25

No eran dos, sino tres, constató Wells con amargura, mientras los conducían al interior de la casa a empellones, como a un rebaño de ovejas díscolas. Y desgraciadamente sus rostros le resultaron mucho más familiares de lo que habría deseado. Los dos hombres que habían apresado a sus compañeros en el cobertizo —uno de ellos salió rodeando con un brazo el frágil cuello de la muchacha, mientras el otro empujaba con desdén al millonario— se le antojaron vagamente conocidos, pero no supo quiénes eran hasta que el tipo que lo había agarrado a él le empujó hacia una esquina del salón, de modo que pudo verle la cara. Su agresor poseía un rostro barbado y tosco, y unos ojos estrechos como ranuras de alcancía, donde relampagueaba una ira sencilla, animal. Pero lo que al final le permitió reconocerle fue el improvisado vendaje que envolvía su pie izquierdo, una sucia mortaja estampada de manchas en distintas tonalidades rojizas.

Después de que uno de sus compañeros, un tipo de ademanes enérgicos y aspecto simiesco, le entregara la pistola que le había arrebatado a Murray, el cojo les dedicó una mirada siniestra. Durante unos segundos no dijo nada, dejando que todos asimilaran la situación, que comprendieran cómo habían cambiado las cosas desde el encuentro en la estación, aquella refriega que le había dejado el recuerdo de una bala en el pie izquierdo que no le había permitido olvidarles. Luego sonrió amenazadoramente, contento de que la vida le hubiese dado la oportunidad de sonreír así a quienes solía servir. Wells observó de soslayo a Murray, que se mantenía circunspecto, con la mandíbula apretada y una ligera mueca de desagrado en los labios, como si más que la posibilidad de morir lo que le molestara fuese que aquellos patanes pudieran ostentar más poder que él. Sin embargo, por su postura corporal, parecía más preocupado por la suerte de Emma que por la suya propia: se había arrimado a la muchacha todo lo posible, como si pretendiera colocarse delante de ella al menor peligro, protegiéndola con su corpachón de oso.

—Bueno, bueno… —habló al fin el cojo—. Qué agradable sorpresa, ¿verdad? No hay nada mejor cuando se está de viaje que encontrarse con unos viejos amigos con los que poder pasar un buen rato, ¿no estáis de acuerdo, muchachos?

Sus dos compinches rieron la broma con estrépito, prolongando aplicadamente sus carcajadas hasta convertirlas en esforzados rebuznos. Murray apretó su mandíbula con más fuerza aún, al tiempo que daba un disimulado paso hacia Emma.

—Sí, la vida guarda sorpresas en cada recodo —siguió filosofando el cojo—. ¿No os lo dije, muchachos?: «Si seguimos la carretera hacia Chobham acabaremos alcanzando a nuestros buenos amigos». Y así ha sido. Aunque habríamos pasado de largo si no hubiésemos visto el carruaje con la gran «G», lo cual habría sido una verdadera lástima, ¿verdad? —preguntó a sus camaradas con una exagerada mueca de pena que desencadenó nuevas carcajadas—. Pero no, nuestros amigos han tenido el detalle de dejar a la vista el carruaje, lo que demuestra que ellos también tenían ganas de volver a vernos. ¿Acaso no es así, señorita? ¿Tenía usted ganas de volver a verme? ¡Claro que sí! Todas las mujeres que se tropiezan con el bueno de Roy Bowen quieren siempre un poco más de él. Ninguna tiene suficiente nunca. Y al viejo Roy no le gusta decepcionar a una dama. No señor. Aunque debo advertirle que sus maneras dejan mucho que desear. Si quiere que el viejo Roy le haga disfrutar, va a tener que aprender primero buenos modales.

Dijo eso último con los ojos clavados en la muchacha, que temblaba como una hoja, probablemente arrepentida de haber alardeado de su valentía disparándole innecesariamente en el pie. Ahora, aquella bravata iba a pasarles factura a todos, se dijo Wells, quien, pese al miedo que también empezaba a sentir, no pudo evitar observar con curiosidad antropológica a aquel individuo de alma rudimentaria, a quien el ansia de vengar su ultrajado orgullo le había impulsado a perseguirlos, sin importarle lo más mínimo que el mundo se estuviera derrumbando a su alrededor. Tampoco parecía importarle a sus compinches, el hombre con cara de simio y el que le había ayudado a defender el carruaje en la estación, un hombretón pelirrojo que al sonreír mostraba una hilera de dientes ennegrecidos, como si acabara de darse un atracón de moras.

—Ahora veamos cómo podemos resolver esta desagradable situación —prosiguió el cojo con turbadora calma, sin apartar los ojos de Emma—. Yo la empujé al barro, y a cambio usted me voló el pie. Bien, ¿cuál debería ser mi respuesta ahora, señorita? —El mozo recorrió el cuerpo de la muchacha con una mirada deliberadamente grosera—. Mmm… creo que ya lo sé. Y estoy seguro de que cualquiera de sus amigos adivinará con suma facilidad lo que se me acaba de ocurrir, pues los hombres nos comprendemos sin palabras, ¿no es cierto, caballeros? —Dedicó una sonrisa burlona a Murray y a Wells, y volvió a contemplar a la muchacha con una mirada de rapaz—. Si sube conmigo arriba por su propia voluntad y se deja hacer sin resistirse, seguro que será más placentero para ambos.

