Volvamos ahora con el auténtico Wells, al que habíamos dejado fuertemente abrazado a la señorita Harlow en el interior de un lujoso carruaje que, marcado con una pomposa «G» en una de sus puertas, enfilaba hacia el trípode marciano con la alocada intención de pasar bajo sus patas. Espero que sepan disculparme por haberlo abandonado en tan comprometida situación: tómenselo como un humilde homenaje por mi parte a las argucias de la novela por entregas de la época, que obligaban a los lectores a adquirir el siguiente capítulo si querían descubrir cómo se resolvía la escena, lo cual yo voy a relatarles en este mismo instante, a modo de recompensa por su paciencia. Pues bien, sintiendo cómo el coche brincaba violentamente sobre el suelo, acortando la docena de metros que lo separaban del ingenio mortífero, Wells apretó los dientes, temiendo que en cualquier momento el rayo calórico los fulminara. El escritor aún dispuso de tiempo, sin embargo, para preguntarse si sentirían dolor o por el contrario la deflagración de sus cuerpos sucedería tan rápido que no les daría tiempo a reparar en que estaban muriendo hasta que ya hubiesen dejado de existir. Pero la caricia de la muerte se demoraba. Sorprendido de que el ingenio aún no les hubiese disparado, abrió los ojos y giró el rostro hacia la ventanilla de su lado —convencido de que cualquiera de aquellos gestos sería el último— en el momento justo para ver pasar una de las patas del trípode tras el cristal, a tan corta distancia del carruaje que arrancó de cuajo uno de los faroles del lado izquierdo. Un segundo después, oyó un atronador estallido a sus espaldas, que zarandeó el coche con la consabida sacudida, a la que siguió el salvaje grito de triunfo de Murray. Wells miró entonces por encima de su hombro y contempló, a través de la ventanilla trasera, el enorme socavón que el rayo había abierto en la carretera. Con una mezcla de alivio y júbilo, comprendió que el tentáculo había tardado demasiado en dispararles. La velocidad que el millonario había impuesto a los caballos había sorprendido al ingenio, que no había dispuesto del tiempo suficiente para apuntarles. Y era evidente que, a medida que el trípode menguaba en la ventanilla trasera, se reducían sus posibilidades de efectuar un segundo disparo, pues como había deducido Murray, la máquina no podía maniobrar tan rápidamente como ellos. El escritor observó que el mortífero artefacto intentaba girar en mitad de la carretera como un bailarín torpe, y comprendió que, para cuando lo lograra, el carruaje ya habría desaparecido de su vista. Entonces dio media vuelta en el asiento, jadeando por la tensión, y con suavidad levantó la cabeza de la muchacha, todavía enterrada en su pecho.
—Lo hemos logrado, señorita Harlow, lo hemos logrado… —balbució entrecortadamente.
La muchacha se incorporó con el rostro asustado, y a través de la ventanilla comprobó que era cierto. Habían logrado pasar por entre las patas de la máquina, que había desistido de perseguirles y en ese momento empezaba a alejarse de ellos en dirección a Woking, empequeñeciéndose en la distancia.
—¿Están bien ahí dentro? —preguntó Murray.
—¡Sí, maldito loco, estamos bien! —gritó Wells, sin saber si enfurecerse o abandonarse a la risa histérica que amenazaba con derramarse de su garganta.
Finalmente, no hizo ni una cosa ni otra. Se limitó a dejarse caer en su asiento, todavía con el corazón encabritado, e intentó tranquilizarse. Habían estado a punto de morir, se dijo, pero no habían muerto. Eso era motivo de regocijo. O debería serlo. Observó al agente Clayton, que seguía tendido cuan largo era en los asientos de enfrente, exhibiendo el apacible semblante de un hombre que disfruta de un agradable sueño, ajeno a la pesadilla que había atravesado su cuerpo. Wells resopló un par de veces y cruzó una mirada cómplice de alivio con la muchacha, que al igual que él intentaba reponerse del susto. Durante unos minutos permanecieron así, jadeantes, silenciosos y agradecidos, como si hubiesen recuperado sus almas, que casi habían salido volando del pecho como palomas ansiosas, mientras el carruaje continuaba su marcha, a un ritmo mucho más tranquilo ahora que no lo perseguía ningún artefacto marciano.
