debían de encontrarse apostados entre los árboles hacia los que el carruaje se dirigía dando bandazos, ahora con cierta ventaja sobre su monstruoso perseguidor. El tentáculo efectuó un disparo y, con un silbido inquietante, el poderoso rayo calórico trazó una línea llameante hacia su izquierda, haciendo saltar por los aires una docena de árboles. El escritor tuvo la sensación de que la cosa había disparado a ciegas, y eso le hizo albergar esperanzas sobre el favorable desenlace del duelo. En ese instante, el carruaje debió de cruzar la línea de defensa, pues de pronto se hallaron rodeados de un despliegue bélico que lo aturdió: a su alrededor, repartidos por doquier, había docenas de pesados cañones Maxim tras los que se afanaban los artilleros, y varios carros de munición, y un gran número de soldados escondidos tras los árboles y los peñascos. Todo ello componía una aparente confusión en la que Wells quiso creer que existía algún tipo de orden. Con un frenazo brusco, Murray detuvo el carruaje al rebasar el último grupo de cañones. De un salto sorprendentemente ágil, bajó del pescante y ayudó a apearse a la muchacha.

—¿Están todos bien? —preguntó a voz en grito, intentando que quienes ocupaban el interior de la cabina le oyeran a pesar del ensordecedor cañoneo.

Wells asintió, al igual que Clayton y el prisionero, pero todos permanecieron dentro del carruaje, siguiendo el desarrollo del combate a través de la ventanilla trasera. Desde aquella distancia, que les permitía sentirse relativamente a salvo, observaron cómo el tentáculo efectuaba un nuevo disparo, mucho más preciso esta vez. El rayo de lava lanzó por los aires media docena de pesados cañones con sus correspondientes artilleros, muchos de los cuales golpearon contra los árboles convertidos ya en bultos carbonizados, al tiempo que un denso olor a carne quemada sazonaba la refriega. Al parecer, el trípode no estaba dispuesto a postrar armas. De repente, quien mandaba allí, o tal vez un artillero súbitamente inspirado, disparó contra las patas de la máquina, logrando acertar a una de ellas, que se astilló al instante. El trípode ejecutó algo parecido a una genuflexión, y luego, inclinándose despacio, hundió su colosal cabeza en la tierra, a escasos metros de una batería de sobrecogidos soldados.

—Dios mío, lo han derribado… —musitó Wells, impresionado por la brutal épica de la contienda, pero sobre todo por su resultado.

—Si el Creador lo hubiese considerado oportuno, habría puesto sobre la Tierra alguna criatura de tres patas, pero resulta evidente que no es un diseño muy adecuado —comentó Clayton con su habitual suficiencia.

Una vez abatido el trípode, el rugir de los cañones cesó de repente, y sobre el mundo se extendió un silencio compacto en el que daba pudor hablar. Entonces, en algún lugar de la humeante y destrozada cabeza del trípode, se abrió una especie de portezuela y de su interior emergió su piloto.

En un primer momento, lo que surgió del trípode se le antojó a Gilliam Murray una cucharada de puré de guisantes. Pero luego, a medida que su vista se acostumbraba a lo que estaba viendo, le pareció un monstruoso gusano de cuerpo segmentado, que por el elástico modo en que fluía, casi derramándose sobre la tierra, dedujo que carecía de huesos o de cualquier otro armazón que lo sostuviera por dentro. Era más o menos del tamaño de un rinoceronte, y su piel le recordó a la de ciertas setas venenosas. En algún lugar de aquel cuerpo amorfo le pareció distinguir un archipiélago de orificios y ranuras, por lo que supuso que aquella debía de ser su cabeza. También le pareció discernir en varias partes de su dúctil anatomía un ramillete de finos tentáculos que parecían emitir un resplandor azulado, y de cuando en cuando una suerte de chispazo, semejante a descargas eléctricas. Tras rodar algunos metros, la mole se detuvo, al parecer tendida sobre su propio lomo, y unos segundos después su carne dejó de temblar, adquiriendo toda ella una quietud desasosegante. A su modo, aquella cosa había expirado ante sus narices.

—Como le dije, señor Wells… —murmuró Gilliam, recordando con espanto las cucharadas de nauseabundo puré que su institutriz le obligaba a tomar de niño—. No son alemanes.

—No, no lo son —reconoció Wells, observando estupefacto el cuerpo que había quedado tendido ante la máquina, cuyo aspecto de siniestra polilla le resultaba tan familiar.

—Sé que es una visión fascinante, caballeros —intervino Clayton—, pero si levantan la vista verán algo mucho más sobrecogedor.

Wells y Murray alzaron la mirada y descubrieron a qué se refería el agente. Recortadas contra el humo de las explosiones, distinguieron las siluetas de al menos una docena de trípodes que se aproximaban con sus poderosos andares hacia la desmembrada línea defensiva.

—¡Dios mío! —exclamó Wells—. ¡Sáquenos de aquí, Murray!

El millonario obedeció al instante, tomando las riendas y arreando a los caballos. Segundos después, el carruaje brincaba sobre la carretera en dirección a Sheen, dejando al destacamento de soldados abandonado a su suerte. Al rebasar Putney oyeron de nuevo cañonazos, lo cual anunciaba que los trípodes acababan de llegar a las colinas. Unos segundos más tarde, escucharon los inquietantes silbidos del rayo marciano, dándoles la réplica. Empezaba a anochecer cuando cruzaron el puente sobre el Támesis a galope tendido y tomaron King’s Road en dirección a Scotland Yard. Llenos de pavor por lo que habían visto y abismados en un silencio funesto, atravesaron las oscuras calles de una ciudad que albergaba la ingenua esperanza de derrotar a los marcianos.