—Si le tocas un solo pelo a la señorita, te mataré —le interrumpió Murray con voz gélida.

El tono que el millonario había empleado hizo pensar a Wells que no se trataba de ninguna bravata. Murray estaba dispuesto a hacerlo de verdad: estaba dispuesto a matar a aquel palurdo. Desgraciadamente, dada la situación, no iba a tener demasiadas oportunidades de llevar a la práctica su amenaza.

—¿Matarme? —El cojo soltó una desagradable carcajada—. Me temo que no has comprendido bien cómo están las cosas, grandullón. ¿Quién tiene la pistola ahora?

—Eso no supone ninguna diferencia, Roy —respondió Murray sin inmutarse, sorprendiendo al mozo al llamar por su nombre, una forma efectista de señalarle que no le imponía ni respeto ni miedo—. Adelante: mátame, que yo te mataré a ti luego.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo lo harás? ¿Acaso puedes detener una bala? —El cojo se dirigió a sus compañeros al decir aquello, buscando su complicidad. Los otros emitieron las pertinentes carcajadas—. Parece que estamos ante un auténtico héroe, muchachos. —El mozo volvió a mirar a Murray, esta vez con cierta simpatía—. De modo que me matarás si toco un pelo a la señorita, ¿no es así?

—Lo has entendido muy bien, Roy —le felicitó el millonario con una sonrisa tranquila, empleando el mismo tono con el que se dirigiría a un niño poco inteligente.

—Entonces pronto lo veremos —le desafió el cojo, escupiendo las palabras entre dientes—, porque pienso hacer mucho más que eso.

Después se quedó callado, observando a Murray con una mezcla de rabia y curiosidad. El millonario le sostuvo la mirada sin dejarse impresionar, hasta que el cojo soltó una risita despectiva, como si aquel duelo le resultara ridículo o aburrido. Luego paseó los ojos por la habitación, y volvió a observar a sus prisioneros uno a uno, examinándolos con una mueca de disgusto, como un sargento pasando revista a su tropa. De repente, dejó que su mirada resbalase poco a poco hacia el suelo, y frunció el ceño, como si hiciera cuentas.

—Un momento —dijo—, ¿dónde está el otro tipo?

—No había nadie más en el cobertizo, Roy —respondió solícito el hombre con cara de simio—. Solo los tortolitos.

El cojo sacudió la cabeza lentamente, como si no le satisficiera la respuesta.

—Estos tipos cargaban con un borracho, ¿no os acordáis? Ve a mirar arriba, Joss —ordenó al pelirrojo, señalando el techo con la mandíbula.

Con el servilismo de un perro, el hombre que respondía al nombre de Joss se dirigió a la escalera. Wells sintió cómo se le aceleraba el corazón al observarlo subir los peldaños muy despacio, intentando con escaso éxito que crujiesen lo menos posible bajo su formidable peso, con el pincho fuertemente empuñado a la altura de la cintura, dispuesto a hundirlo en las entrañas de cualquier borracho que le saltara encima. Cuando, tras un tiempo interminable, logró llegar arriba, su cuerpo desapareció por el pasillo, sigiloso como una gata preñada.

Con la vista fija en la parte superior de la escalera, todos aguardaron expectantes el veredicto del pelirrojo para reanudar la escena que tenían entre manos. Wells supuso que el tipo no tardaría en anunciar que había encontrado al agente Clayton, quien con toda seguridad continuaría durmiendo en la cama que habían compartido momentos antes, si es que el estruendo que estaba armando el pelirrojo no lo había despertado. Pero tras unos minutos de espera, contemplaron al tal Joss bajar la escalera con un trotecillo confiado.

—No hay nadie, Roy.

Al oír aquello, el cojo puso cara de sorpresa, la misma que Wells se esforzó en disimular apretando los dientes con fuerza, mientras sentía cómo el corazón se le aceleraba. ¡Clayton había despertado! Sí, había despertado y, según parecía, lo había hecho con el tiempo suficiente para esconderse. Eso significaba que no estaba todo perdido. Un agente especial de Scotland Yard, entrenado para actuar con la máxima diligencia en situaciones como aquella, se hallaba en el piso superior, escondido en alguna parte, probablemente ideando un plan para liberarlos. Intentó controlar la euforia que lo invadió, mientras el cojo interrogaba al pelirrojo con expresión recelosa.

—¿Estás seguro, Joss? ¿Has registrado todas las habitaciones?

—Sí, y no hay nadie —aseguró el tipo.

El cojo pareció meditar, mientras sacudía la cabeza con desconfianza. De repente, se volvió hacia Murray.

—¿Dónde esta el otro tipo, grandullón? —inquirió.