Pero ninguno dispuso de tiempo para romper el silencio porque la devastación que comenzó a rodearlos enseguida los hizo enmudecer. A pesar de la oscuridad, a través de las ventanillas comprobaron que la ruta por la que había pasado el trípode era un escaparate de la destrucción más arbitraria. Entre el espanto y la fascinación, contemplaron cómo se alternaban pinares reducidos a cenizas con bosques medio incendiados que todavía mostraban trémulas hogueras aquí y allá, pequeños fuegos que ardían ensimismados en la noche, impregnando el aire de un olor resinoso a madera quemada. Al borde de la carretera se sucedían casas derribadas y humeantes, entre las que de repente despuntaba una vivienda sorprendentemente intacta, salvada de la destrucción por el capricho incomprensible del trípode. Tras varios minutos de monótona desolación, tropezaron con un tren descarrilado, cuya hilera de vagones, en su mayor parte desventrados y envueltos en llamas, emulaba una gigantesca serpiente sobre la hierba. A su alrededor había varios cráteres humeantes, y no necesitaron luz para deducir que el racimo de bultos desperdigados en torno al transporte siniestrado eran pasajeros masacrados en plena huida.
Apenas se habían alejado del macabro espectáculo, cuando comenzaron a escuchar cañonazos en la distancia, atronando a intervalos regulares. Supusieron que el trípode que les había perseguido se había encontrado con una batería de cañones. Wells se preguntó hacia qué bando se estaría decantando la guerra mientras espiaba por la ventanilla el desfile de casas arrasadas, invernaderos destrozados y bosques calcinados que pregonaba la crueldad o la indiferencia que aquel enemigo venido del espacio mostraba hacia los humanos.
Bordearon Chobham y pusieron de nuevo rumbo hacia Londres cuando el pálido resplandor del alba comenzaba a desvelar el mundo. Por aquellas carreteras no se apreciaban muestras de destrucción, lo cual indicaba que todavía no había pasado por allí ningún trípode, pensó Wells con alivio, pues eso significaba que Londres seguía de momento a salvo.
Un poco después, al divisar una granja al borde de la carretera en dirección a Addlestone, Murray sugirió que hicieran un alto para que los caballos descansaran, o terminarían desplomándose sobre la carretera en el momento menos pensado. También ellos necesitaban dormir un poco, y aquella granja parecía un buen lugar para ello. Todos se mostraron de acuerdo, así que el millonario detuvo el carruaje junto a la casita. Enseguida comprobaron que había sido abandonada por sus dueños: cerca de un pequeño cobertizo encontraron dos carros a los que faltaban los caballos, y a la entrada de la casa descubrieron un reguero de utensilios y objetos personales, como zapatos, cucharillas, un reloj de pared y un sombrero aplastado, que delataban una huida apresurada.
Tras dejar a Emma velando el intempestivo sueño de Clayton, Wells y Murray se aventuraron en la granja con el propósito de explorarla. Se trataba de una modesta construcción de dos plantas, pobremente amueblada, que contaba con tres dormitorios en el piso superior. Registraron todas las habitaciones sin encontrar rastro de vida, lo cual les libraba del engorroso trámite de solicitar alojamiento e incluso de convivir con la familia que viviera allí, con toda seguridad deseosa de intercambiar rumores sobre la invasión o barajar sus miedos con los suyos, algo para lo que Wells se encontraba especialmente cansado. Tras la inspección, dieron de beber a los caballos y cargaron con Clayton hasta el dormitorio principal, que era el que disponía de la cama más grande, donde lo tumbaron. Habían decidido que Wells durmiera junto a él, por si el agente despertaba en algún momento, mientras Emma y Murray se repartirían los otros cuartos. Después bajaron a la cocina para matar el hambre que empezaba a rondar sus estómagos. Pero la ausencia de la familia tenía una triste contrapartida: la despensa había sido minuciosamente desvalijada. Tan solo lograron reunir, tras una exhaustiva inspección, un poco de pan duro y algo de queso medio enmohecido que ninguno se rebajó a probar, pues eso habría significado aceptar que se hallaban en una situación más desesperada de lo que en realidad era. Tras esa decepción, cada uno se fue a su improvisada habitación para tratar de descansar al menos un par de horas antes de reanudar la marcha.