—Era una carga para nosotros —respondió con naturalidad el millonario—. No hacía otra cosa que emborracharse, así que decidimos tirarlo en una cuneta. Seguramente todavía no se habrá despertado.

Durante varios segundos, el palurdo observó al empresario con suspicacia, y Wells se esforzó todo lo que pudo en disimular su nerviosismo, agradecido de que el cojo no le hubiera preguntado a él, pues dudaba mucho que hubiera podido improvisar una mentira con la misma calma con la que lo había hecho Murray. Tras un tiempo que se le antojó interminable, el cojo lanzó al fin una carcajada.

—Tienen un modo muy poco educado de tratar a los amigos… —comentó, cuando dejó de reír—. Pero basta de cháchara. ¿Por dónde íbamos? Ah, sí: la señorita y yo teníamos algo pendiente. Un asunto de venganza, si mal no recuerdo.

Sin apartar de ellos su perversa mirada, y con el gesto lánguido de un caballero que deja los guantes a su mayordomo, el cojo entregó la pistola al hombre con cara de simio.

—Por favor, Mike —pidió con zalamería—, encárgate de vigilar a sus compañeros mientras la dama y yo vamos arriba.

El tal Mike asintió con la gravedad de un niño que lo único que desea en la vida es que su padre se sienta orgulloso de él, y una vez empuñó el arma, estudió a sus prisioneros con hostilidad. Sin más preámbulos, el cojo se adelantó un paso hacia Emma, que se encontraba pálida y temblorosa, y le tendió la mano al tiempo que ejecutaba una grotesca reverencia.

—Por favor, señorita, ¿tendría la amabilidad de concederme un baile privado en mis aposentos?

Apenas terminó la frase, Murray hizo el amago de interponerse entre ellos, pero Mike, que no le había quitado el ojo de encima, lo detuvo colocándole el cañón de la pistola en la sien.

—Quieto, grandullón —le ordenó con voz ronca—. No me hagas malgastar una bala.

El millonario lo midió con la mirada durante unos segundos en los que el corazón de Wells acabó por desbocarse, pero finalmente obedeció: volvió a su posición, comprendiendo que muerto no podría ayudar a Emma. El cojo sonrió divertido ante su apocamiento, y arrancó a la aterrorizada muchacha de su lado con un brusco tirón.

—Muy bien. Así me gusta, caballeros —celebró, amenazando a Emma con el pincho enarbolado a unos centímetros de su cuello. Luego se dirigió expresamente a Murray—: ¿Prefieres que deje la puerta abierta, grandullón, para que puedas oír sus gemidos de placer?

Murray no dijo nada. Se limitó a contemplarlo con una expresión sorprendentemente serena, incluso con suficiencia, como si todo aquello le pareciera un juego sin gracia, aunque a Wells no le pasó por alto la fría determinación de su mirada. Era la mirada de un hombre que había comprendido que el sentido de su vida acababa de cambiar, que no importaba lo que hubiese hecho hasta ese momento ni lo que pensara hacer en el futuro, pues su único destino sería la venganza. Wells supo entonces que, tal y como había prometido, el millonario mataría al cojo. Y si en el desenlace de aquella situación Murray moría, ya fuese de manera deliberada o accidental, volvería del más allá para matarlo, pues el odio que había empezado a prenderle el alma tendería un puente entre ambos mundos, permitiéndole regresar.

En ese instante, a través de la ventana que había junto a la escalera, Wells vio caer una sombra oscura, que enseguida se levantó y desapareció a un lado. Una repentina emoción lo asaltó al comprender que solo podía tratarse de Clayton. Afortunadamente, ninguno de sus raptores lo había visto, pues se hallaban de espaldas a la ventana, por lo que el agente seguía contando con el factor sorpresa. Miró a Murray de soslayo, para comprobar si también él lo había visto saltar, pero el millonario tenía la mirada fija en el cojo, que arrastraba a la asustada muchacha escaleras arriba. Cuando los vio desaparecer en la planta superior, entrecerró los ojos con tristeza, como si se dispusiera a orar, preparándose para escuchar cómo la mujer que amaba gemía de dolor y rabia al ser ultrajada por un mozo de estación que, a causa de un azar perverso, se había convertido en la persona que más daño podía hacerle en su vida.

—Bueno, bueno… No nos pongamos tristes, caballeros —dijo Mike con cruel ironía, fingiendo que trataba de relajar el ambiente—. ¿Qué podemos hacer para divertirnos y olvidarnos de lo que está sucediendo arriba?

—Podemos hacerlos bailar —sugirió el pelirrojo, exhibiendo su podrida sonrisa—. Ya sabes, disparándoles a los pies.

Mike lo miró con desprecio.

—¿Cuántas balas crees que tiene un revólver, Joss?

—No lo sé, Mike.

—Seis, solo tiene seis malditas balas. ¿Quieres que las malgastemos de ese modo?

Seis balas. Hasta ese momento, a Wells no se le había ocurrido pensar en la posibilidad de que el revólver se hubiese quedado sin munición, pero tras un rápido cálculo, dedujo que no tendrían esa suerte: en la refriega de la estación se habían disparado tres, dos al cielo y una al pie del mozo, así que por desgracia quedaban otras tres, las suficientes para acabar con ellos.

En ese momento, se oyó un ruido proveniente de la cocina. Wells comprendió que debía de tratarse de Clayton, que habría entrado en ella por la ventana y ahora estaba atrayendo la atención de sus raptores como parte de su plan de rescate; o eso quiso creer, apartando de su mente la imagen del agente tropezando inoportunamente con algo. Los dos hombres miraron en dirección a la cocina, al igual que Wells, quien también tensó los músculos en un acto reflejo, preparándose para actuar en el caso de que fuese necesario. Tan solo Murray permanecía ajeno a la escena, con la mirada anclada en la parte superior de la escalera.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Mike, sin dejar de apuntarles con el arma—. Ve a mirar, Joss.

—¿Por qué yo? —protestó el pelirrojo.

—¡Porque yo tengo que quedarme aquí, vigilando a este par de estúpidos!

Joss abrió su bocaza para quejarse de nuevo, pero la severa mirada de su compañero le disuadió. Lanzó un suspiro de disgusto, pero empuñó su pincho y se encaminó hacia la puerta de la cocina con andares cautelosos. Desde allí, estudió la habitación con una mirada atenta, pero por lo visto no encontró nada sospechoso. Enarbolando el pincho, se aventuró finalmente en la cocina. Wells se preguntó si el agente Clayton podría doblegar a aquel tipo tan corpulento, que si bien no parecía muy inteligente, sin duda contaría con un largo historial en peleas callejeras. Transcurrieron un par de minutos en los que no sucedió nada. Mike, que no parecía precisamente un dechado de paciencia, se dispuso a lanzar un grito cuando, de repente, se oyeron nuevos ruidos: una deslavazada melodía de golpes, jadeos ahogados y cacerolas chocando contra el suelo que sugería sin excesivas sutilezas que dentro de la cocina se estaba produciendo un enfrentamiento.

—Joss, ¿qué diablos pasa? —quiso saber Mike.

Ante la ausencia de respuesta, el tipo de la cara de simio comenzó a dirigirse a la puerta de la cocina muy despacio, caminando hacia atrás sin dejar de apuntarles, con la intención de descubrir qué estaba sucediendo allí dentro. Wells tragó saliva, tensando el cuerpo como un muelle. La constitución del tal Mike era más o menos como la suya, por lo que tal vez tuviera alguna posibilidad de arrebatarle el arma si se abalanzaba sobre él por sorpresa, cargando con rapidez. Nada más formularlo, aquel pensamiento se le antojó de lo más descabellado, dada su nula experiencia en reyertas. Pero lo más probable era que Clayton necesitara algún tipo de ayuda, por poca que fuese, y resultaba evidente que el millonario, que seguía abstraído en la contemplación de la escalera, no se encontraba en el estado más adecuado para proporcionársela. Si existía alguna posibilidad de darle la vuelta a la situación, seguramente exigiría su intervención, así que el escritor suspiró hondo y fue orientando su cuerpo hacia el tipo con cara de simio discretamente, como un corredor colocándose en posición de salida.

En ese instante, del interior de la cocina surgieron dos cuerpos entrelazados que cayeron al suelo con brusquedad, para rodar por él unos metros hasta casi detenerse a los pies de Mike. Wells pudo ver que uno de ellos era el agente Clayton, que en aquel momento se incorporaba, desvelando un cuchillo de carnicero hundido hasta la empuñadura en el pecho de su contrincante. Pero enseguida comprendió que el agente no tendría tiempo de levantarse para enfrentar al otro, pues Mike, sin perder los nervios, había empezado a levantar la pistola hacía él. Varios pensamientos se amontonaron entonces en la mente de Wells: pensó que no dispondría de una oportunidad mejor para abalanzarse contra el hombre de la cara de simio que ahora que estaba concentrado en Clayton, pensó que si el tipo eliminaba al agente, seguramente tendría que acabar también con ellos, convertidos en testigos involuntarios, y sobre todo pensó que, si bien no tenía ninguna experiencia en peleas callejeras, sí había jugado al fútbol cuando daba clases en Wrexham, por lo que sabía cómo derribar a un contrario. Eso terminó por decidirle. Apretó los puños y echó a correr hacia Mike, en el preciso momento en que este disparaba inevitablemente sobre Clayton. El impacto de la bala tumbó al agente hacia atrás, estrellando su cabeza contra el suelo con un golpe seco. Sin embargo, como el escritor había calculado, el hombre de la cara de simio no dispuso de tiempo para volverse y disparar contra él. Wells logró arrojársele encima antes de que pudiera reaccionar, aprovechando el impulso del salto para aplastarlo contra la pared. El golpe le hizo perder la pistola, que rodó por el suelo. Ambos observaron cómo se deslizaba suavemente por el entarimado, hasta detenerse en mitad de la habitación, demasiado lejos de ellos pero no del millonario, que posó en ella sus ojos con una ligera curiosidad, como despertando de un profundo sueño. Sintiendo a Mike revolviéndose violentamente bajo su peso e intentando rodearle el cuello con las manos, Wells pudo ver cómo Murray recobraba el movimiento y caminaba lentamente hacia la pistola. La tomó del suelo como si no comprendiera lo que era, luego contempló la escalera, y tras un segundo de duda, comenzó a subir los peldaños al trote, con una mueca de siniestra determinación desencajándole el rostro.