Wells entró en el cuarto que le había correspondido, le tomó de nuevo el pulso a Clayton, y al comprobar que seguía vivo se tumbó a su lado. Una luz desabrida entraba por la ventana, cuyas cortinas no había tenido la precaución de correr. Demasiado cansado para volver a levantarse, Wells se resignó a dormir en aquella molesta claridad que con tanta crudeza empezaba a iluminar la humilde habitación. A la espera del sueño, observó el puñado de posesiones que los dueños de la casa se habían visto obligados a abandonar allí: el desvencijado armario, la modesta cómoda, el espejo acribillado de manchas, la lamparita y las velas que había junto a la cama. Aquel triste muestrario de objetos olvidados era tan diferente a los que decoraban su vida que le sorprendió que pudieran ofrecerle a alguien esa cómoda seguridad que uno siempre espera de las cosas que le rodean. Pero había personas que se enfrentaban al mundo con posesiones como aquellas, que navegaban hacia la muerte rodeados de objetos que rezumaban hostilidad. Wells se limitó a ocupar su lado correspondiente del colchón con los brazos pegados al cuerpo, sin querer tocar las sábanas más de lo necesario, pues estaba convencido de que su contacto, al igual que el del resto de aquellas pertenencias repentinamente huérfanas, mancillaría sus dedos con el desagradable escozor de las ortigas. Y allí tendido, acosado por aquella adecentada penuria, tuvo que reconocer que una cosa era imaginar de un modo general, casi abstracto, las carencias de la clase baja, y otra muy distinta enfrentar la desoladora fealdad que cercaba sus vidas, algo que jamás había mencionado en el puñado de artículos que había escrito a favor de sus derechos.
Contempló entonces el retrato que había sobre la cómoda, que mostraba a una pareja posando junto a sus dos hijos pequeños con esa expresión de recelo de quienes aún no han descartado la participación del diablo en los mecanismos de la fotografía. El matrimonio, de rostros vulgares y con ropas modestas sujetaba a sus hijos de los hombros, como si enseñaran los mejores frutos de su huerta. Aquellos pobres niños podían haber nacido en cualquier otra parte, pero la ruleta de la vida les había hecho nacer en el seno de aquella familia, condenados a malgastar sus existencias trabajando en las mismas tierras que sus progenitores, pena que acatarían como si no existiese otra alternativa, pues tampoco prendería en sus almas ninguna inquietud que les obligara a cuestionarse el funcionamiento de las cosas. Aunque bien mirado, se dijo Wells, aquella falta de aspiraciones podía actuar como un excelente parapeto que les protegería de otros muchos sinsabores que la vida ofrecía y que ellos, por fortuna, no llegarían a conocer. Si se contentaban con lo que tenían, no sentirían el impulso de emigrar a la metrópoli, donde sin duda llevarían una existencia mucho más penosa, pues en el campo al menos el aire era puro y el sol tibio. En la ciudad habrían quedado amontonados junto a otros como ellos en un cuarto alquilado de alguna inmunda callejuela del East End, entregados en bandeja a la tuberculosis, la bronquitis y el tifus, mientras ese brillo sano y vigoroso propio del campo se les iría empañando en alguna fábrica, donde se dejarían las ganas de vivir por un salario raquítico que la única felicidad que les permitiría comprar sería una borrachera en una taberna mugrienta. Por suerte para ellos, aquel par de niños, transformados ya en muchachos capaces y simples, se habían llevado la mejor parte del infierno, pues seguramente eran quienes ocupaban los otros dos dormitorios.
Wells apartó los ojos de la foto, preguntándose qué razones habrían impulsado a aquella familia a abandonar su casa, el único hogar que sin duda conocían. ¿Lo habrían hecho asustados por los rumores que llegaban hasta ellos, quizá alentados por los vecinos? ¿Y cómo habrían recibido sus pobres mentes la noticia de que los enemigos que estaban atacando su país procedían del espacio exterior, de ese cielo estrellado que siempre habían considerado un mero telón de fondo puramente decorativo? Aunque ahora, independientemente del destino que le hubiesen repartido a cada uno y de las cosas que hubiese logrado atesorar, todos los habitantes de la Tierra habían sido reducidos a lo mismo por los invasores: a ratas que huían.
Wells se durmió pensando en Jane.