—¡Gilliam, ayúdame, maldita sea! —gritó Wells, intentando no dejarse estrangular por Mike.

Pero Murray ya había desaparecido escaleras arriba, haciendo retumbar toda la casa con su desmañado trote, pese a correr hacia una escena que en realidad no quería ver. Sabía que sería una visión que lo destrozaría por dentro, que se le grabaría para siempre en la mente, que haría que el corazón se le pudriera como una fruta manoseada por el tiempo. Aun así siguió corriendo hacia Emma, devorando los metros del pasillo para detener aquello que ya solo podría detenerse físicamente, aquello que ya habría ensombrecido para siempre el espíritu de la mujer que amaba, aquello que no tendría que haber pasado jamás pero que estaba pasando. Y siguió corriendo porque, pese a todo, tenía una promesa que cumplir. Porque tenía que matar al cojo.

Llegó a la habitación sin resuello, con los ojos ardiendo de furia e impotencia. Pero lo que encontró allí no fue lo que esperaba. El cojo se hallaba arrodillado en el suelo, apretándose la entrepierna con las manos mientras gemía con el rostro contraído. Al otro lado de la habitación estaba Emma, con el cuello del vestido desgarrado, asiendo con fiereza el pincho que había logrado arrebatar al mozo. Cuando la joven vio entrar a Murray, pareció respirar secretamente aliviada.

—Hola, señor Murray —le saludó en un tono casi jovial, esforzándose en disimular el miedo que había debido de pasar hasta reducir al mozo—. Como puede ver, aquí está todo controlado. Apenas ha tenido tiempo de desgarrarme un poco el vestido. Nada como temblar un poco para que los hombres se confíen.

Murray la contempló incrédulo, agradecido por descubrirla incongruentemente intacta. Nada de lo que había imaginado que sucedería había sucedido, y ahora se encontraba ante una mujer que apenas mostraba el cuello del vestido desgarrado, como si solo se lo hubiera enganchado con una rama. Una mujer que, aunque viva, no desearía estar muerta. Una mujer que le sonreía, serena e indomable, con tan solo un poco de sangre en los labios.

—¿Y esa sangre? —le preguntó con dulzura.

—Ah, esto —dijo Emma sin darle importancia—. Bueno, tuvo tiempo de abofetearme antes de que pudiera…

Murray se volvió hacia el cojo, que había dejado de sollozar y les observaba a ambos con ojos temerosos, encogido en su rincón.

—¿La has golpeado, Roy? —inquirió Murray.

—No, señor, no la he golpeado, por supuesto que no… —se apresuró a responder el cojo.

Murray lo contempló en silencio, mientras un rictus de repugnancia le torcía los labios.

—No estarás llamando mentirosa a la dama…

El cojo guardó silencio, valorando qué era lo más conveniente, si continuar con la mentira o admitir la verdad. Finalmente se encogió de hombros, dando a entender que no se sentía con ganas ni con fuerzas para soportar un interrogatorio en el que llevaría las de perder.

—Así que has golpeado a la señorita… —dijo el millonario, apuntándole con la pistola.

El cojo alzó la cabeza, alarmado.

—Pero ¿qué hace? —exclamó, repentinamente pálido—. No irá a dispararle a un hombre desarmado, ¿verdad que no?

—Jamás lo haría en otras circunstancias, Roy, te lo aseguro —respondió el millonario con voz tranquila, incluso con un deje de teatral resignación—. Pero te di mi palabra, ¿recuerdas? Te dije que te mataría si le tocabas un pelo a la señorita. Y mi palabra es la palabra de un caballero.

Emma volvió el rostro cuando sonó el disparo. Cuando miró de nuevo, el cojo estaba tendido en el suelo, con un agujero en la frente que se le antojó diminuto, del que empezaba a manar entusiastamente la sangre. Era el primer muerto que veía en su vida, y el primero que moría de un disparo, y le resultó de una falta de espectacularidad decepcionante.

—Lo siento, señorita Harlow —se disculpó el millonario con una mueca abochornada—, pero no podría vivir en el mismo mundo que alguien que la hubiese golpeado.

Emma le observó en silencio. Murray le devolvió una mirada tan lastimera que casi le hizo reír: parecía un niño esperando el veredicto que lo castigara o eximiera de su última travesura. Solo que Murray no era ningún niño, y su última travesura había consistido en matar a sangre fría a un hombre desarmado. Emma se mordió el labio inferior, y mientras dirigía otra mirada al cuerpo tirado en el suelo, sintió en el paladar el sabor metálico y salado de su propia sangre. Aquel palurdo la había abofeteado, recordó, mientras una oleada de furia le trepaba por la garganta, y aunque había conseguido quitárselo de encima obteniendo algo de ventaja, solo Dios sabía cómo habría terminado todo si Murray no hubiese aparecido. Contempló de nuevo al millonario, que permanecía en medio de la estancia, a la espera de una palabra, una mirada, una sonrisa, cualquier cosa que le diera una pista sobre sus pensamientos. Pero ni ella misma sabía qué pensar. Y eso la desconcertó. Normalmente era capaz de juzgar con lucidez cualquier situación, pues tenía muy claro lo que era correcto e incorrecto, y su criterio a la hora de catalogar actos y personas no aceptaba objeciones. Para ella, como todos ustedes ya saben, el funcionamiento del mundo dejaba mucho que desear, pero al menos, aunque predecible y aburrido, era un mundo fácil de comprender. Pero ahora todo había cambiado. Sentía que el mundo había sido despojado de su lógica, y nada era lo que parecía, por lo que no sabía qué pensar ni sobre los asesinatos por venganza, ni sobre el amor a primera vista, y mucho menos sobre aquel gigante por el que, unos días atrás, había sentido un profundo desprecio que ahora mismo no lograba regurgitar. Sin embargo, para su sorpresa, aquel desconcierto, aquel remolino de anarquía que había trastocado sus principios y creencias, no le resultaba una sensación en absoluto desagradable. Se le antojaba más bien… liberadora.

Murray había agachado la cabeza, fingiendo examinar la pistola con atención, pero la mirada de soslayo con la que escudriñaba sus reacciones era tan torpe que Emma sintió cómo la furia y la angustia que momentos antes le habían obstruido la garganta se disolvían, al tiempo que una sonrisa despuntaba en sus labios.

—He de admitir que su forma de cortejar a una dama es sumamente original, señor Murray. Pero ya le dije que no soy fácil de enamorar —reconoció, contemplando divertida cómo el millonario tragaba saliva, esperando la sentencia—. Tendrá que esforzarse más.

Murray sonrió, mientras la felicidad lo inundaba por dentro como un licor benigno.

—Para mí será un honor que me permita seguir haciéndolo, señorita Harlow —respondió, agradecido.

—Creo que ya es hora de que me llame Emma, al menos sin el temor de tener que soportar alguno de mis molestos enfados, ¿no le parece?

El millonario asintió, lanzando un profundo suspiro de alivio, pero enseguida protestó:

—Oh, sus enfados… quiero decir, tus enfados, Emma, nunca me han resultado en absoluto molestos. Puedo asegurarte que…

—¿Están bien los demás? —le interrumpió entonces Emma, alarmada por los ruidos que provenían de la planta baja.

—¿Los demás? —balbució Murray, como si no comprendiera a quién se estaba refiriendo, aunque al instante exclamó—: ¡Demonios, Wells!

Y recordando la precaria situación en la que había dejado al escritor, la condujo escaleras abajo, donde a la muchacha la asustó encontrar a Wells forcejeando con uno de los agresores en el suelo del salón. No obstante, enseguida comprendió que, debido a lo igualado de sus fuerzas y al cansancio que parecían acusar, aquella pugna era más bien una pelea de chiquillos: el hombre llamado Mike intentaba estrangular al escritor sin demasiado acierto, y este se defendía como podía, propinándole erráticos manotazos en la cara, retorciéndole las orejas o tirándole del pelo.

Lo que sí espantó a Emma fue descubrir al pelirrojo tendido cerca de ellos, con un cuchillo clavado en mitad del pecho. Junto a él reconoció con horror al agente Clayton. Primero se preguntó cómo habría ido a parar allí, y luego si estaría muerto. Por la postura —estaba extrañamente contorsionado, con la cabeza contra el suelo, como si olisqueara la madera— supuso que aquello era lo más probable. Seguramente había sido él quien había recibido el disparo que había oído desde arriba, y que había distraído al cojo lo suficiente para que ella pudiera hundirle la rodilla en la entrepierna.

—Me he visto obligado a disparar al cojo, George —confesó Murray dedicándole una sonrisa cómplice—, iba a atacar a la señorita Harlow con su pincho.

Al escuchar su voz, Wells y Mike dejaron de forcejear y, como si hubiesen sido sorprendidos cometiendo un acto indecoroso, ambos se apresuraron a levantarse, para descubrir a su lado al millonario y a la muchacha. Wells observó el desgarrón que mostraba en el cuello el vestido de Emma.

—Señorita Harlow… ¿Ese hombre…? Quiero decir… ¿Está usted bien…? —preguntó, no sin cierto reparo.

—¡Mejor que nunca, señor Wells! —contestó alegremente la muchacha—. En realidad, fue una desconsideración por parte de todos ustedes no advertir a ese pobre tipo sobre el carácter de las neoyorquinas.