Cuando Wells despertó, el agente Clayton todavía dormía a su lado. Se incorporó lentamente, sintiendo los músculos entumecidos, y consultó su reloj de bolsillo. Había dormido cerca de tres horas, aunque no se sentía tan descansado como esperaba, debido quizá a que no había logrado componer sobre aquel colchón ningún sueño placentero, sino una suerte de parodia que solo podía calificar como un duermevela agitado. Era lógico, por otro lado, que los últimos acontecimientos vividos se filtraran en su sueño para convertirlo en un carrusel de imágenes inquietantes que solo su subconsciente era capaz de descifrar. No recordaba ninguna de ellas, aunque una angustiosa sensación de caída que le resultaba familiar tiznaba todavía su alma. Lo que sí recordaba haber oído, atravesando su abrupto sueño como una corriente de aire, era la voz del agente Clayton azuzándole a despertar. Por eso le sorprendió que el joven siguiese dormido a su lado. Mientras se despabilaba, lo observó con una mezcla de piedad y fastidio, preguntándose si tendrían que seguir cargando con él mucho tiempo más, e incluso barajando la posibilidad de forzar su despertar, aunque finalmente no lo consideró prudente. Si el agente padecía alguna enfermedad que le abocaba a repentinos raptos de sueño, quizá no fuera conveniente alterarlos. Dejó que siguiera durmiendo, se alisó el pelo revuelto ante el mugriento espejo, y salió al pasillo.
Las puertas de los otros cuartos estaban abiertas, señal de que ninguno de sus compañeros de huida permanecía dentro, por lo que el escritor bajó la escalera hacia la planta baja, aunque en el salón tampoco encontró a ninguno de ellos. Incómodo por ser el que más había dormido, algo que cualquier lengua maliciosa, como sin duda lo era la de Murray, podía achacar a la despreocupación que le provocaban los graves acontecimientos en los que estaban inmersos, se dirigió a la cocina, que se hallaba igualmente vacía. Por un instante, temió que el malvado millonario se las hubiese ingeniado para convencer a la muchacha de que lo mejor era abandonarlo allí con Clayton. Pero aquel temor se desvaneció de su susceptible mente al contemplar a través de la ventana el carruaje de Murray junto al abrevadero. Con la pomposa «G» pintada en la puerta, y uno de los faroles amputado, el coche seguía en el mismo lugar donde lo habían dejado al llegar. A menos que hubieran optado por marcharse a pie, sus compañeros estaban todavía allí, en alguna parte. Wells se reprobó sus suspicacias: el millonario era un hombre mezquino y traicionero, pero mientras durara aquella situación tan excepcional parecía dispuesto a dejar sus diferencias a un lado para cubrirse las espaldas el uno al otro. Ahora eran un equipo, le gustase a él o no.
Preguntándose dónde estaría, el escritor salió a la entrada de la casa, y examinó la calurosa mañana que se desplegaba sobre el mundo. Todo parecía tan tranquilo como un día cualquiera, salvo por el cañoneo que le llegaba del sudeste como un ronroneo apagado, delatando que en alguna parte la artillería británica se estaba enfrentando a un trípode. En la dirección opuesta, distinguió una gruesa trenza de humo que trepaba hacia el cielo, surgiendo desde detrás de las remotas colinas que ocultaban Epsom. Wells se preguntó con inquietud cuántos trípodes habría repartidos en torno a Londres. Clayton le había informado que, aparte del cilindro de Horsell, habían aparecido otros en el campo de golf de Byfleet y cerca de Sevenoaks, pero si aquello era una invasión en toda regla, seguramente habría más.
Fue entonces cuando oyó las voces de sus compañeros procedentes del cobertizo que había a unos metros de la casa. Wells se dirigió hacia allí para reunirse con ellos. Tenían que reanudar el viaje hacia Londres cuanto antes, pues si sus sospechas eran ciertas, probablemente los trípodes estuvieran posicionándose para avanzar hacia la metrópoli en formación, en cuanto lograran deshacerse de la pequeña molestia que suponían las baterías británicas diseminadas por la zona. Y para cuando eso ocurriera, era conveniente haberles sacado la mayor ventaja posible. De lo contrario, entrar en Londres se convertiría en una operación en extremo complicada, pues tendrían que atravesar la línea enemiga.
—¡Esto es más difícil de lo que pensaba! —oyó exclamar a Emma en tono desesperado mientras caminaba hacia el cobertizo.
—Creo que la clave está en el ritmo, señorita Harlow —respondió Murray con voz tranquila—. Pruebe a realizar movimientos más cortos y enérgicos.
Wells se detuvo en seco, desconcertado ante el diálogo que estaba teniendo lugar dentro del cobertizo, y especialmente tras escuchar las instrucciones del millonario. ¿Qué requería de unas instrucciones así?, se preguntó, mientras la mente se le anegaba de imágenes tan explícitas como escabrosas.
—¿Está seguro? —preguntó Emma—. ¿No le haré daño?