—Bien, yo… No imagina cuánto me alegro —suspiró con alivio Wells, para dar un giro brusco a continuación hacia el millonario—. ¡Eres un mal nacido, Gilliam! Este tipo podía haberme estrangulado… —le espetó, señalando al hombre con cara de simio.

—Me pareció que la señorita necesitaba más ayuda que tú, George —se excusó Murray, risueño.

—Bueno, debe reconocer que no me estaba apañando demasiado mal antes de su llegada, señor Murray —le replicó Emma alisándose las arrugas de la falda.

—Oh, no. Desde luego que no, señorita Harlow. Su valentía es digna de todo elogio, pero…, ejem, debe reconocer que cuando entré en la habitación, eh… digamos que la situación había llegado a un punto en el que la defensa de su virtud me… obligó a disparar a ese indeseable.

—Oh, sí, por supuesto… —se apresuró a constatar la muchacha atropelladamente, observando de soslayo al atónito Wells—. Su intervención fue de obligada necesidad, señor Murray. Si usted no hubiese aparecido, yo no habría podido mantener a raya a aquel energúmeno ni un segundo más.

—Mi querida señorita Harlow, eso es algo que nunca podremos saber. Y no quiero decir con ello que no hubiera podido conseguirlo. Si me decidí a intervenir fue, simplemente, porque no me pareció oportuno esperar a comprobarlo… —le contestó Murray con suma cortesía, mirando también de reojo a Wells, que ahora los contemplaba con suspicacia. Luego observó al hombre llamado Mike, sin dejar de sonreír con aquella sonrisa vaporosa con la que había bajado, más propia de los consumidores de opio—. Pero no discutamos ante nuestro invitado, señorita Harlow. ¿Qué va a pensar de nosotros?

—Yo… —vaciló el hombre con cara de simio.

El millonario le sonrió con simpatía.

—Bueno, ahora soy yo quien tiene la pistola. Es curioso el poder que otorga un arma, ¿verdad, Mike? Tú lo sabes bien —le dijo con voz afable, sopesándola—. Es un revólver Webley, nada menos, con un mecanismo de disparo de doble acción, si no me equivoco. Estoy convencido de que mientras lo has tenido en tus manos te has sentido poderoso, capaz de jugar con nuestras vidas a tu antojo, ¿no es cierto, Mike? Querías incluso que bailáramos para ti.

—Gilliam, ¿crees que esto es necesario? —intervino Wells.

—¿Acaso a ti no te lo parece, George? —le preguntó el millonario—. ¿No crees que Mike debería sacar al menos una lección moral de todo esto?

Wells dejó escapar un bufido.

—Adelante, sigue haciéndote el malvado… —dijo.

El millonario le sonrió con amabilidad y volvió a mirar al tipo con cara de simio.

—Bueno, Mike —dijo—, ¿qué podemos hacer para divertirnos?

—No lo sé, yo… —Mike titubeó—. En realidad, yo no quería perseguirles, fue Roy quien nos obligó a Joss y a mí a…

—¿Sabes ordeñar una vaca? —lo interrumpió Murray, como si hubiera sufrido una repentina iluminación.

—Sí… —respondió Mike, desconcertado.

—¿De verdad?

—Sí.

—¡Eso es estupendo! ¿No le parece, señorita Harlow? —celebró el millonario, que al parecer no podía disimular el regocijo que le producía tener a la muchacha a su lado, ilesa, intacta, sin un solo rasguño—. ¡Vamos al establo a comprobarlo!

—¿Qué…? —balbució Wells, estupefacto.

Pero nadie le prestó atención, pues tanto Murray como la muchacha, acompañados de Mike, ya se dirigían alegremente al establo. Wells sacudió la cabeza, incapaz de creer que todo aquello estuviera sucediendo realmente. Sin saber qué hacer, paseó la mirada a su alrededor, observó los dos cadáveres que había en el suelo, y luego contempló la parte superior de la escalera, que conducía al dormitorio donde se hallaría el cadáver del cojo, intentando asimilar todo lo que había ocurrido en los últimos minutos: apenas un momento antes, todos iban a morir, o al menos a ser golpeados durante un rato por aquellos patanes, quizá incluso mutilados de un modo horrible, aunque aquello no era para nada comparable con lo que iban a hacerle a la muchacha; y ahora, unos minutos más tarde, estaban vivos, ilesos y vivos, gracias a la intervención del desafortunado agente Clayton. Wells se felicitó a sí mismo por su actuación, que había sido crucial, ya que nadie parecía dispuesto a hacerlo, y se preguntó si deberían continuar cargando con el agente hasta Londres o si era preferible darle cristiana sepultura allí mismo. Lanzó un bufido de cansancio: estaba claro que era una decisión que tendría que tomar él, ya que Murray estaba demasiado ocupado ordeñando vacas. En ese instante, Clayton levantó la cabeza, obligando al escritor a dar un respingo.

—¡Está vivo! —exclamó Wells cuando se repuso del susto.