—Unas manos tan delicadas como las suyas serían incapaces de causar ningún dolor, señorita Harlow —fue la halagadora respuesta del millonario.
—De acuerdo, probaré como usted dice… —dijo la muchacha, voluntariosa.
Hubo entonces un silencio de varios segundos, en los que Wells aguardó sin moverse de su sitio, intrigado.
—¿Y bien? —preguntó Murray.
—Tampoco así parece funcionar… —respondió la muchacha un tanto desilusionada.
—Tal vez esté siendo usted demasiado brusca —se atrevió a criticarla Murray.
—¿Eso piensa? —Emma se enfadó—. ¿Por qué no lo hace usted mismo en vez de dirigirme?
—No pretendía dirigirla, señorita Harlow —se excusó Murray—. Me limitaba a sugerirle que… —Dejó la frase inacabada, como si el resto se le hubiese obstruido en la garganta.
Se produjo un nuevo silencio. Wells siguió clavado donde se había detenido, dudando si avanzar o no. No era posible que estuviesen…
—Tal vez deberíamos avisar al señor Wells —propuso Murray a Emma—. Quizá él tenga más experiencia que nosotros.
Al oír su nombre, Wells se ruborizó de golpe. ¿Avisarlo a él? ¡Avisarlo a él!
—Permítame que lo dude, señorita Harlow —se apresuró a responderle Murray.
A Wells le ofendió que el millonario se mostrara tan convencido de su falta de experiencia, aunque no supiera en qué.
—¿Por qué no prueba a colocar su mano más arriba? —sugirió Gilliam.
—¡Ya está bien, abandono! —exclamó Emma, repentinamente enojada—. ¡Hágalo usted!
—De acuerdo, de acuerdo —convino Murray intentando calmarla—. Pero no se lo tome así, señorita Harlow, si le dejé a usted fue porque pensé que le hacía ilusión probar cosas nuevas…
Aquello dio paso a un nuevo silencio, esta vez más largo que los anteriores. Wells, sintiéndose ridículo allí parado, resolvió dirigirse al cobertizo de una vez, tal y como había pensado en un principio, aunque se fue aproximando a la puerta entreabierta tratando de hacer el menor ruido posible: no tenía ninguna intención de anunciar su llegada, pues no sabía a ciencia cierta qué tipo de escena se vería obligado a interrumpir. Caminando casi de puntillas, logró alcanzar la puerta, y cuando lo hizo, echó un discreto vistazo dentro, temiendo ver algo tan turbador que se le quedara grabado para siempre en la memoria. La escena que tenía lugar en el interior del cobertizo, sin embargo, le produjo un gran alivio. Se desarrollaba de espaldas a la puerta, por lo que ninguno de sus compañeros percibió su presencia: Murray estaba sentado en un taburete de ordeñar, ligeramente encorvado hacia delante, y trasteaba con sus manazas en las ubres de una enorme vaca que se dejaba hacer con disgusto, mientras la muchacha, de pie a su lado y con los brazos cruzados, parecía juzgar severamente su pobre intento de extraer alguna gota de leche del animal.
—¿Y bien, señor Murray? —preguntó Emma en un tono irónico—. ¿Logra algún avance? Quizá debería realizar movimientos más cortos y enérgicos.
Wells sonrió, divertido ante la simpática escena, pero decidió no interrumpirla, pues su presencia seguramente arruinaría su desenlace natural. Se limitó a esperar tras la puerta sin hacer ruido, observando los ridículos intentos del millonario por mostrarse ante la mujer que amaba como alguien bregado incluso en los aspectos más insospechados de la vida.
—Las vacas son animales generosos, señorita Harlow —le oyó proclamar con voz engolada—. Este ejemplar, por ejemplo, no desea otra cosa que saciar nuestra sed con el regalo de su leche, y es ahí donde entra la pericia del hombre, que ha de manipular sus ubres con respeto y cuidado, como sin duda yo…
En ese momento, el millonario debió de ejercer sobre las ubres de la vaca una presión desacertada o pudiera ser que incluso indecorosa, pues el animal se revolvió con tanta brusquedad que derribó a Murray del taburete, haciéndole proferir una maldición. Emma dejó escapar entonces la risa más bonita que Wells había oído nunca, una risa que no pudo evitar comparar con el armonioso discurrir de un arroyo descendiendo por la montaña, con las notas de una flauta travesera desliándose en el aire, con el delicado murmullo de una hilera de campanitas de plata al ser acariciadas por la brisa o con cualquier tonada melodiosa que alguna otra obra de la naturaleza o ingenio humano alcanzara a producir. Y no era solo una impresión suya, pues desde el suelo, bendecido por sus cadenciosas carcajadas, Murray la miraba arrobado, con la sonrisa de éxtasis del santo que presencia un milagro en su propia celda.