—Por lo que cuesta esta mano, ya puede salvarme la vida —explicó el agente, mostrándole el lamentable estado en el que había quedado su prótesis tras recibir el impacto de la bala. Se incorporó lentamente, y al tiempo que se masajeaba la nuca, masculló—: Debí de perder el conocimiento al golpearme contra el suelo.

—Me alegro de que al menos alguno de nosotros sea capaz de detener una bala —comentó Wells, examinando la prótesis con incredulidad.

—Todo es posible en esta vida, señor Wells, como ya irá comprobando.

La arrogante respuesta del agente irritó a Wells, pero se alegraba de que hubiera sobrevivido, no solo porque había arriesgado su vida para salvarlos o porque ese detalle despejaba sus dudas sobre si convenía enterrarlo o cargarlo hasta Londres, sino también porque el agente se haría cargo de la situación, eximiéndole de la enojosa tarea de jalear al grupo para que reanudaran el viaje hacia la metrópoli.

—¿Cuál es la situación? —preguntó Clayton, como si hubiese oído sus súplicas, sorprendido de que hubiese un solo cadáver en el salón.

—Eh…, pues podría decirse que nos las hemos arreglado bastante bien, agente —le informó Wells—. El cojo está arriba… muerto, según creo.

—Bien. ¿Y el tipo que me disparó? —inquirió.

—Bueno… —dudó Wells, sin saber qué responder a esa pregunta—. Está en el establo ordeñando una vaca.

Clayton lo miró perplejo.

—¿Bromea?

—No, agente, no bromeo, se lo aseguro… —contestó Wells, irritado—. Murray lo ha tomado como prisionero y… Bueno, lo mejor será que me acompañe.

Ambos salieron de la casa y se dirigieron hacia el establo, contemplando el hermoso cielo primaveral que ondeaba sobre el mundo, un decorado impropio para una invasión marciana.

—Pensé que para quienes se hallan del lado de la ley, matar era el último recurso —comentó Wells, acordándose de la muerte del pelirrojo.

—Y lo es —contestó Clayton con una expresión sombría que no ofrecía lugar a dudas sobre el imprescindible uso que había tenido que hacer del cuchillo.

—Entiendo —murmuró el escritor; que empezaba a sentirse en franca desventaja por no haber matado a nadie en la refriega.

Cuando entraron en el granero, comprobaron que el ordeño había concluido satisfactoriamente. Al parecer, el hombre de la cara de simio no había mentido sobre sus habilidades con el mezquino propósito de salvar el pellejo, y ahora, finalizada su labor, se mantenía expectante, sin atreverse a interrumpir al millonario y a la muchacha, que disfrutaban de la leche obtenida, para interesarse por su destino.

—¡Agente Clayton, está vivo! —exclamaron al unísono Murray y Emma, sorprendidos.

—Así es —corroboró innecesariamente Clayton, para luego, tras estudiar al grupo con una sonrisa complacida, añadir—: Me alegro de que estén bien, sobre todo usted, señorita.

—La señorita se encuentra estupendamente —dijo Murray con frialdad, tendiéndole el cuenco de leche—. Tenga. Eche un trago. Supongo que tendrá sed.

—Gracias —dijo el agente, llevándose el cuenco a los labios. Luego le pasó el recipiente a Wells y, sin mirar a nadie en concreto, señaló—: Imagino que me desmayé en la estación.

—Así es —confirmó Murray con una sonrisa irónica—. Pero no le dejamos allí, como puede ver, pese a ser sus prisioneros.

—Y gracias a eso seguimos vivos, Gilliam —intervino Emma, reprobando al millonario con la mirada.

Murray se encogió de hombros, rehusando añadir nada más. Clayton se acercó entonces a un fardo de cuerdas que había junto a la puerta, entre un barullo de herramientas, escogió una y, tras descartar la posibilidad de atar con una sola mano al prisionero, se la tendió al escritor.

—¿Le importaría, señor Wells?

El escritor la tomó de mala gana y procedió a atar al prisionero, que se dejó hacer dócilmente.

—¿Alguien podría decirme dónde estamos? —preguntó entonces Clayton.

—En una granja abandonada en dirección a Addlestone —le informó el propio prisionero, solícito.

—Bien —dijo Clayton, y luego, tendiéndole al millonario su mano sana, añadió—: ¿Tendría la amabilidad de devolverme mi pistola, señor Murray?

—No veo por qué habría de… —comenzó a protestar el millonario.

—Gilliam… —le advirtió Emma con la dulzura distraída de una madre, mientras alcanzaba el cuenco de leche que había dejado Wells, para darle otro ávido trago.

—Por supuesto, agente —respondió el millonario, entregándosela con una mueca de fastidio.

Cuando la tuvo en sus manos, Clayton examinó su cargador.

—Mmm… queda una sola bala. Espero que no tengamos que matar a nadie más camino de Londres, porque si ya han descansado lo suficiente, deberíamos continuar nuestro viaje —proclamó, al tiempo que empujaba al prisionero en dirección al carruaje. Sin dejar de andar, miró a los demás por encima del hombro, y añadió—: Ah, por cierto, gracias por no haberme abandonado en la estación.