—Bueno, ya ha descubierto algo que se me da tan mal como reproducir una invasión marciana… —murmuró el millonario, incorporándose con una sonrisa avergonzada.
Emma volvió a remover el aire con su risa. Murray también rio, trenzando su risa con la de la muchacha, y durante un momento que a Wells le pareció mágico, ambos parecieron olvidarse de que estaban huyendo de la muerte, y probablemente se sintieron inmortales envueltos en aquella felicidad que había brotado de repente, de la forma más estúpida posible. Antes de que alguno de los dos tuviera tiempo de volverse, el escritor se apartó de la puerta con sigilo y comenzó a desandar sus pasos. Aquel era un momento de complicidad que pertenecía solo a ellos, y no quería que le descubriesen espiándolos. Mientras regresaba al interior de la casa oyendo sus risas, sintió envidia del millonario, pues sabía que hacer reír a una muchacha era el mejor modo de llegar a su corazón. Sí, hacer reír a una dama era un modo mucho más efectivo de conquistarla que reproduciendo una invasión marciana, se dijo. Cualquiera sabía eso.
Una vez en la cocina, se limitó a esperar pacientemente a que regresaran, espiando la puerta del cobertizo a través de la ventana. Cuando los viera salir, él saldría a su vez de la casa, haciéndose el encontradizo, y podrían reanudar de una vez el viaje a Londres, olvidando la absurda pantomima que había tenido que representar. Solo esperaba que a aquel intercambio de risas no le siguiera ninguna de esas miradas significativas que preceden a los besos, pues no sabía si contaba con la suficiente paciencia para soportar que sus compañeros se entregaran a un interludio amoroso en el cobertizo mientras Jane aguardaba en Londres. Se apoyó en el filo de la mesa de la cocina, hundió las manos en los bolsillos y esperó, con la mirada fija en la ventana.
Fue entonces cuando, con una mueca de estupefacción, vio a dos desconocidos dirigiéndose al cobertizo. Eran dos hombres vestidos con ropas modestas, y se acercaban al lugar donde se encontraban sus compañeros con el mismo sigilo con que él lo había hecho apenas unos minutos antes, aunque con intenciones mucho más maliciosas, pues ambos empuñaban una especie de pincho casero. Tras los segundos de incredulidad que le llevó comprender la situación, Wells se incorporó y dio unos pasos por la cocina, indeciso. ¿Serían los dueños de la casa?, se preguntó, pero enseguida descartó esa posibilidad porque sus ropas no eran de granjero, sino de paletos de ciudad. Solo podían ser asaltantes, tipos que aprovechaban cualquier alteración en la rutina del país para sacar provecho. Y era evidente que pretendían sorprender a sus compañeros, sin sospechar que él estaba viéndoles a su vez. Eso le otorgaba una oportuna ventaja sobre ellos, una ventaja que cualquier hombre más decidido y valiente que él sin duda intentaría aprovechar. Pero Wells no era de esa clase de hombres. Se veía incapaz de domar sus nervios hasta alcanzar la serenidad que exigía la situación y, una vez lograda, buscar algo que le pudiese servir de arma y aproximarse a los asaltantes por la espalda para finalmente caer sobre ellos por sorpresa y dejarlos fuera de combate con un par de golpes rápidos y certeros.
No, no era de esa clase de hombres. El corazón comenzó a latirle a un ritmo frenético, y la tensión se apoderó de él de tal forma que enseguida se descubrió saliendo sin la menor cautela de la casa, incluso ruidosamente, con la intención de proferir un fuerte grito que alertara a sus compañeros, pero sobre todo que lo liberase a él de la responsabilidad que imponían las circunstancias, pues la resolución de la situación ya no descansaría solo en sus manos. Sin embargo, el escritor no llegó a emitir ningún grito, ni fuerte ni débil, pues cuando se disponía a hacerlo, algo frío y afilado se posó de repente en su garganta.
—Tranquilo, amigo —susurró una voz arrastrada junto a su oído—. No querrá estropearle la sorpresa a sus compañeros, ¿verdad?